Morir conmigo misma, abandonada y sola,
en la más densa roca de una isla desierta.
En el instante un ansia suprema de claveles,
y en el paisaje un trágico horizonte de piedra.
Mis ojos todos llenos de sepulcros de astro,
y mi pasión, tendida, agotada, dispersa.
Mis dedos como niños, viendo perder la nube
y mi razón poblada de sábanas inmensas.
Mis pálidos afectos retornando al silencio
-¡hasta el amor, hermano derretido en mi senda!-
Mi nombre destorciéndose, amarillo en las ramas,
y mis manos, crispándose para darme a las yerbas.
Incorporarme el último, el integral minuto,
y ofrecerme a los campos con limpieza de estrella
doblar luego la hoja de mi carne sencilla,
y bajar sin sonrisa, ni testigo a la inercia.
Que nadie me profane la muerte con sollozos,
ni me arropen por siempre con inocente tierra;
que en el libre momento me dejen libremente
disponer de la única libertad del planeta.
¡Con qué fiera alegría comenzarán mis huesos
a buscar ventanitas por la carne morena
y yo, dándome, dándome, feroz y libremente
a la intemperie y sola rompiéndome cadenas!
¿Quién podrá detenerme con ensueños inútiles
cuando mi alma comience a cumplir su tarea,
haciendo de mis sueños un amasijo fértil
para el frágil gusano que tocará a mi puerta?
Cada vez más pequeña mi pequeñez rendida,
cada instante más grande y más simple la entrega,
mi pecho quizás ruede a iniciar un capullo,
acaso irán mis labios a nutrir azucenas.
¿Cómo habré de llamarme cuando sólo me quede
recordarme, en la roca de una isla desierta?
Un clavel interpuesto entre el viento y mi sombra,
hijo mío y de la muerte, me llamará poeta.
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