Rags Martin-Jones y el príncipe de Gales
[Cuento - Texto completo.]
F. Scott FitzgeraldI
El Majestic entró suave y silenciosamente en el puerto de Nueva York una mañana de abril. Despreció a los remolcadores y a los transbordadores lentos como tortugas, hizo un guiño a una pequeña embarcación joven y llamativa, y apartó de su camino a un barco de ganado con el estridente silbido de un chorro de vapor. Luego atracó en su dársena particular con los aspavientos de una señora gorda al sentarse y anunció complacido que acababa de llegar de Cherburgo y Southampton con los pasajeros más distinguidos del mundo.
Los pasajeros más distinguidos del mundo permanecían en cubierta y saludaban estúpidamente con la mano a los pobres familiares que esperaban en el muelle unos guantes traídos de París. Hacía mucho que una gran pasarela había conectado el Majestic con Norteamérica cuando el transatlántico empezó a vomitar a los pasajeros más distinguidos del mundo, que resultaron ser Gloria Swanson, dos empleados del departamento de compras de Lord & Taylor, el ministro de Hacienda de Graustark con una propuesta para financiar la deuda, y un rey africano que llevaba todo el invierno intentando desembarcar en algún sitio y sentía un mareo horroroso.
Los fotógrafos trabajaban febrilmente mientras el río de pasajeros desembocaba en el muelle. Se produjo un estallido de aplausos y vítores cuando aparecieron en sendas camillas dos individuos del Medio Oeste que la noche anterior habían estado bebiendo hasta perder el sentido.
Poco a poco el muelle se fue quedando vacío, pero, cuando la última botella de Benedictine alcanzó la orilla, los fotógrafos aún permanecían en sus puestos. Y el oficial encargado del desembarco seguía al pie de la pasarela, y consultaba su reloj y echaba un vistazo a cubierta como si una parte importante del pasaje continuara a bordo. Por fin los mirones del muelle lanzaron una interminable exclamación de asombro cuando un numeroso séquito empezó a descender de la cubierta B.
Abrían la marcha dos criadas francesas que llevaban en brazos dos perritos pelirrojos, seguidas por un regimiento de mozos, ciegos e invisibles bajo innumerables ramos de flores, otra criada con un huerfanito de ojos tristes al gusto francés y, pegado a sus talones, el segundo oficial arrastrando tres perros lobos neurasténicos con gran desgana de unos y otro.
Una pausa. Y entonces el capitán, sir Howard George Witchcraft, apareció en la borda, acompañado de lo que bien podía ser un montón de magníficas pieles de zorro plateado.
¡Rags Martin-Jones, después de cinco años en las capitales de Europa, volvía a su tierra natal!
Rags Martin-Jones no era un perro. Era una mezcla de chica y flor, y, al estrechar la mano del capitán sir Howard George Witchcraft, sonrió como si acabaran de contarle el más reciente y picante chiste del mundo. La gente que aún no había abandonado el muelle sintió el temblor de aquella sonrisa en el aire de abril y se volvió a mirarla.
Descendió despacio por la pasarela. Llevaba el sombrero, un experimento caro e incomprensible, aplastado bajo el brazo, así que su corto pelo de chico, pelo de presidiaría, intentaba en vano ondear al viento del puerto. Su cara era como una mañana de boda, salvo por un detalle: un ridículo monóculo le cubría un ojo claro, azul, infantil. A cada paso las pestañas, muy largas, le arrancaban el monóculo, y ella reía, con una risa feliz y aburrida, y se ponía el monóculo arrogante en el otro ojo.
¡Top! Sus cuarenta y siete kilos de peso llegaron al muelle, que pareció tambalearse e inclinarse ante la impresión de su belleza. Algunos estibadores perdieron el conocimiento. Un tiburón grande y sentimental que había seguido al transatlántico saltó desesperado para volver a verla antes de zambullirse con el corazón roto, de retorno a las profundidades marinas. Rags Martin-Jones acababa de regresar a casa.
Ningún miembro de su familia había ido a esperarla, por la sencilla razón de que ella era el único miembro de su familia que seguía vivo. En 1913 sus padres habían preferido hundirse juntos en el Titanic antes que separarse, y una niña de diez años había heredado el patrimonio de los Martin-Jones. Fue lo que se dice una pena.
A Rags Martin-Jones (todo el mundo había olvidado su verdadero nombre hacía años) la estaban fotografiando ahora desde todos los ángulos. El monóculo insistía en caérsele, y ella seguía riendo y bostezando y poniéndose otra vez el monóculo, así que era imposible obtener una imagen clara, excepto las que filmaba una cámara de cine. Entre los fotógrafos había un joven guapo y despistado, con la llama casi voraz del amor ardiéndole en los ojos, que había ido a esperarla al muelle. Se llamaba John M. Chestnut, ya había escrito la historia de su triunfo en los negocios para el American Magazine, y estaba enamorado sin esperanza de Rags desde los días en que ella, como las mareas, había caído bajo la influencia de la luna de verano.
Cuando por fin Rags se dio cuenta de su presencia, camino de la salida del puerto, lo miró sin inmutarse, como si no lo hubiera visto en su vida.
—Rags —empezó él—, Rags…
—¿Eres John M. Chestnut? —preguntó, examinándolo con gran interés.
—¡Por supuesto! —exclamó, enfadado—. ¿Estás intentando aparentar que no me conoces? ¿No me has escrito para pedirme que venga a esperarte?
Ella se echó a reír. Un chófer había aparecido a su lado, y Rags se quitaba el abrigo entre contorsiones, dejando al descubierto un vestido a cuadros grandes y llamativos, azules y grises. Se agitó como un pájaro mojado.
—Tengo un montón de porquerías que declarar —comentó distraídamente.
—Yo, también —dijo Chestnut, angustiado—, y lo primero que quiero declarar es que te he querido, Rags, cada minuto desde que te fuiste.
Rags lo detuvo con un gruñido.
—¡Por favor! Había algunos chicos norteamericanos en el barco. Ese tema ya me aburre.
—¡Dios mío! —exclamó Chestnut—. ¿Quieres decir que le das a mi amor la misma importancia que a lo que te hayan podido decir en un barco?
Había elevado la voz, y alguna gente se volvió para mirar.
—Shhh —le regañó ella—. No quiero montar un espectáculo. Si quieres que salga contigo mientras esté aquí, tendrás que ser menos violento.
Pero John M. Chestnut parecía incapaz de controlar su voz.
—¿Quieres decir —la voz le temblaba, y seguía elevándose— que has olvidado lo que me dijiste en este mismo muelle un jueves, hace exactamente cinco años?
La mitad de los pasajeros del transatlántico miraba ahora la escena en el muelle, y otro pequeño remolino de curiosos se asomaba a la puerta de la aduana.
—John —su indignación iba en aumento—, si vuelves a levantarme la voz, me ocuparé de que no te falten oportunidades de enfriar tu ánimo. Voy al Hotel Ritz. Recógeme allí esta tarde.
—Pero… ¡Rags! —protestó con la voz quebrada—. ¡Escucha! Hace cinco años…
Entonces los mirones del muelle tuvieron el gusto de presenciar un curioso espectáculo: una dama bellísima, con un vestido a cuadros grises y azules, dio un decidido paso al frente para agarrar a un joven muy nervioso que tenía al alcance de la mano.
El joven emprendió la retirada y buscó instintivamente donde apoyar el pie, pero, encontrando el vacío, descendió apaciblemente los diez metros de altura del dique y se hundió con estruendo, no sin dar una voltereta poco airosa, en las aguas del río Hudson.
Sonó un grito de alarma, y hubo un tumulto en el muelle hasta que su cabeza salió a flote. Nadaba con facilidad, y, dándose cuenta de esto, la joven que, al parecer, había sido la causa del accidente se inclinó sobre la dársena y formó un megáfono con las manos.
—Estaré en el hotel a las cuatro y media —gritó.
Y con un alegre movimiento de la mano, que el caballero hundido no pudo devolver, se ajustó el monóculo, lanzó una mirada arrogante a la multitud y abandonó el lugar de los hechos con absoluta tranquilidad.
II
Los cinco perros, las tres criadas y el huérfano francés estaban instalados en la mayor suite del Ritz, y Rags retozaba perezosamente en una bañera vaporosa, fragante de hierbas, donde dormitó casi una hora. Acabada aquella tarea, celebró varias entrevistas de negocios: recibió al masajista, a la manicura y a un peluquero de París que le devolvió al corte de pelo su longitud propia de criminales. Cuando John M. Chetsnut llegó a las cuatro se encontró con media docena de abogados y banqueros, los administradores del fideicomiso de los Martin-Jones, que esperaban en el vestíbulo. Llevaban allí desde la una y media, y habían alcanzado un estado de nerviosismo evidente.
Tras ser sometido a un riguroso examen por una de las criadas, quizá para asegurarse de que estaba absolutamente sobrio, John fue conducido inmediatamente a presencia de mademoiselle. Mademoiselle estaba en su dormitorio, tumbada en la chaise-longue entre dos docenas de almohadones de seda que la acompañaban a todas partes. John entró en la habitación algo cohibido y la saludó con una ceremoniosa reverencia.
—Tienes mejor aspecto —dijo Rags, incorporándose entre los almohadones y observándolo con ojos escrutadores—. Has recuperado el color.
John le agradeció fríamentente el cumplido.
—Deberías salir todas las mañanas… —y luego, intempestivamente, anunció—: Mañana vuelvo a París.
John Chestnut respiraba con dificultad.
—Ya te escribí que no pensaba quedarme en ningún caso más de una semana —añadió.
—Pero, Rags…
—¿Y por qué iba a quedarme? En Nueva York no conozco a nadie que sea divertido.
—Pero, Rags, ¿no puedes darme una oportunidad? ¿No te podrías quedar… diez días, por ejemplo, para conocerme un poco?
—¡Conocerte! —su tono daba a entender que John era ya un libro abierto y muy manoseado—. Me gustaría encontrar un hombre capaz de tener un gesto de valor, de galantería.
—¿Quieres decir que te gustaría que me convirtiera en una pantomima?
Rags dejó escapar un suspiro de disgusto.
—Quiero decir que no tienes ni chispa de imaginación —Je explicó con paciencia—. Los norteamericanos no tienen imaginación París es la única gran ciudad donde puede respirar una mujer civilizada
—¿No me tienes ningún cariño?
—No hubiera atravesado el Atlántico para verte si no te lo tuviera. Pero en cuanto les eché un vistazo a los norteamericanos que viajaban en el barco, me di cuenta de que no podría casarme con un norteamericano. Acabaría detestándote, John, y la única alegría que encontraría en el matrimonio sería la alegría de destrozarte el corazón.
Empezó a serpentear entre los cojines hasta casi desaparecer de su vista.
—He perdido el monóculo —explicó.
Después de buscar infructuosamente en las profundidades de seda, descubrió el cristal fugitivo, colgándole del cuello, a su espalda.
—Quisiera querer a alguien, estar enamorada —continuó, volviéndose a colocar el monóculo en el ojo de niña—. En Sorrento, la primavera pasada, estuve a punto de fugarme con un raja indio, pero era demasiado moreno, y una de sus otras mujeres me caía terriblemente antipática.
—¡No digas más tonterías! —gritó John, ocultando la cara entre las manos.
—Bueno, no me casé con él —protestó Rags—. Pero tenía mucho que ofrecerme. Era la tercera fortuna del Imperio Británico. Por cierto, ¿eres rico?
—No tan rico como tú.
—Eso es verdad. ¿Qué puedes ofrecerme?
—Amor.
—¡Amor! —volvió a desaparecer entre los cojines—. Mira, John, para mí la vida es una serie de tiendas resplandecientes con un vendedor a la puerta frotándose las manos y diciendo: «Utilice nuestros servicios. Somos la mejor tienda del mundo». Y yo entro a comprar con mi monedero lleno de belleza, dinero y juventud. «¿Qué vende usted?», le pregunto, y el comerciante se frota las manos y dice: «Bueno, mademoiselle, hoy tenemos un amor absolutamente maravilloso». A veces no le queda en el almacén, pero, en cuanto se da cuenta de que me sobra el dinero, manda a buscarlo a donde sea. Ah, siempre me da amor antes de que me vaya, y gratis. Ésa es mi única venganza.
John Chestnut se levantó desesperado y dio un paso hacia la ventana.
—No te tires —exclamó Rags inmediatamente.
—Como quieras —lanzó el cigarrillo a la avenida Madison.
—Tú no tienes la culpa —dijo Rags con voz más dulce—. Aunque seas aburrido y soso, te tengo más cariño del que me gusta reconocer. Pero la vida sigue. Y nunca pasa nada.
—Pasan muchas cosas —insistió John—. Hoy se ha producido un asesinato intelectual en Hoboken y un suicidio por poderes en Maine. El Congreso debate una ley para esterilizar a los agnósticos…
—El humor no me interesa —respondió Rags—, pero por el amor y las aventuras siento una predilección casi atávica. Mira, John, el mes pasado, durante una cena, en mi misma mesa, dos hombres se jugaron a cara o cruz el reino de Schwartzberg-Rhineminster. En París conocí a un tal Blutchdak que había sido el auténtico provocador de la guerra mundial y tenía planeada otra para dentro de dos años.
—Bueno, aunque solo sea para darte un respiro, sal conmigo esta noche —dijo John, tenaz.
—¿Adonde? —preguntó Rags con desdén—. ¿Crees que todavía me hacen ilusión una sala de fiestas y una botella de algún licor azucarado? Prefiero mis propios sueños en colores.
—Te llevaré al sitio más excitante de la ciudad.
—¿Sí? ¿Qué tiene de especial? Dime qué tiene de especial.
Entonces John Chestnut expulsó una gran bocanada de aire y miró con cautela a su alrededor, como si temiera que pudiesen oírlo.
—Bueno, para serte sincero —dijo en voz baja, preocupado—, si alguien se enterara, podría ocurrirme algo terrible.
Rags se incorporó y los almohadones cayeron a su alrededor como hojas.
—¿Estás insinuando que hay algo turbio en tu vida? —exclamó, a punto de echarse a reír—. ¿Esperas que me lo crea? No, John, diviértete tú haciendo siempre las mismas cosas trilladas, siempre las mismas.
Su boca, una rosa insolente y pequeña, dejó caer las palabras como si fueran espinas. John cogió de la silla el sombrero, el abrigo y el bastón.
—Por última vez, ¿quieres salir conmigo esta noche y ver… lo que haya que ver?
—¿Qué voy a ver? ¿A quién hay que ver? ¿Hay alguien en este país a quien merezca la pena ver?
—Bueno —dijo flemáticamente—, por ejemplo, al príncipe de Gales.
—¿Ha vuelto a Nueva York? —abandonó de un salto la chaise-longue.
—Llega esta noche. ¿Te gustaría verlo?
—¿Que si me gustaría? Nunca lo he visto. No he coincidido con él en ningún sitio. Daría un año de mi vida por verlo una hora —le temblaba la voz de emoción.
—Ha estado en Canadá. Llega de incógnito esta tarde para asistir al gran campeonato de boxeo. Y resulta que sé adonde va a ir esta noche.
Rags lanzó un grito agudo, arrebatado:
—¡Dominic! ¡Louise! ¡Germaine!
Las tres criadas entraron a la carrera. La habitación se llenó de pronto de vibraciones de una luz exagerada y frenética.
—¡Dominic, el coche! —gritó Rags en francés—. Perfume Saint Raphael, y mi vestido dorado y los zapatos con los tacones de oro auténtico. También las perlas grandes, todas las perlas, y ese diamante que es como un huevo, y las medias con bordados de zafiros. Germaine, llama al salón de belleza inmediatamente. Preparad el baño otra vez, más frío que el hielo y con mucha leche de almendras. Dominic, vuela a Tiffany, como un rayo, antes de que cierren. Búscame un prendedor, un medallón, una diadema, cualquier cosa, lo que sea, con el escudo de armas de los Windsor.
Manoseaba torpemente los botones del vestido, que le resbaló por los hombros en el instante en que John daba rápidamente media vuelta, camino de la salida.
—¡Orquídeas! —exclamó Rags—. ¡Orquídeas, por amor de Dios! Cuatro docenas, para que pueda elegir cuatro.
Y las criadas revoloteaban por la habitación como pájaros asustados.
—Perfume, Saint Raphael, abre la maleta de los perfumes; trae mis martas rosa, y mis ligas de diamantes, y el aceite de oliva para las manos. Dame eso. ¡Eso también, y eso, ah, y eso!
Digno y pudoroso, John Chestnut cerró la puerta a sus espaldas. Los seis fideicomisarios aún atestaban el recibidor, adoptando distintas posturas de cansancio, aburrimiento, resignación y desesperación.
—Caballeros —anunció John Chestnut—, me temo que la señorita Martin-Jones está demasiado cansada después del viaje para hablar con ustedes esta tarde.
III
—Este lugar se llama, por ninguna razón especial, el Agujero del Cielo.
Rags miró a su alrededor. Estaban en una terraza completamente abierta a la noche de abril. Sobre sus cabezas titilaban heladas las auténticas estrellas y, a occidente, la luna era una astilla de hielo en la oscuridad. Pero hacía tanto calor como en junio, y las parejas cenaban o bailaban sobre la pista de cristal opaco indiferentes a las inclemencias del cielo.
—¿Por qué hace calor? —murmuró Rags, camino de una mesa.
—Es un invento nuevo para mantener el aire caliente. No sé cómo lo consiguen, pero me consta que mantienen la misma temperatura que ahora incluso en pleno invierno.
—¿Dónde está el príncipe de Gales? —preguntó, inquieta.
John miró alrededor.
—No ha llegado todavía. Llegará dentro de una media hora.
Rags suspiró profundamente.
—Es la primera vez que me pongo nerviosa desde hace cuatro años.
Cuatro años: un año menos que el tiempo que él llevaba queriéndola. John se preguntaba si Rags, a los dieciséis años, una niña preciosa y alocada que pasaba las noches en restaurantes con oficiales que tenían que partir hacia Brest al día siguiente, perdiendo el hechizo de la vida demasiado pronto en los viejos, tristes y patéticos días de la guerra, había sido tan adorable como en aquel momento, bajo aquellas luces ambarinas y aquel cielo oscuro. Desde los ojos expectantes a los tacones de sus minúsculos zapatos, adornados con tiras de plata y oro de ley, era como uno de esos transatlánticos maravillosos que se construyen pieza a pieza dentro de una botella. Había sido acabada con el mismo cuidado, como si un especialista de la fragilidad hubiera dedicado su vida a construirla. John Chestnut quería cogerla, tenerla en la mano, darle vueltas, examinar la punta de un zapato o el filo de una oreja o mirar de cerca el material mágico con el que habían sido hechas sus pestañas.
—¿Quién es ése? —Rags señaló con el dedo a un apuesto latino que ocupaba una de las mesas.
—Es Roderigo Minerlino, la estrella de cine, el de los anuncios de crema facial. Quizá baile luego un rato.
Rags advirtió de repente el sonido de los violines y los tambores, pero la música parecía venir de muy lejos: parecía flotar sobre la noche vigorizante y sobre la pista, lejana como un sueño.
—La orquesta toca en otra terraza —explicó John—. Es una idea nueva. Mira, empieza el espectáculo.
Por una entrada oculta, una chica negra, delgada como un junco, emergió de repente en un círculo de luz barbárica y chillona: descendió sobrecogedoramente la música a un enloquecido tono menor, y la chica empezó a cantar una canción rítmica y trágica. Su cuerpo de junco pareció quebrarse bruscamente, e inició unos pasos de baile lentos e inacabables, sin destino y sin esperanza, como el fracaso de un sueño salvaje y desbaratado. Había perdido a Papa Jack, se quejaba y quejaba con histérica monotonía, desconsolada pero sin resignación. Uno por uno, los estrepitosos instrumentos de metal intentaban arrancarla del persistente ritmo de locura, pero solo oía el rumor de los tambores que la aislaban en algún lugar perdido en el tiempo, entre miles de años olvidados. Cuando cesó el flautín, volvió a reducirse a una finísima línea morena, gimió con terrible y cortante intensidad, y se desvaneció en la oscuridad súbita.
—Si vivieras en Nueva York, sabrías perfectamente quién es —dijo John cuando volvió a brillar la luz ambarina—. Ahora actúa Sheik B. Smith, uno de esos humoristas necios y charlatanes que…
Calló. En el instante en que las luces se desvanecían para el segundo número, Rags había suspirado profundamente, inclinándose hacia delante en su silla. Sus ojos estaban inmóviles como los de un pointer, y John comprobó que se habían fijado en un grupo que acababa de entrar por una puerta lateral y elegía una mesa en la penumbra.
Las palmeras resguardaban la mesa, y al principio Rags solo vislumbró tres formas confusas. Luego distinguió una cuarta figura que parecía estar situada a propósito tras las otras tres: el óvalo pálido de un rostro coronado por un tenue resplandor de pelo rubio.
—¡Mira! —exclamó John—. Ahí está Su Majestad.
La respiración de Rags pareció extinguirse en la garganta con un susurro. Apenas si veía al humorista que, en un fulgor de luz blanca en la pista de baile, acababa de hablar; apenas si oía el constante rumor de risas que llenaba el aire. Pero sus ojos continuaban inmóviles, encantados. Había visto cómo uno de los miembros del grupo se inclinaba y murmuraba algo a otro, y, tras el humilde resplandor de una cerilla, el ascua de un cigarrillo brilló en la penumbra, al fondo. Perdió la noción del tiempo. Entonces algo se interpuso ante sus ojos, algo blanco, algo terriblemente urgente, y fue como si la sacudieran, y bruscamente se encontró bajo la luz de un foco, en el centro de un reducido círculo de luz. Empezó a ser consciente de que le hablaban desde alguna parte, de que una rápida estela de risas se extendía por la terraza, pero la luz la cegaba, e instintivamente hizo ademán de levantarse de la silla.
—Quédate sentada —le cuchicheó John a través de la mesa .. Eligen a alguien cada noche para este número.
Entonces se dio cuenta: era el humorista, Sheik B. Smith. Le hablaba, le explicaba algo que parecía increíblemente gracioso a todo el mundo, pero que para sus oídos solo era un rumor impreciso, confuso. Instintivamente había controlado la expresión de su cara al primer impacto de la luz y ahora sonreía: era una demostración de su extraordinario dominio de sí misma. Insinuaba con aquella sonrisa una enorme indiferencia, como si no tuviera conciencia de la luz ni de los esfuerzos del humorista por aprovecharse de su belleza, pero como si se riera de ese individuo, infinitamente lejano, que con el mismo éxito podría haber lanzado sus dardos a la luna. Ya no era una dama: una dama hubiera reaccionado de manera violenta, lamentable o ridicula; Rags se limitó a ser absolutamente consciente de su propia belleza impenetrable, sentada allí, resplandeciente, hasta que el cómico empezó a sentirse solo, más solo que nunca. Hizo una señal y el foco se apagó de repente. El instante había acabado.
El instante había acabado. El cómico abandonó la pista y volvió la música lejana. John se inclinó hacia ella.
—Lo siento. No se podía hacer nada. Has estado maravillosa.
Rags dio por concluido el incidente con una risa despreocupada, y de pronto se sobresaltó: ahora solo había dos hombres sentados a la mesa del otro lado de la pista.
—¡Se ha ido! —exclamó, con repentina angustia.
—No te preocupes: volverá. Tiene que ser terriblemente precavido, ya sabes, seguramente estará esperando fuera con alguno de sus asistentes hasta que vuelvan a apagar las luces.
—¿Por qué tiene que ser precavido?
—Porque nadie sabe que está en Nueva York. Incluso utiliza los apellidos de una rama poco conocida de la familia.
Otra vez las luces se hicieron más tenues, y casi inmediatamente un hombre alto surgió de la oscuridad y se acercó a la mesa.
—¿Permiten que me presente? —se dirigió a John con un arrogante acento británico—. Lord Charles Este, del séquito del barón Marchbank.
Miró atentamente a John, como si quisiera cerciorarse de que apreciaba en su justo valor lo que significaba aquel nombre.
John asintió.
—Es confidencial, ya me entiende.
—Por supuesto.
Rags buscó a tientas su copa de champán, intacta, y la vació de un trago.
—El barón Marchbank solicita que su acompañante se sume a su séquito durante el próximo número.
Los dos hombres miraron a Rags. Hubo un instante de silencio.
—Muy bien —dijo ella, y lanzó una mirada interrogativa a John, que volvió a asentir. Se levantó y, con el corazón latiéndole con fuerza, se abrió paso entre las mesas de la sala; luego se esfumó, delgada figura trémula de oro, entre las mesas en penumbra.
IV
El número se acercaba a su fin, y John Chestnut, solo en su mesa, agitaba la copa de champán en busca de nuevas burbujas. Y entonces, un segundo antes de que se encendieran las luces, se oyó un suave frufrú de ropa dorada, y Rags, ruborizada, respirando con dificultad, se sentó a su lado. Las lágrimas le brillaban en los ojos.
John la miró melancólicamente.
—Bueno, ¿qué ha dicho?
—Estaba muy callado.
—¿No ha dicho una palabra?
A Rags le temblaba la mano cuando cogió la copa de champán.
—Solo me miraba en la oscuridad. Y ha dicho unas cuantas cosas convencionales. Era como sale en las fotos, pero parece muy aburrido y cansado. Ni siquiera me ha preguntado mi nombre.
—¿Se va de Nueva York esta noche?
—Dentro de media hora. Los está esperando un coche a la puerta, y esperan cruzar la frontera antes de que amanezca.
—¿Te ha parecido… fascinante?
Dudó unos segundos; luego, despacio, asintió con la cabeza.
—Es lo que dice todo el mundo —admitió John, taciturno—. ¿Esperan que vuelvas?
—No lo sé.
Miró indecisa a través de la pista, pero el célebre personaje había vuelto a abandonar su mesa, hacia algún refugio en el exterior. Dejó de mirar, y entonces un desconocido que llevaba un rato en la entrada principal se les acercó. Era un individuo mortalmente pálido, con un traje arrugado y poco apropiado. Apoyó una mano temblorosa en el hombro de John Chestnut.
—¡Monte! —exclamó John, y se incorporó tan bruscamente que derramó su champán—. ¿Qué hay? ¿Qué pasa?
—¡Han encontrado pruebas! —dijo el joven en un susurro inquietante. Miró alrededor—. Tengo que hablar contigo a solas.
John Chestnut se puso en pie de un salto, y Rags notó que tenía la cara blanca como la servilleta que llevaba en la mano. Se disculpó y se retiraron a una mesa vacía, a un metro de distancia. Rags los miró con curiosidad un instante, y luego siguió vigilando la mesa del otro lado de la pista. ¿Le habían pedido que esperara? El príncipe solo se había levantado, había hecho una reverencia y se había ido Quizá debería haber esperado hasta su regreso, pero, aunque seguía algo tensa por la emoción, había vuelto a ser, en gran medida, Rags Martin-Jones. Había satisfecho su curiosidad, y no tenía ningún otro deseo. Se preguntaba si lo que ella había sentido era una verdadera atracción, y se preguntaba especialmente si el príncipe había sido sensible a su belleza.
El individuo pálido que se llamaba Monte desapareció y John volvió a la mesa. Rags se asustó al descubrir que había sufrido un cambio extraordinario. Se derrumbó en la silla como un borracho. —John! ¿Qué pasa?
En vez de responder, buscó la botella de champán, pero la mano le temblaba de tal manera que el líquido derramado formó un círculo húmedo y amarillo alrededor de la copa. —¿Estás bien?
—Rags —dijo, titubeante—, estoy completamente acabado. —¿Qué quieres decir?
. —Te digo que estoy completamente acabado —se empeñó en sonreír de un modo enfermizo—. Se ha dictado una orden de busca y captura contra mí hace una hora.
—¿Qué has hecho? —preguntó con miedo en la voz—. ¿Por qué han dictado una orden de busca y captura?
Las luces se apagaron para el siguiente número, y John se derrumbó sobre la mesa.
—¿Por qué? —insistía ella, cada vez más preocupada mientras se inclinaba hacia John, que respondió con palabras apenas inteligibles—… ¿Asesinato? —Rags sentía cómo se iba quedando helada como la nieve.
John asintió. Rags lo cogió por los brazos e intentó reanimarlo, sacudiéndolo como si fuera una chaqueta. A John los ojos se le salían de las órbitas.
—¿Es verdad? ¿Tienen pruebas? Volvió a asentir con gestos de borracho. —¡Entonces tienes que salir del país inmediatamente! ¿Entiendes, John? Tienes que irte inmediatamente, antes de que vengan a buscarte —lanzó hacia la entrada una enloquecida mirada de terror—. ¡Dios mío! —exclamó—. ¿Por qué no haces algo? —miraba a todas partes con desesperación, y de repente clavó la mirada en un punto. Tomó aire, indecisa, y luego murmuró al oído de John febrilmente—: Si yo lo arreglo, ¿te irás a Canadá esta noche?
—¿Cómo?
—Yo lo arreglaré, si te tranquilizas un poco. Te lo dice Rags. De acuerdo, John? Quiero que te quedes ahí sentado y no te muevas hasta que yo vuelva.
Un minuto después cruzaba la sala al amparo de la oscuridad.
—Barón Marchbank —murmuró suavemente, de pie detrás de una silla.
El barón le indicó con la mano que se sentara.
—¿Hay sitio en su coche para dos pasajeros más?
Uno de sus hombres de confianza reaccionó inmediatamente.
—El coche de Su Señoría está lleno —dijo escuetamente.
—Es muy urgente —a Rags le temblaba la voz.
—Bueno, no sé… —dijo el príncipe, dubitativo.
Lord Charles Este miró al príncipe y negó con la cabeza.
—No lo considero prudente. Se trata, en cualquier caso, de un asunto delicado, y tenemos órdenes en sentido contrario. Estábamos de acuerdo, como sabéis perfectamente, en que evitaríamos complicaciones.
El príncipe frunció el entrecejo.
—No es ninguna complicación —objetó.
Este se dirigió a Rags sin rodeos.
—¿Por qué es urgente?
Rags titubeó.
—¿Por qué? —se ruborizó—. Es una fuga, una boda secreta.
El príncipe se echó a reír.
—¡Dios mío! —exclamó—. No hay más que decir. Este se limita a cumplir con su deber. Vaya a buscar a su amigo, deprisa. Salimos inmediatamente, ¿no es así?
Este miró su reloj.
—¡Ahora mismo!
Rags salió como un rayo. Quería que el grupo abandonara la terraza mientras las luces seguían apagadas.
—¡Deprisa! —dijo al oído de John—. Vamos a cruzar la frontera… con el príncipe de Gales. Por la mañana estarás a salvo.
John la miró con ojos deslumhrados. Rags pagó la cuenta a toda prisa y, cogiéndolo del brazo, lo guió con la mayor discreción posible a la otra mesa, donde lo presentó con pocas palabras. El príncipe reconoció su presencia con un apretón de manos. Sus hombres de confianza inclinaron la cabeza, disimulando a duras penas su disgusto.
—Será mejor que nos pongamos en marcha —dijo Este, mirando con impaciencia el reloj.
Se estaban levantando, cuando, de pronto, se produjo una exclamación general: dos policías y un hombre pelirrojo, de paisano, acababan de aparecer en la puerta principal.
—Salgamos —dijo en voz baja Este, empujando al grupo hacia una salida lateral—. Parece que aquí va a haber jaleo.
Blasfemó: otros dos policías vigilaban aquella puerta. Se detuvieron indecisos. El hombre de paisano había empezado una cuidadosa inspección del público de las mesas.
Este miró severamente a Rags y luego a John, que buscaban la protección de las palmeras.
—¿Ese tipo los está buscando a ustedes? —preguntó Este.
—No —murmuró Rags—. Va a haber problemas. ¿No podemos salir por aquella puerta?
El príncipe, con creciente impaciencia, volvió a sentarse.
—Avisadme cuando estéis preparados para partir —le sonrió a Rags—: Creo que todos nos hemos metido en problemas por culpa de su cara bonita.
Entonces se encendieron todas las luces. El hombre de paisano, que no paraba de dar vueltas, saltó al centro de la pista de baile.
—¡Que nadie abandone la sala! —gritó—. ¡Que se siente aquel grupo que está detrás de las palmeras! ¿Está en la sala John M. Chestnut?
A Rags se le escapó un grito.
—Allí —ordenó el inspector al policía de uniforme que lo seguía—. Échele una ojeada a aquella alegre pandilla. ¡Manos arriba! ¡Vamos!
—¡Dios mío! —murmuró Este—. ¡Tenemos que salir de aquí! —se volvió hacia el príncipe—. Es intolerable, Ted. No es conveniente que te vean aquí. Los entretendré mientras llegas al coche.
Dio un paso hacia la puerta lateral.
—¡Manos arriba! —gritó el hombre de paisano—. Y cuando digo manos arriba, lo digo en serio. ¿Quién de ustedes es Chesnuts?
—¡Usted ha perdido la cabeza! —exclamó Este—. Somos subditos británicos. No tenemos nada que ver con este asunto.
Una mujer gritó en algún sitio, y hubo un movimiento general hacia el ascensor, un movimiento que se detuvo en seco ante las bocas de dos pistolas automáticas. Una chica se derrumbó sin sentido en la pista de baile, muy cerca de Rags, y en aquel preciso momento la música empezó a sonar en otra terraza.
—¡Que pare la música! —vociferó el hombre de paisano—• ¡Y, rápido, ponedle las esposas a toda esa pandilla!
Dos policías avanzaron hacia el grupo y, al mismo tiempo, Este y los hombres del séquito del príncipe sacaron sus revólveres, y, protegiendo al príncipe como mejor pudieron, comenzaron a abrirse paso poco a poco hacia uno de los lados de la sala. Sonó un disparo, y luego otro, seguidos por un estruendo de plata y porcelana rota: media docena de comensales habían volcado sus mesas para agazaparse rápidamente tras ellas.
Cundió el pánico. Se sucedieron tres disparos, e inmediatamente estalló una descarga cerrada. Rags vio cómo Este disparaba fríamente sobre las ocho luces amarillas del techo. Una densa humareda gris empezó a llenar el aire. Como una extraña y suave música de fondo para los disparos y los gritos, se oía el clamor incesante de la lejana orquesta de jazz.
Entonces, en un minuto, todo acabó. Un silbido agudo sonó en la terraza, y a través del humo Rags vio a John Chestnut que avanzaba hacia el hombre de paisano, con los brazos extendidos en señal de rendición. Hubo un último grito, nervioso, un estruendo escalofriante como si alguien caminara por descuido sobre un montón de platos, y luego un pesado silencio se apoderó de la terraza, e incluso la música de la orquesta pareció desvanecerse.
—¡Todo ha terminado! —la voz de John Chestnut resonó con fuerza en el aire de la noche—. La fiesta ha terminado. ¡Todo aquel que quiera, puede irse a casa!
Continuaba el silencio. Rags pensó que era el silencio del miedo. El peso de la culpa había enloquecido a John Chestnut.
—Ha sido un gran espectáculo —gritaba—. Quiero daros las gracias a todos. Si podéis encontrar alguna mesa que siga en pie, se os servirá todo el champán que seáis capaces de beberos.
A Rags le pareció que la terraza y las altas estrellas empezaban de repente a girar y girar. Vio cómo John cogía la mano del inspector de policía y la estrechaba con fuerza, y vio cómo el inspector sonreía y se guardaba la pistola en el bolsillo. Volvía a sonar la música, y la chica que se había desmayado bailaba ahora con lord Charles Este en una esquina. John corría de un lado para otro dándole palmadas en la espalda a la gente, riendo y estrechando manos. Luego se acercó a Rags, alegre e inocente como un niño.
—¿No ha sido maravilloso? —exclamó.
Rags sintió que la abandonaban las fuerzas. Buscaba a tientas, a su espalda, una silla.
—¿Qué ha sido todo esto? —exclamó, aturdida—. ¿Estoy soñando?
—¡Ni mucho menos! Estás completamente despierta. Lo he organizado yo, Rags, ¿no te das cuenta? ¡Me lo he inventado yo! Lo único real era mi nombre.
Rags se derrumbó sobre John, aferrándose a las solapas de su chaqueta, y se hubiera caído al suelo si John no la hubiera cogido rápidamente entre sus brazos.
—¡Champán, rápido! —pidió, y luego le gritó al príncipe de Gales, que estaba cerca—: ¡Pide mi coche! La señorita Martin-Jones se ha desmayado de la emoción.
V
El rascacielos se alzaba voluminosamente a lo largo de treinta pisos de ventanas antes de estrecharse en un airoso pan de azúcar de resplandeciente blancura. Luego seguía ascendiendo treinta metros más transformándose, para su última y frágil ascensión hacia el cielo, en una sencilla torre afilada. En la más alta de sus altas ventanas Rags Martin-Jones se exponía a la fuerte brisa mientras contemplaba la ciudad. —El señor Chestnut la espera en su despacho. Obedientemente, sus pequeños pies atravesaron la alfombra de una habitación fría y alta que dominaba el puerto y el ancho mar.
John Chestnut esperaba, sentado a su escritorio, y Rags se acercó a él y le echó el brazo por encima del hombros.
—¿Estás seguro de que eres real? —preguntó, anhelante—. ¿Estás completamente seguro?
—Solo me escribiste una semana antes de llegar —protestó John humildemente—; si hubiera tenido más tiempo, habría montado una revolución.
—¿Todo aquello era solo por mí? —preguntó Rags—. Todo aquel montaje absolutamente inútil, maravilloso, ¿fue solo por mí?
—¿Inútil? —meditó John—. Bueno, al principio sí. A última hora invité al dueño de un gran restaurante, y mientras tú estabas en la mesa del príncipe le vendí la idea de la sala de fiestas. John miró su reloj.
—Resuelvo un último asunto… y luego tendremos el tiempo justo para casarnos antes de comer —descolgó el teléfono—. ¿Jackson? Manda un telegrama por triplicado a París, Berlín y Budapest: que localicen en la frontera polaca a los dos duques falsos que se jugaban a cara o cruz el reino de Swartzberg-Rhineminster. Ah, si no baja la cotización, rebaja el tipo de cambio al triple cero dos. Otra cosa, ese idiota de Blutchdak está otra vez en los Balcanes, intentando desencadenar una nueva guerra. Dile que tome el primer barco que salga para Nueva York o enciérralo en una cárcel griega.
Colgó y se volvió hacia la sorprendida cosmopolita con una carcajada.
—La próxima parada es en el Ayuntamiento. Luego, si quieres, nos vamos a París.
—John —preguntó Rags con interés—, ¿quién era el príncipe de Gales?
John esperó a estar en el ascensor, descendiendo veinte pisos de golpe. Entonces tocó al ascensorista en el hombro.
—No tan rápido, Cedric. La señora no está acostumbrada a descender de las alturas.
El ascensorista se volvió, sonriendo. Su cara era pálida, ovalada, enmarcada en pelo rubio. A Rags se le encendió el rostro.
—Cedric es de Wessex —explicó John—. El parecido es, sin exagerar, asombroso. Los príncipes no son precisamente discretos, y sospecho que Cedric pertenece a alguna rama morganática de la familia real.
Rags se quitó el monóculo del cuello y pasó el cordón por la cabeza de Cedric.
—Gracias —dijo Rags— por la segunda mayor emoción de mi vida.
John Chestnut empezó a frotarse las manos con ademanes de comerciante.
—Utilice nuestros servicios, señora —le suplicaba a Rags—. ¡Somos la mejor tienda de la ciudad!
—¿Qué vende usted?
—Bueno, mademoiselle, hoy tenemos amor, un amor maravilloso, maravilloso.
—Envuélvamelo, señor comerciante —exclamó Rags Martin-Jones—. Me parece una ganga.
*FIN*