Casa digital del escritor Luis López Nieves


Recibe gratis un cuento clásico semanal por correo electrónico

Regreso

[Cuento - Texto completo.]

Augusto Roa Bastos

El resplandor del fuego destacaba el torso enflaquecido pero bien formado de José de la Cruz Godoy. Sus brazos largos se movían incansablemente arrojando leña a las hornallas de la caldera. El hambre y las penurias de cinco años de aventuras por las costas apenas habían conseguido demacrar ese rostro de expresión todavía infantil, en el que los ojos rasgados y oscuros brillaban voluntariosamente. El sudor, al aceitarlo, suavizaba las firmes facciones: el mentón partido al medio, la boca grande, el labio superior delgado y pálido, la nariz afilada y ligeramente aguileña con las aletas palpitantes por la agitada respiración, los pómulos muy marcados, la frente algo inclinada hacia atrás bajo el pelo negro y enmarañado. Una gracia fuerte y elástica de animal joven vibraba en su cuerpo adolescente. El pantalón de sarga a rayas y muy ajustado se pegaba con el sudor a las piernas nervudas. La cintura ceñida fuertemente por una faja india era de una delgadez asombrosa. Lacú Godoy no tendría más de quince años, pero su piel había envejecido más rápidamente que él. El sol del tórrido Norte y las fiebres la habían vuelto mate y terrosa. Al girar y agacharse para recoger la leña, el fuego mostraba en el pecho, en la espalda y hasta el cuello largo y flaco las huellas de las correrías del muchacho: lamparones oscuros que los contramaestres del cabotaje y los espinos y capataces del Chaco habían ido estampando en ese pergamino vivo. El compañero, en cambio, era endeble y raquítico. De la misma edad que él, parecía sin embargo más viejo y, al mismo tiempo, más niño. Tenía el pecho hundido y las espaldas cargadas, los ojos apagados y tristes, llenos de pasividad y resignación. Era flaco y larguirucho, parecido a una lombriz; por eso se le llamaba Sevo’í. No se le conocía otro nombre. Tal vez ni él mismo se acordaba ya del verdadero. Era uno de esos seres cenicientos que pasan por la vida como una leve ráfaga anónima. Una gota humana resbalando sobre el filo de un cuchillo.

Sevo’í no tenía pantalón de sarga ni faja india. Sus piernas flotaban en una especie de calzoncillo de lienzo, desecho de algún peón obrajero, demasiado grande para él; una camiseta rotosa de la misma tela le cubría el pecho. Apenas podía con el trabajo y se interrumpía a menudo para toser. En los descuidos del cabo foguista, Lacú lo ayudaba y trataba de animarlo con sus gestos y palabras.

La cantidad de leña que el cabo les había asignado fue mermando poco a poco. Después de unas tres horas de trabajo, Lacú arrojó al fuego el último trozo y se restañó el sudor con las manos.

Sevo’í se dejó caer sobre una pila de leña a medio terminar. Por entre el estrépito de las máquinas surgió la voz bronca y estropajosa del cabo:

—Ahora vayan a refrescarse afuera. Estamos por llegar a Antequera y allí, sobre la barranca, nos espera una buena partida de rajas que tenemos que cargar al barco.

Los dos muchachos empezaron a trepar por la escalera de hierro. Lacú hizo que Sevo’í subiera primero. Siempre trataba de resguardarlo, de ponerse entre él y los demás. El viaje se estaba poniendo muy duro.

El cabo foguista arrojó al fuego con un fuerte chasquido el tabaco que mascaba, se pasó el dorso de la mano por la boca y prosiguió con evidente satisfacción:

—Ustedes dos trabajarán en el agua. Para eso son los «invitados de honor».

Los otros dos fogoneros, negros de hollín y barbudos, celebraron con adulonería la ocurrencia del jefe.

—Ko’ä mita’í tarová… —dijo uno de ellos moviendo la cabeza sin el menor dejo de emoción en las palabras.

Lacú tocó con los dedos el talón de su compañero que se había detenido en mitad de la escalera y lo urgió a subir con un gesto.

La voz del cabo les llegó aún desde abajo:

—Quedate por ahí cerca, aña membî-cuera… No te vayan a dormir. ¡Y cuidado, pendejo, de meterte ustedes con lo’ prisionero!

Una bocanada de aire fresco, casi helado para ellos que salían de una temperatura de horno, les golpeó primero el rostro, luego el torso chorreante de sudor, por entre los guiñapos. Salieron y se tendieron cerca de la escotilla, para poder oír los gritos del foguista, por si acaso. Sevo’í se estremeció de pies a cabeza en el hálito frío de la noche. Tenía la blusa abajo, junto con la de Lacú, entre la leña. Pero prefirió sufrir el fresco relente a bajar a buscarla y encontrarse con el cabo.

Lacú se tumbó boca arriba. Más que por el trabajo, se sentía molido por los coscorrones y las patadas del cabo. El hambre también le punzaba sordamente el estómago. Sevo’í estaba aplastado por todas estas cosas juntas. Así venían viajando desde Puerto Guaraní; era el precio del pasaje hasta Asunción. Lacú era ducho en esta clase de viajes; le habían permitido conocer casi todo el litoral del Alto Paraguay, yendo de puerto en puerto en los barcos de cabotaje. Se deslizaba en ellos de cualquier manera; sus recuerdos eran ilimitados. Quería y sabía andar de un lado a otro. Si le descubrían ofrecía «pagar su viaje» abajo, cargando leña en las hornallas, o bien se arrojaba al río para ganar la orilla y esperar otro barco en que tuviera «más suerte». Eran cosas que las decidía al momento, a golpes de súbita inspiración. Pero ahora lo tenía a su lado a Sevo’í y debía cuidarlo y protegerlo.

Lacú recordaba sobre todo uno de estos viajes. Había subido en Concepción en un barco de carga de bandera brasileña. Lo descubrieron en seguida y lo llevaron a presencia del comisario, un hombre gordo y bestial, de típicos rasgos mulatos. Le extrañó que el comisario lo tratara con una suavidad que era inconcebible en esta clase de gente. Le hizo algunas preguntas y despidió al contramaestre:

—Deixa o rapai, Afranio. Eu quero jalar com ele.

El contramaestre miró de reojo al muchacho, sonrió maliciosamente y se alejó. Lacú no quería salir de su asombro. Jamás había comenzado un viaje con una «suerte» semejante. Estuvo sentado toda la tarde en el camarote del comisario que revisaba y anotaba sus planillas mirándolo de tanto en tanto fijamente con los ojos inyectados en sangre.

A la noche, Lacú tuvo que escaparse del camarote del comisario y arrojarse al agua dando un gran salto sobre la borda.

Fue el primer fracaso. Desde entonces se volvió más precavido, sin perder su optimismo y su voluntad de aventuras. Sabía que no toda la gente era así. Él se había alejado de su casa a los once años para «descubrir el mundo»; pero ésa y sucesivas experiencias lo pusieron en camino de descubrir que en el mundo no hay nada peor que la maldad humana. De todos modos no quería darse por vencido.

Siempre iba a tener ejemplos incomparables en que apoyar su confianza en los otros: el de su madre, el de su hermano Pedro, el de este mismo Sevo’í, que tosía a su lado; una pobre cosa sufrida y doliente, harapienta, casi inútil, pero también un ser humano infinitamente puro y poderoso en su misma bondad natural. Eso era lo que nada ni nadie, ni siquiera la muerte, iba a poder destruir. Porque lo mejor de cada uno, pensaba en ese momento con los brazos bajo la nuca y los ojos clavados en las fijas estrellas, tiene que reunirse y sobrevivir de alguna manera en lo mejor de los demás, a través del temor, del odio, de las dificultades y de la misma muerte…

Había visto mucho y estaba seguro de que era así, pese a las momentáneas desilusiones.

Pensó con emoción en su casita de Asunción, situada detrás de la estación del ferrocarril. Cerró los ojos y le pareció aspirar el perfume del jazmín que trepaba por la ventana de la calle. Pensó emocionado en su madre a quien la miseria y la desgracia no le habían hecho perder su lealtad a la vida, su serenidad imperturbable. Pensó deslumbrado en su hermano Pedro, alto, joven, gallardo, embutido en su uniforme azul de cadete de la Escuela Militar. Lo volvía a ver en las mañanas de los domingos atravesando con paso elástico y marcial el barrio casi indigente donde vivían, seguido desde las ventanas por las miradas codiciosas de las muchachas. La figura de Pedro era casi un espejismo, flotando sobre esa calle malamente empedrada, avanzando bizarramente a lo largo de la acera de casas bajas y manchadas por la pobreza. Abría la puerta y…

—¡Mamá…, Lacucito! ¿Dónde pikó están?

La casita entera se llenaba de resplandor de ese uniforme azul con vivos y guarniciones anaranjadas y de la risa franca y sonora del cadete. Se sacaba el yatagán y lo dejaba a Lacú tenerlo un momento. Los diez años del chico temblaban con el peso misterioso del espadín, mientras Pedro se lavaba la cara en una palangana con el agua fresca del pozo.

Pedro también era bueno. Era un poco petulante, pagado de sí mismo, consciente de su irresistible atractivo tal vez; pero no era superficial, ni tonto ni egoísta. Pedro era capaz, en un momento dado, de llegar al mayor de los heroísmos con una sonrisa en los labios Así había muerto también el padre —a quien Lacú no llegó a conocer— en otra guerra civil, conquistando el ascenso póstumo a capitán. El episodio era memorable: el teniente Godoy había llenado de bombas el ténder de una locomotora y tripulándola él mismo la lanzó contra las líneas enemigas en un raid suicida que dio a los revolucionarios su única victoria.

Pedro era consciente de esa responsabilidad y sentía en su sangre y en su sensibilidad la obligación de ser digno del legado de dignidad y coraje de su padre.

Pero ese uniforme azul y dorado resplandecía excesivamente en la casita, tanto como era excluyente la personalidad de Pedro. A los once años, Lacú, el pequeño pero animoso José de la Cruz Godoy, sintió él también la necesidad imperiosa de hacer algo más que mirar el mundo desde «bajo las polleras de mamá» —como le decía Pedro—. Partió. Mejor dicho, se fugó. Y no estaba arrepentido. Lo que había visto le compensaba con creces los sacrificios sufridos. Había aprendido mucho. Como si hubiera leído de golpe todos los librotes de Pedro. Y eran lecciones frescas, inolvidables.

Además, le traía a su madre un opulento regalo: un billete de cien patacones cosido con grandes hilvanes en uno de los pliegues de su blusa. No iba a llegar a su casa con las manos vacías. Y también le llevaba otro hijo, el dulce, el manso Sevo’í.

—Mamá Ira te cuidará bien —le dijo en un susurro.

Y pronto te curarás. Vas a tomar manté mucha leche caliente y comer so’ó todo’ lo día. Mamá ko sabe hacer una mazamorra muy rica.

—¿Seguro pikó, Lacú, que tu mamá me recibirá bien?

—Seguro. Por eso te llevo.

—Pero…

—Sevo’í, oíme bien; sos nikó mi hermano, ¿sí o no?

—Sí… —dijo, y ahogó su tos aplastando su boca contra la plancha del puente.

—No tenés mamá, ¿no es así?

—No, Lacú; yo soy solamente un guacho.

—No; un guacho, no. Sos mi hermano y si yo tengo mi mamá, esa mamá también es tuya. ¿Nda upeichai-pa?

—Jhëe, pero yo ko soy un inútil, un enfermo.

—Despué que te sane, me ayudará. Trabajaremo ko en cualquier cosa. En Asunción hay mucho que hacer; no es como en el obraje… Lo único que me preocupa —dijo después de una pausa y el tono de su voz se hizo más profundo— es Pegro.

—¿Habrá combatido? A lo mejor…

—Claro. Él e’ oficial. Se habrá recibido hace tiempo.

—No le habrá pasado nada, Lacú. Mucho se salvan en la’ revolucione. No todo mueren…

—Pegro fue siempre muy corajudo. Le gusta el peligro… como a mí. Así ko era papá —y la voz de Lacú tembló con cierto orgullo varonil.

—Estoy seguro de que vive —dijo lentamente Sevo’í, pero con una gran convicción.

—¿Cómo pikó sabe?

—Aquí… —dijo, se incorporó un poco y se tocó el pecho—. Quiero que el hermano de mi hermano viva…

La emoción anuló la voz en la garganta de Lacú. Extendió la mano y oprimió fuertemente la mano de Sevo’í. Le pareció de pronto imposible que pudiera estar conversando de estos temas en el puente de un barco, rumbo a Asunción. El recuerdo del reciente pasado se abatió sobre él.

Recordó que había saltado del barco brasileño frente a la zona de los grandes obrajes del Chaco. La terrible vorágine del tanino lo absorbió como a una partícula de polvo. Atravesó capas y capas de sufrimiento humano. Y encontró que la gente más martirizada era la más buena y noble. Pero encontró también que esta bondad y esta nobleza estaban tan degradadas y envilecidas que eran una cosa inútil y que, a menos que se rebelaran violentamente, seguirían siendo siempre una cosa inútil.

Lacú Godoy llegó hasta las tolderías de los indios y volvió. Si pudo escapar fue solo porque tenía quince años; porque era una partícula volandera de polvo en el polvo eterno del Chaco. Los demás, no. Los demás eran ya gotas humanas mineralizadas, adheridas para siempre al fondo de ese inmenso caldero de tierra en que el tanino hervía lentamente con los hombres, fundidos en un caldo rojo y espeso que los contratistas, los capataces y los capangas revolvían sin cesar con sus «teyú-ruguai», sus parabellums y sus whinchesters. Tenía incrustada en los ojos esa visión terrible mezclada a la otra visión: la del paisaje maravilloso y desolado cuya belleza no podía entender.

En un obraje de Puerto Guaraní conoció al guacho Sevo’í y se prometió a sí mismo salvarlo. Tenía que esforzarse en no perder su esperanza en la gente. Y todo lo que traía de cinco años de peregrinaje por la estepa calcinada del Chaco era ese billete cosido a su blusa, los tremendos recuerdos y ese muchachito tísico a quien deseaba salvar a toda costa. No sabía qué le esperaba, pero estaba seguro de que nada de lo que encontrase iba a ser peor de lo que acababa de dejar.

Un levantamiento armado sorprendió a los dos amigos en Puerto Guaraní. El obraje se despobló en seguida, pese a los esfuerzos que pusieron los capataces para impedir la fuga de los hombres. Ellos sabían que no podían esperar nada bueno del triunfo del movimiento. Pero la peonada se sublevó allí también y triunfó, acudiendo a incorporarse a la otra sublevación que fue ahogada en sangre.

Desde las guarniciones costeras del Norte, los transportes de carga bajaban abarrotados de prisioneros. El «Manduvirá», en el que viajaban Lacú y Sevo’í, era uno de ellos. Desde donde estaban, podían ver la masa oscura de prisioneros agitándose apelotonados en la bodega y podían oír confusamente los ayes de los heridos y enfermos para los cuales no había, no podía haber, ninguna clase de auxilio. También la sed hacía estragos en ese cargamento humano que había sobrevivido a su derrota para morir lentamente de una muerte diez veces más horrible que la que habían dejado atrás.

La abertura de la bodega quedaba exactamente debajo de la escotilla donde estaban tendidos los dos muchachos. Salió la lima y en seguida el viento amainó. Entonces se pudo distinguir mejor a los prisioneros y oír más claramente sus sordas quejas. Dos o tres soldados sentados en el borde de la bodega montaban guardia con ametralladoras livianas sobre las rodillas. Se escuchaban también sus intermitentes insultos. De vez en cuando escupían con sorna sobre los prisioneros que no cesaban de pedir agua con un clamor ronco y suplicante.

Lacú y Sevo’í sintieron que ese clamor les mordía la carne. ¿Cómo poder ayudar a esos infelices que iban muriendo de sed? La luna brillaba claramente en el cielo. Se veían las livianas caras de los prisioneros y en la estela del barco un agitado rebullir de fosforescentes escamas. Los centinelas fumaban tranquilamente; se veía subir el humo de sus cigarros en pequeñas columnas casi verticales. El caño pavonado de las automáticas oscilaba como un dedo negro sobre las cabezas de la bodega. En ese momento Sevo’í tuvo un acceso de tos más prolongado que los anteriores. Sus nervios le estaban traicionando. Lacú volvió a sisear:

—Voy a traerte mba’é tu blusa… Eto ko te va a hacer mal. O mejor bajamo…

—No, Lacú. Vamo’ a ayudar na a esos…

—¿Cómo…?

Sevo’í hizo un gesto con la cabeza mostrando el cielo; después giró lentamente el busto y repitió el ademán. Lacú comprendió en el acto lo que su compañero le quería decir: arriba, la luna avanzaba velozmente hacia una gran masa de nubes que la iba a ocultar muy pronto durante bastante tiempo; abajo, detrás de un rollo de cuerdas, había una lata de aceite vacía. La peligrosa operación de proveer agua a ios prisioneros podía ser intentada con muchas probabilidades de éxito, toda vez que no sobrevinieran complicaciones. Lacú realizó los preparativos con insuperable eficacia.

Cuando las escamas plateadas se apagaron detrás del barco, la lata vacía se hundió en el agua, amarrada al extremo de la cuerda que Lacú comenzó a manipular suavemente. Por fortuna, también el viento volvió a soplar con alguna fuerza en los respiraderos, los palos de las grúas y haciendo oscilar los cables con un chirrido que ponía a cubierto a Lacú de cualquier ruido sospechoso.

Éste izó con éxito el recipiente y lo hizo llegar hasta la bodega. Lacú temió que este primer balde providencial de agua provocara un desorden entre los prisioneros. Pero no sucedió así. El instinto de conservación es asombroso. Los guardianes quedaron perfectamente ajenos a esta lata que subía y bajaba a pocos metros de sus barbas. El propio Sevo’í apenas podía distinguir los despaciosos movimientos de su compañero que siguió llenando incansablemente la lata en el río y pasándola a los prisioneros hasta que la luna reapareció del macizo de nubes que la había ocultado.

Fue también afortunado que Lacú no bajara a la sala de máquinas en busca de la andrajosa blusa de Sevo’í y se pusiera en cambio a dar de beber a los prisioneros. Si hubiera bajado, probablemente habría tenido que pelear con tres hombres y éstos lo habrían matado y después arrojado al agua. Por esos días el río bajaba lleno de cadáveres aureolados por cardúmenes de pirañas. Nadie excepto Sevo’í hubiera notado su desaparición.

Felizmente no miró por la escotilla; se hallaba muy atareado y embebido en su operación. Pero Sevo’í miró sin querer, en un momento en que se había incorporado para toser, y vio en manos del cabo foguista la blusa de Lacú. Vio después que sacaba un cuchillo de entre su faja negra y descosía con él los pliegues de la blusa. Lo último que alcanzó a ver en manos del cabo fue el billete de cien patacones que Lacú llevaba a su madre. Creyó que se iba a desmayar. Volvió a aplastar su cara contra la plancha al tiempo que grandes lágrimas silenciosas caían de sus ojos. «¿Por qué…, por qué…?», gimió para sí mismo Sevo’í, mientras sus puños golpeaban impotentes y sin ruido sobre la plancha de hierro. La luna brillaba impasible en el cielo. Abajo, en la bodega, el grumo apelmazado de los prisioneros se removía apenas. Lacú se dejó caer como una sombra al lado de su compañero y el murmullo de su voz que el guaraní hacía casi musical volvió a decir:

—¿Rejhendupa, Sevo’í? Ahora se oye meno.

—Jhëe…

—Pero ¿qué pikó te pasa? ¿Estás llorando?

—No, Lacú; e’ por el esfuerzo de toser nomá… —pero se cuidó muy bien de contarle lo que había visto.

A lo lejos, hacia el este, en un recodo del río se vio brillar una lucecita: era Antequera. Desde la timonera, cuyo farol verde parecía una luciérnaga suspendida en el aire siempre en el mismo sitio, partieron voces que el viento desdibujó. A proa se encendió un farol rojo; un cabrestante empezó a chirriar.

—Mañana, al amanecer, etaremo en Asunción. Tomaremo en casa un güen desayuno…

Sevo’í no contestó. Se había dormido.

 

Un soldado los ahuyentó con la culata de su máuser.

—¡Retirarse! Aquí no se puede entrar.

—Es mi casa… —dijo Lacú algo intimidado por la actitud del guardia.

—Entonces nde aveí rë’í va’érá mö’á cárcel pe, mita’í…

—¿Por qué? Yo no he hecho nada malo.

—A todos los traidores hay que meterlos en la cárcel y pegarles cuatro balazos.

—Yo acabo de llegar… He estado en el Norte… Hace cinco años…

El guardia pareció suavizarse. Miró fijamente a Lacú que parpadeaba incrédulo en la penumbra rosada del amanecer.

—El teniente Godoy, ¿es tu hermano, por casualidad?

—Sí, e’ mi hermano —respondió Lacú con cierto orgullo. Pensó en su hermano como en una fórmula mágica que podía cambiar de un golpe la situación—. ¡Yo soy el hermano del teniente Godoy! —volvió a repetir imprimiendo autoridad a sus palabras.

El soldado no se cuadró ni mucho menos. Sonrió con sorna, con perversa malicia, cuando le dijo:

—Llegaste justo, mita’í para ver lo que es bueno. Si querés divertirte un poco andá ahora mismo al Bajo del Cabildo.

—Voy a entrar un momento a ver a mamá…

—Tu mamá no está aquí. Anda al Bajo, te digo. Total, aquí no se puede entrar. Esta casa ahora es del gobierno —los ahuyentó amagándoles nuevamente varios culatazos, mientras un sádico destello empañaba sus ojos sucios de mestizo.

Detrás de Lacú, como un sonámbulo, Sevo’í miraba la casa que su amigo le había descrito tantas veces. Todo estaba ahí; la pared blanca de adobe colonial, la enredadera de jazmines en la reja de la ventana, la puerta verde y baja… Pero había algo que Lacú no le había explicado, y ese algo se resistía a entrar en sus ojos que el cansancio y la fiebre habían empujado al fondo de las cuencas. No sabía qué era. Pero estaba allí y era lo más importante de todo. Tal vez el soldado, las palabras del soldado; algo que envenenaba el penetrante aroma de los jazmines y manchaba el alba que se iba extendiendo sobre la ciudad destrozada y silenciosa.

Anduvieron sin ruido sobre las piedras, como si ellos también formaran parte del silencio que se adensaba a lo largo de esas calles y flotaba contra las puertas cerradas o sobre las paredes desmoronadas por los cañonazos. Lacú iba delante con una prisa desasosegada y oscura. Pronto llegaron al Bajo. El soldado no había mentido. Allí abajo se preparaba algo; había mucha gente reunida y un pelotón de soldados en formación. Lacú tomó de la mano a Sevo’í y lo empezó a llevar casi a rastras. Fueron avanzando sobre la barranca de tosca rojiza que rodea al Bajo como una herradura.

A lo lejos el agua de la bahía semejaba una chapa de cobre bruñido, levemente tornasolada.

El reloj de la Catedral dio las seis. Las campanadas se extendieron sonoras sobre el espejo de cobre, vibraron con rumor ondulante sobre las cabezas de los muchachos.

Se detuvieron en un sitio desde donde podrían ver lo que estaba pasando abajo, pero Sevo’í se dejó caer de bruces sobre unos yuyos, aplastando como de costumbre su boca contra el suelo. Delante de él, Lacú con las manos puestas sobre los ojos como viseras observaba fijamente el Bajo. Se oían órdenes militares, los alaridos de una mujer, el rumor de la multitud extrañamente inmóvil. Lacú habló atropelladamente, sin volver el rostro:

—Le han arrancado el sable… Un oficial lo rompe ahora contra sus rodillas… Arroja al suelo los pedazos… Ahora le arrancan las presillas…, el correaje…, la chaqueta… Sevo’í, parece que van… Parece que van a fusilar a un hombre.

Sevo’í levanta los ojos. Hace rato que sabe lo que va a ocurrir. Lo supo de pronto con un dolor mucho más agudo que los anteriores, como si una telita muy delgada se le hubiera rasgado alrededor del corazón. Por eso se tiró de bruces. Para no ver…

Contra la claridad del amanecer mira recortarse la firme y flexible silueta de su amigo, de este amigo que lo ha traído de tan lejos para vivir. Como si la solidaridad de dos seres puros e inocentes tan solo bastara para anular la violencia y el horror. Ve su blusa que el viento agita, se ve el doblez descosido por el cuchillo del foguista. Recuerda todo en un instante: lo que ha sucedido y lo que va a suceder. Y el peso de todo esto es tan enorme que lo hace cabecear y quedar de bruces nuevamente.

El alarido se hace más agudo. Lacú ve a una mujer de luto que se arrastra a los pies de un jefe militar alto y obeso lleno de entorchados. Se abraza a sus pies y le pide clemencia para el hijo que van a fusilar. El jefe la aparta violentamente con el pie y levanta la mano al oficial que manda el pelotón. Al hombre en camisa lo han puesto de espaldas contra un montículo de tierra. Tiene vendados los ojos.

El oficial grita: «¡Preparen…!». A Lacú le golpea enloquecidamente el corazón. Ha visto morir a los hombres, pero esta forma de matar a un hombre en lo que parece una fiesta le impresiona singularmente, le subleva íntimamente, El oficial grita: «¡Apunten…!». Entonces el hombre se arranca la venda de los ojos, de un manotazo se rasga la camisa y golpeándose el pecho con el puño, grita a su vez. La voz llega nítida y conocida a los oídos de Lacú:

—¡Disparen aquí, cobardes…! ¡Adiós, mamá…! ¡Viva el Paraguay…!

Cuando llegó a Lacú el grito estentóreo de su hermano, la descarga cerrada del pelotón se anuda a su última palabra. Por un instante todavía ve el pecho desnudo de su hermano, bronceado por la luz creciente del alba. Después lo ve desplumarse como un muñeco, mientras él se precipita hacia el Bajo por entre las hendiduras de la barranca.

Solo Sevo’í permanece tranquilo sobre los yuyos, con los ojos abiertos, inmóvil y apacible, como si flotara fuera del mundo. Un segundo antes de dispararse por los fusiles del pelotón la descarga también lo ha fulminado a él.

Tiene los puños cerrados sobre la tosca rojiza. Y su actitud es como si recordara.

*FIN*


El trueno entre las hojas, Buenos Aires, 1953


Más Cuentos de Augusto Roa Bastos