Sabrás, querido Fabio,
si ignoras que te quiero,
que ignorar lo dichoso
es muy de lo discreto;
que apenas fuiste blanco
en que el rapaz arquero
del tiro indefectible
logró el mejor acierto,
cuando en mi pecho amante
brotaron el incendio
de recíprocas llamas
conformes ardimientos.
¿No has visto, Fabio mío,
cuando el señor de Delas
hiere con armas de oro
la luna de un espejo,
que haciendo en el cristal
reflejo el rayo bello
hiere repercusivo
al más cercano objeto?
Pues así del amor
las flechas, que en mi pecho
tu resistente nieve
les dio mayor esfuerzo,
vueltas a mí las puntas,
dispuso amor soberbio,
sólo con un impulso,
dos alcanzar trofeos.
Díganlo las ruinas
de mi valor deshecho
que en contritas cenizas
predican escarmientos.
Mi corazón lo diga,
que en padrones eternos
inextinguibles guarda
testimonios del fuego.
Segunda Troya, el alma,
de ardientes Mongibelos
es pavesa a la saña
de más astuto griego.
De las sangrientas viras
los enervados hierros
por las venas difunden
el amable veneno.
Las cercenadas voces,
que en balbucientes ecos,
si el amor las impele,
las retiene el respeto.
Las niñas de mis ojos,
que con mirar travieso
sinceramente parlan
del alma los secretos.
El turbado semblante
y el impedido aliento
en cuya muda calma
da voces el afecto.
Aquel decirte más,
cuando me explico menos,
queriendo en negaciones
expresar los conceptos.
Y en fin, dígaslo tú,
que de mis pensamientos,
lince sutil, penetras
los más ocultos senos.
Si he dicho que te he visto,
mi amor está supuesto,
pues es correlativo
de tus merecimientos.
Si a ellos atiendes, Fabio,
con indicios más ciertos
verás de mis finezas
evidentes contextos.
Ellos a ti te basten,
que si prosigo, pienso
que con superfluas voces
su autoridad ofendo.
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