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Por qué Maruja no cree en los reyes magos

[Cuento - Texto completo.]

José Francés

Comprendió Maruja que había llegado el momento propicio.

Miss Ada se había dormido tranquilamente sobre el christmas number de The Tatler. Papá debía estar en el congreso, o en el sitio donde, según los criados, llamaba él, honestamente, el congreso. Mamá había ido al té de la vizcondesa. Un profundo silencio envolvía la casa, interrumpido solamente por el sordo bramido de fierecilla que lanzaba la salamandra.

Maruja se levantó del suelo. Inquieta, reprimiendo el aliento, con una manita en el corazón, que brincaba de ansiedad y de miedo, se acercó a miss Ada. Miss Ada empezaba a roncar suavemente, a ritmo con el bramido de la salamandra.

Maruja se abrazó a su muñeca japonesa. No convenía ir sola en aquella aventura. Luego, de puntillas, aunque la espesa alfombra apagaba el menor de sus pasos, avanzó por el pasillo adelante.

Más que nunca le latía el corazoncito. Sentía un ruego extraño en las mejillas. Recordaba escenas de princesitas de cuento brujo, perdidas en la noche. Incluso sintió deseos de retroceder al dulce abrigaño de su cuarto y despertar a miss Ada y pedirle alguna de aquellas historias de su Escocia romántica.

Pero fue más poderoso el deseo de su aventura, y siguió avanzando a tientas por el pasillo oscuro. En el fondo rojeaba el resplandor de la chimenea del despacho.

Maruja, conforme iba acercándose al despacho, repetía mentalmente el número del teléfono: 12.687… 12.687… 12.687…

Lo sorprendió, por casualidad, noches antes en un periódico. Los reyes magos recibían encargos de juguetes por teléfono.

Papá sonrió cuando Maruja le preguntó si era verdad aquello.

—Sí, muñeca. Los reyes magos se aprovechan de todos los adelantos. Incluso ya no vienen montados en camellos, sino en automóvil.

Mamá se reía, miss Ada se reía. Solo Maruja estaba seria, pensativa, procurando retener en la memoria el número del teléfono. Así podría comunicarse directamente con los reyes magos, sin necesidad de que le sirvieran como intermediarios sus padres, o que le cambiaran los juguetes que había pedido por carta, como sucedió el año anterior. Además, de este modo, papá y mamá quedarían sorprendidos. Ningún año serían tan espléndidos los reyes. Estaba segura de conseguir todo lo que les pidiera.

Al llegar al despacho se detuvo otra vez, temerosa. Oprimió contra el pecho a la muñeca japonesa y la miró como pidiéndole ánimos. La muñeca, con sus ojos rasgados, parecía sonreír burlonamente.

Dio dos pasos más y se encontró dentro del despacho. Medio en penumbra. Agigantadas y revestidas de misterio las cosas en los rembranescos contrastes de luz y de sombra que enviaban contra ellas la lumbre de los leños. Frontera a la puerta se destacaba el ventanal, con sus cuadritos de cristales y maderas blancas, y detrás de él la noche, donde voltejeaban los copos de nieve.

Maruja se subió a una silla para alcanzar la llave de la luz eléctrica. Bruscamente cambió de aspecto el despacho. Perdió su misterioso encanto; pero, en cambio, adquirió para la niña más sensación de normalidad. Bajo la luz eléctrica se acobardó el resplandor de la chimenea y se oscureció más aún el ventanal.

Maruja fue sin vacilar hasta la mesita donde estaba el teléfono. Pero no alcanzaba. Hubo de coger en la librería un tomo del diccionario. Después otro, y otro y otro… ¡Qué fastidio! ¿Por qué serían tan altas las mesas?

Al fin, alcanzó el aparato. Oprimió el botón, tal como había visto hacer varias veces a papá, y también a mamá en las noches en que papá no venía a cenar y avisaba por teléfono, y mamá lloraba.

Bruscamente sonó el timbre. Maruja se asustó. ¡A ver si se despertaba miss Ada o acudía Pedro, el ayuda de cámara! Por poco sí se cae para bajar de los libros e ir a cerrar la puerta y correr los pesados cortinones rojos. ¡Y el timbre no callaba!

Volvió a subir a los libros, cogió el auditivo.

—¡Chistt!… Más bajito, central… ¡Que nos van a oír!…

—…

—Sí. Que se va a despertar miss Ada… ¿Eh? Sí. Quería comunicación con el número 12.687. ¿Qué?… Sí… Sí, eso es: 12.687…

Esperó temblando. En una silla próxima yacía la muñeca japonesa. Maruja se creyó en el deber de tranquilizarla:

—No tengas miedo, nena. Verás cómo no nos pasa nada.

Y lo decía mirando recelosa a todos lados, con la boquita seca de angustia y el corazón latiéndole más medrosico que nunca.

De pronto volvió a sonar el timbre. Escuchó.

—¿Quién?

—…

—Sí. ¿Es el 12.687? Quería hablar con los reyes magos.

—…

—¿Eh? Sí. Soy Maruja Moncada. ¿Eh?… Sí. Velázquez, 66. ¿No

están los señores reyes?

—¿?…

—Lo mismo me da. No siendo el negro, porque me asusta, que se acerque el que quiera.

—…

—Buenas noches, don Gaspar. Soy Maruja Moncada, una niña muy buena, muy buena. Y quería muchos juguetes para el día seis. ¿Eh? Bueno, tome usted… ¡Ay, perdone! A los reyes, ¿cómo se les dice?

—…

—Muy bien… Pues, entonces, mire usted, Majestad. Yo quería un teatro que he visto, que es casi de tamaño natural, y en que los cómicos están vestidos de verdad; quiero también un automóvil de ésos que andan, una muñeca vestida de napolitana, un soldado alemán de esos que se caen al suelo y no se rompen…

—…

—No; espere usted, Majestad don Gaspar, que no he terminado. Una camita dorada con una muñeca dentro, un costurero que tenga agujas y carretes y un tigre.

—…

—Sí, Majestad. Un tigre, como el que tiene Lolita Revuelta, y que se le da cuerda y mueve la cabeza así. ¿Ve usted cómo la muevo yo? ¡Pues así!

—…

—Nada más. ¡Ah! Y que se abrigue usted mucho, señor rey, cuando me traiga los juguetes. Esta calle de Velázquez es muy fría. ¡Adiós! ¡Adiós! ¡Ah! Dele usted un beso al otro señor rey.

—…

—No. Al negro no, que me asusta.

Bajó, satisfecha, de los cuatro tomos del diccionario, volvió a colocarlos en su sitio, apagó la luz y salió al pasillo. Iba gozosa, ilusionada con el feliz éxito de la entrevista. Estrechando contra su corazón a la muñeca japonesa, le decía:

—Tú, cállate. No digas nada de esto. Es un secreto, ¿sabes?

Y de pronto el timbre del teléfono la estremeció. Vibraba terco, persistente. Maruja corrió otra vez al despacho. De nuevo la acometía el temor de que se despertara miss Ada o acudiera Pedro.

—¡Ya va! ¡Ya va! ¡Cállese usted, señor rey!

Lo decía mientras daba vuelta a la llave de la luz, mientras cerraba la puerta y cogía los cuatro tomos del diccionario y subía sobre ellos.

—¿Quién es?

—¿Es en casa del señor Moneada?

Le pareció la voz del rey Gaspar.

—Sí, señor. ¿Y usted quién es?

—El gerente del Bazar mundial. Mire. Aquí ha llamado hace un momento la hija del señor Moncada, encargándonos varios juguetes para que los llevemos a ustedes como si los dejaran los reyes magos. ¿Me oye?

—Sí… Siga usted…

—Bien. Pues como quiera que todos esos juguetes son de los más caros, y que el importe total asciende a mil cuatrocientas setenta y cinco pesetas, hemos querido consultar antes con el señor Moncada si estaba conforme con ello. Luego irá uno de nuestros dependientes a visitar al señor para… ¡Oiga! ¡Central! ¡Central!… ¿Me oye?…

No. Maruja ya no escuchaba. Maruja había dejado el teléfono y de bruces sobre los diccionarios lloraba amargamente.

El timbre seguía sonando imperioso, terco. Ya no importaba que se despertara miss Ada, que acudiera Pedro. ¡Mejor! Así podría decirles a todos que la habían engañado miserablemente, que los reyes magos no existían…

*FIN*



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