Austeramente vengo, ¡Oh, noble y pura sombra!…
A una distancia inconcebible del punto de la vida y del espacio que nos unió en la tierra, en veinte giros con que avanzó en la eternidad, ahora austeramente vengo a tu sepulcro a pedirte perdón…
Ni un hilo solo de tus cabellos, ni un fulgor dorado de tus pupilas quedan ya en la tumba, ni en mi alma un hilo ni un fulgor del sueño que se desvaneciera.
Austeramente vengo, como un hermano, a tu sepulcro.
Yo sé que en otra tarde pensativa, cual un retorno de la «tarde aquella», cuando te fuiste con el sol, tus últimas palabras eran recitados míos de versos que eran tuyos.
Al morirte, desventurada y loca, en un relámpago a través de la niebla, contemplaste resucitar el sueño, que tornaba a morirse contigo… Ni una estrofa de sugestiva invocación hoy debe repetir el milagro del recuerdo y solo oirás con este grave ritmo el perdón que demando a tu sepulcro. Otras angustias y otras alegrías mi espíritu agitaron desde entonces, y el destino seguí, que me trazara la mano del Señor, sobre los tiempos.
Y fue la lucha mi destino. En ella mis dolorosos triunfos, más amargos que mis derrotas.
El vencido tiene la enemiga piedad; el victorioso, más que el rencor del adversario, sufre el odio de los débiles al triunfo.
Cruzado está mi corazón de heridas, las más profundas, al salir ileso de los duros combates.
Ni me inclino sus rojos bordes a enjugar…
Pero una, pero una de ellas alcanzó a tu sombra, y austeramente vengo a tu sepulcro a pedirte perdón… ¡Un miserable de tu sudario levantó la túnica, para nublar y oscurecer el nimbo de tu lívida efigie inmaculada, en la paz indefensa de la muerte!
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