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Premio literario

[Cuento - Texto completo.]

Tommaso Landolfi

Como se conocían su misantropía y su timidez, lo chantajearon. Dijeron, es decir, escribieron: “Hemos decidido darte el premio, pero es indispensable que lo recojas personalmente; en caso contrario…”.

Bueno, el premio no era de los más vistosos: un milloncejo mondo y lirondo, pero para él, en sus condiciones, era algo, es más, era mucho. En fin, ¿qué responder sino “París (o incluso la última aldea de Francia) bien vale una misa”?

Le tendieron puentes de oro en dirección contraria a la tradicional. Alguien fue a recogerlo con un coche y lo condujo al lugar de la entrega. Durante el no breve viaje quiso saber con qué se iba a encontrar.

—Nada de especial —le informó el amigo—. Todos son gente tranquila y buena y no tienen otra intención que la de conocerte y festejarte.

—¿Todos? ¿Quiénes?

—Pues los jurados, los invitados, el público.

—El público… conocerme… festejarme. ¡Oh, Dios mío! Esto ya basta para echarme a correr.

—No, hombre, tranquilo. Verás, será algo familiar; eso es, en familia, como una reunión entre literatos.

—¡Pues peor! Dime, ¿tendré que ponerme en pie para recibir el sobre con el talón y cruzar el espacio entre las primeras filas y la mesa del jurado?

—Hum… Me temo que sea indispensable.

—Pues entonces no voy y que el millón se vaya al diablo…

—Vamos, hombre; es un momento. Te repito que estés tranquilo; ya encontraremos el modo.

 

La entrega debía tener lugar al día siguiente pero, mientras tanto, toda la gente cualificada estaba allí y se reunió a su alrededor en la sala de lectura del hotel. Un semicírculo de personas medio tumbadas en los capaces sillones esperándome; ojos curiosos, inteligentes por definición. Era como un examen, ya lo creo.

—¿Qué opina usted del último libro de…?

—No lo he leído.

—Comprendo, no quiere comprometerse.

Pero la verdad es que el libro en cuestión no lo había leído. Hacía ya tiempo que se había desinteresado, o sea, no esperaba ya nada, de los libros ni de la literatura. Pero hay que decir que en las presentes circunstancias había jurado guardar silencio en cualquier caso, y ello, sobre todo, porque acababa de llegar de una larga estancia en el campo, donde nadie hablaba de nada y donde, en consecuencia, había perdido el uso de un lenguaje digno, ilustrado, literario y social.

Pero ellos insistían sin parecerlo. Veladamente refutaban alguna afirmación suya, explícita o implícita en alguna de sus obras y no se privaban de nada para excitarlo a la lucha. Y, de hecho, habría sido ridículo que renunciasen a su propia diversión, a examinarlo, a ponerlo en una situación embarazosa.

Luego salió el historicista: joven, aguerridísimo. Resumiendo, se vio lanzado a una ardua disputa, cuyos términos (familiares al otro) dominaba mal. Se oía replicar, bromear, a veces balbuceando, siempre sintiendo lo inadecuado de sus respuestas y de sus chanzas, lo inadecuado, en cualquier caso, de su maldito y casi indecente lenguaje, tan atascado, tan superado. De modo que el otro triunfaba y triunfó y, cuando, por fin, la tempestuosa sesión llegó a su término, fue aprobado por uno de los jueces, qué cátedra, con esta frase: “Bien, bravo: diez en historicismo a… (el interlocutor), y cero a… (él mismo)”.

Jueguecitos de literatos, pero él se quedó igualmente humillado, con sensación de malestar por lo que habría debido decir y no había dicho y, más aún, por el simple hecho de haber dicho algo, contra toda su costumbre y propósito. Entre los pinos del hotel soplaba un viento cálido, enervante… Recordó que no había traído ni un libro, no para leerlo, por favor, para conciliar el sueño. Se puso a buscar al amigo en una de las dependencias del parque (casitas con escalerilla y amplios balcones que daban al mar). Lo encontró. El amigo le dio el libro, mejor si aburrido, y añadió: “Enhorabuena, estuviste muy brillante”.

¿Brillante? Pero cero en historicismo. Lo cual no era tan grave, pero… Cero en todo.

 

Volvió a verlos por la mañana en el desayuno, divirtiéndose (otro juego de literatos) imaginando cuáles de ellos o de nuestros contemporáneos —léase escritores— serían capaces de hacer frente victoriosamente al juicio de la posteridad.

—Dentro de dos, de tres generaciones, dentro de cincuenta o cien años —había dicho uno—, ¿quién permanecerá? ¿De las obras que hoy nos apasionan o incluso nos entusiasman o nos defraudan, cuál seguirá siendo estimada válida y cuál no? Supongamos que debemos salvar del tiempo y del olvido diez autores. Veamos, ¿qué y cómo decidiríamos?

—En los cuatro primeros nombres todos estamos ya de acuerdo —le confió al llegar su vecino de mesa, de cuyo aire cómplice y misterioso se deducía fácilmente que entre esos cuatro nombres…

Pero él pensaba: “¡Yo, vencedor del tiempo y superviviente a sus feroces pasadas de esponja; yo, entre aquellos que hayan legado algo a los hombres, algo; yo, que en realidad nunca tuve nada que decir y que, lejos de vencer al tiempo, nunca supe ni siquiera dejarme dominar por él!”. Y al mismo tiempo pensaba, no con menor sinceridad y aun despreciándose a sí mismo: “Yo, entre los cuatro primeros. ¿Es que entonces hay otros que me igualan? ¿Que me igualan en el peor de los casos en angustia, en desesperación, si no en el magisterio del arte? ¿Entonces yo no soy el único, el único que hay que salvar entre la gentuza lerda y ambigua?”. Y retornaba a su mente aquel pintor que se había enfadado con él por haberlo definido como “el más grande pintor italiano” (habría querido: el más grande de Europa, del mundo).

Y, mientras el juego continuaba, pensaba: “En suma, ¿qué o qué maravillosa prenda de otra cosa les hace vivir? ¿Acaso el deseo, el sentimiento de la gloria? ¿Tal vez un interés, un deleite inmediato, un espíritu de poderío? ¿Qué deleite, por citar solo una de estas cosas?… Literatura. ¿Puede existir de verdad alguien que crea en la literatura, que le atribuya una misión, un mensaje, un consuelo?

”Pues sí, parece que puede existir. Veamos: aquí, entre esta gente cortés, sensible y, en el fondo, benévola, existe el ambicioso, el estratega, el ingenuo, el modoso; uno tiene ojos de mujer (o de perro); un segundo, manos de pianista; un tercero, bíceps de atleta. ¿Y todos coinciden en este culto a una belleza hace tanto tiempo marchita, hace tanto tiempo impotente?”

No sabía qué responder. Él mismo se sentía enredado en la absurda trama, presa, si se abandonaba un instante, de aquellas ilusiones y locuras. Se sentía, sobre todo, triste, aburrido: una oscura desazón, un “antiguo remordimiento”.

 

Y llegó la ceremonia del premio. Para ahorrarle a su timidez pruebas demasiado duras, lo hicieron sentar en la mesa del jurado y le bastó con extender la mano, y el sobre con el millón fue suyo, suyo contra su corazón. A lo que siguió la leve embriaguez de las mixturas alcohólicas con las correspondientes charlas entrañables, con la (inapagada) urgencia de humana comunicación, de humano socorro. A una cierta hora todos se retiraron. Quedó sola con él una mujer que se llamaba Aurora. Mujer esplendorosa y, no obstante, de mirada oscura, es decir, no menos ultrajada por la suerte (o convencida de serlo). Y a ella le tocó recoger sus desesperados anhelos de pureza, de sencillez, de bondad: ¡Anhelos de borracho! A ella, especialmente, le tocó resistir el asalto de sus perennes peticiones y locas pretensiones (una vez más) de ayuda en la pesada necesidad del vivir. Asalto —para la crónica— del que ella se defendió bravamente del único modo posible: oponiendo ansiedad a ansiedad, incertidumbre a incertidumbre, pesadumbre a pesadumbre.

Luego, como Dios quiso, amainó el viento y el sueño superó los humos de la embriaguez o, mejor, se saturó de ellos. Pero en la tranquila habitación, en la dudosa alba, volvió el breve, cuanto inútil, tiempo del examen de conciencia, cuyas conclusiones, en efecto, habría sido difícil sacar.

En definitiva, ¿qué pensaba él de aquellos hombres? Se permitía no pensar nada de ellos, salvo que le resultaban incomprensibles, extraños, remotos. Se tomaban en serio, se tomaban a pecho las ideas o teorías de tal ensayista, las amables fantasías de tal narrador, las severas sentencias rítmicas de tal poeta y casi casi se alimentaban de ellas… Más bien les envidiaba, reconociendo cada vez mejor su propia abyección, su culpable abandono, su inexplicable incredulidad.

Con lo cual, aunque envidiándolos, se quedó dormido. O sea, que tenía razón al suponer que este sentimiento se demostraría frágil y ocasional después de pasar la prueba del sueño y de la mañana.

 

Pero por la mañana aquella especie de examen y de penoso trabajo continuaba, a saber por qué torcedura o deformación de sus resortes interiores. Un sol violento y rojo encendía los pinastros de la playa, las cercanas cimas, blandamente recibido en su seno por el mar que azuleaba y transcoloraba. Y ellos partían en brillantes automóviles, y cada uno tenía una meta precisa, un centro de vida activo, de actividad libremente aceptada, no forzadamente vacía de compensaciones o de nuevos estímulos… ¿Y él?

¡Ah, correr allí, colocar en pilas de fichas todo su premio literario en el número diecisiete y esperar de ello (pues en otra parte no había esperanza) una solución cualquiera!

(Por supuesto, no salió el número diecisiete: salió el número de al lado, el estúpido veinticinco, arisco como un mono. Siempre sale el número de al lado. Siempre parece que o que…; y a la hora de rendir cuentas…)

*FIN*


“Premio letterario”,
Del meno. Cinquanta elzeviri, 1978


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