Casa digital del escritor Luis López Nieves


Recibe gratis un cuento clásico semanal por correo electrónico

Por culpa de los dólares

[Cuento - Texto completo.]

Joseph Conrad

I

 

Mientras pasábamos el rato cerca de la orilla, como hacen los marineros ociosos en tierra (era en la explanada frente a la comandancia de un importante puerto de Oriente), un hombre vino hacia nosotros desde la fachada principal de las oficinas, dirigiéndose oblicuamente a los escalones de desembarque. Atrajo mi atención porque entre el movimiento de gente con trajes de dril blanco en la acera por la que él andaba, su ropa, la túnica y el pantalón habituales, hechos de franela gris clara, le hacía destacar.

Tuve tiempo de observarlo. Era rechoncho, pero no grotesco. Su cara era redonda y suave, su tez muy clara. Cuando se acercó más distinguí un pequeño bigote que las muchas canas hacían más claro. Y tenía, para ser un hombre rechoncho, una buena barbilla. Al pasar a nuestro lado intercambió saludos con el amigo con el que me encontraba y sonrió.

Mi amigo era Hollis, el tipo que había corrido muchas aventuras y había conocido gente tan singular en esa zona del (más o menos) maravilloso Oriente en sus días de juventud. Dijo: “Ése es un buen hombre. No quiero decir bueno en el sentido de listo o habilidoso en su oficio. Quiero decir un hombre realmente bueno’.

Me giré inmediatamente para mirar al fenómeno. El “hombre realmente bueno” tenía una espalda muy ancha. Lo vi haciendo señas a un sampán para que se acercara a su lado, subir en él y partir en dirección a un grupo de barcos de vapor de la zona anclados cerca de la costa.

Dije: “Es un marino, ¿verdad?”.

—Sí. Está al mando de ese vapor grandote verde oscuro: Sissie-Glasgow. Nunca ha capitaneado nada salvo el Sissie-Glasgow, solo que no ha sido siempre el mismo Sissie. El primero que tuvo medía aproximadamente la mitad que éste, y solíamos decirle al pobre Davidson que tenía un tamaño demasiado pequeño para él. Ya en esa época Davidson era voluminoso. Le advertimos de que acabaría con callosidades en los hombros y los codos por la estrechez de su barco. Y Davidson bien podía permitirse las sonrisas que nos dirigía por nuestras burlas. Ganó mucho dinero con él. Pertenecía a un chino corpulento que parecía un mandarín de un libro de dibujos, con anteojos y finos bigotes colgando, y tan majestuoso como solo un santo sabe ser.

—Lo mejor de los chinos como patrones es que tienen instintos propios de caballeros. Una vez que se han convencido de que eres un hombre honrado, te otorgan su confianza sin límite. Entonces, sencillamente no puedes hacerlo mal. Y además juzgan el carácter muy rápidamente. El chino de Davidson fue el primero que descubrió lo que valía, según algún principio teórico. Un día en su contaduría se le oyó proclamar delante de varios hombres blancos: “El capitán Davidson es un buen hombre”. Y no hubo nada más que decir. Después de eso no se sabía si Davidson pertenecía al chino o era el chino quien pertenecía a Davidson. Fue él quien, poco antes de morir, encargó en Glasgow el nuevo Sissie para que Davidson llevara el mando.

Nos pusimos a la sombra de la comandancia y apoyamos los codos en el parapeto del muelle.

—Realmente el barco estaba destinado a animar al pobre Davidson —continuó Hollis—. ¿Puedes imaginar algo más ingenuamente conmovedor que este viejo mandarín gastando varios miles de libras para consolar a su hombre blanco? Bueno, ahí está. Los hijos del viejo mandarín lo han heredado, y con él a Davidson; y él lo capitanea, y además con su sueldo y privilegios comerciales consigue mucho dinero, y todo es como antes y Davidson incluso sonríe, ¿lo has visto? Bueno, la sonrisa es lo único que no es como antes.

—Dime, Hollis, pregunté —¿qué quieres decir con bueno en este contexto?

—Pues hay hombres que nacen buenos igual que otros nacen ingeniosos. Me refiero a su naturaleza. Jamás alma más sencilla, más escrupulosamente delicada ha vivido en tal… tal… cómodo envoltorio. ¡Cómo nos solíamos reír de los delicados escrúpulos de Davidson! En resumen, es humano de corazón, y no puedo imaginar que haya otro tipo de bondad que sea tan valiosa en este mundo. Y como él es así con un matiz de especial refinamiento, bien puedo llamarlo “un hombre realmente bueno”.

Sabía desde hacía mucho que Hollis creía firmemente en el valor último de los matices. Y dije: “Ya veo”, porque realmente vi al Davidson de Hollis en el compasivo hombre rechoncho que había pasado a nuestro lado hacía un momento. Pero recordé que justo en el instante en que sonrió su rostro apacible apareció velado por la melancolía, una especie de sombra inmaterial. Continué.

—¿Quién demonios ha comprado su nobleza estropeando su sonrisa?

—Ésa es toda una historia, y te la contaré si quieres. ¡Demonios! Es, además, bastante sorprendente. Sorprendente en todos los sentidos, pero sobre todo en la forma en que abatió al pobre Davidson…, y evidentemente solo porque es un tipo tan bueno. Me contó todo hace pocos días. Dijo que en cuanto vio a esos cuatro tipos con las cabezas juntas sobre la mesa no le gustó. No le gustó en absoluto. No debes suponer que Davidson es un blandengue. Esos hombres…

—Pero mejor empiezo desde el principio. Debemos retroceder a la primera vez que nuestro gobierno retiró los viejos dólares a cambio de una nueva emisión. Más o menos cuando abandoné estos lugares para pasar una larga estancia en casa. Cada comerciante de las islas pensó en enviar aquí los viejos dólares a tiempo, y la demanda de cajas vacías de vino francés —ya sabes, de esas del tamaño de una docena de botellas de vermut o de burdeos— fue algo sin precedente. La costumbre era empaquetar los dólares en pequeñas bolsas de cien cada una. No sé cuántas bolsas podía contener cada caja. Una buena cantidad. Unas bonitas sumas debían estar flotando por ahí justo entonces. Pero vayámonos de aquí. No nos sentará bien estar al sol. ¿Dónde podríamos…? ¡Ya sé! Vayamos a esa casa de comidas de allí.

De manera que allí fuimos. Nuestra aparición en la larga sala vacía a una hora tan temprana causó una visible consternación entre los muchachos chinos. Pero Hollis se dirigió hacia una de las mesas que había entre las ventanas protegidas por persianas de ratán. Una media luz brillante titilaba en el techo, en las paredes encaladas, bañaba la multitud de sillas y mesas vacías con un brillo peculiar, furtivo.

—Muy bien. Comeremos algo cuando esté preparado —dijo apartando al inquieto camarero chino a un lado. Puso sus sienes algo canosas entre las manos, inclinándose sobre la mesa para acercar su rostro, de ojos oscuros y penetrantes, al mío.

“Entonces Davidson capitaneaba el vapor Sissie… el pequeño por el que solíamos burlarnos de él. Lo dirigía solo, únicamente con el serang malayo como oficial de cubierta. Lo más cercano a un hombre blanco que había a bordo era el maquinista, un portugués mestizo, delgado como un palo y muy joven además. A todos los efectos Davidson ejercía el mando sin ayuda, y por supuesto esto se sabía en el puerto. Te lo cuento porque tiene relevancia en los acontecimientos que escucharás a continuación.

“Su vapor, al ser tan pequeño, podía subir por pequeños riachuelos, entrar en bahías poco profundas, pasar a través de arrecifes y sobre bancos de arena, recogiendo los productos agrícolas donde ningún otro navío excepto embarcaciones nativas se atreverían a entrar. A menudo está muy bien pagado. Davidson era conocido por visitar con él lugares que nadie más podía encontrar y de los que apenas nadie había oído hablar nunca.

“Como los viejos dólares estaban siendo devueltos, el chino de Davidson pensó que el Sissie sería el barco perfecto para recogerlos de los pequeños comerciantes de las zonas menos frecuentadas del archipiélago. Es un buen negocio. Las cajas de dólares se apilan en el lazareto de popa del barco, y consigues una buena carga con pocos problemas y espacio.

“Davidson también creía que era una buena idea, y juntos confeccionaron una lista de las escalas en su próximo viaje. Entonces Davidson (naturalmente tenía la carta de navegación de sus viajes en la cabeza) manifestó que al regresar podría hacer una breve visita a un determinado asentamiento en un estuario, donde un hombre blanco pobre vivía en un pueblo nativo. Davidson mencionó a su chino que seguro que el tipo tenía algunos ratanes para embarcar.

“—Probablemente suficiente para llenar la proa —dijo Davidson—. Y será mejor que traerlo de vuelta con las bodegas vacías. Un día más o menos no tiene importancia.

“Esto era sensato, y el propietario chino no pudo sino estar de acuerdo. Pero si no hubiera sido sensato habría dado igual. Davidson hacía lo que quería. Era un hombre que no se equivocaba. No obstante, su propuesta no era simplemente un asunto de negocios. Había en ello un cariz de bondad davidsoniana. Porque debes saber que el hombre no podría haber seguido viviendo tranquilamente en ese estuario si no hubiera sido por la buena voluntad de Davidson de visitarle allí de vez en cuando. Y además el chino de Davidson sabía esto perfectamente. De manera que solo sonrió de forma majestuosa y anodina, y dijo: ‘De acuerdo, capitán. Haga lo que quiera’.

“En un momento explicaré cómo surgió esta relación entre Davidson y ese tipo. Ahora quiero contarte la parte de esta historia que ocurrió aquí, sus preliminares.

“Sabes tan bien como yo que esta casa de comidas donde ahora nos sentamos ha existido durante muchos años. Bien, al día siguiente hacia las doce en punto, Davidson apareció por aquí para comer algo.

“Y aquí viene el único momento de esta historia en el que la casualidad, la mera casualidad, juega un papel. Si ese día Davidson hubiese ido a casa a comer, ahora, después de doce años o más, no habría ningún cambio en su amable y plácida sonrisa.

“Pero entró aquí, y quizá estaba sentado en esta misma mesa cuando comentó a un amigo mío que su próximo viaje sería para recoger dólares. Añadió, riendo, que su esposa estaba muy inquieta por ello. Le había pedido que se quedara en tierra y que cogiera a otro para ocupar su lugar en el viaje. Pensaba que había peligro a causa de los dólares. Él le explicó, dijo, que hoy en día no había piratas en el mar de Java excepto en los libros para niños. Se había reído de sus temores pero también lo lamentaba, porque cuando a ella se le metía algo en la cabeza era imposible hacerle cambiar de idea. Se preocuparía durante todo el tiempo que él estuviera fuera. En fin, no podía evitarlo. No había nadie en tierra apropiado para ocupar su lugar en el viaje.

“Este amigo mío y yo fuimos a casa juntos en el mismo barco correo, y mencionó esa conversación una noche en el mar Rojo mientras hablábamos sobre las cosas y la gente que acabábamos de dejar con mayor o menor pesar.

“No puedo decir que Davidson ocupara una lugar muy destacado. La perfección moral rara vez lo hace. Él era discretamente apreciado por aquellos que lo conocían bien, pero su característica más destacada consistía en esto, en que estaba casado. El nuestro, como recordarás, era un grupo de solteros, en espíritu en cualquier caso, si no totalmente de hecho. Puede que existieran algunas esposas, pero si las había eran invisibles, distantes, nunca se aludía a ellas. ¿Qué sentido habría tenido? Solo Davidson estaba visiblemente casado.

“Estar casado le sentaba muy bien. Era tan adecuado para él que el más insensato de nosotros no tomó a mal el asunto cuando se descubrió. En el momento en que se asentó aquí, Davidson mandó buscar a su esposa. Vino (de Australia occidental) en el Somerset, bajo la protección del capitán Ritchie…, ya sabes, Richie Cara de mono, que no pudo dejar de elogiar su dulzura, su amabilidad y su encanto. Parecía ser la compañera ideal para Davidson. Al llegar encontró un precioso bungalow en la colina, preparado para ella y la hija pequeña que tenían. Muy pronto le compró una tartana de dos ruedas y un poni birmano, y por las tardes ella solía bajar conduciendo para recoger a Davidson en el muelle. Cuando Davidson, con sonrisa radiante, se subía a la tartana, ésta se llenaba de inmediato.

“Solíamos admirar a la señora Davidson desde la distancia. Era una cabeza de niña sacada de un souvenir. Desde la distancia. No teníamos muchas oportunidades para verla más de cerca, pues no nos lo permitía. Nos habría gustado visitar el bungalow de Davidson, pero de algún modo se nos hizo entender que allí no éramos bienvenidos. No es que ella dijera nada descortés. Nunca dijo mucho. Quizá fui yo quien más vio a los Davidson en su casa. Lo que advertí bajo el aspecto superficial de dulce cabeza hueca fue su frente convexa, obstinada, y su boca pequeña, roja, bonita, egoísta. Pero soy un observador de fuertes prejuicios. La mayoría de nosotros fuimos cautivados por su blanco cuello de cisne y ese perfil lánguido, inocente. Te puedo decir que en aquella época había por aquí mucha devoción latente por la señora Davidson. Pero mi idea era que ella la devolvía con un profundo recelo por el tipo de hombres que éramos, una desconfianza que se extendía en ocasiones —me imaginaba— a su propio marido. Y pensé entonces que, de alguna forma, sentía celos de él, aunque no había mujeres de las que pudiera estar celosa. Él no tenía amistades femeninas. Es difícil para la esposa de un capitán de barco a menos que haya otras esposas de capitanes cerca, y entonces no había ninguna aquí. Sé que la esposa del práctico del puerto la visitaba, pero eso era todo. Los tipos de aquí se formaron la opinión de que la señora Davidson era una criatura tímida y dócil. Debo decir que lo parecía. Y esta opinión estaba tan extendida que el amigo del que te hablo recuerda su conversación con Davidson simplemente por la mención a la esposa de Davidson. Incluso se sorprendía: ‘Imagínate a la señora Davidson tan inquieta. No me parecía el tipo de mujer que se preocupase por nada’.

“Yo también me sorprendía… pero no demasiado. Esa frente prominente… ¿eh? Siempre había sospechado que era tonta. Y mencioné que Davidson debía de haberse molestado por esta muestra de ansiedad conyugal.

“Mi amigo dijo: ‘No. Parecía muy conmovido y afectado. Realmente no había nadie a quien pudiera pedir que lo sustituyera, principalmente porque pretendía realizar una escala en algún estuario abandonado de la mano de dios, para ver a un amigo de nombre Bamtz que aparentemente se había instalado allí’.

“Y de nuevo mi amigo se preguntaba. ‘Dime —exclamó—, ¿qué relación puede haber entre Davidson y una criatura como Bamtz?’

“Ahora no recuerdo qué respuesta di. Podría haber dado una en la que bastaran dos palabras: ‘La bondad de Davidson’. Esa nunca retrocedía ante la falta de dignidad si había el más mínimo motivo para la compasión. No quiero que pienses que Davidson no tenía en absoluto capacidad para discernir. Bamtz no podía haber abusado de él. Es más, todo el mundo sabía cómo era Bamtz. Era un gandul con barba. Cuando pienso en Bamtz, lo primero que veo es esa larga barba negra y un montón de tristes arrugas en los bordes de dos pequeños ojos. No había una barba como aquella de aquí a la Polinesia, donde una barba es una posesión valiosa. La barba de Bamtz era valiosa para él en otro sentido. Sabes cómo les impresiona a los orientales una buena barba. Recuerdo que hace muchos, muchos años, el solemne Abdullah, el gran comerciante de Sambir, fue incapaz de reprimir muestras de sorpresa y admiración la primera vez que vio esa impresionante barba. Y es bien sabido que Bamtz vivió a costa de Abdullah de forma intermitente durante varios años. Era una barba única, y así era el que la llevaba. Un gandul único. Hizo de ello todo un arte, o más bien una especie de habilidad y misterio. Uno puede entender a un tipo que vive de sablear y hacer pequeñas estafas en ciudades, en grandes comunidades de gente, pero Bamtz conseguía engañar en zonas salvajes, holgazanear en los alrededores de la selva virgen.

“Sabía cómo ganarse el favor de los nativos. Llegaba a algún asentamiento río arriba, ofrecía como regalo al rajá, o al jefe o al comerciante principal una carabina barata o unos anteojos de mala calidad, o algo de ese tipo, y a cambio de ese regalo pedía una casa, presentándose misteriosamente como un comerciante muy especial. Les mareaba sin parar con historias increíbles, vivía a cuerpo de rey durante un tiempo, y entonces realizaba alguna que otra pequeña estafa, o se cansaban de él y le pedían que se marchase. Y se iba sumisamente con aire de inocencia herida. Extraña vida. Sin embargo, nunca le hirieron en modo alguno. He oído que el rajá de Dongala le dio mercancía por valor de cincuenta dólares y le pagó su pasaje en un prao únicamente para librarse de él. Te lo aseguro. Y date cuenta de que nada impedía al tipo cortar el cuello de Bamtz y arrojar su cadáver a las aguas profundas afuera de los arrecifes porque, ¿quién demonios se habría interesado por Bamtz?

“Había sido conocido por holgazanear de un lado a otro de la selva, tan al norte como el golfo de Tonkin. Tampoco desdeñaba el encanto de la civilización de vez en cuando. Y fue mientras ganduleaba y estafaba en Saigón, barbudo y magnífico (se presentó allí como contable), cuando se topó con Anne la Risueña.

“Cuanto menos se diga de su historia anterior mejor, pero algo hay que contar. Seguramente podemos suponer que quedaba muy poca alegría en su famosa risa cuando Bamtz habló con ella por primera vez en algún humilde café. Fue abandonada en Saigón con muy poco dinero y grandes problemas por un hijo que tenía, un chico de cinco o seis años.

“Un tipo que acabo de recordar, a quien llamaban Harry el Perlas, la trajo por primera vez a estos lugares… de Australia, creo. La trajo y luego la abandonó, y ella permaneció deambulando por aquí y por allá, la mayoría de nosotros la conocíamos de vista más o menos. Todo el mundo en el archipiélago había oído hablar de Anne la Risueña. Realmente tenía siempre a punto una agradable risa argentina, como quien dice, pero aparentemente no fue suficiente para que le trajera suerte. La pobre criatura aceptaba juntarse con cualquier hombre medio decente si éste se lo permitía, pero siempre la abandonaban, como cabía esperar.

“La había abandonado el capitán de un barco alemán con quien había recorrido durante más de dos años toda la costa de China hasta Vladivostok. El alemán le dijo: ‘Todo ha terminado, mein Taubchen. Ahora me voy a casa para casarme con la chica con la que me comprometí antes de venir aquí’. Y Anne dijo: ‘De acuerdo, estoy preparada para irme. Nos separamos como amigos, ¿verdad?’.

“Siempre estaba deseosa de quedar como amigos. El alemán le dijo que por supuesto se separaban como amigos. Él parecía muy apesadumbrado en el momento de la despedida. Ella rió y fue a tierra.

“Pero no era un asunto gracioso para ella. Tenía la sospecha de que ésta era su última oportunidad. Lo que le asustaba más era el futuro de su hijo. Había dejado a su niño en Saigón antes de partir con el alemán, al cuidado de una anciana pareja de franceses. El marido era portero en alguna oficina del gobierno, pero su tiempo de destino había terminado e iban a regresar a Francia. Tuvo que recoger al niño, y después de recogerlo no quiso separarse más de él.

“Ésa era la situación cuando ella y Bamtz se conocieron por casualidad. No se podía haber hecho ilusiones con ese tipo. Ligar con Bamtz era caer bien bajo en la vida, incluso desde un punto de vista material. Siempre había sido decente, a su modo, mientras que Bamtz era, para hablar con franqueza, una criatura abyecta. Por otro lado, el gandul con barba, que se parecía más a un pirata que a un contable, no era un bruto. Era amable… bastante… incluso cuando bebía. Y luego, la desesperación, como la desgracia, nos hace tener extraños compañeros de cama. Porque ella bien podía haber perdido la esperanza. Ya no era joven… ¿sabes?

“Por lo que respecta al hombre esta relación es quizá más difícil de explicar. Una cosa, sin embargo, deber decirse de Bamtz: siempre se había mantenido alejado de las mujeres nativas. Como uno no puede atribuirle delicadeza moral, deduzco que debe de haber sido por prudencia. Y él tampoco era ya joven. Por aquel entonces había muchas canas en su valiosa barba negra. Simplemente puede haber anhelado algún tipo de compañía en su existencia extraña, vil. Cualesquiera que fuesen sus motivos, desaparecieron juntos de Saigón. Y por supuesto a nadie le importó qué había sido de ellos.

“Seis meses después Davidson entró en el asentamiento de Mirrah. Era la primera vez que estaba en ese estuario, donde nunca antes se había visto una embarcación europea. Un pasajero javanés que tenía a bordo le ofreció cincuenta dólares por hacer una breve escala allí —debía de tratarse de algún negocio particular— y Davidson consintió en intentarlo. Cincuenta dólares, me dijo, no van a ninguna parte, pero tenía curiosidad por ver el lugar, y el pequeño Sissie podía ir a cualquier parte donde hubiera suficiente agua para que flotara un plato hondo.

“Davidson desembarcó a su plutócrata javanés y, como tenía que esperar un par de horas a la marea, bajó él mismo a tierra para estirar las piernas.

“Era un pequeño asentamiento. Unas sesenta casas, la mayoría construidas sobre pilotes en el río, el resto desperdigadas entre la hierba alta; el habitual sendero por detrás, el bosque bordeando el claro y ahogando el poco aire que podría haber habido, convirtiéndolo en un miasma muerto, sofocante.

“Toda la población estaba en silencio en la orillas del río observando con atención, como los malayos hacen, al Sissie anclado en la corriente. Era casi tan maravilloso para ellos como la visita de un ángel. Muchos de los ancianos habían oído hablar vagamente de barcos de fuego, y no muchos de la generación más joven habían visto uno. En el sendero de atrás Davidson daba un paseo en perfecta soledad, pero notó un mal olor y decidió que no iría más lejos.

“Mientras permanecía de pie secándose la frente, oyó desde algún lugar la exclamación: ‘¡Dios mío! ¡Es Davy!’.

“La mandíbula inferior de Davidson, como así lo expresó, se descolgó al grito de esta voz excitada. Davy era el nombre utilizado por sus compañeros de juventud, no lo había oído durante años. Miró fijamente alrededor con la boca abierta y vio una mujer blanca salir de la hierba alta en la que una pequeña choza estaba enterrada casi hasta el tejado.

“Intenta imaginar la sorpresa: en ese lugar salvaje que no podías encontrar en un mapa, y más miserable que el asentamiento malayo más golpeado por la pobreza que pudiera existir, esta mujer europea salía rozando la larga hierba con una especie de vestido de tarde imposible, de satén rosa descolorido, con una larga cola y adornos de encaje raídos; sus ojos como carbones negros en un rostro blanco pálido. Davidson pensó que estaba soñando, que estaba delirando. Desde el repugnante agujero de lodo del pueblo (era lo que Davidson había olido justo antes) una pareja de búfalos sucios se levantaron con fuertes bufidos y se alejaron pesadamente chocando con los arbustos, asustados por esta aparición.

“La mujer avanzó con los brazos extendidos y apoyó las manos en los hombros de Davidson exclamando: ‘¡Vaya! Apenas has cambiado. El mismo Davy de siempre’. Y rió de forma algo estridente.

“Este sonido fue para Davidson lo que una descarga eléctrica es para un cadáver. Lo sintió en todos los músculos. ‘Anne la Risueña’, dijo con voz sorprendida.

“—Lo que queda de ella, Davy. Lo que queda de ella.

“Davidson miró al cielo, pero no se veía globo alguno desde el que ella pudiese haber caído en ese lugar. Cuando bajó su aturdida mirada, la posó en un niño agarrado con una manita morena al vestido de satén rosa. Había salido de la hierba corriendo tras ella. De haber visto Davidson un duende de verdad sus ojos no se habrían salido más de las órbitas que con este chico de sucia camisa blanca y pantalones cortos harapientos. Tenía una cabeza redonda de pequeños rizos castaños, piernas quemadas por el sol, cara pecosa y ojos alegres. Urgido por su madre para que saludara al caballero, acabó por dirigirse a Davidson en francés.

“—Bonjour.

“Davidson, abrumado, levantó en silencio la mirada hacia la mujer. Ella envió al niño de vuelta a la cabaña, y cuando hubo desaparecido en la hierba, se volvió a Davidson, intentó hablar, pero después de pronunciar las palabras ‘Ése es mi Tony’, rompió en un largo ataque de llanto. Tuvo que apoyarse en el hombro de Davidson. Él, afligido por la bondad de su corazón, permaneció inmóvil en el sitio donde ella le había alcanzado.

“Qué encuentro, ¿eh? Bamtz la había enviado a ver qué hombre blanco era el que había desembarcado. Y ella le había reconocido de la época en que Davidson, que había buceado él mismo en busca de perlas en su juventud, se había asociado con Harry el Perlas y otros, el más tranquilo de un grupo bastante alborotador.

“Antes de que Davidson volviera sobre sus pasos para ir a bordo del vapor, escuchó mucho sobre la historia de Anne la Risueña, e incluso se había visto, en el sendero, con el propio Bamtz. Ella volvió corriendo a la cabaña para buscarlo, y él salió indolentemente, las manos en los bolsillos, con la actitud despreocupada, indiferente, bajo la que ocultaba su tendencia a la cobardía. Ssssí…, pensaba en establecerse aquí de forma permanente… con ella. Esto lo dijo indicando con la cabeza a Anne la Risueña, que permanecía a su lado, una figura demacrada, trágicamente ansiosa, con el pelo negro colgando sobre sus hombros.

“—Se acabaron el maquillaje y los tintes para mí, Davy —interrumpió—, con solo hacer lo que él quiere que hagas. Sabes que siempre estuve dispuesta a permanecer junto a mis hombres… solo con que me lo permitieran.

“Davidson no tenía duda de su sinceridad. Era de la buena fe de Bamtz de lo que no estaba en absoluto seguro. Bamtz quería que Davidson le prometiese hacer escala en Mirrah de forma más o menos regular. Creía que había una posibilidad de hacer negocio con el ratán allí con solo poder contar con alguna embarcación que trajera material y se llevase su producción.

“—Tengo algunos dólares con los que empezar. La gente está de acuerdo.

“Había llegado allí, donde no era conocido, en un prao nativo, y había conseguido, con su actitud sosegada y el tipo apropiado de historia que sabía cómo contar a los nativos, ganarse el favor del jefe.

“—El Orang Kaya me ha dado esa casa vacía de ahí para vivir en ella el tiempo que esté —añadió Bamtz.

“—Hazlo, Davy —imploró la mujer de repente—. Piensa en ese pobre niño.

“—¿Le ha visto? Un chiquillo encantador —dijo el gandul reformado con tal tono de interés que provocó en Davidson una mirada amable.

“Claro que puedo hacerlo —declaró—. En un principio pensó en poner alguna condición como que Bamtz se comportara de forma decente con la mujer, pero su delicadeza exagerada y también la certeza de que las promesas de un tipo así no valían nada lo contuvieron. Anne bajó con él por el sendero una pequeña distancia hablando ansiosamente.

“—Es por el niño. ¿Cómo podría haberlo mantenido conmigo si hubiera tenido que deambular por las ciudades? Aquí nunca sabrá que su madre fue una mujer de la calle. Y a este Bamtz le gusta. Le tiene realmente cariño. Supongo que debería dar gracias a Dios por eso.

“—¿Y crees que puedes arreglártelas para vivir aquí? —preguntó amablemente.

“—¿Y qué voy a hacer? Sabes que siempre he permanecido junto a los hombres en lo bueno y en lo malo hasta que se han hartado de mí. ¡Y ahora mírame! Pero por dentro sigo siendo la misma de siempre. He sido honesta con todos ellos uno tras otro. Solo que de algún modo se cansan de mí. ¡Oh, Davy! Harry no debió haberse desembarazado de mí. Fue él quien me llevó por el mal camino.

“Davidson le mencionó que Harry el Perlas llevaba muerto varios años. ¿Tal vez lo había oído?

“Hizo un gesto de que lo había oído y anduvo en silencio al lado de Davidson casi hasta la orilla. Entonces le dijo que su encuentro le había traído a la mente los viejos tiempos. No había llorado en años. Tampoco era una mujer llorona. Fue el oír que la llamaba Anne l a Risueña lo que la había hecho sollozar como una tonta. Harry fue el único hombre al que había amado. Los demás…

“Se encogió de hombros. Pero se enorgullecía de su lealtad hacia los sucesivos compañeros de sus desgraciadas aventuras. Nunca había jugado malas pasadas en su vida, era una compañera digna de tenerse. Pero los hombres se cansaban, no entendían a las mujeres. Suponía que tenía que ser así.

“Davidson intentó un velado aviso contra Bamtz, pero ella lo interrumpió. Sabía lo que eran los hombres. Sabía cómo era ese hombre. Pero se llevaba de maravilla con el niño. Y Davidson desistió gustosamente, diciéndose que seguramente la pobre Anne la Risueña no se haría ilusiones esta vez. Ella le apretó fuertemente la mano al separarse.

“—Es por el niño, Davy… es por el niño. ¿No es un muchachito genial?”

 

II

 

—Todo esto ocurrió más o menos dos años antes del día en el que Davidson, sentado en esta misma sala, hablaba con mi amigo. En un momento verás cómo esta sala se llena. Se ocuparán todos los asientos y, como observas, las mesas están colocadas muy cerca, así que los respaldos de las sillas casi se tocan. Hay también aquí mucho ruido de voces hacia la una en punto.

“No creo que Davidson estuviera hablando muy alto, pero muy probablemente tuvo que levantar la voz para que mi amigo le oyera al otro lado de la mesa. Y aquí la casualidad, mera casualidad, se pone en marcha proporcionando un par de finos oídos detrás de la silla de Davidson. Había una posibilidad entre diez de que el dueño de los mismos tuviera en sus bolsillos suficiente calderilla para almorzar aquí. Pero la tenía. Lo más probable es que durante la noche le hubiese levantado a alguien algunos dólares a las cartas. Era una criatura astuta de nombre Fector, un tipo delgado, bajo y nervioso, con cara roja y ojos turbios. Se definía como periodista igual que determinado tipo de mujeres se anuncian como actrices en el banquillo de un juzgado de instrucción.

“Solía presentarse a los extraños como un hombre con la misión de perseguir los abusos y luchar contra ellos allí donde los encontraba. También insinuaba que era un mártir. Y era un hecho que había sido pateado, fustigado, encarcelado y expulsado con ignominia de todos los lugares habidos entre Ceilán y Shanghái, por chantajista profesional.

“Supongo que, en ese oficio, tienes que tener el ingenio alerta y oídos finos. No es probable que escuchara cada palabra que Davidson dijo sobre su viaje de recolección de dólares, pero escuchó lo suficiente para poner su ingenio a trabajar.

“Dejó que Davidson saliera, y entonces se precipitó al barrio bajo a un especie de casa de huéspedes regentada conjuntamente por el típico portugués y un chino poco respetable. Se llamaba hotel Macao, pero era más bien un garito de juego poco recomendable. Quizá te suene.

“Allí, la noche anterior, Fector había conocido a una curiosa pareja, una sociedad más extraña incluso que la del portugués y el chino. Uno de ellos era Niclaus, ¿sabes? ¡Vaya! El tipo con bigote tártaro y tez amarilla, como un mongol, solo que sus ojos eran occidentales y su cara no era tan lisa. Uno no podía saber de qué raza era. Un diablo cualquiera. Desde cierto punto de vista podrías pensar que era un hombre blanco nauseabundo. Y me atrevería a decir que lo era. Poseía un prao malayo y se autodenominaba el Nakhoda, como si uno dijera: el capitán. ¡Ajá! ¿Recuerdas? Evidentemente no sabía hablar ningún otro idioma europeo aparte del inglés, pero enarbolaba la bandera holandesa en su prao.

“El otro era el Francés sin manos. Sí. El mismo que conocimos en el 79 en Sídney, regentando una pequeña tienda de tabacos en la parte baja de la calle George. Recordarás el enorme cuerpo encorvado detrás del mostrador, la gran cara blanca y el largo pelo negro peinado hacia atrás, retirado de la frente ancha como la de un bardo. Siempre intentaba liar cigarrillos sobre su rodilla con los muñones, contando historias interminables de Polinesia y quejándose y maldiciendo por turnos sobre ‘mon malheur’. Se había volado las manos con un cartucho de dinamita mientras pescaba en algún lago. Este accidente, creo, le hizo más malvado que antes, que ya es decir.

“Siempre estaba hablando de ‘reanudar sus actividades’ algún día, cualesquiera que fuesen, si tan solo pudiese encontrar un socio inteligente. Era evidente que la pequeña tienda no era lugar para sus actividades, y la mujer enfermiza de rostro descompuesto que solía entrar a veces por la puerta de atrás, no era compañera para él.

“Y, ciertamente, pronto desapareció de Sídney, tras algunos problemas con los tipos de la aduana relacionados con sus existencias. Bienes robados de un almacén o algo parecido. Abandonó a la mujer, aunque debió de haberse asegurado algún tipo de compañía…, no habría podido valerse por sí mismo; pero acerca de con quién se marchó y dónde, y qué otras compañías pudo haber buscado después es imposible hacer la más remota conjetura.

“Por qué exactamente vino a este lugar es algo que no puedo decir. Hacia el final de mi estancia aquí empezamos a oír hablar de un francés mutilado al que se le había visto aquí y allá. Pero entonces nadie sabía que se había unido a Niclaus y vivía en su prao. Me atrevería a decir que le encargó a Niclaus una o dos cosas. En cualquier caso, era una sociedad. Niclaus de alguna forma tenía miedo del Francés debido a su genio, que era terrible. Parecía entonces un demonio; pero un hombre sin manos, incapaz de cargar o manejar un arma, puede atacar a uno solamente con sus dientes en el mejor de los casos. De ese peligro Niclaus estaba seguro de que siempre podría defenderse.

“La pareja estaba sola holgazaneando en el salón de ese infame hotel cuando Fector apareció. Después de andarse por las ramas, porque dudaba de hasta qué punto podía confiar en estos dos, repitió lo que había oído en la casa de comidas.

“Su historia no tuvo mucho éxito hasta que mencionó el estuario y el nombre de Bamtz. Niclaus, que navegaba por todas partes como un nativo en un prao, estaba, en palabras suyas, ‘familiarizado con la zona’. El enorme Francés, andando por la habitación arriba y abajo con los muñones en los bolsillos de su chaqueta, se detuvo de golpe sorprendido. ‘Comment? ¡Bamtz! ¡Bamtz!’

“Se había encontrado con él varias veces en su vida. Exclamó: ‘¡Bamtz! Mais je ne connais que ca!’. Y le dedicó a Bamtz un epíteto tan despreciativamente indecente que cuando, más tarde, aludió a él como ‘une chiffe’ (un simple harapo) sonó casi como un cumplido. ‘Podemos hacer con él lo que queramos’, afirmó con confianza. ‘Oh, sí. Realmente debemos darnos prisa en visitar a ese…’ (otro horrible epíteto descriptivo muy poco apto para ser repetido). ‘Que el diablo me lleve si no damos un golpe que nos solucione la vida durante mucho tiempo.’

“Imaginó todo ese montón de dólares fundidos en barras y vendidos en algún lugar de la costa de China. Nunca dudó de que escaparían tras el golpe. Estaba el prao de Niclaus para conseguirlo.

“En su entusiasmo sacó sus muñones de los bolsillos y los movió alrededor. Después, dándose cuenta de ellos, por así decir, los mantuvo enfrente de sus ojos, maldiciendo y blasfemando, y lamentando su desgracia y su impotencia hasta que Niclaus lo calmó.

“Pero fue su mente la que planeó el asunto y su espíritu el que empujó a los otros dos. Ninguno de ellos era el tipo de bucanero intrépido, y Fector, en particular, no había usado en toda su ajetreada vida otras armas que calumnias y mentiras.

“Aquella misma tarde salieron a visitar a Bamtz en el prao de Niclaus, que había permanecido bajo el puente del canal, vacío de su cargamento de cocos, durante un día o dos. Debían de haber pasado por delante de la proa del anclado Sissie, mirándolo sin duda con interés como el escenario de su futura hazaña, el gran botín, le grand coup!

“La mujer de Davidson, para su gran sorpresa, estuvo enfadada con él durante varios días antes de marcharse. No sé si se le pasó por la cabeza que, a pesar de su rostro angelical, era una chica estúpidamente obstinada. No le gustaba el trópico. La había llevado allí, donde no tenía amigos, y ahora, dijo, estaba siendo desconsiderado. Tenía el presentimiento de alguna desgracia y, a pesar de las meticulosas explicaciones de Davidson, no podía entender por qué sus presentimientos eran ignorados. La última noche antes de que Davidson partiera le preguntó de forma desconfiada:

“—¿Por qué motivo estás tan ansioso por irte esta vez?

’—No estoy ansioso —objetó el bueno de Davidson—. Simplemente no puedo evitarlo. No hay nadie más que pueda ir en mi lugar.

“—¡Oh! No hay nadie —dijo, volviéndose lentamente.

“Estuvo tan distante con él esa noche que Davidson, por delicadeza, se decidió a decirle adiós enseguida e ir a dormir a bordo. Se sentía muy desdichado y, por extraño que parezca, más por él mismo que por causa de su esposa. Ella le parecía mucho más ofendida que afligida.

“Tres semanas más tarde, habiendo recogido una buena cantidad de cajas de viejos dólares (estaban almacenadas en el lazareto de popa con una barra de hierro y un candado bloqueando la trampilla bajo la mesa de su camarote), sí, con una cantidad mayor de la que había esperado recoger, se encontraba de regreso a la casa y frente a la entrada del estuario donde Bamtz vivía e incluso, en algún sentido, prosperaba.

“Era tan tarde que Davidson realmente dudó de si esta vez debía no pasar. No se preocupaba por Bamtz, que era un hombre envilecido pero no realmente infeliz. Su piedad por Anne la Risueña no era más de lo que su situación merecía. Pero su bondad era de una clase particularmente delicada. Se daba cuenta de cómo esta gente dependía de él, y cómo sentirían su dependencia (si él no aparecía) después de un largo mes de ansiosa espera. Movido por su sensible humanidad, Davidson, en la oscuridad creciente, giró la proa del Sissie hacia la costa apenas perceptible y la guió de forma segura a través de un laberinto de zonas poco profundas. Pero cuando llegó a la boca del estuario la noche había caído.

“El estrecho canal se extendía a través del bosque como un corte negro. Y como siempre había en el canal obstáculos de tierra que eran imposibles de distinguir, con mucho cuidado Davidson giró el Sissie, y únicamente con el vapor suficiente en las calderas para impulsarlo hacia delante si era necesario, dejó que navegara de popa deriva arriba con la marea, silencioso e invisible en la impenetrable oscuridad y la silenciosa quietud.

“Fue una larga tarea y cuando tras dos horas Davidson pensó que debía de estar en el claro, el asentamiento dormía ya, todo el terreno de bosques y ríos estaba dormido.

“Davidson, al ver una luz solitaria en la densa oscuridad de la orilla, sabía que brillaba en la casa de Bamtz. Esto era inesperado a esa hora de la noche, pero oportuno como guía. Con un giro de la hélice y un toque en el timón atracó el Sissie junto al embarcadero de Bamtz… una miserable estructura de una docena de pilotes y unos pocos tablones de la que el exvagabundo estaba muy orgulloso. Un par de kalashes bajaron a él de un salto, amarraron en los postes las cuerdas que les lanzaron, y el Sissie descansó sin llamar la atención o el más mínimo ruido. Y justo a tiempo además, porque la marea cambió antes incluso de que estuviera amarrado adecuadamente.

“Davidson comió algo y después, al ir a cubierta para echar un último vistazo, observó que la luz aún brillaba en la casa.

“Esto era muy extraño, pero ya que estaban despiertos tan tarde, Davidson pensó que subiría para decir que tenía prisa por marcharse y preguntar qué ratán del almacén debería enviarse a bordo nada más amanecer.

“Pisó con cuidado sobre los inestables tablones, sin ninguna gana de torcerse un tobillo, y tomó el camino a través del terreno baldío hasta el pie de la escalera de la casa. La casa no era sino una pomposa cabaña sobre pilotes, sin cerco y solitaria.

“Al igual que muchos hombres chatos, Davidson es muy ligero de pies. Trepó los siete o más escalones, cruzó la plataforma de bambú silenciosamente, pero lo que vio a través de la entrada lo detuvo bruscamente.

“Cuatro hombres estaban sentados junto a la luz de una vela solitaria. Había una botella, una jarra y vasos sobre la mesa, pero no estaban ocupados en beber. Dos barajas de cartas reposaban ahí también, pero no se disponían a jugar. Hablaban entre ellos en susurros, y permanecieron sin advertir en absoluto su presencia. Él mismo estuvo durante un momento demasiado sorprendido como para hacer un ruido. El mundo estaba inmóvil, excepto por el siseo de las cabezas susurrantes amontonadas juntas sobre la mesa.

“Y a Davidson, en palabras propias que le he citado antes, no le gustó. No le gustó en absoluto.

“La situación terminó con un grito procedente de la oscura zona interior de la habitación. ‘¡Oh Davy! Me has dado un buen susto.’

“Davidson distinguió al otro lado de la mesa el rostro muy pálido de Anne. Ella se rió de forma un poco histérica, desde las profundas sombras entre las lúgubres paredes de estera. ‘¡Ja!, ¡ja!, ¡ja!’

“Las cuatro cabezas se separaron de golpe al primer ruido, y cuatro pares de ojos se fijaron fríamente en Davidson. La mujer avanzó, vistiendo poco más que un camisón suelto de cretona y zapatillas de paja en sus pies desnudos. Su cabeza estaba envuelta al estilo malayo en un pañuelo rojo, con un mechón de pelo suelto colgando por detrás. Sus profesionales y alegres plumajes europeos se le habían literalmente caído a lo largo de estos dos años, pero un largo collar de cuentas de ámbar colgaba alrededor de su cuello descubierto. Era el único adorno que le quedaba, Bamtz había vendido todas sus baratijas durante la huída desde Saigón… cuando su relación comenzó.

“Ella avanzó, más allá de la mesa, hacia la luz, con su habitual gesto de brazos extendidos a tientas, como si su alma, ¡pobre!, se hubiera quedado ciega hace mucho, con sus pálidas mejilla huecas, sus ojos oscuramente salvajes, dementes, como pensó Davidson. Se acercó con prontitud, le agarró del brazo, le arrastró adentro. ‘Es el mismísimo cielo el que te envía esta noche. Mi Tony está tan mal…, ven a verlo. ¡Acompáñame, vamos!’

“Davidson consintió. El único hombre que se movió fue Bamtz, que hizo ademán de levantarse pero volvió a caer en su silla de nuevo. Davidson, al pasar, le escuchó murmurar confusamente algo que sonó como ‘pobre diablito’.

“El niño, que yacía muy ruborizado en una miserable cuna hecha a base de cajas de ginebra, miraba fijamente a Davidson con grandes ojos soñolientos. Claramente era un ataque agudo de fiebre. Pero mientras Davidson prometía ir a bordo y coger algunas medicinas, y en general trataba de decir algo tranquilizador, no pudo evitar quedar sorprendido por la extraordinaria actitud de la mujer que estaba a su lado. Observando con expresión desesperada la cuna, lanzó de repente una rápida mirada asustada a Davidson y después a la otra habitación.

“—Sí, mi pobre muchacha —susurró, interpretando a su manera el aturdimiento de ella aunque no tenía nada concreto en su mente—. Me temo que esto no presagia nada bueno para ti. ¿Por qué están aquí?

“Ella agarró el antebrazo de él y exhaló con fuerza: ‘¡Nada bueno para mí! ¡Oh, no! ¡Esto va contigo! Van tras los dólares que tienes a bordo’.

“Davidson dejó escapar un sorprendido: ‘¿Cómo saben que hay dólares?’.

“Ella dio una ligera palmada con sus manos, angustiada. ‘¡Así que es verdad! ¿Los tienes a bordo? Entonces ten cuidado.’

“Permanecieron contemplando al niño en la cuna, conscientes de que podían ser observados desde la otra habitación.

“—Tenemos que conseguir que sude lo antes posible —dijo Davidson con voz normal—. Le tendrás que dar alguna bebida caliente. Iré a bordo y traeré un hervidor de alcohol entre otras cosas. —Y añadió en voz baja—: ¿Corre peligro mi vida?

“Ella no hizo ninguna señal, había vuelto a su desolada contemplación del niño. Davidson pensó que ni siquiera le había oído, cuando con expresión inalterable habló en un susurro.

“—El Francés lo haría sin dudarlo. Los otros lo evitan a menos que te resistas. Es un demonio. Los alienta a seguir. Sin él no habrían hecho nada salvo hablar. He intimado con él. Qué puedes hacer cuando estás con un hombre como el tipo con el que estoy ahora. Bamtz les tiene pánico y ellos lo saben. Está en ello por temor. ¡Oh, Davy! ¡Llévate tu barco, rápido!

“—Demasiado tarde —dijo Davidson—. El barco ya está en el lodo.

“—Si el niño no se hubiera encontrado en este estado habría huido con él, hacia ti, al bosque, a cualquier parte. ¡Oh, Davy!, ¿morirá? —gritó de repente.

“Davidson se encontró tres hombres en la entrada. Le abrieron paso sin en realidad atreverse a sostener su mirada. Aunque Bamtz fue el único que bajó la vista con aire culpable. El gran Francés se había quedado recostado en su silla, metió los muñones en los bolsillos y se dirigió a Davidson.

“—¿No es una pena lo de ese niño? El sufrimiento de esa mujer me apena, pero no soy de utilidad en el mundo. No podría ni ahuecar la almohada de mi mejor amigo enfermo. No tengo manos. ¿Le importaría poner uno de esos cigarros de ahí en la boca de un pobre lisiado inofensivo? Mis nervios necesitan calmarse…, palabra, lo necesitan.

“Davidson accedió con su sonrisa naturalmente amable. Como su calma exterior se vuelve más acusada, si ello es posible, cuanta más razón hay para el nerviosismo, y como los ojos de Davidson, cuando su ingenio trabaja mucho, se quedan muy quietos y como dormidos, el enorme Francés podría haber acertado con su conclusión de que ese hombre era un simple cordero… un cordero preparado para ser sacrificado. Con un ‘merci bien’ levantó su enorme cuerpo para llegar con su cigarro a la luz de la vela, y Davidson salió de la casa.

“Al bajar al barco y volver tuvo tiempo para considerar su posición. Al principio se sentía inclinado a creer que estos hombres (Niclaus…, el Nakhoda blanco…, era al único que conocía de vista con anterioridad, aparte de a Bamtz) no eran del tipo con el que actuar de manera extrema. Ésta fue en parte la razón por la que nunca intentó tomar ninguna medida a bordo. No se podía pensar en sus pacíficos kalashes contra hombres blancos. Su pobre maquinista habría tenido un ataque de pánico ante la simple idea de cualquier tipo de combate. Davidson sabía que en este asunto, si alguna vez tenía lugar, tendría que depender de sí mismo.

“Davidson naturalmente subestimó la influencia del carácter del Francés y la fuerza del objetivo que les movía. Para ese hombre tan desesperadamente lisiado esos dólares eran una enorme oportunidad. Con su parte del robo abriría otra tienda en Vladivostok, Haiphong, Manila… algún lugar lejano.

“Tampoco se le ocurrió a Davidson, que es un hombre valiente como ningún otro, que el mundo en general no conocía su psicología, y que a este montón de rufianes en particular, que lo juzgaban por su aspecto, les pareció una criatura nada sospechosa, inofensiva, blanda, cuando pasó de nuevo por la habitación, con sus manos llenas de objetos diversos y paquetes destinados al niño enfermo.

“Los cuatro estaban de nuevo sentados alrededor de la mesa. Como Bamtz no tenía valor para abrir la boca, fue Niclaus quien, como portavoz, le dijo con voz ebria que saliera pronto y se les uniera para beber.

“—Creo que tendré que estar un rato ahí adentro, para ayudarle a cuidar del niño —Davidson contestó sin detenerse.

“Esto fue oportuno para disipar una posible sospecha. Y, tal como era, Davidson sintió que no debía permanecer mucho tiempo.

“Se sentó en una vieja barrica de clavos vacía cerca de la improvisada cuna y miró al niño, mientras Anne la Risueña, moviéndose de un lado a otro, preparando la bebida caliente, dándosela al niño a cucharadas o parándose a mirar inmóvil la cara ruborizada, susurraba trozos de información inconexos. Había conseguido entablar amistad con el diablo Francés. Davy comprendería que supiera cómo mostrarse agradable con un hombre.

“Y Davidson asintió sin mirarla.

“La gran bestia había llegado a tener bastante confianza con ella. Ella sujetaba sus cartas cuando jugaban una partida. ¡Bamtz! ¡Oh! Debido a su miedo Bamtz estaba muy contento de ver al Francés de buen humor. Y el Francés había llegado a creer que era una mujer de poco juicio. Así fue como llegaron a hablar abiertamente ante ella. Durante mucho tiempo no pudo entender qué se traían entre manos. Los recién llegados, no esperando encontrar a una mujer con Bamtz, se habían sentido muy sorprendidos y molestos al principio, explicó.

“Estaba ocupada atendiendo al niño, y nadie que hubiera mirado hacia esa habitación habría notado nada sospechoso en esas dos personas que intercambiaban murmullos junto a la cama del enfermo.

“—Pero ahora piensan que soy más hombre de lo que Bamtz nunca fue —dijo con una risa débil.

“El niño gemía. Ella se arrodilló y, encorvándose, lo contempló con pena. Después, levantando la cabeza, preguntó a Davidson si pensaba que el niño se pondría mejor. Davidson estaba convencido de ello. Ella murmuró tristemente: ‘Pobre niño. No hay nada en la vida para alguien como él. Sin la oportunidad de un perro. ¡Pero no podría dejarlo marchar, Davy! No podría’.

“Davidson sintió una profunda piedad por el niño. Ella apoyó la mano en la rodilla de él y susurró una seria advertencia contra el Francés. Davy no debía jamás dejar que se acercase demasiado. Naturalmente Davidson quería saber la razón, pues un hombre sin manos no le parecía nada temible bajo ninguna circunstancia.

“—Ten cuidado de no dejarle… eso es todo —ella insistió ansiosamente, dudó y luego confesó que el Francés se había separado de los otros esa tarde y la había ordenado atar una pesa de hierro de siete libras (del juego de pesas que Bamtz utilizaba en los negocios) a su muñón derecho. Lo tuvo que hacer para él, temió su temperamento violento. Bamtz era tan cobarde, y a ninguno de los otros hombres le hubiera importado lo que a ella le ocurriera. El Francés, sin embargo, con muchas amenazas horribles le había advertido que no dijera a los otros lo que había hecho para él. Después había intentado engatusarla. Le había prometido que si permanecía junto a él de manera leal en este negocio se la llevaría consigo a Haiphong o a algún otro lugar. Un pobre lisiado necesitaba a alguien para cuidarlo… siempre.

“Davidson le preguntó de nuevo si realmente tenían intención de hacer daño. Era, me contó, lo más difícil de creer a lo que se había tenido que enfrentar en su vida. Anne asintió. El Francés iba a por todas con este robo. Davy podía esperar que, hacia medianoche, subieran subrepticiamente a bordo del barco, para robar, seguro… matar, quizá. Su voz sonaba cansada, y sus ojos permanecían fijos en su hijo.

“Y aún Davidson no podía aceptarlo de ninguna manera, su menosprecio hacia estos hombres era demasiado grande.

“—Mira, Davy —dijo—. Saldré con ellos cuando empiecen, y será mala suerte si no encuentro algo de lo que reírme. Están acostumbrados a que yo haga eso. Reír o llorar…, qué hay de raro. Podrás oírme a bordo en esta tranquila noche. También está oscuro. ¡Oh! ¡Está oscuro, Davy!… ¡Está oscuro!

“—No corras ningún riesgo —dijo Davidson. Poco después llamó su atención hacia el niño que, menos ruborizado ahora, había caído en un profundo sueño—. Mira. ¡Se pondrá bien!

“Ella hizo como si fuera a llevar al niño a su pecho, pero se contuvo. Davidson estaba preparado para irse. Ella susurró precipitadamente:

“—¡Ten cuidado, Davy! Les he dicho que normalmente duermes en popa en la hamaca, bajo el toldo delante del camarote. Además, me han estado preguntando sobre tus costumbres y sobre tu barco. Les dije todo lo que sabía. Tenía que llevarme bien con ellos. Y Bamtz se lo habría dicho si yo no lo hubiese hecho…, ¿entiendes?

“Él hizo un gesto amable y se fue. Los hombres alrededor de la mesa (excepto Bamtz) lo miraron. Esta vez fue Fector quien habló. ‘¿No se echa con nosotros una partida tranquila, capitán?’

“Davidson dijo que ahora que el niño estaba mejor volvería a bordo y se acostaría. Fector fue el único de los cuatro a quien, por así decirlo, no había visto nunca, pues ya había examinado bien al Francés. Observó los ojos turbios de Fector, su boca mezquina, amarga. El desprecio de Davidson por esos hombres aumentó en su garganta, mientas que su sonrisa plácida, su tono amable y su aire general de inocencia los animaba. Intercambiaron miradas significativas.

“—Estaremos sentados hasta tarde con las cartas —dijo Fector con su voz áspera y grave.

“—Hagan el menor ruido posible.

“—¡Oh! Somos un grupo tranquilo. Y si el enfermo no se encontrara bien, ella no dudaría en enviar a uno de nosotros para llamarlo, de manera que pueda ejercer de doctor otra vez. Así que no dispare.

“—No es un hombre que dispare —intervino Niclaus.

“—De todos modos nunca disparo antes de estar seguro de que hay una razón para ello —dijo Davidson.

“Bamtz dejó escapar una débil risita. Únicamente el Francés se levantó para inclinarse ante el indiferente saludo de Davidson. Los muñones estaban atrapados inamovibles en sus bolsillos. Ahora Davidson comprendía la razón.

“Bajó al barco. Su ingenio trabajaba activamente, y estaba realmente enfadado. Sonrió, dice (debió de haber sido la primera sonrisa cruel de su vida), al pensar en las siete libras de peso sujeto al extremo del muñón del Francés. El rufián había tomado esa precaución por si pudiera surgir alguna discusión sobre el reparto del dinero. Un hombre con un insospechado poder para asestar golpes mortales tenía ventaja en una pelea súbita en torno a un montón de dinero, incluso contra adversarios armados con revólveres, especialmente si era él el que empezaba la pelea.

“‘Está preparado para enfrentarse a cualquiera de sus amigos con eso. Pero no lo necesitará. Aquí no habrá ocasión para discutir por esos dólares’, pensó Davidson subiendo a bordo en silencio. No se detuvo a mirar si había alguien por la cubierta. De hecho, la mayoría de su tripulación estaba en tierra, y el resto dormía, escondidos como polizones en rincones oscuros.

“Tenía su plan, y lo puso en marcha de forma metódica.

“Fue a buscar abajo un montón de ropa y la colocó en su hamaca de tal forma que abultase como la forma de un cuerpo humano; después tapó todo con una sábana ligera de algodón que utilizaba para arroparse cuando dormía en cubierta. Tras hacer esto, cargó sus dos revólveres y trepó a uno de los botes que el Sissie llevaba justo en la popa, colgado de sus pescantes. Entonces esperó.

“Y de nuevo la duda de que tal cosa le ocurriera creció en su mente. Casi estaba avergonzado de esta ridícula vigilia en un bote. Se aburrió, y después se adormeció. La quietud del universo negro lo fatigó. Ni siquiera había el chapoteo del agua para hacerle compañía, pues la marea estaba baja y el Sissie yacía en lodo blando. De repente, en medio de la noche cerrada, callada, sofocante, un faisán argos chilló en los bosques al otro lado de la corriente. Davidson se sobresaltó violentamente, con todos los sentidos alerta de inmediato.

“La vela aún brillaba en la casa. Todo estaba tranquilo de nuevo, pero Davidson ya no se sentía soñoliento. Una incómoda premonición fatídica lo oprimía.

“—No puede ser que tenga miedo —razonó consigo mismo.

“El silencio era como un precinto en sus oídos, y su nerviosa impaciencia interior se hizo insufrible. Se ordenó a sí mismo mantenerse inmóvil, pero de todas formas estaba a punto de saltar fuera del bote cuando una ligera onda en la inmensidad del silencio, un mero temblor del aire, el fantasma de una risa argéntea le llegó a los oídos.

“¡Imaginaciones!

“Se mantuvo muy quieto. No tuvo dificultad ahora en imitar el sigilo de un ratón… un ratón fatalmente decidido, pero no pudo librarse de esa premonición maligna sin relación con el mero peligro de la situación. Nada ocurrió. ¡Habían sido imaginaciones!

“Le entró la curiosidad de saber cómo irían a actuar. Se lo preguntó una y otra vez, hasta que todo pareció más absurdo que nunca.

“Había dejado el farol encendido en el camarote como de costumbre. Formaba parte de su plan que todo debía ser como de costumbre. De repente, en el débil brillo de los cristales de la claraboya una sombra voluminosa subió por la escalera sin hacer ruido, dio dos pasos hacia la hamaca (colgaba justo sobre la luz de la claraboya) y permaneció inmóvil. ¡El Francés!

“Los minutos empezaron a pasar. Davidson adivinó que el papel del Francés (el pobre lisiado) era vigilar su sueño (el de Davidson), mientras los otros estaban sin duda en el camarote ocupados en forzar la escotilla del lazareto.

“Qué camino pretendían seguir una vez se hicieran con la plata (había diez cajas, y cada una podían llevarla fácilmente dos hombres) nadie puede contarlo ahora. Pero hasta ese momento, Davidson había acertado. Estaban en el camarote. Esperaba escuchar los sonidos del destrozo en cualquier momento. Pero el hecho era que uno de ellos (quizá Fector, que en su época había robado documentos de oficinas) sabía cómo forzar una cerradura, y evidentemente estaba provisto de herramientas. De manera que mientras Davidson esperaba a cada momento oírles empezar ahí abajo, ellos ya habían quitado la barra y sacado en efecto dos cajas del lazareto al camarote.

“En el brillo difuso de la luz de la claraboya el Francés no se movió más que una estatua. Davidson podría haberle disparado con gran facilidad, pero no tenía tendencias homicidas. Además, antes de disparar quería estar seguro de que los otros habían empezado a trabajar. Al no oír los sonidos que esperaba oír, dudó de si todos ellos estarían ya a bordo.

“Mientras escuchaba, el Francés, cuya inmovilidad quizá no ocultaba sino una lucha interna, se movió un paso adelante, luego otro. Davidson, hipnotizado, vio que avanzaba una pierna, sacaba del bolsillo su muñón derecho, el que estaba armado, y balanceando su cuerpo para imprimir una fuerza mayor en el golpe, descargaba la pesa de siete libras sobre la hamaca donde la cabeza del que dormía tendría que haber estado.

“Davidson me confesó que entonces el pelo se le erizó. Si no hubiera sido por Anne, su cabeza confiada hubiera estado allí. La sorpresa del Francés debió de haber sido sencillamente abrumadora. Se alejó tambaleándose de la hamaca ligeramente balanceante, y antes de que Davidson pudiera hacer un movimiento había desaparecido, bajando a saltos la escalera para avisar y dar el grito de alarma a los otros tipos.

“Davidson saltó al instante del bote, subió la hoja de la claraboya y divisó fugazmente a los hombres allí abajo agachados alrededor de la escotilla. Miraron hacia arriba atemorizados, y en ese momento el Francés en el extremo de la puerta bramó ‘Trahison… trahison!’. Salieron del camarote, cayéndose unos sobre otros y blasfemando horriblemente. El disparo que Davidson hizo a través de la claraboya no había herido a ninguno, pero corrió hacia el margen del techo del camarote e inmediatamente abrió fuego sobre las sombras oscuras que se precipitaban sobre la cubierta. Estos disparos fueron devueltos, y comenzó una rápida descarga, estampidos y fogonazos, con Davidson esquivando detrás de un ventilador y apretando el gatillo hasta que su revólver hizo clic, y luego tirándolo para coger el otro con la mano derecha.

“Había estado oyendo entre el estruendo los gritos furiosos del Francés ‘Tuez-le! tuez-le!’ por encima de las horribles maldiciones de los otros. Pero aunque le disparaban pensaban solo en marcharse. En los fogonazos de los últimos disparos Davidson los vio precipitarse sobre la borda. Estaba seguro de que había herido a más de uno. Dos voces diferentes habían gritado de dolor. Pero aparentemente ninguno de ellos estaba incapacitado.

“Davidson se apoyó en el mamparo para volver a cargar su revólver sin prisa. No tenía el más mínimo temor de que volvieran. Por otro lado, no tenía intención de perseguirlos en tierra en la oscuridad. No tenía idea de lo que estaban haciendo, probablemente mirando sus heridas. No muy lejos de la orilla el invisible Francés blasfemaba y maldecía a sus socios, su suerte, y al mundo entero. Paró; entonces con un grito repentino y vengativo, ‘¡Es esa mujer!…, ¡es esa mujer la que nos ha vendido!’, se le oyó alejándose en la noche.

“Davidson recuperó el aliento con un repentino remordimiento de conciencia. Se dio cuenta con consternación de que la estratagema de su defensa había descubierto a Anne. No dudó un momento. Era su deber salvarla. Saltó a tierra. Pero cuando desembarcaba en el muelle escuchó un grito estridente que le atravesó el alma.

“La luz todavía brillaba en la casa. Davidson, revólver en mano, iba hacia ella cuando otro grito, lejos a su izquierda, le hizo cambiar de dirección.

“Cambió de dirección, pero en seguida se detuvo. Fue entonces cuando dudó en fatal perplejidad. Adivinó lo que había pasado. La mujer había conseguido escapar de la casa de algún modo, y ahora estaba siendo perseguida en campo abierto por el enfurecido Francés. Confiaba en que intentara correr a bordo para conseguir protección.

“Todo en torno a Davidson estaba en silencio. Tanto si ella había corrido a bordo como si no, este silencio significaba que el Francés la había perdido en la oscuridad.

“Davidson, aliviado, pero aún ansioso, volvió hacia la orilla fluvial. No había dado ni dos pasos en esa dirección cuando otro grito prorrumpió detrás de él, de nuevo cerca de la casa.

“Él piensa que el Francés en efecto ha perdido de vista a la pobre mujer. Entonces llegó ese momento de silencio. Pero el horrible rufián no había abandonado su intención homicida. Pensó que trataría de recuperar a su hijo, y fue a esperarla cerca de la casa.

“Debió de haber sido algo así. Cuando ella penetraba en la luz que caía por la escalera de la casa, él se precipitó hacia ella demasiado pronto, impaciente por vengarse. Ella había dejado escapar el segundo grito de terror mortal cuando lo vio, y volvió a correr para salvar la vida.

“Esta vez ella se dirigía al río, pero no en línea recta. Sus gritos daban vueltas en torno a Davidson. Volvió sobre sus pasos siguiendo el horrible rastro de sonido en la oscuridad. Quería gritar ‘¡Por aquí, Anne! ¡Estoy aquí!’, pero no pudo. Por el horror de su persecución, más terrible en su imaginación que si pudiera haberla visto, el sudor surgió en su frente, mientras que su garganta estaba tan seca como la yesca. Un último grito supremo cesó de golpe.

“El silencio que siguió era incluso más espantoso. Davidson se sintió enfermo. Despegó los pies del suelo y caminó en línea recta, agarrando el revólver y mirando en la oscuridad con temor. De repente una voluminosa forma brincó desde el suelo a unas pocas yardas de él y se alejó corriendo. Instintivamente disparó contra ella, empezó a correr en persecución, y tropezó contra algo blando que lo arrojó de bruces.

“Incluso mientras caía sobre su cabeza sabía que no podía ser nada más que el cuerpo de Anne la Risueña. Se incorporó y, permaneciendo de rodillas, trató de tomarla en brazos. La notó tan desvanecida que renunció. Estaba tumbada boca abajo, su pelo largo extendido en el suelo. Parte de él estaba húmedo. Davidson, palpando su cabeza, llegó a un punto donde el hueso aplastado se hundió bajo sus dedos. Pero incluso antes de ese descubrimiento sabía que estaba muerta. El Francés perseguidor la había tirado al suelo con una patada desde atrás y, sentado en cuclillas sobre su espalda, le estaba golpeando el cráneo con el peso que ella misma le había fijado en el muñón cuando Davidson, de forma totalmente inesperada, surgió de la noche y lo ahuyentó.

“Davidson, arrodillado al lado de esa mujer asesinada tan miserablemente, se sintió superado por el remordimiento. Ella había muerto por él. Su hombría estaba aturdida. Por primera vez sintió miedo. El asesino de Anne la Risueña podría haberse precipitado sobre él en la oscuridad en cualquier momento. Confiesa el impulso de alejarse de ese penoso cadáver a cuatro patas al refugio de su barco. Incluso dice que realmente empezó a hacerlo…

“Uno apenas puede imaginarse a Davidson alejándose a gatas de la mujer asesinada…, Davidson confundido y desconcertado por la idea de que de algún modo había muerto por él. Pero no pudo haber ido muy lejos. Lo que le retenía era el pensamiento del niño, el hijo de Anne la Risueña, que (Davidson recordó las propias palabras de ella) no tendría más oportunidad que un perro.

“Esta vida que la mujer había dejado atrás se aparecía en la conciencia de Davidson bajo la luz de una verdad sagrada. Adoptó una posición erguida y, todavía estremeciéndose por dentro, giró y caminó hacia la casa.

“A pesar de todos los temblores, estaba muy resuelto; pero ese cráneo aplastado había afectado su imaginación y se sintió indefenso en la oscuridad, en la que le parecía oír vagamente aquí y allá las pisadas acechantes del asesino sin manos. Pero no desfalleció en su propósito. Se marchó con el niño a salvo después de todo. Encontró la casa vacía. Un profundo silencio le rodeó todo el tiempo, excepto una vez, justo cuando bajaba la escalera con Tony en sus brazos, cuando un quejido débil le llegó a los oídos. Parecía venir del espacio, negro como la boca de un lobo, entre los pilotes sobre los que la casa estaba construida, pero no se paró a investigar.

“No merece la pena contarte con detalle cómo Davidson consiguió llegar a bordo con la carga que el destino miserablemente cruel de Anne le había arrojado a los brazos, cómo a la mañana siguiente su tripulación asustada, tras contemplar desde la distancia lo ocurrido a bordo, se reunió con la mayor celeridad, cómo Davidson fue a tierra y, ayudado por su maquinista (aún medio muerto de miedo), envolvió el cuerpo de Ana la Risueña en una sábana de algodón y lo llevó a bordo para enterrarla más tarde en el mar. Mientras estaban ocupados con esta piadosa tarea, Davidson, mirando alrededor, observó un gran montón de ropas blancas amontonadas contra el pilar de una esquina de la casa. De que era el Francés el que yacía allí no podía tener duda. Al relacionarlo con el lúgubre quejido que había oído en la noche, Davidson está muy seguro de que sus disparos aleatorios habían herido mortalmente al asesino de la pobre Anne.

“En cuanto a los demás, Davidson jamás encontró a uno solo de ellos. Ya se hubieran ocultado en el asustado asentamiento, o fugado al bosque, o escondido a bordo del prao de Niclaus, que podía verse en el fango más o menos a un centenar de yardas riachuelo arriba, el hecho es que se habían desvanecido, y Davidson no se preocupó por ellos. No perdió tiempo en salir del riachuelo en cuanto el Sissie flotó. Tras navegar unas veinte millas sin peligro, él (según sus propias palabras) ‘entregó el cuerpo a las profundidades’. Hizo todo él mismo. La lastró con unas pocas barras de la chimenea, leyó el oficio religioso, levantó el tablón. Él era la única persona de luto. Y mientras rendía estos últimos servicios a la difunta, la desolación de esa vida y de su final desdichadamente atroz imploraba en alto a su compasión, le susurraba con tonos de remordimiento.

“Tenía que haber manejado la advertencia que ella le había dado de otro modo. Ahora estaba convencido de que una simple muestra de vigilancia habría sido suficiente para detener al vil y cobarde grupo. Pero el hecho era que no se había creído demasiado que fueran a intentar algo.

“El cuerpo de Anne la Risueña fue entregado a las profundidades, unas veinte millas al sur suroeste del cabo Selatan. La tarea que Davidson tenía por delante era entregar al hijo de Anne la Risueña al cuidado de su esposa. Y ahí el pobre y bueno de Davidson hizo un movimiento fatal. No quería contarle toda la horrible historia, puesto que conllevaba conocer el peligro del que él, Davidson, había escapado. Y esto, además, después de haberse estado riendo de sus miedos irracionales solo poco tiempo antes.

“—Pensé que si lo contaba todo, Davidson me explicó, ella nunca tendría un momento de paz mientras yo estuviera ausente en mis viajes.

“Solamente dijo que el muchacho era huérfano, el hijo de alguien a quien él, Davidson, debía grandes favores, y que sentía que tenía el deber moral de cuidar de él. Algún día le contaría más, dijo, y mientras tanto confiaba en la bondad y en el calor de su corazón, en su compasión natural de mujer.

“No sabía que el corazón de ella tenía más o menos el tamaño de una nuez seca y una cantidad proporcional de calor, y que su capacidad de compasión se dirigía principalmente a ella misma. Únicamente se sorprendió y se decepcionó ante el aire de frío asombro y la mirada de sospecha con la que recibió su relato imperfecto. Pero ella no dijo demasiado. Nunca tenía demasiado que decir. Era una tonta del género silencioso y desesperado.

“Sobre la historia que la tripulación de Davidson creyó conveniente hacer circular en la ciudad malaya eso no viene al caso. El mismo Davidson se la confió a algunos de sus amigos, además de relatar oficialmente la historia completa al patrón del puerto.

“El patrón del puerto se mostró bastante asombrado. No creía, sin embargo, que debiera hacerse una queja formal al gobierno holandés. Probablemente al final, tras un montón de problemas y correspondencia, no harían nada. El robo no había tenido éxito después de todo. Se podía confiar en que esos vagabundos se fueran al infierno por sus propios medios. Un sinnúmero de trámites no devolverían la vida a esa pobre mujer, y un disparo afortunado de Davidson había hecho justicia al asesino real. Era mejor olvidar la cuestión.

“Esto era de sentido común, pero él estaba impresionado.

“—Parece un asunto terrible, capitán Davidson.

“—Sí, bastante terrible —concordó un Davidson lleno de remordimiento. Pero lo más terrible para él, aunque aún no lo sabía, era que el estúpido cerebro de su mujer estaba lentamente llegando a la conclusión de que Tony era hijo de Davidson, y que había inventado esa historia poco convincente para meterlo en su casa en contra de la decencia, de la virtud…, de sus más sagrados sentimientos.

“Davidson era consciente de cierta tensión en sus relaciones domésticas. Pero en el mejor de los casos ella no era efusiva, y quizá esa misma frialdad formaba parte de su encanto a los ojos serenos de Davidson. Se ama a las mujeres por todo tipo de razones e incluso por aspectos que uno consideraría repelentes. Ella lo observaba y alimentaba sus sospechas.

“Entonces, un día, Ritchie Cara de mono visitó a esa dulce y tímida señora Davidson. Ella había llegado bajo su cuidado, y se consideraba un privilegiado, su más antiguo amigo en el trópico. Se hacía pasar por su gran admirador. Fue siempre un gran charlatán. Había conocido la historia muy vagamente, y comenzó a charlar sobre ese tema, creyendo que ella lo sabía todo. Y, después de un rato, soltó algo acerca de Anne la Risueña.

“—Anne la Risueña —dice la señora Davidson con un respingo—. ¿Qué es eso?

“Ritchie se sumergió de inmediato en un circunloquio, pero ella lo detuvo enseguida. ‘¿Está esa criatura muerta?’, pregunta.

“—Eso creo —tartamudeó Ritchie—. Eso dice su marido.

“—¿Pero usted no lo sabe seguro?

“—¡No! ¿Cómo podría, señora Davidson?

“—Eso es todo lo que hay que saber —dice, y sale de la habitación.

“Cuando Davidson llegó a casa ella estaba lista para atacarlo, no con simple indignación verbal, sino como si derramara poco a poco un chorro de agua fría por su espalda. Ella habló de sus amores ilícitos con una mujer despreciable, de haberla engañado, del insulto a su dignidad.

“Davidson le rogó que le escuchara y le contó toda la historia, creyendo que conmovería hasta a un corazón de piedra. Intentó hacerla comprender su remordimiento. Ella le escuchó hasta el final, dijo ‘¡No me digas!’, y le dio la espalda.

“—¿No me crees? —preguntó horrorizado.

“No dijo ni que sí ni que no. Todo lo que dijo fue: ‘Deshazte de ese mocoso inmediatamente’.

“—No le puedo echar a la calle —se lamentó Davidson—. ¿No hablarás en serio?

“—No me importa. Supongo que hay instituciones benéficas para esa clase de niños.

“—Jamás haré eso —dijo Davidson.

“—Muy bien. Para mí es suficiente.

“Después de esto el hogar de Davidson fue para él como un infierno silencioso y helado. Una mujer estúpida que se siente ofendida es peor que un demonio suelto. Él envió al chico a los Padres Blancos de Malaca. No era una clase de educación cara, pero ella no pudo perdonarle no abandonar del todo al detestable niño. Fomentó su sentimiento de esposa agraviada y de pureza herida hasta el punto de que un día, cuando el pobre Davidson estaba suplicándole que fuera razonable y no hiciera imposible la existencia para ambos, se volvió hacia él con fría pasión y le dijo que su mera presencia le resultaba odiosa.

“Davidson, con su escrupulosa delicadeza de sentimientos, no era hombre que impusiera sus derechos a una mujer que no podía soportar su presencia. Inclinó la cabeza, y poco después organizó todo para que volviera con sus padres. Eso era exactamente lo que ella quería con su ultrajada dignidad. Y además jamás le había gustado el trópico y en secreto había detestado la gente entre la que tenía que vivir como esposa de Davidson. Se llevó su alma pura, sensible, egoísta y pequeña a Fremantle o a algún lugar en esa dirección. Y por supuesto la pequeña se fue también con ella. ¿Qué podía haber hecho el pobre Davidson con una niña pequeña a su cargo, incluso si ella hubiera consentido dejarla con él?, que era impensable.

“Ésta es la historia que ha amargado la sonrisa de Davidson, que quizá no lo habría hecho tan a fondo si él no hubiera sido tan buen tipo”.

Hollis paró, pero antes de levantarnos de la mesa le pregunté si sabía qué había sido del hijo de Anne la Risueña.

Contó cuidadosamente el cambio que el camarero chino le había entregado, y levantó la cabeza.

—¡Oh! Ése es el toque final. Era un muchachito listo, como sabes, y los Padres se esmeraron mucho en su educación. Davidson esperaba en su corazón obtener consuelo con él. A su tranquila manera es un hombre que necesita afecto. Bien, Tony se ha convertido en un joven excelente…, ¡pero ya ves! Quiere ser sacerdote, su único sueño es ser misionero. Los Padres aseguran a Davidson que se trata de una vocación seria. Le dicen también que tiene una disposición especial para el trabajo de la misión. Así que el chico de Anne la Risueña llevará una vida de santidad en algún lugar de China, incluso se puede convertir en mártir, pero el pobre Davidson se quedará sin nadie. Tendrá que envejecer sin afecto humano a su lado por culpa de esos viejos dólares.

*FIN*


“Because of the Dollars”,
Within the Tides: Tales, 1915


Más Cuentos de Joseph Conrad