Prefiguraciones: Prato
[Cuento - Texto completo.]
Tommaso LandolfiYo (¿pero cuántas veces habré escrito este condenado pronombre?), yo era un niño al que con un año y medio de edad habían llevado ante su madre muerta con la vana esperanza de que sus rasgos se le quedaran impresos en la memoria, y que había dicho: dejémosla tranquila, duerme. Ello puede explicar muchas cosas de mi infancia (casi todo) y, en cualquier caso, las condiciones generales de la misma. Así, a pesar de los esfuerzos de mi padre, que nunca quiso volver a casarse, y de otras personas buenas, especialmente de una, llegó el momento en que hubo que meterme en un colegio.
Mi padre se había hecho enviar prospectos, programas y opúsculos varios de todos, por así decir, los principales colegios de nuestro país y de Europa y su estudio de tales publicaciones duró mucho tiempo. Finalmente, se decidió por el viejo y clásico Cicognini porque, dados los tiempos calamitosos (¿y cuántas veces a lo largo de mi vida habré debido escribir este adjetivo?), el extranjero no dejaba muchas opciones.
Llegamos a Prato una tarde de primeros de noviembre, creo. Era un otoño perezoso y nebuloso, o así es como lo recuerdo. Lo que más me impresionó durante este primer y rápido recorrido por la ciudad fue un monumento a un carpintero, un tal Magnolfi (representado en la actitud de apoyarse en un largo cepillo, con una punta del delantal metida en el cinturón), que ya no he vuelto a ver o a encontrar. Pernoctamos en un antiguo hotel de la plaza principal. Al día siguiente empezamos por ir al barbero, bajo cuyas tijeras, y con cierta emoción por parte de mi padre que entonces no comprendí, cayeron mis cabellos; aún los tenía intactos, es decir, me llegaban hasta las orejas. No sé cómo pasamos el resto del día. Pero llegó la noche…
No sabría describir la angustia de aquella separación. La mía, pues yo era un niño tímido y puro como una virgen, con gran prevalencia de características, precisamente, femeniles, incluso en el físico, lleno de sentimientos recónditos, de sentimientos sutiles y atormentados, sin nada más entre ellos. Y la suya, acaso mayor, ya que debía empujar a semejante hijo a un mundo que sabía que le sería adverso. Recuerdo, y recordaré siempre, aquel último paseo por un desolado pasillo del colegio, en la planta baja, hacia la puerta, exhortándome a ser fuerte y a reconocer la necesidad de tal separación (exhortándome a mí y a sí mismo), mientras yo lloraba desesperadamente sin querer atender a razones. Al final, llevando a cabo, quizá, el mayor acto de valor de su vida y, tal vez, ayudado por lo que creía que era su deber, se fue, pero para ir corriendo, como luego supe, a ver al rector y hablarle largamente de mí, de lo que yo era y de los cuidados que necesitaba, y obtener, como es fácil de comprender, el único resultado de suscitar un asombrado y perplejo fastidio en el rector. El cual le respondió a todo, más o menos, que conviene fiarse de los educadores elegidos por nosotros mismos y que, además, una atención demasiado celosa puede ser nociva para los educandos. Así pues, mi padre reemprendió tristemente el camino de casa, mientras que yo, con los brazos aún tendidos a su imagen que se alejaba y con el corazón desgarrado, me quedaba solo en el vasto mundo, mejor, en el blanco mundo, como dicen los rusos, en una región inhóspita y helada como la que constituye su mundo (o que constituía, antes de los logros del régimen).
Ahora se trataba de reconocer esa región y de hacerla lo más familiar posible. Pero, como el viajero de la estepa por el viento, inmediatamente me quedé helado y paralizado por el horror. Mis compañeros eran como todos los muchachos, ni buenos ni malos, ni acogedores ni demasiado huraños. Solo morbosamente (o, más bien, fisiológicamente) atentos a lo que del compañero fuera particular o excepcional o juzgado como tal por la mayoría. Su sentido social era, como suele ocurrir, por un lado, muy desarrollado y, por otro, insuficiente. Ello debía bastar para que yo me hallase a disgusto entre ellos, pero hasta aquí tal vez habría sido algo más o menos superable. En cambio, lo que en ellos me resultaba verdaderamente intolerable era el lenguaje. Hablaban constantemente de cosas turbadoras y prohibidas, aunque desconocidas para mí. O mejor, hablaban de ellas con palabras terribles que, ignotas, sin embargo descubrían su sentido misterioso; quiero decir, cargadas de un sentido misterioso y detestable; palabras que hacían temblar. He dicho: o mejor, porque entonces yo tenía una especie de religioso y supersticioso amor y terror a las palabras (que luego me duró mucho tiempo), en las que concentraba toda la carga de realidad, escasa, ésa es la verdad, que lograba descubrir en los varios objetos del mundo. Más claro: las palabras eran casi mis únicas realidades. Habría estado dispuesto a hacer la vista gorda con las cosas que estas palabras de mis compañeros, más que designar, sobreentendían o aludían, ¡pero con las palabras! Y después de todo, o sea, por lo que la realidad contaba, ¿qué terribles cosas no podían evocar? Y hacían alegres orgías precisamente con esas palabras. Incluso estaban recopilando un diccionario o glosario. Recuerdo la redacción de una voz. Cinco o seis de ellos reunidos alrededor de un pupitre y uno (recuerdo su nombre) que dictaba: “Cucú: lenguaje infantil: m…” Tampoco olvidaré nunca la expresión astuta, bestial, voluptuosa que iluminó su rostro al pronunciar esta última palabra, que era, está claro, una de las más inocentes y menos inquietantes. Cosa singular: esas palabras no ejercían la mínima atracción en mí a no ser la propia del horror; así, al menos, me lo parece, aunque ahora me resulte difícil volver a situarme para ello en el estado de entonces. Concluyendo: desde aquellos primeros tiempos formulé el proyecto de hacerme sacar de allí dentro a cualquier precio en cuanto se presentase la ocasión. Además, es fácil imaginar qué vida me procuraba entre mis compañeros mi ignorancia acerca de sus cosas y la repugnancia por sus palabras. Y, para concluir de otro modo, no quiero dejar la cuestión sin afirmar que el hombre se degrada y cae en la vulgaridad, se vuelve grosero y torpe a medida, o cuando, se degrada en él el sentido religioso de las palabras. De lo que no se pretende inferir nada, ni tanto menos en favor de ésta o de aquella estética. Yo solamente constato un hecho que puede explicarse de varias maneras.
Mientras tanto, si no otras realidades, otras apariencias se iban conformando a mi alrededor. Por ejemplo, una noche en que nos desnudábamos en el dormitorio vi rojear (debo decirlo así para describir exactamente mi impresión) algo entre las piernas de mi compañero más próximo, un rubio. Pues bien, ¡qué distinto de mí era este compañero mío y qué distintas eran, en particular, algunas adustas partes de su cuerpo de las mías! Y, sin duda, su uso también debía ser distinto, ¿o yo mismo habría podido servirme de las mías para los mismos usos innombrables aunque imprecisos y, después de todo, inimaginables? Rechazaba esa idea con espanto. Así, de todos modos, si bien en mí no se degradaban en su valor absoluto, aquellas palabras empezaban a despotenciarse en objetos, a corresponderse, al menos, con ellos o a ellos, es decir, con algunos objetos determinados.
Pero para mí, la función, digamos superior o solo paralela o distinta de la obvia, de ciertos órganos era, si no evidente (en su naturaleza), sí manifiesta (en sus leyes). En efecto, y para explicarme, confesaré aquí cándidamente lo que tal vez pueda parecer una monstruosa anomalía y que, a lo mejor, lo es de verdad. Notaba cómo a pensamientos de un determinado orden en mí respondía un determinado movimiento fisiológico. Por otra parte, el hecho es que aquellos pensamientos no eran, como podría uno imaginarse, lúbricos sino, al contrario, tristes y dulces y, para abreviar, profundamente melancólicos. Más claro: el movimiento tenía lugar especialmente si pensaba en una persona querida muerta. Y no añado más a ello y lo cedo, si es conveniente, al estudio de psicólogos, psicoanalistas y semejantes atareados personajes.
Como nunca pude acostumbrarme a satisfacer mis necesidades naturales en común o a la vista de otras personas, esperaba a que llegara la noche y a que todos se hubieran dormido para deslizarme despacito de la cama y retirarme a esos lugares cómodos, o incómodos, contiguos al dormitorio. Vaya por delante que entre los motes que me habían puesto estaba el de “budista”, debido a mi dispensa de las funciones religiosas en la capilla del colegio. También tengo que decir que nuestro celador, que dormía entre nosotros en una especie de caja de tela, era napolitano o así (tanto es así que a Prato, al menos entonces, se iba a aprender el salernitano o el avelinés). Quiero decir que un toscano se habría comportado de otro modo en el siguiente episodio. Pues bien, ocurrió que una noche, mientras yo esperaba el momento adecuado para levantarme, este celador salió de su tienda y fue a toda prisa a la puerta de los retretes y, ostentosamente, la cerró con llave, añadiendo alguno de esos gruñidos inarticulados en uso entre los meridionales y que venía a significar: joróbate. Luego, mientras este ejemplar educador volvía a meterse en su tienda, de una cama se alzó una voz: “Querido budista, te quedas sin ir al retrete”. ¿Por qué todo eso? Pues se me infligía una clara injusticia con todo el aire de colocarme en la situación de acusado. Pero me callé; sabía demasiado bien que sospechaban de mí, que todos sospechaban en mí algo sórdido y abyecto, aunque yo no podía ni figurarme qué era exactamente.
La sospecha se convirtió en certeza o casi, supongo, cuando establecí una cálida amistad con un compañero (cuyo nombre también recuerdo), abandonándome a ella con confianza y candor. Era un muchacho de una cierta dulzura y comprensión, aunque vivaz y arrogante no poco, y a mí me gustaba incluso físicamente, en el sentido de que siempre me gustaron, y todavía me gustan, los amigos queridos y, en general, las personas amadas, sentimiento en el que se puede ver algo sexual, no me opongo. Pero entonces no sabía cómo se interpretaba ese cálido afecto o, mejor, ahora lo sé muy bien. Y mi propio padre pudo engañarse en esto, pues, habiéndole los educadores comentado algo, me soltó (¿o fue en otra ocasión semejante? Durante el momento álgido de las huelgas de los ferroviarios él casi se había establecido en Florencia para no correr el riesgo de estar mucho tiempo separado de mí) un memorable y oscuro discurso en el que no había claros reproches, pero cuya proposición final sonaba así: “Cuando seas mayor, verás por ti mismo lo que se puede hacer y lo que no se puede hacer”. Discurso, es obvio, que sacudió mis más íntimas fibras aunque solamente entendiera su tono. ¡Dios mío, él también! Además, la general desconfianza que rodeaba mi pequeña persona estaba bien surtida para aumentar esa sensación radical de culpa que me ha acompañado durante gran parte de mi vida. Sin haber hecho nada malo yo era culpable: ¿De qué? ¿Qué conclusión sacar de ello?
Mientras tanto, la vida exterior del colegio continuaba y, bien o mal, me había adaptado a ella, si bien el colegio, requisado durante la guerra, tuviera entonces no sé qué de desolado y provisional y los hábitos señoriles de los colegiales no se recuperasen del todo. Episodios mayores de tal vida eran los periódicos paseos, los partidos de fútbol en el parque y los espectáculos a los que nos llevaban. Pero, como por lo que se refiere a esto último la ciudad no contaba (como se dice) con grandes recursos, solía ocurrir que asistiéramos varias veces al mismo espectáculo. Así, fuimos a ver Aída dos o tres veces y entonces debí contraer esa enfermedad crónica de la Aida que mis amigos y, sobre todo, mis amigas más pacientes me conocen. Un día nos llevaron a visitar una especie de gran foca presentada por algún empresario animado de grandes esperanzas. El pobre animal (al que a continuación debí clasificar entre las divinidades de segundo orden) chapoteaba en una bañera no muy grande situada en una vulgar habitación. En cuanto a mis estudios, y a diferencia de mi más ilustre predecesor en el colegio, no puedo decir que me alimentase de lecturas sustanciosas. En compensación, y siguiendo en ello los pasos del mismo, iba escribiendo algo, prevalentemente en el género del poema dramático, como un triunfo de amor, que amargamente deploro haber perdido. Concluyendo: el triunfo estaba representado material y plásticamente en forma de beso o abrazo intercambiado, como advertía la acotación final, entre espadas rotas y otros destrozos. En cambio, en el estudio del latín (de las matemáticas es mejor no hablar) tenía notables dificultades, hasta el punto de que mi buena prima cada vez debía mandarme minuciosas y circunstanciadas traducciones de aquellos fáciles textos pues yo solo no habría sido capaz. No conseguía de ninguna manera adueñarme de esa lengua y con toda la razón. En lugar de estudiarla en primer lugar habría que estudiarla al final, si uno es sensato, quedando los distintos papagayos libres de hacer lo contrario. Otras dificultades y molestias: el estudio del violín, instrumento que no veo cómo habría podido tocar, escaso como era de lo que llaman oído natural. Ay de mí, puede decirse que de natural yo no tenía nada, salvo algunas aptitudes muy generales y todo lo conseguía a fuerza de fatiga y de paciencia, ajustando, por así decir, gradual y largamente la visión y sacando penosamente una forma cualquiera de una maraña casi informe, o sea irrelevante. Ese don entre los supremos que se llama facilidad me era casi desconocido y nunca nada me resultó fácil. Pero, volviendo a la prima de antes, una vez vino a visitarme y excepcionalmente se le permitió visitar los dormitorios y pasar unas horas con nosotros, participando de nuestra vida. Está claro que pasé días y días de agudo sufrimiento al que bastó para dar alimento las miradas, a ella, que era joven pero no bella, de mis compañeros. No quiero acabar esta breve “repatriación” sin recordar al Pequeño Baco, o sea, una fuente de Tacca en una plaza de la ciudad y que servía de punto de referencia de nuestros paseos y que también estaba en boca de los educadores avelineses, inseparable de aquel clima, y una pelea a pedradas organizada por algunos energúmenos bajo nuestras ventanas (de hijos de papá), mientras los mismos avelineses nos gritaban: atrás, no os asoméis. Hablando en general, una cierta emoción me embargó al final de mi estancia en el colegio debido a un descubrimiento que hice. El rector en funciones había colgado por los grandes pasillos cuadros con los nombres de todos los colegiales desde la fundación del colegio (mientras se montaba una conmemoración especial, cuya suerte ignoro, del más célebre de ellos) y en uno de los cuales pude leer, correspondiente al año mil setecientos y pico, el nombre de un Silvestro de mi linaje, pero no sé de qué rama ya que su lugar de origen era Frattamaggiore. No era mucho, lo reconozco; sin embargo, ya era algo.
Y por fin llegaron las vacaciones de Navidad. Mi padre vino a buscarme al caer la noche. Aquel día también era húmedo y lleno de niebla. Lo primero que hizo fue preguntarme:
—¿Dónde quieres ir ahora?
Sin vacilar dije que a nuestra vieja casa, allí en el pueblo, donde estaba la abuela, a la que yo quería mucho. El vaciló un momento:
—¿Aunque la abuela ya no esté?
—Eso no puede ser —repliqué con el corazón temblando.
—¿Y si fuera verdad?
Yo estallé en llanto y contesté:
—Razón de más para ir allí.
Había muerto hacía más de un mes pero me habían ocultado la noticia.
El resto del curso pasó como Dios quiso y, una vez acabado, dejé el Cicognini para siempre, de acuerdo con mis deseos. No es que fuera a estar mejor. Al contrario, en el nuevo colegio (del que acabé escapándome, pero ésta es otra historia) caí, como es fácil deducir de lo que dejo aludido en el presente escrito, de la sartén a las brasas. Así pues, haciendo de la necesidad virtud, yo también me convertí en un zoquete. Más tarde volví a ver y a visitar en parte ese mi primer colegio y sentí una especie de desesperado amor por él y, al mismo tiempo, la misma opresión de entonces.
*FIN*