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 En su vecindad el tiempo 
parece que no corriera, 
pues el invierno es verano, 
y el otoño, primavera: 
Las noches se vuelven días, 
los días no tienen fecha, 
y cuando el sol se termina 
parece que el sol empieza. 
Sus ojos siempre lejanos 
a pesar de su presencia 
(porque miran de muy lejos 
aunque miren de muy cerca) 
son dos pájaros oscuros, 
desterrados de la tierra: 
Uno se llama nostalgia 
y otro se llama tristeza. 
Las mañanas y las tardes 
de Córdoba son más bellas 
que las del resto del mundo 
porque las frente las sueña; 
y las noches de los otros 
(para mí no puede haberlas) 
han aprendido su oficio 
en la de su cabellera. 
Su voz es como el arroyo 
pensativo de la tierra, 
que dulcifica el paisaje 
por más huraño que sea, 
pues aunque sus aguas dulces 
van pensando en lo que piensan, 
dejan como por descuido 
una flor en cada piedra. 
En mi vida he visto nada 
como sus manos morenas 
para alumbrar mi camino 
con la luz de sus estrellas: 
La derecha me señala 
el rumbo de su cabeza. 
Y el seguro derrotero 
de su corazón la izquierda. 
Su presencia es como el vino 
que, junto a la chimenea, 
toma el viajero cansado 
para recobrar sus fuerzas, 
mientras el viento y la lluvia 
están llamando a la puerta, 
como queriendo decirle 
que en el camino lo esperan. 
Quiero vivir en un mundo 
maravilloso que tenga 
su frente por horizonte 
y sus ojos por fronteras, 
sin más noches que la dulce 
noche de su cabellera, 
ni más estrella de plata 
que las de sus manos buenas, 
soñando mañana y tarde, 
por única recompensa, 
con el laurel de su nombre 
para ceñir mi cabeza, 
y dando todas las voces 
musicales de la tierra 
por una sola palabra 
de la niña cordobesa 
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