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Reinar después de morir

[Teatro - Texto completo.]

Luis Vélez de Guevara

Personas que hablan en ella:
  • El REY don Alonso de Portugal
  • El PRÍNCIPE don Pedro
  • BRITO, criado
  • Doña Blanca, INFANTA de Navarra
  • Doña INÉS de Castro
  • ELVIRA, criada
  • VIOLANTE, criada
  • El CONDESTABLE de Portugal
  • NUÑO de Almeida
  • EGAS Coello
  • ÁLVAR González
  • ALONSO, niño
  • DIONÍS, niño
  • MÚSICOS
  • CAZADORES

ACTO PRIMERO

                        [En el palacio real de Lisboa]

Salen MÚSICOS cantando, el PRÍNCIPE vistiéndose, y el CONDESTABLE
 
 
MÚSICOS:    "Soles, pues sois tan hermosos,
            no arrojéis rayos soberbios
            a quien vive en vuestra luz,
            contento en tan alto empleo."
PRÍNCIPE:   La capa.
MÚSICO 1:           El príncipe sale.    
MÚSICO 2:   Prosigamos.
PRÍNCIPE:               El sombrero.
 
                                Cantan 
 
MÚSICOS:    "Vuestra benigna influencia
            mitigue airados incendios,
            pues el raudal de mi llanto
            es poca agua a tanto fuego."       
PRÍNCIPE:   ¡Ay, Inés, alma de cuanto
            peno y lloro, vivo y siento!
            Proseguid, cantad.
MÚSICO 1:                 Digamos
            otra letra y tono nuevo.
 
                                Cantan 
 
MÚSICOS:       "Pastores de Manzanares,   
            yo me muero por Inés,
            cortesana en el aseo,
            labradora en guardar fe."
PRÍNCIPE:   Parece que a mi cuidado
            esa letra quiso hacer,   
            lisonjeándome el alma,
            eterna en mi pecho a Inés.
            Volved, volved por mi vida
            a repetir otra vez
            aquesa letra, cantad,    
            que me ha parecido bien.
 
                                Cantan 
 
MÚSICOS:    "Pastores de Manzanares,
            yo me muero por Inés,
            cortesana en el aseo,
            labradora en guardar fe."     
PRÍNCIPE:   Pues los pastores publican
            que tanta hermosura ven
            en la deidad de mi amante,
            con justa causa diré
            que en perderme fui dichoso,       
            en tan soberano bien.
            Siempre que llega al Mondego       
            parece que sólo al ver
            a mi Inés bella, las aves
            quisieran besar su pie.       
            Las plantas de su deidad
            reciben fruto.  No hay mes    
            que en viéndola no sea mayo;
            no hay flor que a su rosicler
            no tribute vasallaje.    
            Si aquesta es verdad, si es
            dueño de aves y plantas     
            y de todo cuanto ve
            el cielo en la tierra hermosa,
            no la lisonjeo en ser    
            también yo su esclavo, amor;
            pues a mi Inés me humillé,     
            pues me rendí a su hermosura
            a voces confesaré,
            diciendo con toda el alma     
            a los que amantes me ve:
            "Pastores de Manzanares,      
            yo me muero por Inés,
            cortesana en el aseo,
            labradora en guardar fe."     
 
                         Sale BRITO, de camino 
 
BRITO:      Déla vuestra alteza a Brito,
            príncipe, a besar sus pies.      
PRÍNCIPE:   Brito, seas bien venido.
            ¿Cómo dejas a mi bien?
BRITO:      Déjame alentar un poco      
            y luego te lo diré,
            que aun no pienso que he llegado,       
            que un rocín de Lucifer
            que el portugués llama posta,
            que jebao llama el francés,      
            y el bridón napolitano
            algunas veces corsier,   
            de tan altos pensamientos,
            que en subiendo encima de él,
            anda a coces con el sol       
            y a cabezada después,
            me trae sin tripas, que todas      
            se me han subido a la nuez,
            a hacer gárgaras con ellas,
            sin lo que toca al borrén   
            que viene haciéndose ruedas
            de salmón. 
PRÍNCIPE:              Calla, no des      
            suspensión a mi cuidado
            sino, dime, ¿cómo fue
            tu viaje?  Cuenta, Brito,     
            que ya deseo saber
            nuevas de mi hermosa prenda.       
            Habla, Brito.
BRITO:                    Bueno, a fe,
            para contarlo quedamos
            solos los dos.
PRÍNCIPE:                  Dices bien.    
            Condestable, despejad;
            y a estos músicos les den,       
            cuando no por forasteros,
            porque han celebrado a Inés,
            mil escudos.
CONDESTABLE:                     Despejad.     
PRÍNCIPE:   Id con Dios.
MÚSICO 1:                   El cielo dé
            a vuestra alteza, señor,
            un siglo de vida, amén.
PRÍNCIPE:   Id con Dios.
MÚSICO 1:                    ¡Qué gran valor!
MÚSICO 2:   ¡Qué cordura!
MÚSICO 1:                   Octavio, ven.         
            No es señor quien señor nace,
            sino quien lo sabe ser.
 
                  Vanse los MÚSICOS y el CONDESTABLE 
 
PRÍNCIPE:   Ya, Brito, quedamos solos;
            dime, ¿cómo queda Inés?
            ¿Cómo la dejaste, Brito?       
            Responde presto.
BRITO:                      A perder
            el sentido cada instante
            que entre tus brazos no esté.
PRÍNCIPE:   ¿Y Alonso y Dionís?
BRITO:                        El uno
            es jazmín y otro clavel,   
            y cada cual es retrato 
            de los dos.
PRÍNCIPE:                Has dicho bien;
            prosigue, prosigue, Brito.
BRITO:      Oye y te la pintaré
            si de tanta beldad puede     
            ser una lengua pincel.
 
               Llegué a Coímbra apenas
            ayer, cuando al blasón de sus almenas
            a un tiempo hicieron salva
            los músicos de cámara del alba,    
            el sol, y luego el día,
            y primero que todos mi alegría.
            Guié los paso luego
            a la quinta, Narciso del Mondego,
            que guarda en dulce empeño      
            la beldad soberana de tu dueño,
            cuando, dando al Aurora
            celos, el sol parece que enamora
            el oriente divino
            de Inés, sol para el sol más peregrino.
            que aun no he llegado creo,
            piso el umbral y en el zaguán me apeo.
            (Que gustan los amantes               Aparte
            que les vayan contando por instantes,
            por puntos, por momentos,    
            las dichas de sus altos pensamientos,
            que brevemente dichas
            no les parece que parecen dichas).
            Al fin al cuarto llego,
            alborozado, sin aliento, y luego  
            a las cerradas puertas,
            sólo a tu amor eternamente abiertas,
            dos veces toco en vano,
            que en este oriente aun era muy temprano;
            si bien tu hermoso dueño,  
            rendida a su cuidado más que al sueño,
            voces dio a las crïadas,
            menos de mi venida alborozadas.
            Perdóneme Violante,
            a quien más debe el sueño que su amante,
            mas yo, como es mi vida,
            la quiero bien dormida y bien vestida,
            esté ausente o presente
            porque mi amor es menos penitente.
PRÍNCIPE:   Pasa, Brito, adelante   
            y con mi amor no mezcles a Violante,
            ni burlas con mis veras,
            que espero nuevas de mi bien.
BRITO:                                  Esperas
            las que siempre procuro
            yo traerte, ¡vive Dios!  Al fin el muro, 
            el oriente dorado
            de aquel sol, de aquel cielo, franqueado,
            sin reparo ninguno,
            corro los aposentos uno a uno
            y no paro hasta donde   
            está la esfera que tu sol esconde;
            su amor me desalumbra,
            y sin la permisión que se acostumbra,
            verla y hablarla trato,
            que el alborozo precedió al recato.  
            Entro, al fin, sin sentido,
            y en el dorado tálamo que ha sido
            teatro venturoso
            más de tu amor que del común reposo,
            amaneciendo entonces    
            y enamorando mármoles y bronces,
            los ojos en estrellas,
            en nieve y nácar las mejillas bellas,
            en claveles la boca,
            la frente y manos en cristal de roca,
            en rayos los cabellos,
            entre Alonso y Dionís, tus hijos bellos,
            asidos a porfía
            --por maternal terneza o compañía--
            del cuello de alabastro,     
            deidad admiro a doña Inés de Castro;
            aurora en carne humana,
            taraceado abril con la mañana,
            todo un cielo abreviado
            y al sol de dos luceros abrazado.      
            Quedé tierno y dudoso,
            que, como de aquel árbol generoso 
            tan hermoso pendían,
            racimos de diamantes parecían;
            ella, amor ostentando,  
            aunque de honestidad indicios dando
            a la nieve divina,
            de púrpura corriendo otra cortina,
            que de tales mujeres
            siempre son los recatos sumilleres;
            más encendida aurora,
            sobre las almohadas se incorpora,
            y ya, como embarazos,
            deja a Dionís y Alonso de los brazos,
            que de sentido ajenos,  
            favores y ternezas no echan menos,
            tanto en tan dulce empeño
            pueden los pocos años con el sueño;
            y con ansia infinita,
            antes que una palabra me permita,      
            ni besarla una mano
            --recato portugués o castellano--
            me dijo:  "¿Cómo dejas
            a Pedro, Brito?"  Y con celosas quejas
            prosiguió, más hermosa   
            que lo está una mujer que está celosa, 
            porque han dado los celos
            hasta el color que viste a los cielos,
            tu tardanza culpando
            en Santarén con doña Blanca, cuando
            tu padre la ha traído
            para tu esposa.
PRÍNCIPE:                 Perderé el sentido,
            Brito, si Inés no fía
            todo su amor a toda el alma mía.
            Primero verá el cielo      
            su vecindad de estrellas en el suelo,  
            verá la noche fría
            que puede competir al claro día,
            que falte la firmeza
            con que yo adoro a Inés.   
BRITO:                             Oiga tu alteza.
            Basta, basta, no ofusques
            mi relación ni imposibles busques
            mal guisados, ni modos,
            que yo los doy por recibidos todos,
            y lo mismo hará el dueño      
            por quien me he puesto en semejante empeño.
            Al fin escucha atento.
PRÍNCIPE:   Prosigue.
BRITO:                  Como digo de mi cuento...
PRÍNCIPE:   Acaba.
BRITO:                Ven conmigo;
            la tal Inés, en la ocasión que digo,
            finezas y ansias junta,
            y entre falsa y celosa me pregunta;
            "Dime, Brito, ¿es bizarra
            doña Blanca la infanta de Navarra,
            de Pedro nueva empresa,      
            que viene a ser de Portugal princesa?"
            Yo la respondo entonces,
            haciéndome de pencas y de gonces:
            "Aunque Blanca no es muy fea,
            es contigo muy poca taracea,      
            moneda mal segura
            que no puede correr con tu hermosura,
            y si intenta igualarse
            contigo, muy de noche ha de pasarse."
            En esto despertaron     
            Dionís y Alonso, y juntos preguntaron
            a una vez por su padre;
            enternecióse oyéndolos la madre;
            o fuese amor o celos,
            tocó a anegar en lágrimas dos cielos,
            y en lluvias tan extrañas,
            sartas de perlas hizo las pestañas
            que en sus luces hermosas
            de perlas se volvía mariposas,
            y abrasándose en ellas     
            granizaron los párpados estrellas;
            y viendo contra el día
            que abajo tanto cielo se venía,
            calmando sus recelos
            dile tu carta y serenó sus cielos.   
            Cedióse a su alegría,
            convaleció de su tristeza el día,
            quedó el sol sin nublado,
            porque del desperdicio aljofarado
            al último suspiro     
            mucho cristal sobró para zafiro.
            Tomó el pliego y besóle,
            y tres o cuatro veces repasóle
            con señas diferentes
            --que es costumbre de espías y de ausente--.
            Pidió la escribanía,
            volvió otra vez a perturbarse el día,
            los cielos se cubrieron,
            a la tinta las lágrimas suplieron
            y mientras escribía,  
            un alma en cada lágrima cabía,
            siendo en tantos renglones
            las almas muchas más que las razones;
            cerró llorando el pliego,
            sellóle, despachóme y partí luego
            otra vez por la posta,
            pareciéndome el mundo senda angosta,
            y con el "fuera, aparta,"
            entré por Santarén y ésta es su carta.
 
PRÍNCIPE:      Levanta, Brito, del suelo,     
            que sólo tú puedes dar
            tal alivio a mi pesar,
            tal fin a mi desconsuelo.
               Toma esta cadena, Brito,
            en tanto que a besar llego   
            las letras de aqueste pliego
            que Inés con el llanto ha escrito.
BRITO:         Besa muy enhorabuena,
            mientras que, tomada a peso,
            primero yo también beso    
            las letras de esta cadena.
               ¡El rey!
PRÍNCIPE:               ¿Mi padre?
BRITO:                        Señor,
            él mismo.
PRÍNCIPE:              El pliego guardaré
            de Inés.
BRITO:              Y yo a guardar iré
            mi cadena, que es mejor.     
 
                        Sale el REY don Alonso 
 
REY:           ¿Príncipe?
PRÍNCIPE:                ¿Señor?
REY:                        ¿Qué hacéis?
PRÍNCIPE:   ¿Vos aquí?
REY:                   No hay que admiraros
            de que venga yo a buscaros,
            Pedro, pues vos no lo hacéis.
               Yo os quisiera hablar despacio.     
PRÍNCIPE:   (Hoy corre mi amor fortuna).          Aparte
 
                                A BRITO 
 
REY:        ¿Quién sois vos?
BRITO:                         Señor, soy una
            sabandija de palacio. 
REY:           ¿De qué al príncipe servís?
BRITO:      De mozo fidalgo.
REY:                        Bien,   
            ¿de camino estáis también?
BRITO:      Soy su maza.
REY:                      ¿Qué decís?
BRITO:         Que voy siempre con su alteza
            adonde quiera que va.
REY:        Y aun donde no va.
BRITO:                          Esa es ya     
            maliciosa sutileza.
REY:           Algo desembarazado
            sois.
BRITO:              Sí, señor poderoso,
            que en palacio al vergonzoso
            siempre el refrán ha culpado.   
REY:           ¿Cómo os llamáis?
BRITO:                        Brito.
REY:                                ¿Vos
            sois Brito?  Quien sois sé,
            sois hombre de mucha fe.
BRITO:      Eso sí, señor, por Dios,
               porque con ella he servido     
            a su alteza, como ya 
            de mí satisfecho está.
PRÍNCIPE:   Es Brito muy entendido,
               con razón le estimo y quiero,
            téngole notable amor.      
REY:        Para que le hagáis favor
            no habrá menester tercero,
               que en esto debe tener
            gran maña y agilidad.
BRITO:      Mintió a vuestra majestad  
            quien fe de ese parecer,
               que a su alteza no le han dado
            tan poca parte los cielos,
            que haya menester anzuelos
            en el ardid del crïado.      
               No me ha menester a mí
            para ninguna facción,
            porque los méritos son
            siempre terceros de sí;
               y cuando en alguna se halle    
            dificultosa de obrar,
            no ha de ir, ni es justo, a buscar
            alcahuetes a la calle.
               Porque el príncipe es humano
            y alguna vez se enamora,     
            aunque a esta plaza hasta agora
            no le he tomado una mano.   
               Vuestra real majestad
            perdone estas baratijas,
            porque hasta en las sabandijas    
            la defensa es natural.
               Y adiós, que contra cautelas
            de palacio asisto en mí,
            que estoy indecente así
            con botas y con espuelas.    
 
                              Vase BRITO 
 
REY:           Pedro, los que hemos nacido   
            padres y reyes, también
            hemos de mirar al bien
            común más que al nuestro.
PRÍNCIPE:                       Ha sido,
               padre y señor, atención    
            debida a esa majestad.
            ¿Qué me mandáis?
REY:                     Escuchad.
            Veréis que tengo razón.
 
               Yo os he casado en Navarra
            con la infanta, que Dios guarde;  
            y en Lisboa, a vuestras bodas
            se han hecho fiestas y tales
            que todos nuestros fidalgos
            procuraron señalarse
            dando muestras con su afecto      
            de ser nobles y leales.
            Después que llegó la infanta
            he reparado que sale
            a vuestro rostro un disgusto
            que os divierte de lo afable,     
            os retira de lo alegre,
            y sólo pueden llevarse
            aquestos extremos, Pedro,
            con el mucho amor de padre.
            Doña Blanca disimula,      
            y aunque la causa no sabe,
            piensa sin duda que es ella
            causa de vuestros pesares.
            Hacedme gusto de verla
            con amoroso semblante;  
            príncipe, desenojadla,
            que es vuestra esposa, no halle,
            cuando con vos tanto gana,  
            el perderse en el ganarse.
            Yo os lo ruego como amigo,   
            os lo pido como padre,
            os lo mando como rey,
            no deis lugar a enojarme.
            Ella viene, aquí os quedad,
            prudente sois, esto baste.   
 
                              Vase el REY 
 
PRÍNCIPE:   ¡Ay Inés, cómo por ti,
            loco, rendido y amante,
            ni admito la corrección
            ni hay ventura que me cuadre!
 
                            Sale la INFANTA 
 
INFANTA:    Guarde Dios a vuestra alteza.     
PRÍNCIPE:   ¿Señora?
INFANTA:            ¿Príncipe?
PRÍNCIPE:                    Dadme
            la mano a besar.
INFANTA:                  Señor,
            deteneos.  No es galante
            acción que beséis mi mano,
            cuando advierto que no sale  
            ese cortesano afecto
            de marido ni de amante.
            Yo, señor, soy vuestra esposa
            y debéis considerarme
            reina ya de Portugal    
            si fue de Navarra infante.
PRÍNCIPE:   (Eso no, viviendo Inés).            Aparte
            Señora, sólo un instante
            os suplico que me deis
            audiencia; sentaos y hable   
            el alma, que muda ha estado
            hasta poder declararse.
INFANTA:    Decid.
PRÍNCIPE:         Atended. 
INFANTA:                 Ya oigo.
            Pasad, Príncipe, adelante.
PRÍNCIPE:   Casé, señora, en Castilla,    
            obedeciendo a mi padre,
            primera vez con su infanta,
            que en globos de estrellas yace.
            Tuve de esta dulce unión
            un hijo, y puesto que sabe   
            vuestra alteza estos principios,
            paso a lo más importante.
            Cuando mi difunta esposa
            vino conmigo a casarse,
            pasó a Portugal con ella   
            una dama suya, un ángel,
            una deidad, todo un cielo;
            perdóneme que la alabe,
            vuestra alteza, en su presencia,
            que informada de sus partes  
            importa, porque disculpe
            osadas temeridades
            cuando advertida conozca
            las causas de efectos tales.
            Era al fin por acabar   
            la pintura de esta imagen,
            el retrato de este sol,
            de este archivo de deidades,
            doña Inés de Castro Coello 
            de Garza, que con su padre   
            pasó a servir a la reina,
            mejor dijera a matarme;
            y aunque siempre su hermosura
            fue una misma, ni un instante
            me atreví, señora, a verla    
            con pensamientos de amante,
            que a sola mi esposa entonces
            rendí de amor vasallaje,
            hasta que crüel la Parca
            le cortó el vital estambre.     
            Muerta mi esposa, trató
            casarme otra vez mi padre
            con vuestra alteza, señora,
            que el cielo mil siglos guarde,
            sin que este segundo intento      
            conmigo comunicase;
            yerro que es fuerza que agora
            vuestro decoro le pague,
            y le sienta yo, por ser
            vuestra alteza a quien se hace    
            la ofensa; que el sentimiento
            no será bien que me falte
            a tiempo que por mi causa
            padecéis tantos desaires. 
            (Confusa, hasta ver el fin,           Aparte
            será fuerza que se halle.
            Mas supuesto que es forzoso
            el decirlo y declararme,
            rompa el silencio la voz
            pues que no puedo excusarme).     
               Muerta, señora, ya mi esposa amada,
            querida tanto como fue llorado,
            pasados muchos días de tormento,    
            difunto el gusto y vivo el sentimiento,
            en un jardín, al declinar el día,  
            mis imaginaciones divertía,
            mirando cuadros y admirando flores,
            archivos de hermosuras y de olores.
            Al doblar una punta de claveles,
            de esta hermosa pintura los pinceles,
            al pasar por un monte de azucenas,
            que mirar su blancura pude apenas,
            porque la candidez de su hermosura
            la vista me robó con la blancura;
            y en una fuente hermosa,     
            que tendía el remate de una rosa,
            para su adorno un fénix de alabastro,
            vi a doña Inés de Castro,
            que al margen de la fuente
            se miraba en el agua atentamente;      
            y olvidado de mí, viendo mi muerte
            en su deidad, la dije de esta manera:
 
               "Nunca pensé que pudiera,
            muerta mi esposa, querer
            en mi vida otra mujer,  
            ni que otro cuidado hubiera
            con que el dolor divirtiera
            de mi pena y mi dolor;
            pero ya he visto en rigor,
            advirtiendo tu deidad,  
            que aquello fue voluntad,
            y aquesto sólo es amor.
               ¿Cómo puede ser --¡ay cielos!--
            que en mi casa haya tenido
            el mismo amor escondido,     
            sin que remontase el vuelo
            a su atención mi desvelo?
            ¿Cómo este bien ignoré?
            ¿Cómo ciego no miré,
            cómo en esta luz hermosa   
            no fui incauta mariposa,
            y cómo no te adoré?"
               Hice este discurso apenas,
            cuando a mirarme volvió
            el rostro, y entonces yo     
            puse silencio a mis penas.
            Heladas todas las venas,
            quedé, mirándola, helado;
            ella, el aliento turbado,
            quiso hablar, hablar no pudo,     
            quedó suspensa y yo mudo,
            en su imagen transformado.
               El alma al verla salió
            por la puerta de los ojos,
            y a sus plantas, por despojos,    
            las potencias le ofreció;
            el corazón se rindió
            sólo con llegar a ver
            esta divina mujer,
            y ella, viéndome rendido   
            y en su hermosura perdido,
            pagó con agradecer.
 
               Desde este instante, señora,
            desde aqueste punto, infanta,
            hicimos tan dulce unión    
            reciprocando las lamas,
            que girasol de su luz,
            atento a sus muchas gracias,
            vivo en ella tan unido
            debajo de la palabra    
            y fe de esposo, que amor
            cuando perdido se halla,
            para poderla cobrar
            se busca entre nuestras ansias.
            En una quinta que está     
            cerca del Mondego, pasa
            ausencias inexcusables,
            solamente acompañada
            a ratos de mi firmeza
            y siempre de mi esperanza.   
            Tenemos de aqueste logro
            de Cupido, de esta llama
            del ciego dios, dos infantes,
            dos pimpollos y dos ramas,
            tan bellos, que es ver dos soles  
            mirar sus hermosas caras.
            Querémonos tan conformes,
            son tan unas nuestras almas,
            que a un arroyo o fuentecilla
            adonde algunas mañanas     
            sale a recibirme Inés,
            todos los de la comarca
            llaman, por lisonjearnos,
            el Penedo de las ansias.
            En fin, señora, mi amor    
            es tan grande que no hay planta
            que para amar no me imite,
            no hay árbol que con las ramas
            esté tan unido como
            lo estoy con mi esposa amada.     
            Y aunque parezca desaire
            a vuestra alteza contarla
            aqueste empleo, he advertido
            que es mejor, para obligarla,
            cuando engañada se advierte,    
            decirlo y desengañarla,
            pues cuando de Portugal
            no sea reina, en Alemania,
            en Castilla y Aragón,
            hay príncipe que estimaran      
            saber aquesta ventura
            que habéis juzgado a desgracia;
            y porque me espera Inés
            y culpará mi tardanza,
            dadme licencia, señora,    
            que a verme en su cielo vaya,
            pues es bien que asista el cuerpo
            allá donde tengo el alma.
 
                           Vase el PRÍNCIPE 
 
INFANTA:       ¿Han sucedido a mujer
            como yo tales desaires?      
            ¿cómo es posible que viva
            quien ha oído semejante
            injuria?  ¡Al arma!  ¡Venganza!
            Despida el pecho volcanes
            hasta quedar satisfecha.     
            Muera conmigo quien hace
            que a una infanta de Navarra
            el decoro le profanen.
 
            ¡Que una mujer celosa y agraviada
            sola consigo mismo es comparada!
            ¡Que si la aflige amor y acosan celos,
            aun seguros no están de ella los cielos!
 
                            Vase la INFANTA 
 
                    [En la quinta cerca del Mondego] 
 
            Salen INÉS, en traje de caza, con escopeta,
                          y VIOLANTE, criada 
 
VIOLANTE:      ¿No estás cansada, señora?
INÉS:       Sí, Violante, y triste estoy;
            hacia el Mondego me voy,     
            que el sol el ocaso dora;
               y antes que sea más tarde,
            pues Pedro no viene, quiero
            retirarme.
VIOLANTE:              Siempre espero
            que hagas de tu gusto alarde,     
               sin cuidados amorosos.
INÉS:       Violante, no puede ser,
            que en la que llega a querer
            no hay instantes más gustosos
               que los que da a su cuidado.   
            ¿Qué será no haber venido
            mi Pedro?
VIOLANTE:              Le habrá tenido
            el rey, su padre, ocupado;
               desecha ya la tristeza
            que te aflige.
INÉS:                   No te asombre;      
            que, aunque Pedro es rey, es hombre,
            y temo olvidos.
VIOLANTE:                  Su alteza
               sólo en ti vive, señora,
            sólo tu amor le desvela.
INÉS:       Como el pensamiento vuela,     
            hizo este discurso agora.
               Violante, advierte mi pena;
            que no temo sin razón,
            ni esta profunda pasión
            es bien que la juzgue ajena;      
               el príncipe, mi señor,
            aunque amante le he advertido,
            se ve, Violante, querido,
            y esto aumenta mi temor;
               advierto que está delante,   
            contrastando mi fortuna,
            una hermosa Venus, una
            Blanca, de Navarra infante;
               su padre quiere casarle,
            aunque casado se ve,    
            y puede ser que mi fe
            llegue, Violante, a cansarle;
               mira tú si mi fortuna
            infelice puede ser,
            que a la más cuerda mujer  
            se la doy de dos la una;
               toma la escopeta allá,
            ya que ésta la quinta es.
VIOLANTE:   Descansa, señora, pues.
INÉS:       Todo disgusto me da.      
VIOLANTE:      ¿Quieres, señora, que cante,
            para divertir tu pena,
            una letra nueva y buena
            que te alegre?
INÉS:                  Sí, Violante;
               canta, y no por alegrar   
            mi pena te lo consiento,
            sino porque a mi tormento
            quisiera un rato aliviar.
 
                                Cantan 
 
VIOLANTE:      Saüdade minha,
            ¿cuándo vos vería?  
INÉS:       Diga el pensamiento,
            pues sólo él siente,
            adorado ausente,
            lo que de vos siento;
            mi pena y tormento      
            se trueque en contento
            con dulce porfía.
               Saüdade minha,
            ¿cuándo vos vería?
VIOLANTE:      Minha saudade   
            caro senhor meu
            ¿a quem direi eu
            tamanha verdade?
            Na minha vontade
            de noite e de dia  
            siempre vos veria.
               Saüdade minha,
            ¿cuándo vos vería?
 
                            Sigue hablando 
 
               Parece que se ha dormido,
            y con paso diligente    
            vuelve atrás la hermosa frente,
            todo el curso suspendido.
               Dejarla quiero al beleño
            de este descanso, entre tanto
            que da tregua a su llanto,   
            árboles guardadla el sueño.
 
              Vase y sale el PRÍNCIPE don Pedro con BRITO 
 
PRÍNCIPE:      Gracias a Dios, Brito amigo,
            que he salido a ver mi bien.
            ¿Quién fue más dichoso, quién
            pudo igualarse conmigo?      
               ¿Posible es, Brito, que estoy
            donde pueda ver mi esposa,
            entre cuya llama hermosa
            simple mariposa soy?
BRITO:         Tan posible, que llegamos      
            a la quinta que está enfrente
            del Mondego.
PRÍNCIPE:                 Aguarda, tente.
BRITO:      ¿Has visto algo entre los ramos?
PRÍNCIPE:      ¿No ves a Inés celestial
            que aquí a la vista se ofrece?  
BRITO:      Que está dormida parece
            al margen de aquel cristal
               que la fuente vierte.  Calla.
            No la despiertes, señor.
PRÍNCIPE:   Díselo, Brito, a mi amor.  
BRITO:      Luego, ¿quieres despertalla?
PRÍNCIPE:      Quiero, Brito, y no quisiera
            impedirla el descansar.
BRITO:      Será lástima inquietar
            su sosiego.
 
                              Soñando 
 
INÉS:                  Tente, espera...      
PRÍNCIPE:      Parece que habla.
BRITO:                       Estará,
            señor, entre sueño hablando.
PRÍNCIPE:   ¿Qué estará mi bien soñando?
BRITO:      Contigo el sueño será.
INÉS:       ¡Que me mata, tente, aguarda!  
            ¡Alonso, Dionís, Violante!
PRÍNCIPE:   Deja, Brito, que adelante
            pase, porque ya se tarda
               mi deseo en ver despierto
            mi hermoso sol.
BRITO:                     Llega pues,   
            pero despertar a Inés
            será grande desacierto.
INÉS:       No me maten tus rigores;
            ¿por qué me quitas la vida?
            Pedro, Pedro de mi vida,     
            esposo, mi bien.
PRÍNCIPE:                Amores,
               mucho he debido al pesar
            que en ti ha ocasionado el sueño,
            pues te trajo, hermoso dueño,
            en mi pecho a descansar.     
INÉS:       ¡Pedro, señor, dueño amado!
PRÍNCIPE:   ¿Qué tienes, Inés?
 
                               Despierta 
 
INÉS:                            Soñaba
            que la vida me quitaba...
PRÍNCIPE:   ¿Quién?
INÉS:                    Un león coronado,
               y a mis dos hijos, --¡ay cielo!--
            de mis brazos ajenaba
            y airado los entregaba
            --aun no cesa mi recelo--
               a dos brutos que inhumanos
            los apartaron de mí.  
PRÍNCIPE:   ¿Eso, Inés, soñaste?
INÉS:                            Sí.
PRÍNCIPE:   Fueron tus recelos vanos,
               desecha, Inés, el dolor,
            cóbrate más valerosa,
            si bien estás más hermosa     
            con el susto y el temor.
INÉS:       ¿Eres mío?
PRÍNCIPE:                Tuyo soy.
INÉS:       Y tuya me fe será.
BRITO:      ¿Adónde Violante está?
            A pedirla celos voy.    
 
                              Vase BRITO 
 
INÉS:       Nunca como hoy, dueño mío,
            temí de mi amor mudanzas,
            no porque de ti no fío,
            sino por ser desdichada.
            Apenas de nuestra quinta     
            salí a caza esta mañana,
            cuando vi una tortolilla
            que entre los chopos lloraba
            su amante esposo perdido.
            Yo, de verla lastimada,      
            llegué a temer que mi suerte
            no me trajese a imitarla.
            Vi luego que de una vid
            un olmo galán se enlaza,
            y envidiosa de sus dichas    
            también se me turbó el alma.
            Pues un tronco bruto goza
            posesión más bien lograda,
            yo apenas gozo el bien
            cuando todo el bien me falta.     
            Y como en la tortolilla
            he visto más declaradas
            mis sospechas temerosas,
            siendo yo tan desdichada,
            no es mucho, Pedro, que tema      
            llegar a imitar sus ansias.
PRÍNCIPE:   Inés, si el sol en la tierra,
            como produce las plantas,
            infundiera en cada flor
            una deidad, y llegara   
            a reducir las bellezas
            con las de tu hermosa cara
            --que es la mayor, dueño mío--,
            en otra mujer, palabra
            te doy que siendo tuyo  
            en mi corazón no hallara
            ni un cortesano cariño,
            ni una amorosa palabra,
            ni un pequeño ofrecimiento,
            ni un afecto en que mostrara      
            átomos de la afición
            con que te adoro, que tanta
            fuerza tiene tu hermosura
            desde que está retratada
            en mi pecho, que tu nombre   
            tiene por objeto el alma.
            ¿Alonso y Dionís, adónde 
            están?
 
                       Sale ALONSO, niño 
 
ALONSO:             ¿Padre? 
PRÍNCIPE:                    ¡Prenda amada!  
            ¿Y vuestro hermano?
ALONSO:                          Señor,
            ahora merendando estaba,     
            ¿quieres que vaya a llamarle?
PRÍNCIPE:   Sí, mi vida.
INÉS:                   Espera, aguarda.
 
                  Salen BRITO y VIOLANTE alborotados 
 
BRITO:         ¡Señor! ¡Señor! Oye.
PRÍNCIPE:                               Brito,
            ¿qué dices?
VIOLANTE:               ¡Señora!
INÉS:                            ¡Cielos!
            ¿qué es esto?  Dilo, Violante.  
VIOLANTE:   Dilo, Brito, que no puedo.
PRÍNCIPE:   ¿De qué os turbáis?  Hablad ya.
BRITO:      Por la orilla del Mondego
            y el camino de la quinta
            tres coches se han descubierto    
            y del rey parecen.
INÉS:                            ¿Hay
            más desdichas?
PRÍNCIPE:                    Ve en un vuelo
            y reconoce quién es.
BRITO:      Yo ya he visto, aunque de lejos,
            que el rey y la infanta vienen    
            y Alvar González con ellos
            y Egas Coello.
PRÍNCIPE:                Ambos son
            dos traidores encubiertos.
VIOLANTE:   Ya llegan.
INÉS:                  Pues yo me voy
            a retirar.
PRÍNCIPE:                 Deteneos,      
            señora, que estando yo
            con vos, no hay que temer riesgos.

Salen el REY don ALONSO, la INFANTA, ÁLVAR González, EGAS Coello y acompañamiento
  
 
REY:        Aquesta es la quinta, entrar.
            ¡Pedro!
PRÍNCIPE:              Señor, ¿qué es esto?
INFANTA:    Ahora empieza mi venganza.            Aparte
INÉS:       Ahora empiezan mis celos.               Aparte
REY:        Ahora empieza mi castigo.             Aparte      
PRÍNCIPE:   Ahora empieza mi tormento.            Aparte
ÁLVAR:      Ahora se enoja el rey.                Aparte
EGAS:       Ahora se quieta el reino.             Aparte
 
                            Aparte los dos 
 
VIOLANTE:   Ahora te echan a galeras.
BRITO:      Ahora te dan ducientos
            por alcahueta, Violante.
VIOLANTE:   Miente y calle.
BRITO:                         Callo y miento.
REY:        No sé cómo reportarme.   
            En fin, príncipe don Pedro,
            ¿ocasionáis a que haga
            vuestro padre estos excesos
            de salir para buscaros
            fuera de la corte?
INÉS:                       (Cielos,            Aparte
            temiendo estoy su rigor,
            pero con todo yo llego).
            Déme vuestra majestad
            a besar su mano.
REY:                     (¿El cielo               Aparte
            mayor belleza ha formado?    
            De mirarla me enternezco).
            ¿Cómo os llamáis?
INÉS:                     Doña Inés
            de Castro.
REY:                   Alzaos del suelo.
INÉS:       Quien a vuestros pies se ve
            goza, señor, de su centro,      
            pues en ellos...
REY:                     Levantad.
INÉS:       ...toda mi ventura tengo.
REY:        (¡Qué honestidad, qué cordura!)   Aparte
            ¨Quién es esto caballero?
PRÍNCIPE:   Un deudo cercano mío.      
REY:        También debe ser mi deudo.
            Lindo es.  ¿Cómo os llamáis?
ALONSO:     Alonso, al servicio vuestro.
REY:        Por vuestro abuelo será.
INÉS:       Tiene muy honrado abuelo.      
REY:        Y muy hermosa y muy noble
            madre.
INFANTA:        (¿Qué ha sido esto, cielos?) Aparte
REY:        Vamos.
INFANTA:          (¿A esto el rey me trajo?       Aparte
            Perderé el entendimiento).
REY:        Venid, Infanta.
EGAS:                    Señor,   
            ved que para vuestro reino
            este inconveniente es grande.
ÁLVAR:      Y con este impedimento
            de doña Inés, doña Blanca
            no logrará su deseo   
            de casar en Portugal.
REY:        Ya lo he mirado, Egas Coello;
            mas no es ocasión agora
            de salir de tanto empeño.
ALONSO:     Dadme la mano, señor,      
            y la bendición.
REY:                        ¡Qué bueno!
            ¿Hay más gracioso muchacho?
INFANTA:    (Mis desdichas voy sintiendo).        Aparte
REY:        Adiós, doña Inés.
INÉS:                            Señor,
            guarde mil años el cielo   
            a vuestra real majestad,
            para mi señor y dueño
            de mi albedrío.
REY:                     ¡Inés!
            ¡Cuánto con el alma siento,
            no poder aquí, aunque quiera,  
            mostrar lo mucho que os quiero!
BRITO:      Violante, adiós; que me voy.
VIOLANTE:   Brito, adiós; que lo deseo.
PRÍNCIPE:   Adiós, Inés de mi vida.
INÉS:       Adiós, adorado dueño.      
PRÍNCIPE:   ¡Muerto voy!
INÉS:                  ¡Yo voy sin alma!
PRÍNCIPE:   ¡Qué desdicha!
INÉS:                  ¡Qué tormento!
 
                              Vanse todos

 

FIN DEL PRIMER ACTO


ACTO SEGUNDO

 
                      Salen la INFANTA y ELVIRA, criada 
 
INFANTA:        Esta ya es resolución,
            no me aconsejes, Elvira.
ELVIRA:     Infanta, señora, mira           
            que aventuras tu opinión.
INFANTA:       Aunque lo advierto no ignoro
            también que en desprecio tal,  
            una mujer principal
            atropella su decoro.         
               Deja ya de aconsejarme
            y repara que, agraviada,
            ofendida y despreciada,
            he de morir o vengarme.
               A muchas han sucedido     
            desprecios de voluntad,
            mas no de la calidad
            que yo los he padecido.
               Bien que Inés es muy bizarra,
            y aunque hermosa llegue a verse,  
            no es justo llegue a oponerse
            a una infanta de Navarra,
               que compitiendo las dos,
            aunque es grande su belleza,
            para igualar mi grandeza     
            el sol es poco, ¡por Dios!
ELVIRA:        El rey sale.
INFANTA:               Pues, Elvira,
            déjame sola, que agora
            he de hablar claro. 
ELVIRA:                   ¿Señora?
INFANTA:    Obedece, calla y mira.       
ELVIRA:        Ya me voy, y ruego al cielo
            que se acabe tu cuidado.
 
                              Vase ELVIRA 
 
INFANTA:    El agravio declarado
            no admite ningún consuelo.
                                                              
                       Sale el REY, y COELLO 
 
REY:           Déjenme solo, Coello,   
            que a solas pretendo hablarla;
            quisiera desenojarla.
INFANTA:    (Pues mE ofrece su cabello            Aparte
               la Ocasión, quiero lograr
            mi intento).  ¿Señor?
REY:                        ¿Infanta?    
INFANTA:    ¿Tanto favor?  ¿Merced tanta?
            ¿Que vos me vengáis a honrar:
               ¡Gran ventura!
REY:                     Blanca hermosa,
            tanto os estimo y venero,
            tanto, bella Infanta, os quiero,  
            que fuera dificultosa
               la acción que para serviros
            no emprendiera; y este afecto,
            hijo de vuestro respeto,
            me obliga siempre a asistiros     
               con un mudo afecto, y tal,
            que en lo entendido y bizarra,
            dudo si sois en Navarra          
            nacida, o en Portugal.
INFANTA:       Con tanto favor tratáis      
            mi fe, que ciega os adora,
            que confusa el alma, ignora
            el modo con que me honráis;
               pero advierte mi cuidado,
            viendo estos extremos dos,   
            que me habéis querido vos
            hablar como desposado,
               y advertido del rigor
            que el príncipe usa conmigo,
            como padre y como amigo      
            me mostráis en vos su amor.
REY:           ¿En qué estaba divertida,
            hija mía, vuestra alteza?
INFANTA:    Sólo en pensar la presteza,
            gran señor, de mi partida.      
REY:           ¿Cómo?  ¿Con tal brevedad,
            infanta, queréis partir?
INFANTA:    Eso le quiero decir;
            oiga vuestra majestad.
 
               Por concierto de mi hermano    
            y vuestros mudos pesares,
            --hoy hable la estimación,
            los demás afectos callen--
            a este mar de Portugal
            de nuestros navarros mares,  
            en una ciudad de leños,
            en una escuadra volante
            de delfines que volaban
            a competencia del aire,
            llegué, señor, --¡ay de mí!--    
            un lunes, para mí martes,
            que en el dueño y no en el día
            se contienen los azares.
            Fue tan próspero y feliz 
            este deseado viaje          
            que parece que anunciaban
            tan venturosas señales
            presagios de la desdicha
            que ahora llega a atormentarme.
            Salió vuestra majestad         
            a recibirme y honrarme
            con su persona y amor, hijo
            de los afectos de padre.
            Y cuando al príncipe, --¡ay cielos!--
            esperaba para darle         
            entre la mano de esposa
            tiernos requiebros de amante,
            posesión del albedrío
            uniendo las voluntades,
            supe que quedó en Lisboa  
            sin que su cuidado pase
            siquiera a saber con quién
            su alteza pasa a casarse.
            Este cuidado o descuido
            cuidadoso fueron parte      
            para empezar, --¡qué desdicha!--
            el alma a alborotarme,
            y a temer lo que lloré
            dentro de pocos instantes.
            Cuatro veces murió el sol 
            en los brazos de la tarde,
            por cuya muerte la noche
            vistió luto funerable,
            primero que de su cuarto
            fuese al mío a visitarme, 
            si fue agravio a mi decoro,
            júzguelo quien amar sabe.
            Al fin vuestra majestad
            fue a visitarle una tarde;
            lo que le mandó no sé,  
            mas buen puedo asegurarme 
            que en defender mi justicia
            sería todo de mi parte.
            Al fin me fio, y los empeños
            que tuve en sólo un instante
            que le di audiencia, no es bien  
            que mi lengua los relate;
            báteme, siendo quien soy,
            que los sepa y que los calle.
            Que a no ser dentro de mí
            tan bizarra y tan galante,  
            ¿cómo pudiera pasar
            por el tropel de desaires
            que me han sucedido?  ¿Cómo,
            sin que abortara volcanes   
            que en cenizas convirtieran
            a quien intentó agraviarme
            atrevido y poco atento?
            Vamos, señor, adelante,
            y perdonad que los celos    
            llegan a precipitarme,
            y el corazón a los labios
            se asomó para quejarse.
            Pasadas muchas injurias,
            que es bien que en silencio pase,     
            a una quinta del Mondego
            fui, porque vos me llevasteis,
            a volver más despreciada
            que me había mirado antes,
            pues se siente más la ofensa   
            cuando delante se hace  
            de quien, mirando el desprecio,
            llegará a vanagloriarse;
            esto, señor, que parece
            que es sentimiento que hace 
            mi persona en exterior,
            según os muestre el semblante,
            no es sino que así he querido
            de mi suceso informarle,
            porque sepa que no ignoro   
            lo que vuestra alteza sabe.
            Que a no ser así, es sin duda
            que no pasara el desaire
            de ir a requebrar los nietos,
            cuando me ofreció vengarme;    
            y a no ser así también,
            ¿cómo pudiera llevarse
            que doña Inés compitiera
            --aunque muchas son sus partes--
            conmigo?  Que no lo hermoso 
            puede igualar a lo grande.
            Decid al príncipe vos,
            no como rey, como padre,
            que sus empeños disculpo;
            que ha acertado al emplearse     
            en quien tan bien le merece,
            y que mire cuando agravie,
            que no todas, como yo,
            podrán desapasionarse.
            Este pliego es a mi hermano,     
            donde le pido que trate
            de enviar por mí, sin que sepa 
            lo que ha podido obligarme;
            que no es bien que le dé cuenta
            de semejantes desaires.     
            Con mi partida, señor,
            pongo fin a mis pesares,
            principio al gusto de Inés,
            y medio para que trate
            don Pedro su casamiento,    
            sin que yo pueda estorbarle;
            que, aunque ya lo está en secreto,
            como llegó a declararme,
            parece que aumenta el gusto
            saber que todos lo saben.   
            Adiós, señor; no me tenga
            tu majestad ni me trate
            jamás sino de partirme;
            porque sería obligarme
            a que haga, por detenerme,  
            lo que no por despreciarme;
            que, aunque agora soy prudente,
            no sé, en llegando a enojarme,
            si me valdrá la prudencia
            para no precipitarme.       
            No detenerme es cordura;
            a mi cuarto voy, que es tarde.
            No hay, señor, de qué advertirme;
            que, pues llegué a declararme,
            todo lo habré ya mirado   
            ¡Voy muriendo!  Dios le guarde. 
REY:        Oye, infanta.
INFANTA:            Alonso invicto,
            vuestra majestad no mande
            que un instante me detenga,
            o vive Dios, que a esos mares    
            Parténope desdichada,
            me arroje para anegarme.
 
                            Vase la INFANTA 
 
REY:        ¡Alvar González!  ¡Coello!
 
                 Salen ÁLVAR González y EGAS Coello 
 
ÁLVAR:      ¿Señor?
REY:                Partid al instante,
            y detened a la infanta.
ÁLVAR:      Ya voy.
EGAS:               El príncipe sale.
REY:        No sé cómo de mi enojo
            agora podrá librarse.
            ¡Que así me empeñe mi hijo!
            Irme quiero sin hablarle,
            que si le hablo sospecho    
            que no podré reportarme.
 
                           Sale el PRÍNCIPE solo 
 
PRÍNCIPE:     Señor, ¿vuestra majestad
            conmigo airado el semblante?
            ¿La espalda volvéis, señor,  
            a vuestra hechura?
REY:                     Dejadme,
            no me habléis, que estoy cansado
            de ver vuestros disparates.
            Príncipe, no me veáis.
            Egas Coello, aquesta tarde  
            de Santarén al castillo
            le llevad preso, allí pague
            inobediencias que han sido
            causas de tantos males.
EGAS:       ¡Qué príncipe tan prudente!
PRÍNCIPE:   Pues yo, señor... ¿por qué?
REY:                            ¡Baste!
            Agora veréis si es mejor
            obedecer o enojarme.
 
                              Vase el REY 
 
 
PRÍNCIPE:      En fin, Coello, ¿que voy
            preso a Santarén?
EGAS:                           Así
            lo manda su alteza.  A mí,     
            que noble crïado soy,
               me toca el obedecer.
PRÍNCIPE:   ¿Sois vos mi alcalde?
EGAS:                       El cuidado
            y el guardaros ha fïado     
            a mi noble proceder
               y a sola la lealtad mía,
            y así es forzoso el hacello.
PRÍNCIPE:   Si agora anochece, Coello,
            mañana será otro día.
EGAS:          En cualquier aurora es
            mi lealtad muy de español.
PRÍNCIPE:   Mil cosas fomenta el sol
            que las deshace después.
EGAS:          Yo sé que llego a servir    
            con fe, señor, verdadera,
            y así muera cuando muera,
            como os sirva con morir.
PRÍNCIPE:      Creo que pena os ha dado
            el ver que preso voy.
EGAS:       Sé que vuestro esclavo soy,
            y que sólo mi cuidado
               os sirve días y noches
            como crïado de ley.
PRÍNCIPE:   Coello, sirvamos al rey;    
            id a prevenir los coches.
 
                       Vase COELLO y sale BRITO 
 
PRÍNCIPE:      ¿Qué hay, Brito?  ¿Qué te parece
            de estrella tan importuna?
BRITO:      De esto nos da la fortuna
            cada día que amanece.
PRÍNCIPE:      ¡Qué doloroso trasunto!
            Muerto estoy, estoy perdido.
BRITO:      Sólo Belerma ha vivido
            con el corazón difunto.
PRÍNCIPE:      Parte, Brito; dile a Inés...     
            ¿Así te vas?
 
                         Hace BRITO que se va 
 
BRITO:              ¿Por qué no?
PRÍNCIPE:   ¿Qué le dirías?
BRITO:                 ¿Qué sé yo?
            Ya te lo diré después.
               Quisiera, señor, ponerme
            en la iglesia de San Juan   
            porque esperezos me dan
            de que el rey ha de prenderme.
PRÍNCIPE:      ¿Y esto temes, Brito?  Vete;
            mas ¿por qué te ha de prender?
BRITO:      Fácil es de conocer;      
            porque he sido tu alcahuete;
               y en ocasión semejante
            llegara a sentir de veras
            ir a bogar a galeras,
            como me dijo Violante.
PRÍNCIPE:      Brito, ve a la esposa mía,
            y dila que pierdo el seso
            hasta que la vea.
BRITO:                   Y tras eso,    
            ¿cómo el rey preso te envía?
PRÍNCIPE:      Que a explicar mi sentimiento 
            no basto, y si a eso te obligo,
            di todo lo que no digo,
            pues no cabe en lo que siento.
BRITO:         Diréle que partes ciego
            por su amor, lo que la adoras,   
            lo que suspiras y lloras,
            cuánto te abrasa su fuego.
PRÍNCIPE:      A mucho te has obligado;
            que el mal a que estoy rendido
            bien cabe en lo padecido;   
            mas no cabrá en lo contado.
               Dila que el rey inhumano...
            Oye, Brito, y no la aflijas,
            y aquellas dos perlas, hijas
            de aquel nácar castellano...
BRITO:         No te enternezcas, señor;
            mira que llorando estás.
PRÍNCIPE:   ¡Ay, Brito!  No puedo más.
BRITO:      ¿Adónde está tu valor?
               Préndate el rey, que el proceso  
            podrás romper algún día.
PRÍNCIPE:   Mas si preso me quería,
            ¿para qué dos veces preso?
 
                        Vanse los dos 
 
                  [En la quinta orillas del Mondego] 
 
               Salen doña INÉS y VIOLANTE 
 
VIOLANTE:      ¿Acabaste ya el papel?
INÉS:       No.
VIOLANTE:        Pues, ¿cómo?
INÉS:                            He reparado    
            que no cabrá mi cuidado
            ni mis finezas en él.
VIOLANTE:      ¿Leíste la glosa?
INÉS:                            Sí,
            y es tal, que pude llegar
            cuando la miré, a pensar  
            que se escribió para mí.
VIOLANTE:      ¿Sábesla ya?
INÉS:                            Ya lo sé.
VIOLANTE:   ¿Toda?
INÉS:            Nada hay que te espante;
            mientras estuve, Violante,
            en mi cuarto la estudié.
VIOLANTE:      ¿Quieres decirla, señora?
INÉS:       Sí, Violante, aquésta es.
            Atiende.
VIOLANTE:             Ya escucho.
INÉS:                            Pues
            no te diviertas agora.
 
               "Mi vida, aunque sea pasión,     
            no querría yo perdella,
            por no perder la razón
            que tengo de estar sin ella."
 
               Dichoso y favorecido
            me vi, Nise, en un instante,     
            y luego pasé de amante
            a extremos de aborrecido;
            mas, aunque airado Cupido,
            la flecha trocó en arpón,
            no pudo ser ocasión       
            para desear mi muerte,
            que he de querer por quererte,
            mi vida, aunque sea pasión.
               El alma con que vivía
            se fue a ti cuando pensaba  
            que en mi pecho la hospedaba
            como tuya, siendo mía;
            y aunque perdida la vía,
            sin formar de amor querella,
            contento me vi sin ella;    
            mas a no ser en despojos,
            Nise, de tus bellos ojos,
            no querría yo perdella.
               Gobierno del hombre han sido
            voluntad y entendimiento    
            con que a la razón atento
            mientras hombre fui, he vivido;
            pero después que Cupido
            puso en ti mi inclinación,
            puede tanto mi pasión          
            que jamás, bella mujer,
            no te quisiera perder
            por no perder la razón.
               Cautivo y sin libertad
            vivo después que te vi,   
            y aunque viví en mí sin mí,
            rendido a tu voluntad,
            esperé de ti piedad;
            pero después que a mi estrella
            tu imperio, Nise, atropella,     
            es tan corta mi ventura,
            que ella misma me asegura
            que tengo de estar sin ella.
 
                              Sale BRITO 
 
BRITO:         Esconde, Inés, si es posible,
            que no será fácil, de esos   
            peligrosos dulces ojos
            los hermosos rayos negros.
            Esconde, por vida tuya,
            lo canicular, lo fresco,
            lo florido, lo nevado, 
            lo apacible, lo severo,
            lo buscado, lo temido,
            lo juguetón, lo compuesto,
            lo alegre, lo mesurado,
            lo lindo, lo más que bello     
            de esa cara, que un nublado
            no le ha de faltar a un cielo
            donde hay tantas pesadumbres.
INÉS:       ¿Qué dices?
BRITO:                  Vete de presto,
            que viene la Infanta acá.
INÉS:       ¿La Infanta acá?
BRITO:                   Pretendiendo
            hallar en esa ribera,
            por no perder el trofeo,
            una garza que del aire
            hoy ha derribado, entiendo  
            que ha de llegar.
INÉS:                  Oye, Brito,
            ¿garza?
BRITO:              Sí.
INÉS:                    ¿Y ella la ha muerto?
BRITO:      Ella ha sido, que a volar
            con un escuadrón soberbio
            de pájaros salió armada.
INÉS:       Escuadrón sería de celos,
            pues vino a matarme a mí.
BRITO:      En un alazán soberbio,
            con la rienda en una mano
            y en la otra uno de ellos,  
            la vieras como una Palas,
            o la borracha de Venus.
INÉS:       Válgame Dios, ¿qué he de hacer?
            Quiero retirarme, quiero
            que no me vea; mas no,      
            sin duda es mejor acuerdo
            esperarla y ver si pueden
            cortesanos cumplimientos
            obligarla.
BRITO:              Dices bien.
INÉS:       Dime agora de mi dueño.     
            ¿Cómo le dejaste, Brito?
            ¿Tiene el príncipe don Pedro
            salud?
BRITO:             Aunque de su parte
            sólo a visitarte vengo,
            para que sepas, señora,   
            lo que pasa allá de nuevo,
            no es posible, sólo digo,
            mi señora, que te puedo
            asegurar que esta noche
            vendrá a verte.
INÉS:                 ¿Cierto?
BRITO:      Cierto.
INÉS:               Y dime, Brito, ¿qué hay
            de la infanta?
BRITO:                 Que la veo
            ya junto a ti.
INÉS:                Enhoramala
            venga a estorbar mis intentos.
 
   Salen la INFANTA, ÁLVAR González, EGAS Coello y cazadores 
 
INFANTA:    Mucho he sentido perdella.
ÁLVAR:      Remontó, señora, el vuelo
            tanto, que ha sido imposible
            el hallarla.
INFANTA:            El aire creo
            que en sí la habrá transformado
            para volar más ligero,         
            pues de ella envidiosa pudo
            tomar ligereza.
INÉS:                 El cielo
            dé a vuestra alteza, señora,
            la vida que yo deseo.
INFANTA:    (No me estuviera muy bien).           Aparte
            Inés, levantad del suelo. 
            ¿Vos aquí?
INÉS:             Si esta ventura
            de hablaros, señora, y veros,
            por estar aquí he ganado,
            decir sin lisonja puedo     
            que sólo he sido dichosa
            aqueste instante que os veo.
INFANTA:    ¿Cómo estáis?
INÉS:                  Para serviros
            como mi señora y dueño.
INFANTA:    (Parece que está triste.            Aparte
            ¿Si ha sabido que a don Pedro
            le prendió el rey?  Es, sin duda.
            Pues, Amor, examinemos
            si podéis vivir en mí,
            que, aunque ya muerto os contemplo,   
            para llegarlo a creer
            falta el último remedio).
            Triste estáis.
INÉS:                  Señora, ¿yo?
INFANTA:    No os aflijáis, que os prometo
            que me holgara de poder     
            daros, doña Inés, consuelo.
            El príncipe en asistiros
            nunca pudo ser eterno,
            siempre ha menester casarse,
            ya lo está conmigo.
INÉS:                            ¡Cielos!  
            ¿Qué decís?
INFANTA:                Que a Santarén
            como ya sabéis, fue preso,
            y saldrá para que así,
            en un dichoso himeneo,
            junte dos almas que vos     
            habéis dividido.
INÉS:                  (Esto                    Aparte
            no se puede ya llevar,
            que, fuera de ser desprecio,
            son celos, y nadie ha habido
            cuerda en llegar a tenerlos.     
            Responderla quiero).
INFANTA:                 Inés,
            suspended un poco el vuelo
            con que altiva, habéis volado,
            reducíos a vuestro centro,
            y sírvaos de corrección,     
            de aviso y de claro ejemplo
            que a una blanca garza, hija
            de la hermosura del viento,
            volé esta tarde, y, altiva,
            cuando ya llegaba al cielo, 
            la despedazó en sus garras
            un gerifalte soberbio,
            enfadado de mirar
            que a su coronado cetro
            desvanecida intentase       
            competir.  Eso os advierto.
INÉS:                            (No puedo         Aparte
            callar ya).
ÁLVAR:              Mucho la infanta
            se ha declarado.
EGAS:                    Yo temo
            alguna desdicha aquí.
INÉS:       Infanta, con el respeto  
            que a tanta soberanía
            se debe, deciros quiero
            que no ajéis de mi nobleza
            lo encumbrado con ejemplos.
            Yo soy doña Inés de Castro   
            Coello de Garza, y me veo,
            si vos de Navarra infanta,
            reina de aqueste hemisferio
            de Portugal, y casada
            con el príncipe don Pedro 
            estoy primero que vos;
            mirad si mi casamiento
            será, Infanta, preferido,
            siendo conmigo y primero.
            No penséis, señora, no, 
            que es profanar el respeto
            que debo, hablaros así,
            sino responder que intento
            desempeñar a mi esposo;
            pues si él asiste en mi pecho, 
            con él habláis, no conmigo;
            y puesto que soy él, debo,
            si habláis con doña Inés,
            responder como don Pedro.
INFANTA:    ¡Oh, Inés, cómo os olvidáis     
            que la que cayó del cielo
            era garza!
INÉS:             Y blanca y todo,
            según vos dijisteis.
INFANTA:                 Bueno,
            ¿vos me respondéis a mí,
            equívocos desacuerdos?
INÉS:       Mal he hecho yo, señora.
ÁLVAR:      ¡Que así perdiese el respeto
            a tanta soberanía!
INÉS:       Sí, dije --¡válgame el cielo!--
            que era blanca.
INFANTA:                 Bien está;   
            retiraos.
INÉS:              Amor, ¿qué es esto?
EGAS:       El rey viene ya.
INFANTA:                   Mi enojo
            quiero reprimir.
INÉS:                    Yo entro
            temerosa y afligida.
            Vamos, Violante, que espero 
            hallar en Dionís y Alonso,
            si no remedio, consuelo.

Vanse doña INÉS y VIOLANTE y sale el REY y acompañamiento
 
 
REY:        Lograr no pensé el hallaros.
BRITO:      Voy a decir a don Pedro
            todo cuanto ha sucedido.    
 
                              Vase BRITO 
 
REY:        Hija infanta, ¿qué es aquesto?
            ¿Cómo ha pasado la tarde
            vuestra alteza en el empleo
            de la caza?
INFANTA:                Gran señor,
            en la falda de ese cerro,   
            que la guarnece de plata
            un lisonjero arroyuelo,
            descubrimos una garza,
            y aunque al remontar el vuelo
            perdió la vida, volvió  
            a vivir, señor, de nuevo,
            que no tengo con las garzas
            ni jurisdicción ni imperio,
            después que una garza a mí
            con viles celos me ha muerto.
REY:        No os entiendo.
INFANTA:                    ¡Ay, gran señor,
            pues bien podéis entenderlo!
            Que no es la enigma difícil
            ni es el engaño encubierto.
            Doña Inés agora acaba   
            de decirme que don Pedro,
            el príncipe, es ya su esposo;
            y aunque él lo dijo primero,
            no lo creí, por pensar
            que pudiera ser incierto;   
            mas después que doña Inés,
            sin decoro y sin respeto,
            se atrevió a decirlo a mí,
            ha sido fuerza el creerlo.
REY:        ¿Que la modestia de Inés, 
            virtud y recogimiento,
            pudo atreverse a perder
            la veneración que os tengo?
            Vive Dios, Alvar González,
            que el príncipe, loco y ciego  
            ha de ocasionarme a dar 
            con su muerte un escarmiento
            tan grande, que a Portugal
            sirva de futuro ejemplo.
            Yo remediaré esta injuria.
INFANTA:    Señor, el mejor remedio
            es no buscarle, que yo
            desde este instante os prometo
            olvidar, que sólo olvido
            puede ser, si bien lo advierto,  
            medio para que se acabe
            mi enojo, señor, y el vuestro.
REY:        ¿Qué os parece, Alvar González?
ALVAR:      Señor, si ya todo el reino
            espera con alegría        
            este feliz casamiento,
            será grande inconveniente
            --así, gran señor, lo entiendo--
            que no llegue a ejecutarse;
            y así, fuera buen acuerdo 
            apartar a doña Inés
            de Portugal.
REY:                ¿Cómo puedo, 
            si está casada?
ALVAR:                    Señor,
            cuando aqueste impedimento,
            que es el mayor, no se pueda     
            remediar...
REY:                Dame consejo.
ALVAR:      Me parece que la vida
            de Inés...
REY:                ¿Qué decís?
ALVAR:                     Entiendo...
REY:        Declaraos.  ¿Por qué teméis?
            ¡Acabad!
ALVAR:               Tengo por cierto   
            que peligrará.
REY:                   ¿Por qué?
ALVAR:      Señor, porque en sólo eso
            consistía el que pudiese             
            gozar la infanta a don Pedro.
INFANTA:    Eso no, que mis agravios,   
            aunque ofendida los siento,
            no han de pasar a poder
            conmigo más que yo puedo.
            Viva mil siglos Inés,
            que si hoy por ella padezco,     
            no es culpada en mis desdichas,
            yo sí, pues yo las merezco.
REY:        Vamos a mirar mejor
            lo que se ha de hacer en esto.
ALVAR:      ¿A la ciudad?
REY:                    No, que estoy   
            cansado y algo indispuesto.
            Vamos a la casería,
            Alvar González, de Coello.
INFANTA:    ¿Está cerca? 
ALVAR:                     Sí, señora.
REY:        Disponed, piadoso cielo,    
            modo para consolarme,
            que si aquesto dura, temo
            que me han de acabar la vida,    
            pesares y sentimientos.
INFANTA:    Vamos, señor.
REY:                    Vamos, hijo.
INFANTA:    ¡Qué valor!
REY:                   ¿Qué entendimiento!
INFANTA:    ¡Qué prudencia!
REY:                      ¡Qué cordura!
            Dadme la mano que quiero
            ser vuestro escudero yo.
INFANTA:    Tanto favor agradezco.
REY:        ¡Quién viera de aquesta suerte,
            Blanca hermosa, a vos y a Pedro!

Vanse todos y salen doña INÉS y el príncipe don PEDRO
 
 
INÉS:       Digo que no me aseguro.
PRÍNCIPE:   ¿Posible es que no conoces
            que es imposible engañar, 
            Inés, tus hermosos soles?
            Cese el disgusto, mi bien,
            y acábense los rigores;
            no me mates con desaires,
            basta matarme de amores.
            ¿Tú enojada?  ¿Tú tan triste?
            ¿Cómo puede ser que borren          
            nublados de tus discursos
            tus hermosos esplendores?
            Habla, Inés, dime tu pena,     
            ¿por qué, mi bien, no respondes?
            Más vale si he de morir
            que me refieran tus voces
            la causa por que me matas;
            no es bien que sintiendo el golpe,    
            cuando no ignoro el morir
            el por qué, mi bien, ignore.
INÉS:       Señor, esposo, mi vida,
            dueño mío, Pedro...
PRÍNCIPE:                 Ahorre
            tu lengua, Inés, epítetos    
            y dime ya quién te pone
            a ti con tal desconsuelo
            y a mí en tantas confusiones.
INÉS:       Tu padre...
PRÍNCIPE:              Habla.
INÉS:                ...pretende...
PRÍNCIPE:   Acaba, amores.
INÉS:             ...dispone...
PRÍNCIPE:   ¿Qué te turbas?
INÉS:                 ...que te cases.
PRÍNCIPE:   Si aquesos son tus temores,
            inadvertida has andado,
            pues sabes que en todo el orbe
            no he de tener otro dueño.
INÉS:       Aunque miro tus acciones,
            esposo y señor, dispuestas
            a hacerme tantos favores,
            es bien que adviertas que ya
            la Fortuna cruel dispone    
            que te pierda, dueño mío,
            y que de tus brazos goce
            la infanta que te previene
            tu padre para consorte.
            Y puesto que no es posible  
            que seas mío ni que logre
            más finezas en tus brazos,
            será fuerza que me otorgues,
            Pedro, dueño de mi alma,
            piadosas intercesiones      
            para que el rey, de mi vida
            la vital hebra no corte.
            Con tus hijos viviré
            en lo áspero de los montes,
            compañera de las fieras;  
            y con gemidos feroces
            pediré justicia al cielo,
            pues que no la hallé en los hombres,
            de quien de tan dulce lazo
            aparta dos corazones.       
            Mis hijos y yo, señor,
            con tiernas exclamaciones,
            huérfanos y sin abrigo,
            daremos ejemplo al orbe
            de los peligros que pasa
            y a cuántas penas se expone    
            quien, sin ver inconvenientes,
            se casa loca de amores.
            Por lo que un tiempo me quiso,
            señor, es bien que me otorgue  
            esta merced, no padezca
            quien fue vuestra los rigores
            de una injusticia, mi bien,
            que mármoles hay y bronces
            que harán vuestra fama eterna. 
            Ahora es tiempo de que note
            la mayor fineza en vos;
            mostrad, mostrad los blasones
            de vuestra heroica piedad,
            para que conozca el orbe    
            que si matarme el rey ha pretendido,
            me habéis, heroico dueño, defendido
            con valiente osadía y fe constante,
            por mujer, por esposa y por amante.
 
PRÍNCIPE:      No creyera, bella Inés,     
            que jamás desconfiaras
            de la fe con que te adoro;
            alza del suelo, levanta,
            enjuga los bellos ojos,
            que las perlas que derramas 
            parecen mal en la tierra,
            en tu nácares las guarda,
            que no hay en el mundo quien
            se atreva, esposa, a comprarlas.
            Si mi padre la cerviz  
            me derribara a sus plantas;
            si la infanta, que aborrezco,
            la vida, Inés, me quitara
            porque mi padre contento
            quedase, y ella vengada,
            no sólo fuera su esposo,  
            pero yo de mi garganta
            derribara la cabeza
            primero que me obligara
            a decir sí, que te adoro  
            de tal suerte, prenda amada,
            que sin ti no quiero vida.
INÉS:       ¿Cumplirásme esa palabra?
PRÍNCIPE:   Digo mil veces que sí.
INÉS:       Pues ya mi temor se acaba.    
            Dime, ¿cómo has quebrantado
            la prisión?
PRÍNCIPE:              Esta mañana
            a Egas Coello le pedí
            me dejase que llegara
            a verte, y aunque es traidor,    
            temiendo que me enojara,
            no me impidió.
INÉS:                 Pues, señor,
            volved antes que las guardas
            os echen menos, que es tarde,
            y volvedme a ver mañana.
PRÍNCIPE:   Adiós, Inés.
INÉS:             Adiós, Pedro,
            no me olvides.
PRÍNCIPE:              Excusada
            está, esposa, esa advertencia.
INÉS:       ¿Si vuestro padre os lo manda?
PRÍNCIPE:   No puede tener mi padre     
            jurisdicción en mi alma.
INÉS:       ¿Y si la infanta porfía?
PRÍNCIPE:   Aunque porfíe la infanta.
INÉS:       ¿Y si el reino se conjura?
PRÍNCIPE:   Aunque se perdiera España.
INÉS:       ¿Tanta firmeza?
PRÍNCIPE:               Soy monte.
INÉS:       ¿Tanto amor?
PRÍNCIPE:           Sólo le iguala
            el tuyo.
INÉS:                ¿Tanto valor?
PRÍNCIPE:   Nadie en el valor me iguala.
INÉS:       ¿Tan grande fe?
PRÍNCIPE:              Sí, que ciego  
            a tus luces soberanas,
            no es menester que te vea
            para que te adore.
INÉS:                    Basta;
            adiós, mi bien.
PRÍNCIPE:              Adiós, dueño,
            ¡quién contigo se quedara!
INÉS:       ¡Quién se partiera contigo!
            Muerta quedo.
PRÍNCIPE:            ¡Voy sin alma!
INÉS:       Adiós, adorado esposo.
PRÍNCIPE:   Adiós, esposa adorada.
 
                              Vanse todos

FIN DEL ACTO SEGUNDO


ACTO TERCERO

 

                    Dicen dentro, como de caza 
 
UNO:           ¡To, to por acá!  ¡Acudid,  
            aprisa el sabueso, aprisa!
            ¡Al valle, al valle, a la fuente,
            no se escape, arriba, arriba,
            no se nos vaya!
BRITO:                     Éstos son
            cazadores de Coímbra.
OTRO:       ¡Subid al monte, subid!
            ¡Huyendo va la corcilla,
            hacia la fuente, acudid!
 
                         Salen el PRÍNCIPE y BRITO 
 
PRÍNCIPE:   ¡Ay, doña Inés de mi vida!
            Parecióme que acosada,    
            mal hallada y perseguida,
            hacia la fuente llegaba.
BRITO:      ¿Quién, señor?
PRÍNCIPE:                 Mi Inés divina.
BRITO:      ¿Otro agüerito tenemos?
PRÍNCIPE:   Sin duda fue fantasía,    
            porque a ser verdad, es cierto
            que mi esposa no se iría,
            Brito, a arrojar a la fuente,
            sino a las lágrimas mías.
BRITO:      De Santarén has venido    
            y estamos ya de la quinta
            una legua poco más;
            pronto la verás muy fina  
            entre tus brazos.
PRÍNCIPE:                ¡Ay, cielos!
BRITO:      Y agora, ¿por qué suspiras?
PRÍNCIPE:   Porque no llego a sus brazos.
BRITO:      Todo esto es azarería.
PRÍNCIPE:   Di, Brito, que éste es deseo
            de gozar la peregrina
            deidad de Inés, que es tan grande   
            que sólo pudo a ella misma
            igualarse.
BRITO:                 Así es verdad.
PRÍNCIPE:   Todas las flores de envidia
            suelen quedar...
BRITO:                   ¿De qué suerte?
PRÍNCIPE:   O agostadas o marchitas.    
            La rosa, reina de todas,
            mirando a mi Inés divina
            quedó corrida de verla,
            pálida y envejecida.
            El clavel, Brito, agostado, 
            cuando miró en sus mejillas
            más viva púrpura envuelta
            en sangre de Venus fina.  
            Díjome un bello jazmín:
            "Jamás, principe, permitas     
            que tu Inés vea las flores,
            porque en viéndolas, corridas,
            no se atreven a crecer;
            y tras sí mismas perdidas,
            siendo maravillas todas,    
            dejan de ser maravillas."
BRITO:      ¿Cuándo te ha hablado el jazmín
            que te ha dicho estas mentiras?
            Ten seso y vamos al caso.
PRÍNCIPE:   Advierte, pues yo quería, 
            porque ninguno me viese
            no llegar hasta la quinta.
            Y para esto esta carta 
            de Santarén traigo escrita,
            porque desde aquí la lleves;   
            y otra también prevenida
            traigo para el condestable;
            llévalas pues.
BRITO:                ¿Y me envías
            con estas cartas a mí?
PRÍNCIPE:   Pues ¿a quién jamás se fía 
            mi pecho, si no es a ti?
            Parte, acaba.
BRITO:              Y si por dicha
            me encontrase Alvar González 
            y Egas Coello, que privan
            con el rey tu padre agora,  
            y hecho general visita
            de todas las faltriqueras
            viesen las cartas, y vistas
            me mandasen ahorcar;
            pregunto, señor, ¿sería 
            buen viaje el que hubiera hecho?
PRÍNCIPE:   No temas, pues que te anima
            mi valor.
BRITO:                ¡Qué linda flema!
            Si estoy ahorcado por dicha
            una vez, ¿de qué provecho 
            lo que me ofreces sería?
            ¿Para mí podría valerme
            tu valor en la otra vida?
PRÍNCIPE:   Brito, llevarlas es fuerza.
BRITO:      ¿Pues por qué causa a la vista 
            de la quinta te detienes?
PRÍNCIPE:   Porque mi padre en la quinta
            me dicen que está, de Coello,
            que a cazar vino estos días,
            y no quiero que me vea.
BRITO:      Y si prosiguen la enigma
            de la garza esos dos sacres
            que la prisión solicitan
            de Inés, pregunto, señor,
            ¿qué hará el príncipe?
PRÍNCIPE:                      ¿Por dicha,   
            aquestos sacres villanos
            se atreverán a mi dicha?
            Porque guardada mi garza
            y alentada de sí misma,
            aunque con tornos la cerquen,    
            aunque airados la persigan,
            remontará tanto el vuelo
            que la perderán de vista.
            Y los sacres altaneros,
            cuando vean que examina     
            por las campañas del aire
            toda la región vacía,
            cansados de remontarse
            en mirándola vecina
            del cielo, que es centro suyo,   
            y en él a Inés esculpida,
            si la buscan garza errante,
            la hallarán estrella fija.
BRITO:      Lindamente la has volado,
            di ya lo que determinas.
PRÍNCIPE:   Que partas, Brito, al Mondego,
            que yo te espero en la quinta
            que está de allá media legua
            y una legua de Coímbra.
BRITO:      Allí estará escondido   
            mientras yo aviso a la ninfa
            más hermosa de la tierra.
PRÍNCIPE:   Sí, Brito; allí determina
            mi amor quedarte esperando,
            allí la esperanza mía,  
            hasta que te vuelva a ver,
            de un cabello estará asida.
            Allí mi amor mal hallado,
            aguardará a que le digas
            si puede llegar a ver  
            el objeto que le anima.
            Allí, Brito, viviré,
            si es que puede ser que viva,
            quien tiene, como yo tengo,
            en otra parte la vida.
BRITO:      Allí puedes esperar
            a que luego allí te diga
            lo que allí ha pasado, allí;
            que has dicho una retahila
            de allíes para cansar          
            con allíes una tía.
            ¡Cuerpo de Dios con tu allí!
PRÍNCIPE:   Dila muchas cosas; dila
            que las niñas de mis ojos,
            en su memoria perdidas,     
            si bien como niñas lloran,
            sienten también como niñas...
BRITO:      ¡Viva el príncipe don Pedro!
PRÍNCIPE:   Di que Inés mi dueño viva.
BRITO:      ¡Qué amor tan de Portugal!
PRÍNCIPE:   ¡Qué verdad tan de Castilla!

Vanse y salen a un balcón doña INÉS y VIOLANTE con almohadillas
 
 
INÉS:       ¿Qué hora es?
VIOLANTE:              Las tres han dado.
INÉS:       Trae, Violante, el almohadilla.
VIOLANTE:   Aquí está ya.
INÉS:                Pues sentadas,
            esto que falta del día         
            estemos en el balcón.
            ¡Ay de mí!
VIOLANTE:           ¿Por qué suspiras?
INÉS:       Porque desde ayer estoy
            sin el alma que me anima.
VIOLANTE:   ¿Cantaré?
INÉS:                Canta, Violante. 
            Divierte las penas mías.
 
                            Canta VIOLANTE 
 
               "En verdad que yo la vi,
            en el campo entre las flores,
            cuando Celia dijo así:
            ¡Ay que me muero de amores, 
            tengan lástima de mí!"
 
INÉS:       Aguarda, espera, Violante,
            deja agora de cantar,
            que temo alguna desdicha
            que no podré remediar.
VIOLANTE:   ¿Qué tienes, señora mía?
            ¿Hay algún nuevo pesar?
INÉS:       Por los campos de Mondego
            caballeros vi asomar,
            y según he reparado       
            se van acercando acá.
            Armada gente les sigue,
            válgame Dios, ¿qué será?
            ¿A quién irán a prender?
            Que aunque puedo imaginar   
            que el rigor es contra mí,
            me hace llegarlo a dudar
            que son para una mujer
            muchas armas las que traen.
VIOLANTE:   Jesús, señora, ¿eso dices?
INÉS:       Violante, no puede más
            mi temor; pero volvamos
            a la labor, que será
            inadvertida prudencia
            pronosticarmne yo el mal.   
 
       Salen el REY, ÁLVAR González, EGAS 
Coello y gente 
 
REY:        Mucho lo he sentido, Coello.
ÁLVAR:      Señora, vuestra majestad
            por sosegar todo el reino
            no la ha podido excusar.
EGAS:       Señor, aunque del rigor   
            que queréis ejecutar,
            parezca que en nuestro afecto
            haya alguna voluntad,
            sabe Dios que con el alma
            la quisiéramos librar;    
            pero todo el reino pide
            su vida, y es fuerza dar,
            por quitar inconvenientes,
            a doña Inés.
REY:                    Ea, callad.
            ¡Válgame Dios, trino y uno!    
            Que así se ha de sosegar
            el reino.  ¡A fe de quien soy,
            que quisiera más dejar
            la dilatada corona
            que tengo de Portugal, 
            que no ejecutar severo
            en Inés tan gran crueldad.
            Llamad, pues, a doña Inés.
EGAS:       Puesta en el balcón está          
            haciendo labor. 
REY:                       Coello, 
            ¿visteis tan gran beldad?
            ¡Que he de tratar con rigor
            a quien toda la piedad
            quisiera mostrar!
ÁLVAR:                   Señor,
            si severo no os mostráis  
            peligra vuestra corona.
REY:        Alvar González, callad;
            dejadme que me enternezca,
            si luego me he de mostrar
            riguroso y justiciero       
            con su inocente deidad.
            ¡Ay, Inés, cómo ignorante
            de esta batalla campal
            es poco acero la aguja
            para defenderte ya!         
            Llamadla, pues.
ÁLVAR:                  Doña Inés,
            mirad que su majestad
            manda que al punto bajéis.
REY:        ¿Hay más extraña maldad?
INÉS:       Ponerme a los pies del rey    
            será subir, no bajar.
 
                        Vanse del balcón 
 
ÁLVAR:      Ya viene.
REY:                  No sé dónde
            la pudiera, --¡ay Dios!-- librar
            de este rigor, de esta pena;
            mas, por Dios, que he de intentar     
            todos les medios posibles.
            Egas Coello, mirad
            que yo no soy parte en esto;
            y si es que se puede hallar
            modo para que no muera,     
            se busque.
EGAS:                  Llego a ignorar
            el modo.
ÁLVAR:               Yo no le hallo.
REY:        Pues si no le halláis, callad,
            y a nada me repliquéis.
 
      Salen doña INÉS, los NIÑOS, y VIOLANTE 
 
 
INÉS:       Vuestra majestad real         
            me dé sus plantas, señor;
            Dionís y Alonso, llegad;
            besadle la mano al rey.
REY:        (¡Qué peregrina beldad!             Aparte
            ¡Válgate Dios por mujer!    
            ¿Quién te trajo a Portugal?)
INÉS:       ¿No me respondéis, señor?
REY:        Doña Inés, no es tiempo ya
            sino de mostrarme airado,
            porque vos la causa dais
            para alborotarme el reino   
            con intentaros casar
            con el príncipe, mas esto
            es fácil de remediar,
            con probar que el matrimonio     
            no se puede hacer.
INÉS:                       Mirad...
REY:        Inés, no os turbéis, que es cierto;
            vos no os pudisteis casar
            siendo mi deuda, con Pedro
            sin dispensación.
INÉS:                       Verdad    
            es, señor, lo que decís;
            mas antes de efectuar
            el matrimonio, se trajo
            la dispensación.
REY:                          Callad,
            noramala para vos,
            doña Inés, que os despeñáis,
            pues si es como vos decís,
            será fuerza que muráis.
INÉS:       De manera, gran señor,
            que cuando vos confesáis  
            que soy deuda vuestra, y yo,
            atenta a mi calidad,
            ostentando pundonores,
            negada a la liviandad,
            para casar con don Pedro,   
            dispensas hice sacar,
            ¿mandáis que muera --¡ay de mí!--
            a manos de esta crueldad?
            ¿Luego el haber sido buena
            queréis, señor, castigar?
REY:        También el hombre en naciendo
            parece, si le miráis,
            de pies y manos atado,
            reo de desdichas ya,
            y no cometió más culpa  
            que nacer para llorar.
            Vos nacisteis muy hermosa,
            esa culpa tenéis, mas...
            (No sé, vive Dios, qué hacerme).   Aparte
EGAS:       Señor, vuestra majestad   
            no se enternezca.
ÁLVAR:                   Señor,
            no mostréis ahora piedad,
            mirad que aventuráis mucho.
REY:        Callad, amigos, callad,
            pues no puedo remediarle,   
            dejádmela consolar.
            ¡Doña Inés, hija, Inés mía...!
INÉS:       ¿Estoy perdonada ya?
REY:        No; sino que quiero yo
            que sintamos este mal       
            ambos a dos, pues no puedo
            librarte.
INÉS:                 ¿Hay desdicha igual?
            ¿Por qué, señor, tal rigor?
REY:        Porque todo el reino está
            conjurado contra vos.
INÉS:       Dionís, Alonso, llegad,
            sulpicad a vuestro abuelo
            que me quiera perdonar.
REY:        No hay remedio.
ALONSO:                 ¡Abuelo mío!
DIONÍS:     ¿No ve a mi madre llorar?   
            Pues, ¿por qué no la perdona?
REY:        Apenas puedo ya hablar,
            Inés, que muráis es fuerza,
            y aunque la muerte sintáis
            sabe Dios, aunque yo viva,  
            quién ha de sentirla más.
 
INÉS:          No siento, señor, no siento
            esta desdicha presente,
            sino porque Pedro ausente
            tendrá mayor sentimiento; 
            antes viene a ser contento
            en mí esta muerte homicida,
            que perder por él la vida
            no ha sido nada, señor,
            porque ha mucho que mi amor 
            se la tenía ofrecida;
               y cuando tu majestad
            quiera quitarme la vida
            la daré por bien perdida,
            que en mí viene a ser piedad
            lo que parece crueldad,     
            si bien en viendo mi muerte
            y mi desdichada suerte
            morirá también mi esposo,
            pues este rigor forzoso     
            no será en él menos fuerte.
               De parte os ponéis, señor,
            del mal, porque al bien excede,
            y ayudar a quien más puede
            es flaqueza, no es valor;   
            si el cielo dio a Pedro amor
            y a mí --porque más dichosa
            mereciese ser su esposa--
            belleza de él tan amada,
            no me hagáis vos desdichada    
            porque me hizo Dios hermosa.
               Sed piadoso, sed humano;
            ¿cuál hombre, por lo cortés,
            vio una mujer a sus pies,
            que no le diese una mano?   
            Atributo es soberano
            de los reyes la clemencia.
            Tenga, pues, en mi sentencia,
            piedad vuestra majestad,
            mirando mi poca edad   
            y mirando mi inocencia.
               No os digo tales afectos
            aunque el sentimiento elijo
            por mujer de vuestro hijo,
            por madre de vuestros nietos,    
            sino porque hay dos sujetos
            que muerto uno, ambos mueren;
            que si dos liras pusieren
            sin disonancia ninguna
            herida sólo la una        
            suena esotra que no hieren.
               ¿Nunca, di, llegaste a ver
            una nube que hasta el cielo
            sube amenazando el suelo,
            y entre el dudar y el temer 
            irse a otra parte a verter,
            cesando la confusión,
            y no en su misma región?
            Pues en Pedro esto ha de ser,
            siendo nubes en su ser,     
            son llanto en mi corazón.
               ¿No oíste de un delincuente
            que por temor del castigo
            llevando a un niño consigo
            subió a una torre eminente,    
            y que por el inocente
            daba sustento el juez piadoso?
            Pues yo a mi Pedro me así,
            dadme vos la vida a mí
            porque no muera mi esposo.  
 
REY:           Doña Inés, ya no hay remedio;
            fuerza ha de ser que muráis,
            dadme mis nietos y adiós.
INÉS:       ¿A mis hijos me quitáis?
            Rey don Alonso, señor,    
            ¿por qué que queréis quitar
            la vida de tantas veces?
            Advertid, señor, mirad
            que el corazón a pedazos,
            dividido me arrancáis.
REY:        Llevadlos, Alvar González.
INÉS:       Hijos míos, ¿dónde vais,
            dónde vais sin vuestra madre?
            ¿Falta en los hombre piedad?
            ¿Adónde vais, luces mías?    
            ¿Cómo que así me dejáis
            en el mayor desconsuelo
            en manos de la crueldad?
ALONSO:     Consuélate, madre mía,
            y a Dios te puedes quedar,
            que vamos con nuestro abuelo     
            y no querrá hacernos mal.
INÉS:       ¿Posible es, señor, rey mIo,
            padre, que así me cerráis
            la puerta para el perdón  
            que no lleguéis a mirar
            que soy vuestra humilde esclava?
            ¿La vida queréis quitar
            a quien rendida tenéis?
            Mirad, Alonso, mirad,       
            que aunque vos llevéis mis hijos,
            y aunque abuelo seáis,
            sin el amor de la madre
            no se han de poder criar.
            Agora, señor, agora,      
            ahora es tiempo de mostrar
            el mucho poder que tiene
            vuestra real majestad.
            ¿Qué me respondéis, rey mío?
REY:        Doña Inés, no puedo hallar   
            modo para remediaros,
            y es mi desventura tal
            que tengo agora, aunque rey,
            limitada potestad.
            Alvar González, Coello,   
            con doña Inés os quedad,
            que no quiero ver su muerte.
INÉS:       ¿Cómo, señor, os vais;
            a Alvar González y a Coello
            inhumano me entregáis?         
            Hijos, hijos de mi vida;
            dejádmelos abrazar.
            Alonso, mi vida, hijo
            Dionís, amores, tornad,
            tornad a ver vuestra madre. 
            Pedro mío, ¿dónde estás,
            que así te olvidas de mí?
            ¿Posible es que en tanto mal
            me falte tu vista, esposo?
            ¡Quién te pudiera avisar  
            del peligro en que afligida
            doña Inés, tu esposa, está!
REY:        Venid, conmigo, infelices
            infantes de Portugal.
            ¡Oh, nunca, cielos, llegara 
            la sentencia a pronunciar,
            pues si Inés pierde la vida,   
            yo también me voy mortal!
 
                    Vanse el REY y los NIÑOS 
 
INÉS:       ¿Qué al fin no tengo remedio?
            Pues rey Alonso, escuchad.  
            Apelo aquí al supremo
            y divino tribunal,
            adonde de tu injusticia
            la causa se ha de juzgar.   
 
                              Vanse todos
           Sale el PRÍNCIPE con una caña en la mano 
 
PRÍNCIPE:      Cansado de esperar en esta quinta
            donde Amaltea sus abriles pinta
            con diversos colores
            cuadros de murtas, arrayán y flores,
            sin temer el empeño, 
            me he acercado por ver mi hermoso dueño, 
            a esta caña arrimado,
            que por lo humilde sólo la he estimado,
            pues al verla me ofrece
            que en lo humilde a mi esposa se parece.
            Entré por el jardín sin que me viera
            el jardinero, pasé la escalera,
            y sin que nadie en casa haya encontrado,
            he llegado a la sala del estrado.
            ¡Hola, Violante, Inés, Brito, crïados!
            Nadie responde; pero, ¿qué enlutados
            a la vista se ofrecen?
            El condestable y Nuño me parecen.
 
             Salen el CONDESTABLE y NUÑO con lutos 
 
CONDESTABLE:¡Válgame Dios!
NUÑO:             El príncipe es sin duda.
CONDESTABLE:Yerta tengo la voz, la lengua muda.
PRÍNCIPE:   Condestable, ¿qué es esto?  ¿Qué hay de nuevo?
CONDESTABLE:Decidlo, Nuño, vos.
NUÑO:                       Yo no me atrevo.
PRÍNCIPE:   ¿Qué tenéis?  Respondedme en dudas tantas.
CONDESTABLE:Dénos tu majestad sus reales plantas.
PRÍNCIPE:   ¿Mi padre es muerto ya?
CONDESTABLE:                       Señor, la Parca
            cortó la vida al ínclito monarca.
PRÍNCIPE:   Pues, ¿adónde murió?
CONDESTABLE:                  En la quinta ha sido
            de Egas Coello, porque había venido
            su majestad a caza, y de repente
            le sobrevino el último accidente    
            de su vida, y de suerte nos quedamos,
            que con haberlo visto, lo dudamos.
PRÍNCIPE:   Aunque con justo llanto
            deba sentir haber perdido tanto,
            mi mayor sentimiento        
            --la lengua se desmaya y el aliento--
            es no haberme llamado
            para verle morir.  Mas pues el hado
            dispuso --adversa suerte--
            que no llegase al tiempo de su muerte,
            en sus honras verán hoy mis vasallos     
            en cuánto al dolor llego a imitallos,
            excediendo a la pena de esta nueva
            todo el dolor y pena que yo deba.
            Y pues mi Inés divina es tan hermosa,
            mi muy amada esposa,        
            ya que alegre y contenta
            hoy su grandeza en Portugal ostenta,
            todo en aqueste día,
            si hasta aquí fue pesar, será alegría.
            Llamad a mi Inés bella.
CONDESTABLE:                       (¡Qué desdicha!)  Aparte
PRÍNCIPE:   No se dilate, Nuño, aquesta dicha;
            al punto llamad a mi ángel bello.
CONDESTABLE:Sepa tu majestad que Egas Coello
            y Alvar González a Castilla han ido.
PRÍNCIPE:   Sin duda mis enojos han temido.  
            Alcanzadlos, que quiero
            ser piadoso, no airado y justiciero,
            y a los pies de mi Inés luego postrados,
            de mí y la reina quedarán honrados.
NUÑO:       (¡Oh desdichada suerte!)                Aparte
CONDESTABLE:(Hoy recelo del príncipe la muerte).                      
 
                  Vanse NUÑO y el CONDESTABLE 
 
 
PRÍNCIPE:    ¡Que ha llegado el día
             en que pueda decir que Inés es mía!
             ¡Qué alegre y qué gustosa
             reinará ya conmigo Inés hermosa! 
             Y Portugal será en mi casamiento
             todo fiestas, saraos y contento,
             o en público saldré con ella al lado;
             un vestido bordado         
             de estrellas la he de hacer, siendo adivina,
             porque conozcan, siendo Inés divina,
             que cuando la prefiero,
             si ellas estrellas son, ella es lucero.
             ¡Oh, cómo ya se tarda!   
             ¿Qué pensión tiene quien amante aguarda!
             ¿Cómo a hablarme no viene?
             Mayores sentimientos me previenen.
             A buscarla entraré, que tengo celos
             de que a verme no salgan sus dos cielos.
              
                               Canta una voz
 
VOZ:         "Dónde vas el caballero    
             dónde vas, triste de ti?
             Que la tu querida esposa
             muerte está que yo la vi.
             Las señas que ella tenía
             bien te las sabré decir: 
             su garganta es de alabastro
             y sus manos de marfil."
 
PRÍNCIPE:       ¡Aguarda, voz funesta,
             da a mis recelos y temor respuesta,
             aguarda, espera, tente!    
 
                 Sale la INFANTA de luto y le detiene 
 
INFANTA:     Espera tú, señor, que brevemente
             a tu real majestad decirle quiero
             lo que cantó llorando el jardinero.
             Con el rey mi señor que muerto yace,
             por cuya muerte todo el reino   
             hace tan justo sentimiento,
             a divertir un rato el pensamiento,
             salí a caza una tarde,
             haciendo a mi valor vistoso alarde   
             llegué a esa quinta donde yace muerto,
             este dolor advierto
             --¡oh cielos, oh pena airada!--
             hallé una flor hermosa, pero ajada,
             quitando --¡oh dura pena!--
             la fragrancia a una cándida azucena,    
             dejando el golpe airado
             un hermoso clavel desfigurado,
             trocando, con airado desconsuelo,
             una nube de fuego en duro hielo.
             Y en fin,--muestre valor ya tu grandeza-- 
             a quitar hoy al mundo la belleza
             provocándole a ello
             Alvar González y el traidor Coello.
             Con dos golpes airados
             arroyos de coral vi desatados   
             de una garganta tan hermosa y bella
             que aun mi lengua no puede encarecella,
             pues su tersa blancura
             cabal dechado fue de su hermosura.
             Parece que no entiendes    
             por las señas quién es, o es que pretendes
             quedar del sentimiento
             por basa de su infausto monumento;
             mas para que no ignores    
             quién padeció estos bárbaros rigores      
             ya te diré quién es, estáme atento,
             que, su sangre sembrada por el suelo,
             murió tu bella Inés.
PRÍNCIPE:                     ¡Válgame el cielo!
 
                           Desmáyase 
 
INFANTA:     Del pesar que ha tomado    
             el nuevo rey, --¡ay Dios!-- se ha desmayado.
             ¡Caballeros, hidalgos, hola gente!
CONDESTABLE: ¿Qué manda vuestra alteza?
INFANTA:                      Un accidente
             al rey le ha dado, remediadle al punto,
             pues temo es ya difunto,
             que yo, compadecida
             de que la hermosa Inés perdió la vida 
             y de aqueste espectáculo sangriento,
             en las alas del viento,
             lastimada y amante,
             a Navarra me parto en este instante. 
 
                            Vase la INFANTA 
 
CONDESTABLE: El rey está desmayado.
             Rey de Portugal, señor,
             cese, cese ya el dolor
             que el sentido os ha quitado,
             si vuestra esposa ha faltado    
             no faltéis vos; id severo,
             riguroso, airado y fiero
             contra quien os ofendió,
             quien amante os advirtió
             os admire justiciero. 
 
                    Vuelve en sí el PRÍNCIPE 
 
PRÍNCIPE:       Si Inés hermosa murió
             ¿no fue por quererme?  Sí.
             ¿Muriera mi Inés aquí
             si no me quisiera?  No.
             Luego la causa soy yo 
             de la pena que le han dado;
             ¿cómo Pedro, desdichado,
             si Inés murió vivo quedas?
             ¿Cómo es posible que puedas
             no morir de tu cuidado?    
                En fin, Inés, por mí ha sido,
             por mí que ciego te adoro
             --de cólera y pena lloro
             la muerte que has padecido
             sin haberla merecido--.    
             ¿Cuál fue la mano crüel
             que de mi inocente Abel
             --a pesar de mi sosiego--
             bárbaro, atrevido y ciego
             cortó el hermoso clavel? 
                ¿Qué me detengo?  Ya voy;
             voy a ver mi muerto bien.
             ¿Quién, cielos divinos, quién
             me ha olvidado de quien soy?
             ¿Cómo reportado estoy?   
             Aguarda, Inés celestial,
             que también estoy mortal;
             no te partas sin tu esposo,
             que me dejarás quejoso
             si no partimos el mal.
CONDESTABLE: ¿Dónde vas, señor?
PRÍNCIPE:                   A ver
             mi doña Inés hermosa,
             a ver mi difunta esposa,
             a la que reina ha de ser.
CONDESTABLE: Mirad que podéis perder  
             la vida, señor.
PRÍNCIPE:                Callad;
             dejad que la vea, dejad
             que en su brazos llegue a verme,
             que no hago nada en perderme
             perdida ya su deidad.      
 
                           Sale NUÑO 
 
NUÑO:        Ya a Alvar González y a Coello
             presos trajeron, señor.
PRÍNCIPE:    Mostrar quiero mi rigor
             en los dos.  ¡Ay, ángel bello!
             Quisiera poder hacello          
             en estos dos inhumanos,
             matándolos con mis manos
             sin que mi piedad inciten.
             Por las espaldas les quiten
             los corazones villanos;    
                y para mayor tormento,
             procuren, si puede ser,
             que los dos los puedan ver
             antes que les falte aliento;
             y luego para escarmiento,  
             con dos crüeles arpones,
             entre horror y confusiones,
             queden mil pedazos hechos.
             ¡Oh, si pudiera en dos pechos 
             caber muchos corazones!    
                Veamos agora a Inés.
CONDESTABLE: Gran señor, no la veáis;
             mirad que así aventuráis
             la vida.  Vedla después.
PRÍNCIPE:    ¿Por lástima tenéis         
             de mi vida si estoy muerto?
             Verla quiero, pues advierto
             que no puede ser mayor
             mi tormento y mi dolor.
CONDESTABLE: Ya, gran señor, esta abierto. 
 
    Descubren a doña INÉS muerta 
sobre unas almohadas 
 
PRÍNCIPE:       ¿Posible es que hubo homicida
             fiero, crüel y tirano,
             que con sacrílega mano
             osó quitarte la vida?
                ¿Cómo es posible --¡ay de mí!--

             cómo, cómo puede ser,
             que quien a mí me dio el ser
             te diese la muerte a ti?
                Por su cuello, --¡pena fiera!--
             corre la púrpura helada  
             en claveles desatada.
             ¡Ay, doña Inés, quién pudiera
                detener ese raudal,
             dar vida a ese hermoso sol,
             dar aliento a ese arrebol, 
             y soldar ese cristal!
                ¡Ay mano, ya sin recelo
             ser alabastro pudieras,
             que hasta agora no lo eras
             porque te faltaba el hielo!     
                Ya faltó tu hermoso abril,
             si bien piensa mi cuidado,
             Inés, que te ha transformado
             en estatua de marfil.
                Si la vida te faltó   
             tampoco, Inés, tengo vida,
             pues me hermosa luz perdida
             no estoy menos muerto yo.  
 
                Nuño de Almeida, a Violante
             de mi parte la decid  
             que os entregue una corona
             que yo a mi esposa le di
             cuando me casé, en señal
             de que reinaría feliz    
             si viviera.
NUÑO:           Voy por ella.    
 
                                 Vase 
 
PRÍNCIPE:    Vos, condestable, advertid
             que os encarguéis del entierro,
             llevándola desde aquí
             a Alcobaza con gran pompa
             honrándome en ella a mí.    
             Y porque yo gusto de ello,
             el camino haréis cubrir 
             de antorchas blancas que envidie
             el estrellado zafir
             todas diez y siete leguas, 
             que también lo hiciera así
             si como son diez y siete
             fueran diez y siete mil.

Vase el CONDESTABLE, trae NUÑO la corona y besa la mano a doña INÉS
 
 
NUÑO:        Ésta es la corona de oro.
PRÍNCIPE:    De otra manera entendí   
             que fuera Inés coronada,
             mas pues no lo conseguí,
             en la muerte se corone.
             Todos los que estáis aquí
             besad al difunta mano      
             de mi muerto serafín;
             yo mismo seré rey de armas.
             ¡Silencio, silencio!  Oíd:
             Ésta es la Inés laureada
             ésta es al reina infeliz 
             que mereció en Portugal
             reinar después de morir.
 
                          Sale el CONDESTABLE 
 
CONDESTABLE: Murieron los dos, a quien
             espalda y pecho hice abrir.
PRÍNCIPE:    Cubrid el hermoso cuerpo   
             mientras que voy a sentir
             mi desdicha.  ¡Ay, bella Inés!
             Ya no hay gusto para mí,
             que faltándome tu sol.
             ¿cómo es posible vivir?       
             Vamos a morir, sentidos;
             amor, vamos a sentir.
 
                           Vase el PRÍNCIPE 
 
CONDESTABLE: Ésta es la Inés laureada
             con que el poeta da fin
             a su tragedia, en que pudo 
             reinar después de morir.

FIN DEL PRIMER ACTO

FIN DE LA COMEDIA



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