Casa digital del escritor Luis López Nieves


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Rosemonde la cazadora

[Cuento - Texto completo.]

Anónimo: Occidente

El conde Édouard no experimentaba en el mundo sino un placer, una única satisfacción: la caza. Perseguir sin descanso a los animales de todo tipo que abundaban en sus dilatadas posesiones, cualesquiera que fueran la hora, el tiempo o la estación, parecía haberse convertido en el principal objetivo de su vida. Nada era capaz de detenerlo en el transcurso de sus alocadas cabalgadas. Se burlaba de los obstáculos más peligrosos y no dudaba en lanzarse tras ellos a través de los campos cultivados, destrozando todo a su paso e indiferente ante la desolación de los campesinos.

El conde Édouard vivía en un castillo construido en los alrededores de Mortain en compañía de sus dos hijas Edwige y Rosemonde. Edwige era el vivo retrato de su madre fallecida desde hacía muchos años, mientras que Rosemonde, la menor, ostentaba un rostro noble y regular, tenía una figura esbelta y bien constituida pero tenía también la dureza física y moral de su padre.

Edwige era frágil y enfermiza. Era dulce y resignada. Nunca la habían oído quejarse, tampoco recordaba nadie la más mínima expresión de ira de su parte. Además, su caridad era famosa en todos los alrededores y mendigos y campesinos la veneraban como a una santa. Edwige era muy bella de rostro; lamentablemente, un terrible accidente ocurrido en su infancia la había dejado deforme para siempre. Un día, siendo aún muy niña, aprovechaba un momento en que su padre se había quedado dormido para jugar cortándole la barba con unas grandes tijeras. Despertado bruscamente, el conde Édouard tuvo un gesto brutal que lanzó violentamente a la pequeña Edwige contra uno de los pesados morillos de hierro de la chimenea produciéndole una lesión en la columna vertebral. Pese a todos los esfuerzos y a todos los medicamentos, Edwige se quedó inválida. Su madre tuvo un dolor tan profundo que a unos meses del accidente su salud se debilitó, se metió en cama para no volver a levantarse más. El conde sintió mucho la muerte de su esposa, pero Edwige se esforzó por utilizar toda su ternura, toda su delicadeza para reemplazar junto a él a la que ya no estaba.

Rosemonde era todo lo contrario de su hermana. Era una jovencita fuerte y robusta, pero su corazón era frío y severo, incluso a veces cruel, lo mismo que el de su padre. Mientras que Edwige pasaba la mayor parte de su tiempo rezando en la capilla del castillo, Rosemonde, con un halcón sobre el puño, recorría el bosque a caballo entregándose a su pasatiempo favorito, que había heredado del conde: cazar. Ningún placer podía asemejarse para ella al espectáculo de ver a su cruel rapaz hundiendo las garras, cortantes como navajas, en el cuerpo de sus víctimas.

Cuando el conde regresaba de cazar, su primera acción era hacer que todos admiraran el cuadro de lo conseguido a lo largo de la jornada. Rosemonde se quedaba extasiada, aplaudía, palpaba y sopesaba los cuerpos aún calientes de las ciervas y de los cervatillos de ojos dulces velados ya por la muerte, pero Edwige sentía horror ante aquella sangrienta exposición y miraba hacia otro lado asqueada.

Aquel año, Navidad cayó precisamente en domingo. La nieve, que había estado cayendo durante varios días, había tapizado la comarca con un maravilloso y suave manto blanco. No podía hallarse mejor ocasión para encontrar sobre el suelo nevado las huellas dejadas por zorros, linces, lobos, jabalíes, etc… El montero del conde, llegado aquella misma mañana del castillo que este último poseía en el bosque de Mortain, le había señalado ya varias pistas interesantes; por lo que, sin más demora, el conde Édouard decidió salir. Llamó al paje que estaba siempre junto a él presto a responder a la primera llamada, y le dijo:

—Ordena que ensillen inmediatamente mi caballo Roland y ve a decirle a los monteros que saquen  los perros y se dirijan con todo el equipaje hacia mi castillo de la Lande-Pourrie.

—Señor, —respondió el paje— me permito recordaros que hoy es domingo y además es Navidad…

—¡Eh! y a mí ¿qué me importa?… ¿Eres acaso monje o cura para permitirte darme sermones? Vete, te digo.

Sin más insistir, el paje se inclinó y se marchó. Pero, cuando se dirigía a la perrera, dio un rodeo y pasó por delante de la habitación en la que Edwige y Rosemonde se encontraban preparándose para asistir a la misa de la mañana.

—Hoy es Navidad, —les dijo el paje— y, no obstante, nuestro señor no teme ir a correr el ciervo.

—¿Os ha enviado para avisarme de que lo acompañe? —preguntó de inmediato Rosemonde, sin pensar en otra cosa que no fueran los placeres de la caza.

—No, señora, no me ha dicho nada.

Edwige, más perspicaz, comprendió fácilmente el sentido de la advertencia que acababa de hacerles el paje. Era, efectivamente, un pecado muy grave dedicarse a cazar y a derramar sangre inocente en un día bendito como aquél. Sin duda alguna, el conde se arriesgaba a sufrir alguna gran desgracia.

Por lo que Edwige se apresuró a subir para encontrar a su padre en el gabinete en el que éste estaba acabando de prepararse. Los ojos del conde brillaban de placer. Sonreía al oír el sonido de la trompa de los monteros que reunían la jauría en el patio. Estaba vestido con un rico traje de ante, con altas botas de cuero que le llegaban hasta medio muslo. Un gran abrigo de piel, forrado de piel de lince, lo cubría cálidamente; llevaba un gorro, también de lince, adornado con largas colas de zorro…

—Padre, —dijo Edwige al entrar— reflexionad antes de lanzaros a esta temeraria aventura. Hoy es Navidad. En vida de nuestra añorada madre, habríais cedido sin duda a sus solicitudes si os hubiera pedido que le sacrificárais este día por amor hacia ella. ¿No podríais concederme a mí también este favor?

—Pero, ¿por qué quieres hija que sea hoy y no mañana?

—Padre, no es lo mismo. Sabéis que cualquiera que se entrega a los placeres de la caza en el santo día de Navidad y derrama sangre es maldito… Escuchadme, por el amor de nuestra madre que nos contempla desde el cielo.

El conde amaba mucho a su hija. Algo conmovido por su solicitud, hizo una mueca de contrariedad, se quitó uno de los guantes que estaba empezando a ponerse y se acercó a la ventana con gesto preocupado. Edwige pensó que lo había convencido. Estaba uniendo las manos para darle las gracias cuando Rosemonde entró bruscamente en la habitación.

—¡Oh! padre, qué tiempo tan espléndido!… ¡Qué maravillosa partida de caza vais a hacer! … La mejor del año sin duda… Llevadme con vos por esta vez; me haríais tan feliz…

—No me gusta cargar con mujeres cuando cazo —respondió  severamente el conde cuyo rostro se había contraído bruscamente.

Poco acostumbrada a oír a su padre hablarle tan duramente, Rosemonde lo miró estupefacta; pero él se dirigía ya hacia la puerta dando grandes zancadas. Un instante después cruzaba el puente levadizo y salía del castillo dirigiéndose hacia la cruz de las Siete-Hermanas.

Edwige se quedó desolada:

—¿Qué habéis hecho, hermana? —preguntó a Rosemonde que se encontraba aún bajo el impacto del rechazo de su padre.

—¿Qué queréis decir?

—Mi padre estaba a punto de aceptar quedarse en el castillo este día santo cuando vuestra llegada vino a romper el encanto…

—¿Estáis loca, hermana? Pretendíais que nuestro padre permaneciera en el castillo con este tiempo espléndido en el que todos los habitantes del bosque, del tejón al ciervo, van a pasearse por entre los matorrales? No se ha visto jamás un día más hermoso para cazar: el aire es de una pureza deliciosa, el tiempo es seco, y por todas partes la nieve ha depositado una alfombra que atenua el ruido del galope de los caballos…

—Sabéis muy bien hermana que es un gran pecado…

—¡Bah! Si escucháis todo lo que nuestro capellán cuenta, no acabaréis nunca. Sabéis muy bien que siente horror por la caza, lo mismo que por todos los ejercicios peligrosos, torneos y similares. Condena la masacre de animales inocentes pero eso no le impedirá en absoluto, esta misma noche, hacerle los honores a las piernas de las presas que nuestro padre cace.

Entristecida, Edwige no respondió y se dirigió lentamente hacia la capilla donde sonaban ya las primeras campanadas llamando al oficio. Concluida la misa, Edwige, alrededor de la cual se agrupaban todos los menesterosos de la región a los que distribuía limosnas y alimentos, se sorprendió mucho de no ver a Rosemonde. Se intranquilizó al comprobar que su hermana no había aparecido durante toda la misa. Tan pronto como hubo concluido sus limosnas, Edwige se puso  a buscar a su hermana y supo, por boca de los mozos de cuadra, que Rosemonde, tras haber dado orden de ensillar a Vaillant, un viejo caballo que el conde no montaba ya, se había marchado, ella también, a cazar al bosque.

Rosemonde, que había heredado de su padre aquella loca pasión, caminó en un primer momento prudentemente con el fin de evitar encontrarse con el conde. Lo que no le resultaba difícil dado que las huellas de la comitiva habían quedado claramente marcadas en la nieve y no podía confundirse. De repente, un intenso ruido de alas surgió de entre los matorrales cercanos y un faisán cobrizo, resplandeciente de luz y de colores intensos, levantó el vuelo precipitadamente. Con  rapidez Rosemonde descapirotó el halcón que sostenía sobre su puño enguantado de cuero. La rapaz, deslumbrada durante un instante por la repentina claridad, miró el cielo con sus crueles ojillos dorados y luego, tomando impulso, subió recta como una flecha. Pronto no fue sino un pequeño punto negro entre las nubes que se puso a describir grandes círculos, que se fueron haciendo cada vez más reducidos. Súbitamente, replegando sus alas, se dejó caer como una piedra, con la rapidez de un relámpago, emitiendo un grito agudo. Rosemonde espoleó su caballo; unos minutos después llegaba junto al halcón que tenía entre sus garras implacables al infortunado faisán, completamente despeluznado, con el pecho sangrando, cuyas plumas tornasoladas habían sembrado el suelo de alrededor tras sus últimos estertores. En aquel instante, Rosemonde sólo pensó en su placer.

El conde Édouard, por su parte, se entregaba al placer de la caza con todo ahinco. Junto a su comitiva, perseguía desde por la mañana a un viejo jabalí solitario que les estaba dando más de un quebradero de cabeza. Era un animal fuerte y astuto y el conde se excitaba jurando que lo conseguiría vivo o muerto. El conjunto de cazadores se movía con rapidez y sólo se detenía para analizar las pistas. Por un momento creyeron que habían sido burlados y, furiosos, pensaban que el animal se les había escapado cuando los perros dieron la voz de alarma detrás de un cercado. Seguido por toda su gente, el conde picó ambas espuelas, atravesó el cercado y llegó al Breuil, ante la cabaña de un pobre campesino. Asustados por el estrépito producido por la comitiva del conde, las gallinas, las ocas, los patos, las palomas huyeron por todas partes hacia el bosque. Las vacas, los caballos, rompiendo sus trabas, saltando y derribando las barreras, se dispersaron por el campo. Entonces apareció el campesino aterrorizado y le suplicó al conde que alejara la jauría de sus tierras. Un niño acababa de venir al mundo y su mujer estaba gravemente enferma; la menor conmoción podía producirle la muerte. Tal vez hubiera accedido el conde a la solicitud de su siervo si, en aquel mismo instante, el sonido lejano de la trompa no le hubiera recordado que se había hallado la pista del animal perseguido. Olvidando toda humanidad, el conde Édouard, dando un grito de victoria, lanzó su caballo hacia adelante y espoleó con tal intensidad al animal que, echando chispas con las cuatro patas, alcanzó con uno de sus cascos el pecho del infortunado campesino que se derrumbó, herido de muerte, ante el umbral de su vivienda. El conde, sólo pendiente de su caza, no se percató de lo ocurrido.

El jabalí había conseguido gran ventaja cuando, en el momento en que creían haber logrado cercarlo, burló los ardides de los cazadores y se fue a refugiarse en el pequeño oratorio de Yvrandes en el instante preciso en que los fieles se arrodillaban para la comunión. Se produjo un terror y una confusión indescriptibles. Mientras los hombres, armándose con todo lo que encontraban a mano, desde los pesados candelabros hasta la Cruz procesional, intentaban ahuyentar al animal, los niños gritaban de espanto y las madres corrían en todas direcciones, apretando contra su pecho a sus bebés y buscando ponerse fuera del alcance de los terribles golpes de los colmillos del monstruo. El sacerdote, embestido por la fiera, había resultado herido y por el golpe la patena había caído al suelo dejando escapar las hostias consagradas que, en el desorden generalizado, eran pisadas por todos.

El jabalí acababa de encontrar finalmente refugio bajo los bancos del coro cuando apareció el conde seguido de Rosemonde, que no había podido resistir el deseo de unirse a él. Echaron pie a tierra ante la iglesia, el conde agarró su venablo, Rosemonde se armó con un fuerte cuchillo y, sin preocuparse siquiera por la santidad del lugar, ni de las catástrofes de las que eran causa, atacaron al animal refugiado bajo los situales del coro.

Derribando bancos, rompiendo imágenes, lanzando gritos y basfemias, el conde Édouard logró finalmente acabar con el jabalí con su venablo, que se derrumbó sobre las gradas mismas del altar. Entonces, como una furia, Rosemonde se precipitó sobre él y le dio el golpe de gracia abriéndole el gaznate de un tajo con su cuchillo. Con una amplia sonrisa en los labios, manchados de sangre, ordenaron a los monteros, que permanecían expectantes, que se llevaran a la víctima y ellos se marcharon felices riendo de la aventura.

Regresaban al castillo de Mortain cuando, al llegar al cruce de Rocheplate, encontraron a dos criados llorando que venían a su encuentro tras haberlos buscado en vano desde por la mañana. Informaron al conde y a su hija que Edwige había caído súbitamente enferma y pensaban que había llegado su última hora.

Enloquecido, el conde echó a correr. Cuando llegó junto a la cabecera de su hija, su palidez lo asustó. Apenas tuvo ésta fuerzas para pronunciar unas palabras:

—Padre, voy a morir… prometedme que no profanaréis nunca más el santo día de Dios… —Y la dulce Edwige exhaló el último suspiro

El conde Édouard sintió gran pesar por la muerte de Edwige y juró enmendarse no cazando más… Mientras que Rosemonde, que se negaba a creer que la muerte de su hermana pudiera ser un castigo de Dios y no veía en ello sino una triste coincidencia, se desesperaba por la decisión paterna que la privaba a ella también de su placer favorito.

Poco a poco, a medida que el tiempo pasaba, el olvido iba penetrando en el corazón del conde que, constantemente acosado por Rosemonde, terminó por ceder a las razones de ésta hasta el punto de que un día, no resistiendo más, atormentado por la pasión en la que no había dejado de pensar, decidió ignorar su promesa y volver a cazar con más furor e ímpetu que nunca.

A partir de entonces toda la región lo temió puesto que, con una especie de barbarie demoníaca, no respetaba nada: ni las mieses a punto de ser segadas a través de las cuales hacía pasar su comitiva devastadora, ni el sonido de las campanas llamando a los fieles a misa durante la cual proseguía su caza infernal.

Un domingo del año 1420, Rosemonde y el conde de hallaban cazando desde el amanecer. La tarde iba ya muy avanzada y los caballos daban muestras de cansancio mientras los cazadores seguían tan frescos y cómodos sobre sus sillas. Rosemonde conducía la comitiva lanzada alocadamente tras un magnífico dix-cors, un ciervo de dos años, que les había tomado el pelo en varios ocasiones y había cruzado por dos veces el río Egrenne. Les estaba dando mucho trabajo y la lucha era apasionante. El ruido de la galopada llenaba toda la comarca como el retumbar de un trueno. El sonido de la trompa desgarraba el aire mezclado con los ladridos de los sabuesos y con los gritos de incitación de los monteros. Todos los habitantes, asustados, se habían refugiado cuidadosamente en sus casas después de haber encerrado todos sus animales por miedo a nuevos desastres.

El conde llevaba una velocidad del demonio cuando, de repente, su caballo que empezaba a flaquear tropezó en plena carrera con una madriguera de conejos e hizo una impresionante espantada. Rosemonde, que iba delante en compañía de los más jóvenes y ardientes monteros, no se había percatado de nada y continuaba hostigando al ciervo, desmelenada y gritando a todo pulmón como una valquiria. Ya no era una mujer sino una horrible arpía ávida de sangre y de carnaza.

Al cabo de un rato, uno de los monteros, sorprendido de no oír cabalgar detrás de él, se volvió, vio que estaba solo y se irguió sobre los estribos. Entonces vio a lo lejos a un grupo de cazadores que habían echado pie a tierra y se apresuró a informar a Rosemonde.

—¡Bah! —dijo ésta sin aminorar su velocidad— será algún perro o algún criado que habrá caído de agotamiento… Es algo que no tiene importancia.

—No se habría detenido toda la comitiva por… tan poca cosa… —respondió el hombre con tono ofendido.

Impresionada por la exactitud de aquella reflexión, Rosemonde tuvo a bien detenerse. Furiosa por ver interrumpida tan bella partida de caza, recogió sus cabellos revueltos por el viento durante la carrera y dijo:

—Tal vez sea mi padre que ha querido descansar… Es evidente que se está haciendo viejo… ¡perder un dix-cors por eso!…

Lanzando un suspiro de añoranza, dio media vuelta para dirigirse hacia el grupo. Pronto vio a dos hombres ocupados en cortar ramas de un matorral para confeccionar unas parihuelas.

—¿Qué ocurre? —preguntó bruscamente.

—Ocurre —respondió uno de los lacayos en voz baja— que el señor acaba de caerse del caballo con tan mala fortuna que se ha roto el cuello..

A partir de aquel día, y comprendiendo que todo lo sucedido era el resultado de un castigo divino, Rosemonde decidió no volver a montar a caballo jamás. Pasó el resto de su vida intentando reparar a su alrededor todos los daños causados a los aldeanos por las alocadas partidas de caza del conde y murió en loor de santidad como su hermana.

*FIN*


Légende du Mortainais
Traducción de Esperanza Cobos Castro


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