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¿Qué es armar julapio?

[Cuento - Texto completo.]

James Thurber

Hace unas semanas, estaba yo sentado ante mi máquina de escribir, contemplando un folio de impoluto papel blanco, cuando entró Della.

—Ya están aquí con las costillas —me dijo.

No me sorprendió la noticia. Con una mujer de color como Della en la casa, no me sorprendería siquiera que se presentaran en casa con los collazos. En las tardes de Della siempre se arma julapio, y sería muy capaz de adestajarle un buen colmino a cualquier chupín del mundo. Solo Lewis Carroll habría comprendido a Della por completo. Por mi parte, lo intento lo mejor que puedo.

—Que esperen un momento —dije.

Saqué el gran Diccionario Century, lo deposité sobre mi regazo y busqué «costilla». Es una palabra interesante, como todas las palabras de Della, y pude descubrir que hay cuatro clases de costillas.

—¿Están aquí con unos huesos largos y encorvados que nacen en el espinazo? —pregunté. Della dijo que no—. ¿Están aquí con listones colocados horizontalmente sobre las cuchillas de una cimbra, para enlazarlos y recibir las dovelas? —«No, señor», me contestó Dalla—. ¿Están aquí con unas líneas o pliegues salientes en la superficie de frutos y hojas? —Un poco más cerca de la puerta, Della dijo otra vez que no—. Entonces han de estar aquí —manifesté— con las cuadernas de un buque.

Estas escenas nuestras le exigen tanto a Della como a mí, pero no es mujer que se deje intimidar por un chiflado provisto de un diccionario.

—Están aquí con las costillas para los ventanos —explicó Della con animosa obstinación.

Y entonces, claro está, supe con qué estaban aquí: estaban aquí con las coronas navideñas para las ventanas.

—Oh, esas costillas… —exclamé.

Ambos nos sentimos considerablemente aliviados y ambos nos echamos a reír. Della y yo nunca llegamos del todo al punto de ruptura; tan solo nos aproximamos mucho a él.

Della es una mujer de color oriunda de Nueva Inglaterra, sin nada del Sur en su acento; no pronuncia la «d» en vez de la «z» y arrastra sus erres. Oyéndola hablar en la habitación contigua, nadie sabría al principio que es una persona de color. No se sabría hasta que dijera alguna cosa del estilo de: «¿Quiere cretonas con la sopa esta noche?» (Prepara unas cretonas maravillosas para la sopa). No he averiguado gran cosa acerca de las palabras de Della, pero en cambio he aprendido mucho acerca de sus antecedentes. Me contó un día que tiene tres hermanos y que uno de ellos trabaja en un garaje y otro en una incineradora donde queman los helechos. El que trabaja en la incineradora ha estado haciéndolo desde el armadillo. Esto es lo que Della le ofrece a uno: citar perfectamente la incineradora y salir después con el armadillo. Una tarde me pasé una hora tratando de averiguar a qué venía lo del armadillo; pensé en armatoste, armadura y Armentiéres, y cuando finalmente se me ocurrió el armisticio, me sonó a absurdo. Todavía lo hace. El tercer y más joven hermano de Della es mi favorito, y creo que lo sería también del lector, así como de cualquier otro. Se llama Arthur y parece ser que recientemente ha salido airoso, con unas notas encomiásticamente altas, de sus oposiciones para entrar en el funcionamiento. Della se muestra encantada al respecto, pero no tanto, ni mucho menos, como yo.

Della llegó a nuestra casa de Connecticut hace unos meses, envuelta en su gloriosa nebulosidad. Puedo concretar la fecha con mucha aproximación, pues era cuando todavía se veían muchos picapedreros por ahí.

—El prado está lleno de picapedreros —me dijo Della una mañana poco después de su llegada, cuando me subió mi zumo de naranja.

—¿Quieres decir vecinos? —Dije—. ¿Tan temprano?

Por su manera de reírse, supe que sus picapedreros no eran personas, o al menos gente de carne y hueso. Me vestí, bajé y busqué la palabra en el indispensable Century. Averigüé que el picapedrero es el cantero, o sea el que labra las piedras para las construcciones, y decidí, aunque sin gran convicción, que no podía haber ningún cantero en mi césped a aquellas horas de la mañana y en las actuales circunstancias. Caminé cautelosamente hasta la puerta posterior y después hacia la parte delantera de la casa… y allí estaban. No sé cuántos pájaros habría, pero yo conozco a los picamaderos. Un picamaderos es un ave que, de llamarse realmente picapedrero, sería conocida como picamaderos por todas las cocineras de color de los Estados Unidos. Movido por una cierta curiosidad, miré «picamaderos» en el diccionario y descubrí que es un ave con varios alias. Cuafido Della me sirvió las tostadas y el café en el comedor, la informé al respecto.

—Los picapedreros —le dije— son también picocarpínteros de ala dorada, picamaderos norteamericanos y aves tontas.

Por primera vez, Della me dirigió aquella mirada que yo sabía reconocer más tarde, durante la escena de las costillas. He llegado a familiarizarme con esa mirada y creo saber los pensamientos que se ocultan tras ella. Della se sentía perpleja al principio porque yo trabajo en casa en vez de hacerlo en una oficina, pero creo que ahora ya lo entiende. Este hombre, piensa, trabajaba antes en una oficina como todo el mundo, pero fue necesario enviarlo a una institución; se repuso lo suficiente como para poder volver a su casa, pero todavía no está lo bastante bien como para trabajar de nuevo en la oficina. Pude haber evitado todas estas sospechas, desde luego, si desde un buen principio me hubiese limitado a corregir a Della cada vez que decía mal una palabra. Aproximarse a ella oblicuamente, pertrechado con un diccionario, no consigue sino enriquecer la confusión, pero no se me ocurría ningún otro medio. Comparto con Della una forma de escapismo que es la huida de la realidad más mística y satisfactoria que yo haya conocido. Tal vez no siempre me reconforte, pero nunca deja de seducirme.

Cada jueves, cuando conduzco a Della hasta Waterbury en el coche, pues es su día de asueto, exploro las oscuras profundidades y los extraños recovecos de su nomenclatura. He averiguado que estuvo casada durante diez años pero que ahora está divorciada; es decir, su esposo se largó un día y nunca volvió. Al preguntarle qué hacía él para ganarse la vida, dijo que trabajaba en un palomar conyugal.

—¿En un qué? —pregunté.

—En un palomar conyugal —repitió Della.

Es una de las locuciones que todavía no he descifrado, pero sigo trabajando en ella.

—¿De dónde es usted, señor Thurl? —me preguntó un día.

Le expliqué que era de Ohio y ella lanzó un «¡Aaaah, claro!», como si yo le hubiera dado una pista que justificase mis absurdas definiciones, mi insensibilidad ante los nombres caseros más corrientes y mi ignorancia respecto a las aves migratorias más comunes.

—Semántica, Ohio —dije.

—También hay una en Massachusetts —replicó Della.

—La que yo quiero decir —le aclaré— es mayor y se presta a más confusión.

—No me extraña —dijo Della.

Della me contó el otro día que solo había tenido una hermana, una chica muy hermosa que murió cuando contaba veintiún años.

—Qué mala suerte —comenté—. ¿Qué le ocurrió?

Lo ocurrido lo tenía Della en la punta de la lengua.

—Pilló una tuberculosis a causa de los dientes —dijo— y se le fue todo a través de su síntoma.

No supé qué decir, excepto que mis dientes se encontraban en buen estado pero que probablemente mi síntoma podía correr el mismo sino.

—Usted trabaja demasiado con su cerebro —dijo Della.

Supe que estaba tratando de llevarme al tema de mi cerebro y lo que le había ocurrido a éste para impedirme seguir trabajando en una oficina, pero cambié de conversación. No cabe duda de que Della se siente preocupada por mi condición mental. Una mañana, cuando no me levanté hasta el mediodía por haber estado escribiendo cartas hastas las tres de la madrugada, Della explicó a mi esposa, mientras desayunaba, cuál era mi problema.

—Su cabeza trabaja tan deprisa que su cuerpo no puede seguirla —dijo.

Este diagnóstico me ha causado no poca impresión, hasta el punto de que he decidido dormir más y trabajar menos. Sé con exactitud qué será de mí si mi cabeza se adelanta a mi cuerpo hasta el punto de que éste no consiga atraparla. Llegarán con una costilla y esta vez no será una roja y verde para la ventana, sino una negra para la puerta.

*FIN*


“What Do You Mean It Was Brillig”,
The New Yorker, 1939


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