Relato de la señorita N. N.
[Cuento - Texto completo.]
Anton ChejovHace ya unos nueve años, poco antes del atardecer, en la época de la siega, me dirigía a caballo a la estación para recoger el correo; me acompañaba Piotr Sergueich, que ejercía las funciones de juez de instrucción.
Hacía un tiempo espléndido, pero en el camino de vuelta oímos el estampido de un trueno y vimos cómo una nube negra y sombría se aproximaba. La nube se acercaba a nosotros y nosotros a ella.
Sobre ese fondo se destacaba la mancha blanca de nuestra casa y de la iglesia, las altas y plateadas siluetas de los álamos. Olía a lluvia y a heno recién segado. Mi compañero estaba de buen humor. Se reía y decía toda clase de tonterías. Comentaba que no estaría mal que apareciera de pronto en nuestro camino un castillo medieval con torres almenadas, musgo y lechuzas, donde pudiéramos guarecernos de la lluvia antes de morir alcanzados por un rayo…
Pero de repente sobre los campos de centeno y de avena corrió la primera ráfaga, el viento sopló con violencia y en el aire se formaron remolinos de polvo. Piotr Sergueich rompió a reír y espoleó a su caballo.
—¡Bien! —gritó— ¡Muy bien!
Contagiada de su alegría, la idea de que iba a calarme hasta los huesos y acaso morir alcanzada por un rayo también me hacía reír.
El torbellino y el rápido galope, que nos cortaba la respiración y nos hacía sentirnos como pájaros, nos excitaba y nos hacía cosquillas en el pecho. Cuando entramos en el patio, el viento ya se había calmado y gruesas gotas de agua caían sobre la hierba y los tejados. Por los alrededores de la cuadra no había ni un alma.
Piotr Sergueich desensilló los caballos y los condujo al establo. Mientras esperaba a que terminara, me detuve en el umbral y contemplé las bandas oblicuas de lluvia; el olor empalagoso y penetrante del heno se percibía allí con mayor intensidad que en el campo; las nubes y la lluvia habían oscurecido el cielo.
—¡Vaya estruendo! —dijo Piotr Sergueich, acercándose a mí después de un trueno especialmente violento y retumbante, que parecía haber partido el cielo por la mitad—. ¿Qué dice usted?
Estaba a mi lado en el umbral y, aún sofocado por la carrera, me miraba. Me di cuenta de que le gustaba.
—Natalia Vladimirovna —me dijo—, lo daría todo por quedarme aquí contemplándola. Hoy está usted preciosa.
Tenía una mirada extasiada e implorante, su rostro estaba pálido, en su barba y en su bigote brillaban gotas de lluvia que también parecían contemplarme con amor.
—La amo —dijo—. Solo verla me hace feliz. Sé que no puede ser usted mi mujer, pero no pretendo nada, no necesito nada, solo quiero que sepa que la amo. No diga nada, no me conteste, no me haga caso, me basta con que sea consciente de mi afecto y me permita mirarla.
Me comunicó su entusiasmo. Miraba su rostro enardecido, oía su voz, que se entreveraba con el rumor de la lluvia, y me sentía tan hechizada que no podía moverme.
Me hubiera gustado quedarme allí para siempre, contemplando sus ojos brillantes y escuchando sus palabras.
—¡No dice usted nada y hace muy bien! —exclamó Piotr Sergueich—. Siga callada.
Me sentía feliz. Riendo de satisfacción, corrí hasta la casa bajo el aguacero; él también se rio y, dando saltos, se lanzó en mi busca.
Alborotando como niños, empapados y jadeantes, subimos con estrépito por la escalera y atravesamos a toda prisa las habitaciones. Mi padre y mi hermano, que no estaban acostumbrados a verme tan alegre y risueña, me miraron con sorpresa y también se echaron a reír.
Las nubes de tormenta pasaron y el rumor del trueno se acalló, pero en la barba de Piotr Sergueich seguían brillando gotas de lluvia. Durante toda la velada, hasta la hora de la cena, estuvo cantando, silbando y jugando ruidosamente con el perro, al que persiguió por toda la casa; en una de esas carreras estuvo a punto de tirar al criado que traía el samovar. Durante la cena comió con buen apetito, dijo un montón de tonterías y afirmó que en invierno bastaba con comer pepinillos frescos para tener en la boca un olor a primavera.
Cuando me fui a la cama, encendí una vela y abrí la ventana de par en par, sintiendo que una emoción indefinible se apoderaba de mi alma. Recordé mi libertad, mi buena salud, mi alta condición, mi riqueza y el amor que ese hombre me profesaba, pero sobre todo mi alta condición y mi riqueza. ¡Cuánto me confortaban ambas, Dios mío…! Luego, acurrucándome en la cama para protegerme del ligero frescor que ascendía desde el jardín junto con el rocío, traté de dilucidar si amaba a Piotr Sergueich o no… Pero me dormí sin haber llegado a ninguna conclusión.
Por la mañana, cuando percibí sobre mi lecho unas temblorosas manchas de sol y las sombras proyectadas por las ramas de un tilo, en mi memoria revivieron con fuerza los acontecimientos de la víspera. La vida se me antojaba rica, variopinta, llena de encanto. Canturreando, me vestí a toda prisa y salí corriendo al jardín…
¿Qué sucedió después? Nada. Cuando llegó el invierno y nos trasladamos a la ciudad, Piotr Sergueich vino a visitamos algunas veces. Los amigos de las vacaciones solo nos seducen en el campo y en verano, mientras en la ciudad y en invierno pierden buena parte de su encanto. Cuando se les sirve el té en la ciudad, se tiene la impresión de que llevan levitas prestadas y de que pasan demasiado tiempo removiendo la cucharilla en la taza. En la ciudad Piotr Sergueich volvió a hablarme alguna vez de amor, pero sus palabras sonaban allí de un modo distinto que en el campo. En ese ambiente ambos sentíamos con mayor fuerza la muralla que se interponía entre ambos: yo era rica y de alta condición; él, pobre, hijo de un diácono, sin más títulos ni distinciones que su cargo de juez de instrucción; los dos —yo por juventud y él Dios sabe por qué— estimábamos que esa muralla era muy alta y espesa; en consecuencia, cuando venía a vemos a la ciudad, sonreía con aire forzado, criticaba la alta sociedad y, si había otros invitados en el salón, callaba con aire sombrío. No hay murallas insalvables, pero los héroes de las novelas actuales, en lo que yo sé, son demasiado tímidos, indolentes, perezosos y asustadizos, y se resignan demasiado pronto a la idea de que son desgraciados y la vida les ha engañado; en lugar de luchar, se limitan a criticar y a condenar la vulgaridad del mundo, olvidando que su propia crítica va cayendo poco a poco en la vulgaridad.
Me sentía querida, la felicidad me rondaba y parecía vivir a mi lado; no conocía cuidados, ni siquiera trataba de comprenderme a mí misma, de saber qué esperaba y pretendía de la vida. El tiempo pasaba… A mi lado desfilaban personas que me querían, se sucedían días serenos y noches tibias, cantaban los ruiseñores, olía a heno, y todas esas impresiones, tan agradables y llenas de recuerdos maravillosos, se esfumaban rápidamente ante mis ojos, como le sucede a todo el mundo, sin dejar apenas huella ni conciencia de su valor, hasta desaparecer del todo como niebla… ¿Adónde fueron a parar?
Mi padre murió, yo envejecí; todo lo que me gustaba, me halagaba y me ofrecía esperanzas —el rumor de la lluvia, el estruendo del trueno, los sueños de felicidad, las conversaciones sobre el amor— acabó convirtiéndose en un recuerdo, y ante mí solo quedó un espacio vasto y desierto: en esa llanura no había un solo ser vivo y a lo lejos el horizonte tenía un aspecto sombrío y terrible…
Alguien llama a la puerta… Es Piotr Sergueich. Cuando veo los árboles en invierno y recuerdo cómo reverdecen para mí en verano, susurro:
—¡Ah, mis queridos amigos!
Y cuando me encuentro con personas que compartieron mi primavera, se apodera de mí una sensación de tristeza y afecto, y murmuro idénticas palabras.
Hace ya tiempo que, gracias al apoyo de mi padre, Piotr Sergueich se trasladó a la ciudad. Ha envejecido un poco y sus facciones se han vuelto más afiladas. Ya no me habla de amor ni dice tonterías; le disgusta su oficio, padece no sé qué enfermedad, le corroe cierta decepción, le ha dado la espalda a la existencia y vive a disgusto. En este momento se sienta junto a la chimenea y mira en silencio las llamas… Sin saber qué decirle, le pregunto:
—¿Y bien?
—Nada… —me contesta.
Y vuelve a guardar silencio. El rojo resplandor del fuego tiembla en su triste rostro.
Al recordar el pasado, mis hombros de pronto se estremecen, mi cabeza se dobla y rompo a llorar con amargura. Me domina una pena insoportable por mí misma y por ese hombre, y deseo apasionadamente que vuelva esa dicha de antaño que ahora la vida nos niega. Ya no pienso en mi alta condición ni en mi riqueza.
Estallo en fuertes sollozos y, apretándome las sienes, balbuceo:
—Dios mío, Dios mío, la vida ha pasado…
El sigue sentado en silencio y no me dice: “No llores”. Entiende que mi llanto es justificado, que ha llegado el momento de llorar. Veo en sus ojos que se compadece de mí; yo también me compadezco de él, pero al mismo tiempo me subleva que ese hombre tímido y desdichado no haya sido capaz de arreglar mi vida ni la suya.
Cuando lo acompaño al recibidor, me parece que se las ingenia para emplear más tiempo del necesario en ponerse la pelliza. Me besa dos veces la mano en silencio y se queda mirando largo rato mi cara arrasada por las lágrimas. Creo que en ese instante se acuerda de la tormenta, de las ráfagas de lluvia, de nuestras risas, de mi rostro de entonces. Querría comunicarme algo, le gustaría poder hablar, pero no dice nada, se limita a sacudir la cabeza y a apretarme con fuerza la mano. ¡Que Dios le ampare!
Después de conducirlo a la puerta, vuelvo al despacho y me siento de nuevo en la alfombra, ante la chimenea. Las rojas brasas se cubren de ceniza y empiezan a apagarse. La nevasca golpea con redoblada fuerza en la ventana y el viento silba en la chimenea.
La doncella entra en la habitación y, pensando que estoy dormida, me llama…
*FIN*