Casa digital del escritor Luis López Nieves


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Por supuesto

[Cuento - Texto completo.]

Shirley Jackson

La señora Tylor, en plena mañana de limpieza casera, era demasiado educada como para salir a mirar al balcón de la entrada principal, pero no vio ninguna razón para no curiosear por las ventanas; mientras pasaba la aspiradora, mientras fregaba los platos o incluso mientras hacía las camas del piso de arriba, cada vez que sus pasos la llevaban cerca de una ventana de la fachada sur de la casa, alzaba ligeramente las cortinas o se situaba a un lado y movía la persiana. Lo único que alcanzaba a ver, en realidad, era el camión de transportes frente a la casa y las diversas idas y venidas de los empleados de mudanzas; el mobiliario —lo que alcanzaba a ver de él— parecía fino.

La señora Tylor terminó las camas y bajó para empezar a preparar el almuerzo. En el breve espacio de tiempo que le llevó recorrer la distancia entre la ventana del dormitorio principal y la ventana de la cocina, un taxi se había detenido frente a la casa contigua a la suya y un chiquillo corría ya arriba y abajo por la acera. La señora Tylor calculó la edad del pequeño; unos cuatro años, probablemente, aunque era pequeño para su edad; un niño bastante a la medida de su hija pequeña, pensó.

Volvió la atención a la mujer que se apeaba del taxi y se sintió más tranquila. La mujer llevaba un traje tostado de aspecto elegante, un poco gastado y tal vez un poco demasiado claro de color para un día de mudanzas, pero de buen corte; la señora Tylor asintió satisfecha por encima de las zanahorias que estaba pelando. Gente agradable, evidentemente.

Carol, la hija menor de la señora Tylor, estaba apoyada en la valla frente a la casa de los Tylor, observando al niño de la casa de al lado. Cuando el niño dejó de ir de aquí para allá, Carol le dijo: “¡Hola!” El pequeño alzó la vista, retrocedió un paso y respondió: “¡Hola!” La madre del niño miró a Carol, echó un vistazo al hogar de los Tylor y se volvió hacia su hijo. Después, dijo a Carol: “¡Ey, hola!” La señora Tylor sonrió en la cocina. Después, siguiendo un súbito impulso, se secó las manos con una toallita de papel, se quitó el delantal y salió a la puerta principal de la casa.

—¡Carol! —llamó a su hija con voz alegre—. ¡Carol, cariño…!

La niña, aún apoyada en la valla, se volvió hacia ella y preguntó, reacia a cooperar:

—¿Qué quieres?

—¡Oh, hola! —saludó la señora Tylor a la mujer, que seguía en la acera junto al pequeño—. Oí que Carol hablaba con alguien y…

—Los niños se estaban haciendo amigos —dijo la desconocida con timidez.

La señora Tylor bajó los peldaños del balcón y se acercó a la valla donde estaba Carol.

—¿Es usted la nueva vecina?

—Si conseguimos terminar el traslado —respondió la mujer con una risilla—. Día de mudanza —añadió expresivamente.

—Ya veo. Somos los Tylor —se presentó la señora Tylor—. Esta es Carol.

—Nosotros somos los Harris —respondió la mujer—. Y este es James, hijo.

—Di hola a James —dijo la señora Tylor.

—Y tú, dile hola a Carol —añadió la señora Harris.

Carol cerró la boca, obstinada, y el niño se refugió detrás de su madre. Las dos mujeres se echaron a reír.

—¡Niños! —dijo una de ellas, y la otra añadió—: ¡No sean así!

Después, la señora Tylor señaló el camión de mudanzas y a los dos hombres que descargaban y entraban en la casa con mesas, sillas, camas y lámparas.

—Cielo santo, esto es terrible, ¿verdad?

—Sí —suspiró la señora Harris—. Creo que terminaré loca.

—¿Podemos hacer algo para ayudarla? —preguntó la señora Tylor, dirigiendo una sonrisa al pequeño—. Tal vez a James le gustaría pasar la tarde con nosotras.

—Sería un gran alivio —dijo la señora Harris, dando media vuelta para mirar a su hijo, que seguía refugiado detrás de ella—. ¿Te gustaría jugar con Carol esta tarde, cariño? —James movió la cabeza en un gesto de muda negativa y la señora Tylor le dijo animadamente:

—Es posible, solo posible, que las dos hermanas mayores de Carol la lleven al cine más tarde. ¿Qué dices, James? Seguro que te gustaría ir con ellas, ¿verdad?

—Me temo que no —replicó la señora Harris categóricamente—. James no va nunca al cine.

—¡Ah, sí, por supuesto! —comentó la señora Tylor—. Muchas madres no los llevan, por supuesto, pero cuando una tiene dos hijas mayores que…

—No se trata de eso —replicó la señora Harris—. En casa, ninguno de nosotros va nunca al cine.

La señora Tylor se apresuró a interpretar aquel “nosotros” como un claro indicio de la probable existencia de un señor Harris. Después, su mente reaccionó y le hizo preguntar, desconcertada:

—¿Que no van al cine?

—Mi marido —respondió con cautela la señora Harris— considera que las películas son para retrasados mentales. No vamos nunca al cine.

—Claro, claro —asintió la señora Tylor—. Bien, estoy segura de que a Carol no le importará quedarse en casa esta tarde. Le encantará jugar con James. Supongo —añadió luego con cautela— que su esposo no pondrá objeciones a que el niño juegue con un cajón de arena.

—Yo quiero ir al cine —declaró Carol.

La señora Tylor se apresuró a proponer a su nueva vecina:

—¿Le apetece traer a James y descansar un ratito en mi casa? Debe usted llevar toda la mañana de ajetreo.

La señora Harris titubeó, volviendo la mirada a los encargados de la mudanza.

—Sí, gracias —dijo por último. Seguida de cerca por James, la señora Harris cruzó la verja de separación de los jardines y la señora Tylor comentó:

—Si nos instalamos en el jardín de atrás, podremos seguir vigilando a los hombres del camión —dio un ligero empujón a Carol y añadió con voz firme—: Enséñale a James la caja de arena, cielo.

Carol tomó de la mano a James con gesto hosco y lo condujo hasta la caja de arena para juegos infantiles.

—¿La ves? —murmuró la niña y, a continuación, se puso de nuevo a dar patadas en la valla de estacas puntiagudas con premeditación. La señora Tylor ofreció asiento a la señora Harris en una de las sillas del jardín y fue a buscar una pala para que James jugara con ella.

—Desde luego, se agradece sentarse un rato —aseguró la señora Harris y, con un suspiro, añadió—: A veces me parece que trasladarme de casa es lo más terrible de mi vida.

—Tuvieron suerte al conseguir esa casa —declaró la señora Tylor, y la señora Harris asintió—. Nos alegraremos de tener unos buenos vecinos —continuó la señora Tylor—. Siempre resulta agradable tener unos vecinos sociables en la puerta de al lado. Seguro que me presentaré a pedir prestada una tacita de azúcar —concluyó con cierta ironía.

—Espero que lo haga —contestó la señora Harris—. En nuestra vieja casa, nuestros vecinos eran gente muy desagradable. Ya sabe, esos pequeños detalles… Lo cierto es que nos irritaban mucho —la señora Tylor suspiró, comprensiva, y la nueva vecina continuó—: La radio, por ejemplo. Todo el día puesta y tan alta…

La señora Tylor contuvo el aliento por un instante.

—No tenga inconveniente en avisarnos si la nuestra está demasiado alta alguna vez.

—Mi marido no soporta la radio —afirmó la señora Harris—. En casa no tenemos receptor, por supuesto.

—Por supuesto —asintió la señora Tylor—. No tienen radio.

La señora Harris la miró y soltó una risilla incómoda.

—Pensará usted que mi marido está loco.

—Por supuesto que no —respondió la señora Tylor—. Al fin y al cabo, a mucha gente no le gusta la radio; mi sobrino mayor, en cambio, es justo todo lo contrario…

—Bueno —la interrumpió la señora Harris—, tampoco leemos los periódicos.

La señora Tylor identificó por fin la leve sensación de nerviosismo que la estaba embargando; era la misma que sentía cuando se veía irremediablemente sometida a algo peligrosamente fuera de control, como el coche, por ejemplo, o una calle helada, o esa vez en que se puso los patines de Virginia… La señora Harris contempló distraídamente a los empleados de mudanzas que entraban y salían de la casa y añadió:

—No es que no hayamos visto nunca un periódico, entiéndame; no es como el cine, pero mi marido considera que los periódicos producen una degradación en masa del buen gusto. En realidad, no es necesario leer ningún periódico, ¿sabe? —comentó, volviendo la mirada a la señora Tylor con cierto nerviosismo.

—Yo nunca leo nada, excepto el…

—Y durante varios años recibimos The New Republic —continuó la señora Harris—. De recién casados, por supuesto. Antes de que naciera James.

—¿A qué se dedica su esposo? —preguntó la señora Tylor con timidez.

La señora Harris alzó la cabeza con orgullo para decir:

—Es un intelectual. Escribe monografías y ensayos.

La señora Tylor abrió la boca para decir algo, pero la nueva vecina se inclinó hacia adelante, extendió la mano y continuó comentando:

—A la gente le cuesta un esfuerzo terrible comprender el deseo de llevar una vida realmente apacible.

—¿Qué hace su esposo para relajarse?

—Lee obras de teatro —explicó la señora Harris, y buscó a James con una mirada nerviosa—. Obras preisabelinas, por supuesto.

—Por supuesto —asintió la señora Tylor, y también ella observó con nerviosismo al niño, que estaba cargando arena en un cubo a paletadas.

—Hay gente realmente muy desagradable —comentó la señora Harris—. Esos vecinos que antes le decía… No era solo la radio, ¿sabe usted? Tres veces dejaron premeditadamente su New York Times a la puerta de nuestra casa. Una de las veces, James estuvo casi a punto de recogerlo.

—¡Dios santo! —exclamó la señora Tylor, poniéndose en pie—. ¡Carol! —dijo enérgicamente—, ¡no te alejes! Ya casi es hora de comer, cariño.

—Bueno —suspiró la señora Harris—. Tendré que ir a ver si esos hombres lo han hecho todo bien.

Pensando que tal vez había sido un poco brusca, la señora Tylor preguntó:

—¿Dónde está ahora su marido?

—En casa de su madre —explicó la señora Harris—. Siempre se queda allí cuando hacemos un traslado.

—Por supuesto —asintió la señora Tylor. Le daba la impresión de que no había dicho otra cosa en toda la mañana.

—En casa de su madre nadie pone la radio mientras él está —añadió la señora Harris.

—Por supuesto —repitió la señora Tylor.

La señora Harris le tendió la mano y su vecina la estrechó.

—Espero que seamos buenas amigas —dijo la señora Harris—. Como usted ha dicho, tener unos vecinos realmente considerados significa mucho. Y, hasta ahora, hemos tenido muy mala suerte.

—Por supuesto —dijo la señora Tylor una vez más. Luego, saliendo de su ensimismamiento, añadió abruptamente—: Quizá podríamos reunimos una de estas noches para una partida de bridge —observó la expresión de la señora Harris y continuó—. ¿No? Bueno, en cualquier caso, tenemos que reunimos una de estas noches.

Las dos mujeres se echaron a reír y la señora Harris comentó:

—Qué tontería, ¿verdad? Muchísimas gracias por su amabilidad esta mañana.

—A las órdenes —se ofreció la señora Tylor—. Si quiere mandarnos a James esta tarde…

—Tal vez lo haga —acertó la señora Harris—. Si de verdad no le importa…

—Claro que no. Carol, cielo…

Con el brazo en torno a los hombros de la niña, salió hasta la puerta principal de la casa y se quedó mirando a la señora Harris y a James hasta que entraron en su casa. La nueva vecina y el pequeño se detuvieron en el umbral, volvieron la cabeza y agitaron la mano. La señora Tylor y Carol les devolvieron el saludo.

—¿No puedo ir al cine? —insistió Carol—. ¡Por favor, mamá!

—Yo te llevaré, cariño —asintió la señora Tylor.

FIN


“Of Course”,
The Lottery and Other Stories, 1949


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