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 I 
LA LIRA Y EL ARPA 
¿Y podrás, lira mía, 
en tus débiles cuerdas el rugido 
hallar del aquilón; el estampido 
retumbante del trueno, 
cuando su fragorosa artillería 
barre de seno en seno 
la combatida bóveda sombría? 
¿Podrás el ronco acento 
hallar del mar sañudo y turbulento, 
y la potente fibra 
que en la gigante cítara del viento, 
con rudo plectro la tormenta vibra? 
¿Podrás, en fin, de Heredia peregrino, 
hallar la fuerte, la robusta nota 
y el impetuoso grito de entusiasmo, 
tú, pobre lira rota, 
para alzar inmortal canto divino 
al rey de los torrentes, 
gala de un mundo y de los hombres pasmo, 
Niágara atronador que hoy se levanta 
Circundado de glorias esplendentes 
Ante mi vista deslumbrada, y llena 
El alma mía de pavor sublime, 
Y enmudece la voz en mi garganta 
Y con su inmensa majestad me oprime? 
¡Qué importa! Si la altiva, la serena 
Musa inmortal de Píndaro y Quintana 
me negare tirana, 
sus divinos favores, 
me quedas tú, sombría 
diosa de los poéticos dolores, 
numen inspirador de la elegía. 
Sí, tú me quedarás, tú siempre fuiste, 
en el desierto de mi vida triste, 
mi columna de sombras por el día 
y mi encendida nube por la noche… 
Ven a mis manos, pues, ven, arpa mía, 
que ya en mi pensamiento abre su broche 
bajo el beso fecundo 
de la lama inspiración, la flor del canto. 
Ven entre llanto y llanto, 
a referirle al asombrado mundo 
de lo sublime el inmortal poema, 
la soberbia belleza que dilata. 
En noble aspiración el pecho triste 
y la emoción suprema, 
y el horror misterioso que sentiste 
al borde de la inmensa catarata. 
II 
EL RÍO 
Azul, ancho, sereno, 
espejo de los cielos que retrata 
en su límpido seno, 
de majestuosos pinos coronado, 
al blando murmurío 
de espumas de cristal y ondas de plata, 
sonoro y sosegado, 
regando aromas se desliza el río. 
Y vagas el viajador por sus riberas 
oyendo los suspiros de las aves 
y las notas suaves 
de las brisas ligeras 
que vienen a empujar sobre las ondas 
el ancho lino de las blancas naves. 
¡Todo es paz en la tierra 
Y todo luz en las etéreas blondas!… 
¿Oís?… Allá, a lo lejos, 
algo como un rumor. Sordo, perdido… 
¿Qué será ese ruido? 
¿será el viento en la sierra, 
precursor de los cárdenos reflejos 
del rayo asolador?… No; el horizonte 
sereno resplandece, y ni una nube 
se cierne sobre el monte. 
Escuchad cómo sube… 
va creciendo por grados, va creciendo… 
ya no es ruido lejano, ya es estruendo 
que el ámbito ensordece, 
y a medida que crece, 
va la linfa perdiendo 
su serena quietud; ya las espumas 
no son las blandas; las ligeras plumas 
que adornaban, graciosas, 
la inmaculada frente 
de la mansa corriente: 
son oleadas ruidosas, 
son roncos hervideros bullidores 
que rugen, que se encrespan, que batallan, 
y al chocarse entre sí, raudos estallan 
en mil penachos de irritada espuma 
que reflejan del iris los colores. 
Y es en vano el luchar; la fuerza suma 
de un poder misterioso, oculto, interno, 
sin cesar los sacude, los agita 
y al fin los precipita 
en espumante remolino eterno. 
Vórtice arrobador, bello, horroroso, 
que hace olvidar, al contemplarlo mudo, 
el trueno misterioso 
que ya cerca retumba 
con ímpetu sañudo… 
blanco vapor se eleva 
sobre el nivel agua, allá a lo lejos, 
do con fuerza mayor el trueno zumba; 
y la corriente embravecida lleva 
del encumbrado sol a los reflejos, 
pinos de sus orillas arrancados 
cascos de naves, míseros despojos 
por su implacable cólera arrastrados. 
De pronto, un torbellino 
de vaporosas chispas, invadiendo 
el aire cristalino, 
en lluvia azotadora el rostro os hiela 
y os baña. Y os hostiga y os flagela 
al ronco son del pavoroso estruendo… 
¡No deis un paso más; cerrad los ojos, 
que no os trastorne el vértigo la mente… 
bajad por la colina… 
ahora abridlos, y postraos de hinojos! 
III 
EL TORRENTE 
¡Oh espectáculo inmenso! ¡oh sorprendente 
panorama de horror y hermosura! 
¡oh inenarrable escena peregrina 
que a un tiempo el llanto y la sonrisa arranca! 
Falta al pecho el aliento; la luz pura 
falta a los ojos por exceso de ella, 
y la sangre se estanca 
y al corazón se agolpa y lo atropella… 
¡Oh! ¡Qué sublime horror! El ancho río, 
desde escarpada, gigantesca altura, 
en toda la extensión de su pujanza, 
de súbito se lanza 
en el abismo fragoso y frío. 
¡Paso!, ¡paso al coloso! 
la amedrentada tierra 
gime bajo su peso; el poderoso 
raudal se precipita, 
y tras breve batalla, 
cuanto su marcha cierra, 
cuanto a sus pies palpita, 
colinas, valles, árboles, peñones, 
rompe, tala, avasalla, 
y triunfador altivo, sus blasones 
despliega al orbe que, agitado y mudo 
de admiración lo acata; 
¡digno blasón de su glorioso escudo: 
en campo azul, vorágine de plata! 
ved como tiembla la humillada roca 
y el combatido centro del abismo 
cuando su seno toca 
con el rudo fragor de cataclismo 
la desprendida mole del torrente 
lago de espuma hirviente, 
como vasto incensario, 
alza eterno plumaje 
de flotante y fúlgidos vapores, 
en severo homenaje 
a la deidad terrible del santuario: 
al dios de los abismos bramadores, 
al numen dueño del cerrado arcano 
que guardan en su seno oscuro y frío 
las simas y los antros, y el océano, 
las sombras y el vacío. 
¿Do te ocultas deidad atronadora? 
¿en qué confín perdido del torrente 
tienes tu húmedo lecho, 
para volar ansioso y diligente 
a tu encuentro feliz? Sí, ya la hora 
sonó de interrogarte frente a frente; 
Sí, yo tengo el derecho, 
Como cantor, como hombre, 
De venir a tu lóbrego palacio, 
de la verdad en nombre , 
a pedirte el secreto del abismo, 
ese enigma profundo 
que debe ser el mismo 
que, no resuelto aún, lleva en el pecho 
el mísero mortal en este mundo: 
la rebelión, la duda, la agonía 
del corazón en lágrimas deshecho … 
¡Genio, responde a mi clamor, responde! 
¿Por dónde, di, por dónde 
se va hasta ti? La fría, 
la inmensa, la impetuosa catarata 
que en lluvia de diamantes se desata 
al descender al antro furibundo, 
con su raudal frenético me esconde 
los umbrales de plata 
de tu oscuro palacio: 
el estruendo iracundo 
ensordece el espacio, 
y la agitada espuma 
me azota el rostro y por doquier me abruma. 
IV 
SUB-UMBRA 
¡Adelante, alma mía! 
allí junto al peligro está la boca 
de la sima profunda … 
¡fe, valor, osadía! 
ya el pie resbala en la musgosa roca, 
ya la lluvia iracunda 
me flagela la frente … 
¡este es mi Sinaí relampagueante, 
este es mi Oreb ardiente!… 
¡Adelante! ¡Adelante! 
¡Qué hermosa caverna! 
¡Qué espantoso ruido! ¡Aquí tienen su nido 
la oscuridad eterna, 
el torbellino airado, 
la fragorosa espuma, 
el Aquilón helado, 
la sofocante y cegadora bruma! … 
¡Adelante! ¡adelante! ¡Allá en el fondo, 
la sombra es más intensa, 
el rugido más fuerte, 
la atmósfera más densa 
y más cerca al espíritu la muerte. 
Allí, allí está el hondo 
santuario en que se oculta 
el dios de la terrible catarata! 
¡Cómo llegar a él! … En arco enorme 
que en el vórtice hirviente se sepulta, 
sobre mi frente pálida, tendida, 
cual bóveda de plata, 
pasa la mole rápida y deforme 
de la corriente al báratro impelida. 
Bajo mis pies se escapa 
la resbalosa peña 
que sirve, artera, de engañosa capa 
a la muerte en sus grietas escondida. 
El vértice se adueña 
de mi turbada mente … 
¡un paso más … y terminó la vida! 
V 
EL ECO 
Heme aquí, frente a frente 
de la espesa tiniebla desde donde 
oírme debe la deidad rugiente 
que en su seno se esconde: 
–“Dime, genio terrible del torrente, 
¿a dónde vas al trasponer la valla 
del hondo precipicio, 
tras la ruda batalla 
de la atracción, la roca y la corriente? … 
¿a dónde va el mortal cuando la frente 
triunfadora del vicio, 
yergue, al bajar a la mundana escoria 
en pos de amor y venturanza y gloria? 
¿adónde, van, adónde, 
su fervoroso anhelo, 
tu trueno que retumba?…” 
y el eco me responde, 
ronco y pausado: ¡tumba! 
¡Espíritu de hielo, 
que así respondes a mi ruego, dime; 
si es la tumba sombría 
el fin de tu hermosura y tu grandeza; 
el término fatal de la esperanza, 
de la fe y la alegría; 
del corazón que gime 
presa del desaliento y los dolores; 
del alma que se lanza 
en pos de la belleza, 
buscando el ideal y los amores; 
después que todo pase, 
cuando la muerte al fin, todo lo arrase, 
sobre el océano que la vida esconde, 
dime qué queda; di, ¿qué sobrenada?…” 
y el eco me responde, 
triste y doliente: ¡nada! 
Entonces, ¿por qué ruges, 
magnífico y bravío, 
por qué en tus rocas, impetuoso crujes, 
y el universo asombras 
con tu inmortal belleza, 
si todo ha de perderse en el vacío? … 
¿Por qué lucha el mortal, y ama, y espera, 
y ríe, y goza, y llora y desespera, 
si todo, al fin, bajo la losa fría 
por siempre ha de acabar? … Dime, ¿algún día, 
sabrá el hombre infelice do se esconde 
el secreto del ser? ¿Lo sabrá nunca? 
y el eco me responde, 
vago y perdido: ¡nunca! 
¡Adiós, Genio sombrío, 
más que tu gruta y tu torrente helado; 
no más exijo de tu labio impío, 
que al alejarme, triste, de tu lado, 
llevo en el cuerpo y en el alma frío. 
A buscar la verdad vine hasta el fondo 
de tu profunda cueva; 
mas, ¡ay!, en vez de la razón ansiada, 
un abismo más hondo 
mi alma desesperada 
en su seno al salir, consigo lleva … 
ya sé, ya sé el secreto del abismo 
que descubrir quisiera … 
es el mismo, es el mismo 
que lleva el pensador dentro del pecho: 
la rebelión, la duda, la agonía 
del corazón en lágrimas deshecho! 
VI 
¡HOSANNA! 
Y lejos de la gruta el paso guío 
contra el azote del raudal luchando. 
¡Ya fuera estoy del ámbito sombrío! 
¡Oh! ¡Qué bella esa luz! ¡qué hermosa, cuando 
salimos del horror de las tinieblas!… 
ved como juega en círculo brillante 
sobre las blandas nieblas 
que circundan la frente del gigante 
ved los tintes que toma, 
según viene a su encuentro, 
ya en penacho de pluma, 
ya en velo de cristal o en lluvia fina, 
la vaporosa espuma 
o el agua cristalina. 
Aquí, en el ancho centro, 
Ostenta los colores 
Del cuello tornasol de la paloma; 
Allá es verde esmeralda, 
Abajo, azul de límpido zafiro; 
Y vista de lo alto, 
Es mágica guirnalda 
De irisados fulgores, 
De la ovación en el revuelto giro 
Al pie arrojada del augusto salto. 
¡Quién como tú feliz, Niágara undoso! 
¡quién como tú glorioso! 
tienes para tu orgullo, 
y para orgullo que jamás perece. 
De la libre región que se adormece 
al rudo son de tu gigante arrullo, 
un continente, un mundo por imperio, 
el abismo por trono, 
por escabel la sombra y el misterio; 
por himno de victoria 
del trueno eterno el pavoroso tono; 
la hermosura suprema 
por cetro de tu gloria; 
el iris rutilante por diadema; 
por incienso, el vapor de hirviente plata 
que, en elástica nube, 
eternamente sube 
del hondo seno oculto 
al choque de la rauda catarata; 
por sacerdotes sumos de tu culto 
los genios de la tierra, 
la lira y los pinceles; 
y por vasallos fieles 
las razas, las naciones 
y las generaciones 
de asombro mudas, que el planeta encierra. 
VII 
HOMBRE Y ABISMO 
¡Quién como tú, feliz Niágara undoso! 
¡quién como tú, glorioso! 
mas a pesar de tu insólita belleza, 
a pesar de tu indómita fiereza 
de tu trueno, y tu vórtice, y tu bruma, 
a pesar de tu indómita fiereza 
y tu poder sin nombre, 
¡tú no eres más que yo, ni más que el hombre! 
Tú eres la imagen viva 
de la proscrita humanidad altiva; 
tú eres el hombre mismo 
en escala aumentada; 
por eso, cuando ansioso de adueñarme 
del secreto del ser baje a tu abismo, 
¿Pudiste acaso darme 
la clave deseada …? 
Nada supiste responderme, nada; 
que lo que el hombre ignora 
lo ignoras tú también: 
Tras el radiante 
velo de tu hermosura arrobadora 
escondes tú de la mortal mirada 
tu musgo, tu pantano, 
tu limo y tus horribles asperezas; 
y el infeliz humano, 
detrás de sus quiméricas grandezas, 
oculta, agonizante, 
la inocencia perdida 
y el fango y las miserias de la vida. 
Tú sales rumoroso, azul, sereno, 
de las fuentes del río, 
y luego impetuoso, desbordado, 
te despeñas, colérico, en el seno 
del abismo sombrío; 
así el niño mimado 
sale puro, inocente, 
de bajo el ala maternal; mas, luego, 
el pecado lo arrastra en su corriente 
de calcinante fuego, 
y víctima del mal y las pasiones, 
rueda al fin, inconsciente, 
del dolor a las lóbregas regiones. 
Tú tienes tus vapores deslumbrantes, 
tus nubes ondulantes 
que, audaces, un momento el aire hienden 
por subir al azul, y al fin, cansadas, 
tras vano batallar, raudas descienden 
en gotas sin color al centro frío; 
también el hombre tiene sus doradas, 
flotantes ilusiones, 
sus locas ambiciones 
que lanza, alucinado, en el vacío 
de sus sueños quiméricos; vapores 
que bajan luego en lluvia de dolores, 
en lágrimas heladas a su frente … 
Tú tienes tu estridente, 
Fatídico rugido, 
Tus simas, tus cavernas, 
En donde el viento brama, 
En donde da la ola 
con lúgubre ruido; 
En el alma del hombre 
desesperada y sola, 
tienen también su nido 
la duda, las internas 
rebeliones sin nombre; 
el ara húmeda y fría 
de la apagada llama 
do la fe un tiempo ardía; 
cenizas de memorias 
ya en fango transformadas, 
de sueños y de glorias, 
de cerúleos amores, 
de esperanzas rosadas 
de apariciones blondas … 
¡simas tal vez más hondas 
que todos tus horrores! 
Tú ostentas en tu frente majestuosa 
el iris luminoso de los cielos 
que en círculo te ciñe, cual diadema 
de oro y zafir, y de esmeralda y rosa 
y al hombre triste, en medio de los duelos 
de su lucha suprema, 
lo corona en señal de nueva alianza 
el iris del amor y la esperanza. 
 
1880
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