I
Por la florida orilla
de un claro y manso río
de salvia y de verbena coronado,
al tiempo que se humilla
al planeta más frío
con templado calor el sol dorado,
libre, solo y armado
de acero, olvido y nieve,
pasaba peregrino,
ya fuera del camino
del juvenil ardor que el pecho mueve,
cuando al salir Apolo
un niño vi venir, desnudo y solo.
Rubio el cabello de oro
con una cinta preso
que los hermosos ojos le cubría,
y como alarbe o moro
de innumerable peso
un carcax que del cuello le pendía;
y como quien vivía
de saltear los hombres,
un arco puesto a punto;
mas cuando le pregunto
que me diga sus títulos y nombres,
respóndeme arrogante,
niño en la vista y en la voz gigante:
Yo soy aquél que suelo
con apacible guerra,
con alegre dolor y dulces males,
desde el supremo cielo
hasta la baja tierra
herir los dioses, hombres y animales.
Transformaciones tales
jamás Circe las supo,
porque un hechizo formo
con que mudo y transformo
cualquiera ser que de mi fuego ocupo,
y al alma que condeno
la hago yo vivir en cuerpo ajeno.
Fácil tengo la entrada,
difícil la salida,
ablándame el desprecio y cansa el ruego,
ni hay alma tan helada
o en piedra convertida
que no enternezca mi amoroso fuego.
Por eso, rinde luego
las armas arrogantes
de que vas victorioso,
que el rayo más furioso
se templa con miles flechas penetrantes,
y lloran mis agravios
igualmente los fuertes y los sabios.
Yo respondile entonces:
-Mal me conoces, niño;
mira que soy un capitán valiente
que en mármoles y bronces,
con ésta que me ciño,
hago escribir mis hechos a la gente.
¿Cómo tu fuego ardiente
o tus blandos suspiros
pueden temer los brazos
volar tanto escuadrón, entre los tiros
que han visto en mil pedazos
de la pólvora fiera,
que vence el fuego de su mesma esfera?
Yo al duro, helado hibierno
y al verano abrasado,
de iguales armas y valor vestido,
llevando a mi Gobierno
el escuadrón formado,
tanta varia nación he combatido,
que tengo convertido
en duro acero el pecho;
por eso en paz te torna,
que mi espada no adorna
las puertas de tu templo sin provecho,
ni pueden tales ojos
humillarse a tus lágrimas y enojos.
Así le replicaba
cuando de entre unas hiedras
una hermosura celestial salía,
que no lo que miraba,
pero las mesmas piedras
en ceniza amorosa convertía.
Amor, que ya me vía
con pensamientos vanos
apercibir defensa,
a la primera ofensa
me derribó la espada de las manos,
y en viéndome tan ciego
lloré, rendime y abraseme luego.
En esto al verde llano
un carro victorioso
dos tigres ya domésticos trajeron;
asió el amor la mano
de aquel rostro amoroso
y juntos a su trono se subieron,
y los que allí me vieron,
entre sus pies me ataron,
y al fin sus ruedas fieras
mis [armas] y banderas
por despojos vencidos adornaron,
llevándome cautivo
adonde ahora lloro, muero y vivo.
Más todo vencimiento es más victoria,
y aquesta pena gloria,
con sólo que me mire Isbella un día
y entre sus ojos arda el alma mía.
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