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Pucherete

[Cuento - Texto completo.]

Giovanni Verga

Ahora le toca el turno a “Pucherete”, un buen tipo también, que hace su papel entre tantos animales como hay en la feria, y todo el que pasa le dice algo. El mote se lo merecía en verdad, porque tenía su puchero lleno, gracias a Dios y a su mujer, y comía y bebía a costa del compadre don Liborio mejor que un rey.

Uno que nunca haya tenido el feo vicio de los celos y ha bajado siempre la cabeza en santa paz, san Isidoro nos libre si le da luego la ventolera de hacer una locura, y bien empleado le está el ir a la cárcel.

Se había empeñado en casarse con la Vénera, sin tener sobre qué caerse muerto, sin más capital que sus brazos para ganarse el pan. Inútil fue que su madre, la pobre, le dijese:

—Deja en paz a la Vénera, que no es para ti, que lleva la mantilla levantada y enseña el pie cuando va por la calle.

Los viejos saben más que nosotros, y por nuestro bien debemos escucharlos.

Pero a él no se le apartaba del pensamiento aquel zapatito y aquellos ojos ladrones que se salían de la mantilla en busca de marido; así, pues, se casó con ella sin querer darse a razones, y su madre se marchó de casa, después de treinta años de vivir en ella, porque suegra y nuera son como perro y gato. La nuera tanto hizo y tanto dijo con su boquita melosa, que la pobre vieja gruñona tuvo que dejarle el campo libre e ir a morirse en un tugurio; entre marido y mujer había peleas y cuestiones cada vez que era menester pagar la mensualidad del tugurio aquel. Cuando al cabo la pobre vieja dejó de penar, y él corrió al oír que le habían dado el viático, no pudo recibir su bendición ni escuchar las últimas palabras de la moribunda, que tenía ya los labios sellados por la muerte y el rostro desfigurado, yacente en el rincón de la casucha, ya anochecido, y solamente conservaba vida en los ojos, con los que parecía querer decirle tantas cosas.

Quien no respeta a sus padres, hace su desgracia y acaba malamente.

La pobre vieja se murió con el sentimiento de lo mala que le había salido la mujer de su hijo; Dios le había concedido la gracia de irse de este mundo llevándose al otro todo lo que tenía dentro contra la nuera, porque sabía cuánto le habría dolido a él. Apenas Vénera se quedó de ama de casa y empuñó las riendas, hizo tantas, que la gente no llamaba a su marido sino con aquel mote, y cuando llegaba a sus oídos y se aventuraba a quejarse a su mujer, “¿Tú lo crees?”, decíale ella. Y nada más. Él, tan contento como unas pascuas.

Así era él, pobrecillo, y con ello no hacía mal a nadie. Si lo hubiera visto con sus propios ojos, dijera que no era verdad, por gracia de santa Lucía bendita. ¿De qué serviría repudrirse la sangre? Era la paz, la providencia en casa, la salud por añadidura, que el compadre don Liborio era médico también. ¿Qué más se podía desear, santo Dios?

Todo lo hacía en común con don Liborio: tenía un cercado a medias, tenía una treintena de ovejas, juntos arrendaban pastos, y don Liborio daba su palabra en garantía cuando iban al notario. “Pucherete” le llevaba las primeras habas y los primeros guisantes, le cortaba la leña para la cocina y le pisaba la uva en el lagar; a él, en cambio, no le faltaba nada: trigo en la panera, vino en el barril ni aceite en la orza; su mujer, blanca y colorada como una manzana, lucía zapatos nuevos y pañuelos de seda; don Liborio no cobraba sus visitas, e incluso le había apadrinado un chico. En suma: constituían una sola casa y llamaba a don Liborio “señor compadre”, y trabajaba a conciencia. En ese aspecto no se le podía decir nada a “Pucherete”. Hacía lo posible por que prosperase la comandita con el señor compadre, que con ello obtenía su mejor fruto, y todos estaban contentos.

Ahora bien: acaeció que tan angélica paz se trocó en un tiberio de todos los demonios; de pronto, en un día tan solo, en un momento, según los otros labradores que araban el barbecho charlando a la sombra a la hora de siesta, dieron por casualidad en hablar de él y de su mujer, sin darse cuenta de que “Pucherete” se había tumbado a dormir detrás del seto y nadie lo había visto. Por eso suélese decir: “Cuando comas, cierra la puerta, y cuando hables, mira en tu derredor.”

Esta vez parece como si el diablo le hubiera ido a hurgar a “Pucherete” según dormía, soplándole al oído los improperios que de él decían y clavándoselos en el alma con un clavo.

—¡Pues y ese cabra de “Pucherete” —decían—, que se está comiendo a don Liborio!

—¡Que come y bebe en el barro! ¡Y que engorda como un cerdo!

¿Qué sucedió? ¿Qué le pasó por las mientes a “Pucherete”? Se levantó de pronto, sin decir nada, y se echó a correr hacia el pueblo como mordido por la tarántula, ciego de sus ojos, que hasta la hierba y las piedras le parecían rojos de sangre. A la puerta de su casa se encontró a don Liborio, que salía tranquilamente, haciéndose aire con el sombrero de paja.

—¡Oiga, “señor compadre” —le dijo—; si le veo otra vez en mi casa, como hay Dios que se arma la fiesta!

Don Liborio se le quedó mirando como si hablase en turco, y creyó que con aquel calor se le habían hecho los sesos agua, porque, en verdad, no se podía imaginar que a “Pucherete” se le ocurriera ser celoso luego de tanto de cerrar los ojos, y siendo, como era, de la mejor pasta de maridos que podía haber en el mundo.

—¿Qué tienes hoy, compadre? —le dijo.

—¡Tengo, que si lo veo otra vez en mi casa, como hay Dios que se arma la fiesta!

Don Liborio se encogió de hombros y se marchó riendo. Él entró en su casa todo descompuesto y repitiole a su mujer:

—Si veo aquí otra vez “al señor compadre”, como hay Dios que se arma la fiesta.

Vénera se puso en jarras y comenzó a regañarle y a decirle improperios. Él se obstinaba en decir siempre que sí con la cabeza, pegado a la pared, como un buey que tiene la mosca y no quiere darse a razones. Los chicos lloraban al ver aquella novedad. La mujer, al cabo, cogió la tranca y lo echó de casa para quitárselo de delante, diciendo que ella era muy dueña de hacer lo que le parecía bien.

“Pucherete” no podía trabajar en el barbecho: siempre pensaba en lo mismo, y tenía una cara de basilisco que no se le conocía. Un sábado, antes de anochecer, clavó la azada en el surco y se marchó sin saldar la cuenta de la semana. Su mujer, al verlo llegar sin los cuartos, y por añadidura dos horas antes de lo acostumbrado, tornó a insultarlo, y quería mandarlo a la plaza a comprar sardinas saladas, porque tenía una espina en la garganta. Pero él no quiso moverse de allí, con la niña entre las piernas, que la pobrecita no se atrevía a moverse, y lloriqueaba de miedo al ver la cara de su padre. Vénera, aquella noche, tenía el diablo en el cuerpo, y la gallina negra, acurrucada en la escalera, no cesaba de cacarear, como cuando va a suceder una desgracia.

Don Liborio solía ir después de su visita, antes de jugar en el café su partida de tresillo; aquella noche, Vénera decía que quería que le tomase el pulso, que todo el día había sentido calentura por el mal que tenía en la garganta. “Pucherete” estaba callado y no se movía de su sitio. Pero cuando se oyó por la tranquila callejuela el paso lento del doctor, que se llegaba poco a poco, cansado de la visita, resoplando por el calor y dando el aire con el sombrero de paja, “Pucherete” cogió la tranca con que su mujer lo echaba de casa cuando estaba de sobra y se apostó tras de la puerta. Por desgracia, Vénera no se dio cuenta de ello, según había ido en aquel momento a la cocina a echar una brazada de leña bajo el caldero hirviendo. Apenas don Liborio puso el pie en la habitación, su compadre levantó la tranca y le dio tal golpe en el cogote que lo mató como a un buey, sin que fuera menester médico ni boticario.

Así fue cómo acabó “Pucherete” en presidio.

FIN


“Pentolaccia”
Vita dei Campi, 1880


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