Recuerdo que cuando niño me parecía mi pueblo una blanca maravilla, un mundo mágico, inmenso; las casas eran palacios y catedrales los templos; y por las verdes campiñas iba yo siempre contento, inundado de ventura al mirar el limpio cielo, celeste como mi alma, como mi alma sereno, creyendo que el horizonte era de la tierra el término. No veía en su ignorancia mi inocente pensamiento, otro mundo más hermoso que aquel mundo de mi pueblo; ¡qué blanco, qué blanco todo!, ¡todo qué grande, qué bello!
Recuerdo también que un día en que regresé a mi pueblo después de largos viajes, me pareció un cementerio; en su mezquina presencia se agigantaba mi cuerpo; las casas no eran palacios ni catedrales los templos, y en todas partes reinaban la soledad y el silencio. Extraña impresión sentía buscando en mi pensamiento la memoria melancólica de aquellos felices tiempos en que no soñaba un mundo como el mundo de mi pueblo.
¡Cuántas veces, entre lágrimas con mis blancos días sueño, y reconstruyo en mi mente la visión de aquellos tiempos!
¡Ay!, ¡quién de nuevo pudiera encerrar el pensamiento en su cárcel de ignorancia!, ¡quién pudiera ver de nuevo el mundo más sonriente en el mundo de mi pueblo!
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