¿Puedo quedarme aquí?
[Cuento - Texto completo.]
John O’HaraLa actriz famosa se acercó a la ventana y contempló Central Park cubierto de nieve. Por la mañana la radio lo había advertido, y efectivamente, los árboles y el suelo tenían tres dedos de nieve, lo que la hacía sentirse tanto más cómoda y segura en su cálido apartamento. No tendría que salir en todo el día. La hija de veintiún años de John Blackwell iba a almorzar con ella y probablemente se quedaría una hora y media; luego no tendría nada que hacer hasta el cóctel de Alfredo Pastorelli, y el tiempo ofrecía una buena excusa para saltárselo. En cuanto a la cena en casa de Maude Long, de un momento a otro recibiría la llamada de Maude. De un momento a otro… y el momento había llegado.
—La señora Long al teléfono, señora —dijo la sirvienta.
—Lo cogeré aquí, Irene.
—Sí, señora —dijo la sirvienta.
—Hola, Maudie. Apuesto a que sé por qué me llamas.
—Oh, Terry, ¿has mirado afuera? No me parece justo pedirles a George y Marian que salgan con este tiempo. Podría mandarles mi coche, pero entonces O’Brien no volvería a casa hasta medianoche. Y últimamente se ha portado tan bien.
—Así que cancelas la fiesta. No pasa nada, Maudie —dijo Theresa Livingston.
—¿Seguro que no te importa? Si quieres venir a cenar, solas tú y yo… Podemos jugar a la canasta. O al gin.
—Maudie, ¿no prefieres darte un buen baño caliente y que te sirvan la cena en una bandeja? Yo es lo que pienso hacer, a menos que te mueras por tener compañía.
—Bueno, si estás segura de que no te importa —dijo Maude Long.
—En absoluto. Es en días como hoy que agradezco quedarme calentita en casa. Ah, la de veces que me he levantado en días así deseando no tener que salir. Pero tenía que levantarme para actuar en la matiné del Nixon. Está en Pittsburgh, o estaba.
—Sí, es agradable quedarse en casa remoloneando, ¿verdad? —dijo Maude Long—. ¿Qué te vas a poner?
—¿Hoy?
—Sí, siempre me gusta saber qué llevas. ¿Qué te pones para estar en casa y no hacer nada?
—Pues hoy me voy a poner el vestido de encaje negro. Suena elegante, pero es que tengo una invitada a almorzar. Una chica a la que no conozco, pero su padre fue pretendiente mío, y hoy viene a verme.
—Puede ser divertido. Pero también puede ser un incordio.
—Sé cómo quitármela de encima, y como sea un incordio, no dudes que lo haré.
—Te creo, Terry. En fin, llamémonos mañana o así, y siento lo de la cena.
Ahora que había dicho lo del vestido negro de encaje, Terry Livingston lo reconsideró. Por pura deferencia hacia John Blackwell, su hija no podía llevarse la impresión de que la amiga de su padre se había vuelto un vejestorio. No es que el vestido de encaje negro fuera anticuado, pero era negro y de encaje, y por consideración hacia John era mejor elegir algo más alegre, sobre todo un día como ese.
—Irene, voy a cambiarme el vestido. ¿Qué tengo que sea más alegre?
—El vestido de punto de seda azul, señora. Si se lo pone, puede estrenar los zapatos de salón azules.
—Dudo con las joyas. Nunca he visto a la joven que va a venir a comer, pero su padre fue uno de mis mayores admiradores, allá por la guerra de Cuba.
—Oh, vamos, señora.
—No te creas, tampoco era la Segunda Guerra Mundial —dijo Theresa Livingston—. Y no hacía mucho de la Primera Guerra Mundial.
—Póngase algo bueno —dijo Irene—. A mí me gusta el broche de diamante con la filigrana de oro.
—¿Con el vestido de punto de seda azul, tú crees?
—Póngaselo a un lado, que no destaque mucho.
—Muy bien. Has resuelto el problema. Y supongo que va siendo hora de que estrene los zapatos.
—No han salido de ahí desde que se los compró, y los viejos ya están un poco gastados —dijo Irene—. ¿Piensa ofrecerle un cóctel a la muchacha?
—Oh, ya tiene edad para eso. Sí. Saca un poco de ginebra y vodka. Los jóvenes beben vodka.
—Y a la una mandaré a buscar a un camarero.
—Un poco antes. Que esté aquí para tomar la nota a la una en punto.
—No le prometo nada. A esa hora es cuando tienen más trabajo, pero lo intentaré. En caso de que quiera librarse de ella, ¿qué hacemos?
—Lo de siempre —dijo Theresa Livingston—. A las dos y cuarto te pido que me traigas la pitillera. Tú finges buscarla. La encuentras, me la traes y me recuerdas que tengo que ir a cambiarme para la cita.
—¿Dónde se supone que es la cita?
—A las tres en el centro, en el despacho de mi abogado.
—Es para asegurarme —dijo Irene—. La última vez que la señora Long estuvo aquí metí bien la pata.
—Oh, con la señora Long no pasa nada. Me pregunto si debería regalarle algo a la señorita Blackwell. Su padre era muy generoso conmigo. Algún detallito que no vaya a echar de menos.
—Tiene varios mecheros que apenas usa.
—¿Hay alguno de plata? Uno de oro sería algo excesivo, pero uno de plata iría bien.
—Tiene uno o dos de plata, y un par en piel de serpiente.
—Uno de piel de serpiente. Llena uno de los de piel de serpiente y ponle el pedernal, si es necesario. Lo tendré en la mano. Será un gesto espontáneo que seguro sabrá apreciar, justo antes de que se vaya. “Quiero que te quedes esto. Un pequeño souvenir de nuestro primer encuentro.”
—Elegiré uno bonito. De serpiente o de lagarto, uno u otro.
—¿Te encargas de la bebida? Zumo de tomate, por si pide un Bloody Mary. Veamos, ¿qué más? Pondremos la mesa en el centro del salón. Yo me sentaré en la silla de espaldas a la luz. No es que a esta hora del día importe mucho, pero ella es joven y podrá soportar el reflejo. Tú presta atención a lo que pida y asegúrate de que el camarero ponga el melón o lo que sea en ese lado de la mesa.
—Sí, señora.
—Cuando ella llegue yo estaré en el dormitorio. La anunciarán desde abajo y la esperaré en el dormitorio. Tú déjala que pase. Lo normal es que se gire hacia la derecha, supongo, y tú le dirás que voy enseguida. No me gusta cómo queda ese cuadro del presidente Eisenhower. Quitémoslo de encima del piano y pongámoslo donde ella pueda verlo. A Moss Hart no creo que lo reconozca, así que podemos dejarlo ahí. ¿Y Dwight Wiman? No, no sabrá quién es. A Noel Coward puede que sí lo conozca, así que no lo toquemos. Esa foto en la que estoy con Gary Cooper es estupenda. Tengo que acordarme de mandar que la amplíen. Gary. Dolores del Río. Un escritor que no recuerdo cómo se llama. Fay Wray. Este es Cedric Gibbons. Estuvo casado con Dolores del Río. Frances Goldwyn, la señora de Samuel. El encantador Bill Powell y Carole Lombard. Estamos todos, mi primer año en Hollywood. En realidad el segundo, pero no tengo fotos del primero. Era domingo y estábamos en una fiesta en Malibú. Fíjate en Gary, ¿a que es un amor? La verdad es que yo no le interesaba lo más mínimo. Esto es de cuando él y aquella chiquilla mexicana, Lupe Vélez, causaban sensación. Hacía años que no miraba esta foto. Me hace vieja, ¿verdad? Y este. ¿Sabes quién es? Seguro que te lo he contado.
—Nunca me acuerdo de su nombre.
—Es H. G. Wells. Uno de nuestros grandes escritores. No nuestro en el sentido de americano. Era británico. Creo que había ido a visitar a Charlie Chaplin o a alguien. Antes o después todo el mundo pasaba por Hollywood. No me hagas caso. Hice mucho dinero en el cine, y gracias a eso me conoció mucha gente que nunca me habría conocido si me hubiera limitado al teatro. En fin, va siendo hora de ponerse el vestido azul.
—Tiene más de una hora —dijo la sirvienta.
Fueron al dormitorio. Irene preparó el vestido azul y tres mecheros.
—Será mejor que no le dé el que tiene el reloj —dijo Irene—. Veo que es de Cartier.
—No, le daré este más pequeño. Diría que es de lagarto. Es bonito, ¿no crees? Y no queda mal con el vestido. No tengo ni la más remota idea de quién me lo regaló.
—Mientras no fuera el padre de la chica…
—Oh, no. No fue John Blackwell. Sus regalos los tengo guardados abajo, en la caja fuerte. O al menos la mayoría, pero nunca me regaló ningún mechero. Es el presidente de la Compañía Estadounidense de Accidentes e Indemnizaciones, como su padre antes de él. Una de esas empresas de las que no se oye hablar mucho, pero ya me gustaría tener su dinero. Son de Baltimore. ¿Te suena un caballo que se llamaba Sin Triunfo? Fue un caballo muy famoso. No sé si ganó el Derby de Kentucky. El padre de esta chica era el dueño. Y te contaré otro secreto para la colección. Para cuando escribas tus memorias. El señor Blackwell, John, siempre quiso ponerle mi nombre a un caballo, pero, claro, estaba casado, y yo también, por entonces, y los dos éramos muy discretos. Me pregunto qué sabe de mí la chica. El caso es que John sabía que no podía ponerle mi nombre a un caballo, pero tenía una potra muy prometedora que creía que podía ganar el Derby de Kentucky. Solo ha habido una potra que haya ganado el Derby de Kentucky, ¿lo sabías? Una yegua con el desafortunado nombre de Aflicción. Total, que John quería ponerle mi nombre a la potra, pero en lugar de ponerle mi nombre, le puso mis iniciales. La llamó Tres Leguas. T. L. Fue nuestro secreto. Uno de nuestros secretos, mejor dicho. Ay, Señor, recuerdo todas las mentiras inocentes que dijimos para proteger a otra gente. Incluida la chica que va a venir hoy. Listo. ¿Cómo me queda?
—Déjeme que le alise la falda aquí, debajo de la cadera —dijo Irene.
—Tiende a subirse. No sé si debería ponerme una enagua.
—Estará casi todo el tiempo sentada. Apenas se nota. Tenga, el broche —dijo Irene.
—¿Aquí queda bien?
—Sí. A lo mejor un dedo más abajo.
—¿Aquí? —dijo Theresa Livingston.
—Perfecto.
—Listo. Ahora ya podemos recibir a la señorita Evelyn Blackwell.
—Debería llegar en quince minutos.
—Espero que sea puntual.
—Lo será, si sabe lo que le conviene —dijo Irene.
—A ver si ha salido a su padre. El hombre más bien educado que he conocido.
Theresa Livingston encendió un cigarrillo y fue a verse en el biombo de espejos. Ahora estaba sola; Irene se había ido a la cocina. La soledad no era mala. Desde que había conseguido que le dieran un camerino privado —y de eso hacía un buen puñado de años—, Theresa siempre había insistido en quedarse sola los últimos cinco minutos antes de salir a actuar. Eso le daba tiempo para serenarse, reunir fuerzas, vomitar si era necesario, enjuagarse la boca con un sorbo de champán que no se tragaba, prepararse para el aviso del director de escena, salir y matar a todos esos hijos de puta a base de encanto, belleza y talento. Irene había demostrado gran agudeza al percatarse de que ese era uno de esos momentos, aunque el público consistiera en una sola joven. Muy aguda. La propia Theresa se había engañado con toda aquella cháchara sin lograr ni por un segundo engañar a Irene.
Quería quedarse de pie para que el vestido de punto de seda azul no se levantara, pero pasados diez minutos ya estaba cansada. Sonó el timbre, y Theresa oyó que Irene se dirigía a la puerta del vestíbulo. Era el camarero con los menús. Irene, siempre leal, estaba molesta por la tardanza de la chica.
—¿Por qué no pide usted por las dos? —dijo—. ¿O prefiere que lo haga yo?
—Tampoco es que me muera de hambre —dijo Theresa—. Pide tú, Irene.
—Bien, de acuerdo. Huevos a la florentina. Antes el melón. Los huevos a la florentina. Usted no querrá ensalada, así que para ella tampoco pediremos. Y para terminar, sorbete de limón. Ligero, pero suficiente. Y usted va a querer su Sanka. Café para ella. ¿Qué le parece?
—Perfecto. Tardarán media hora en traerlo. Sin duda ya estará aquí para entonces.
—Y si no, no pienso dejar que suba.
—Oh, será cosa del tráfico. Debe de haber una buena razón.
—¿Y qué pasa con el teléfono? Podría avisar —dijo Irene—. Pasaré la nota y usted se tomará una copa de champán.
—De acuerdo —dijo Theresa.
—Le daremos hasta la una y media en punto —dijo Irene.
Faltaban diez minutos para la una y media cuando la chica llegó.
—Ya está aquí —dijo Irene—. Pero juzgue usted misma en qué estado viene.
—¿Quieres decir que está borracha? —dijo Theresa.
—Está algo, no sé el qué.
—¿Cómo es? ¿Es guapa?
—La verdad es que no se le ve mucho la cara. El pelo se la tapa en gran parte.
—¿Qué te hace pensar que está borracha?
—“Hola”, ha dicho. “Hola. ¿Está la señorita Livingston? Soy su invitada. Su in-vi-ta-da.” Yo le he dicho que sí, que la estaba usted esperando. ¿Acaso no habían avisado desde abajo? “Ah, sí, claro”, ha dicho. “Oh, míralo, Ike”, ha dicho al ver al presidente Eisenhower. “Qué monada, ¿verdad?” Ike. Monada.
—Cielo santo. En fin, acabemos con esto —dijo Theresa—. Dile que salgo enseguida.
—Le diré que está al teléfono —dijo Irene.
—Quizá sea mejor no dejarla sola. Vigílala para que no empiece a servirse vodka. ¿Es de esas?
—No lo descartaría —dijo Irene—. No descartaría nada con ella. Y recuerde que tiene que ir al centro a ver a su abogado.
—Sí, podemos ahorrarnos la comedia de la pitillera.
Theresa Livingston dejó pasar unos minutos y luego entró a paso ligero, y al instante cayó en la cuenta de que Irene no había exagerado. La muchacha estaba de pie,> y detrás de su perezosa sonrisa se adivinaban problemas de toda especie. Theresa Livingston la saludó como suelen hacer las damas de sociedad.
—¿Qué tal estás, querida? ¿Le has dicho a Irene qué te apetece beber?
—No me lo ha preguntado, pero me tomaré un Martini con vodka. Por no mezclar.
—Irene, ¿eres tan amable? —dijo Theresa Livingston—. Para mí nada. He pedido el almuerzo por las dos. Así ganamos tiempo. La comida aquí es buena, pero el servicio puede demorarse un poco.
—Ya lo sé.
—Oh, ¿has estado aquí antes?
—No, siempre nos quedamos en el Vanderbilt, pero estuve con unas amigas en el salón No-Sé-Qué ese de abajo.
—Ya veo —dijo Theresa.
—Supongo que llego un poco tarde, pero he venido lo más rápido que he podido.
—Bueno, no hablemos de eso —dijo Theresa—. ¿Por qué no te sientas ahí? Yo me sentaré aquí. Qué alegría recibir noticias de tu padre. No sabía que tenía una hija de tu edad. ¿Ya te han presentado en sociedad y todas esas cosas?
—Oh, hace dos años. La presentación completa.
—Por la nota de tu padre entiendo que has dejado los estudios. ¿De verdad quieres ser actriz?
Irene sirvió el cóctel y la muchacha tomó un sorbo.
—No lo sé. Supongo. Me apetece hacer algo, y en cuanto dije lo del teatro, papá dijo que la conocía. Supongo que si es amiga de papá, sabrá cómo hace las cosas. Si le hubiera dicho que quería ingresar en el Cuerpo de Paz, lo habría arreglado con el presidente Johnson, o al menos lo habría intentado.
—Vaya, eso no lo sé, pero tu padre era muy amigo mío cuando éramos jóvenes. Aunque no lo he visto en… ay, pobre de mí, desde que naciste.
—Sí, ya lo sé. Desde que tengo memoria ha sido la señora Castleton.
—¿Qué ha sido la señora Castleton?
—La amiga de papá.
—Pero tu padre y tu madre todavía están casados, ¿verdad?
—Por supuesto. Mamá no piensa soltar el botín, ¿por qué iba a hacerlo? ¿Podría tomarme otro de estos? Yo misma lo preparo, no se moleste.
—Claro que sí, pero puede que tengas que terminártelo en la mesa.
—¿Qué apostamos? —dijo la muchacha yendo con la copa hacia el mueble-bar—. Al principio mamá dijo que seguirían casados hasta mi presentación en sociedad, aunque no sé qué importancia puede tener eso, ni siquiera en Baltimore. Pero luego me presentaron y no volvió a hablarse de divorcio. Si tía Dorothy quisiera que se divorciase, se divorciaría, pero, socialmente, llamarse Dorothy Castleton todavía está mejor visto que llamarse Dorothy Blackwell. Y ya están viejos.
—Sí, todos lo estamos.
—No quería decir eso, señorita Livingston.
—No sé qué más puedes haber querido decir, teniendo en cuenta que tengo la misma edad que tu padre y tu madre. De la señora Castleton no puedo hablar, claro.
—La misma edad. Todos están entre los cincuenta y muchos y los sesenta y pocos, creo. Vamos, que no están precisamente en la jeunesse dorée.
—No. Y veo que en Baltimore se cuecen habas como en todas partes. El caso es que tu padre quería que tuviera una charla contigo sobre lo del teatro. Cosa que hago encantada. Aunque tú no pareces arder en deseos de ser actriz.
—Me da bastante igual, francamente. Fue papá el que, nada más mencionar lo del teatro…
—¿Y por qué lo mencionaste?
—¿Que por qué lo mencioné? Pues supongo que porque me apetecía hacer algo, pero a la hora de pensar en qué podría hacer, agotamos todas las opciones excepto la equitación y hacer de modelo.
—Y naturalmente pensaste en los escenarios.
—No, no lo pensé. La idea fue de papá. Todo esto ha sido idea suya. Creo que solo quería presumir de conocerla. Yo no me hago ilusiones de llegar a ser actriz, lo que me faltaba.
Irene fue a la puerta para dejar entrar al camarero con la mesa de ruedas.
—Habría perdido usted la apuesta —dijo la chica—. No tendré que acabarme la copa en la mesa.
—Bueno, entonces no se trata de utilizar mi influencia para que entres en la Academia ni nada por el estilo —dijo Theresa—. Debo decir que eso me alivia. La verdad es que no me gustaría quitarle su oportunidad a alguien a quien de verdad le importe el teatro.
—Olvídelo. Siento haberle hecho perder el tiempo, pero no ha sido culpa mía. Papá es como una apisonadora, y cuando se le mete algo en la cabeza insiste hasta que te rindes.
—¿Vamos a sentarnos? ¿Por qué no te sientas ahí? Yo me sentaré aquí —dijo Theresa.
Tomaron asiento en la mesa, pero era evidente que la muchacha no tenía intención alguna de tocar el melón.
—¿Prefieres otra cosa? —dijo Theresa—. ¿Jugo de tomate o algo así? No hay ni que pedirlo abajo.
—No, gracias.
—Tenemos huevos a la benedictina —dijo Theresa.
—Huevos a la florentina, señora —dijo Irene.
—No se preocupe por mí —dijo la chica.
—¿Has desayunado algo, aparte de Martinis con vodka? —dijo Theresa—. ¿Por qué no te tomas un café?
—¿Dónde está el baño? —dijo la chica.
—¿La acompañas al baño, Irene?
—Sí, señora.
—Solo dígame dónde está, no me acompañe —dijo la chica.
—Pasada esa puerta que va al dormitorio. Ahí está el baño —dijo Theresa.
—Los huevos a la florentina —dijo la chica—. Huevos lo que sea.
Salió del salón a toda prisa.
—Espero que llegue —dijo Irene.
—Sí —dijo Theresa—. Creo que será mejor que te lleves la mesa al vestíbulo. Deja el café. Voy a tomarme uno ahora; tú puedes ir haciendo más, Irene.
—¿No piensa usted comer nada?
—No.
—Nueve dólares tirados por el desagüe.
—Ya lo sé, pero no tengo apetito, así que no insistas.
Theresa se tomó dos tazas de café y se fumó varios cigarrillos.
—Creo que debería ir a ver cómo se encuentra —dijo.
—¿Quiere que vaya yo? —dijo Irene.
—No, ya voy yo —dijo Theresa.
Fue al dormitorio y se encontró a la chica tendida en la cama, envuelta con la enagua y con la mirada fija en el techo.
—¿Quieres algo, Evelyn?
—Sí —dijo la chica.
—¿Qué?
—¿Puedo quedarme aquí un rato?
—Puedes quedarte todo el tiempo que quieras, criatura —dijo Theresa Livingston.
*FIN*