Prisionero rebelde en su ciudad de fuego toda enorme y ardida
por una doble selva de árboles feroces; por una doble selva
como una cabellera de mujer destrenzada,
como una arena sola; sola en medio del ancho corazón del desierto,
donde otra muchedumbre de granos agrupados olvidan su presencia.
En su ciudad profunda, sin litoral de nubes ni límite de estrellas,
hay una oscura rosa
de madera que grita desesperada y sola lo mismo que la noche,
lo mismo que la tierra,
igual que aquella roca de llanto y de ceniza,
desde donde -llorando- siempre, siempre él regresa
recién amanecido,
con un alba sonámbula de hielo entre las manos.
Una sonora rosa de lejanos cabellos de niebla desvaída,
de desvelados ojos clavados en la entraña desgarrada del cielo.
Una rosa.., una rosa… sin ninguna salida,
varada en la inmediata ribera limitada de sus propios colores.
¡La triste rosa humana que solloza muriendo sobre su media noche!
Treinta pétalos tiene crecidos como treinta deshojados canales,
como delgados ríos desnudos en asombro de soledad y luna.
Treinta pétalos tiene y en ninguno ha podido hallar otra sonrisa,
otro rostro despierto que le denuncio el cielo mejor y verdadero;
el solitario cielo desde donde su voz de caracol marino
de otros íntimos mares,
le regale la gracia perenne que reboza el fuego de las islas.
¡El fuego en que encendida se ilumina la sangre de su cálida rosa,
junto al horno terrible de su largo verano!
Yo no sé de que torre de cristal él la mira cuando pasa en silencio
corno un arcángel ebrio en medio del reposo de la hora precisa,
en que su alma toda
se torna madrugada de sus propios confines.
Yo no sé de que torre de cristal él la mira si él sólo va sembrando
su voz como una rosa; como una fina rosa
en medio de la noche celeste en que él habita de amor deshabitado.
Yo no sé de que torre de cristal él la mira!
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