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Santa Perpetua del Alto Miraje

[Cuento - Texto completo.]

Manuel Rueda

A José Rincón Mora
y su pueblo de muñecos

La casa estaba tranquila cuando ellos levantaron la cabeza. Oscuridad de almidón y cartones arrugados. En alguna parte el taladro persistente de la polilla convirtiendo el silencio en un polvillo deleznable que se escurre a intervalos desde sitios remotos. La cuadrícula de un calendario en el hemisferio norte, y hacia el sur una montaña de gasa negriazulada donde reposa una sola percha como un pájaro esquemático.

Lo demás se presiente en una geografía de bultos magros y cúmulos de aire petrificado. Fulgores de barras metálicas y perfiles de otras montañas que se asen a vigas altas donde se gestan cielos entre flores de papel crepé y vaharadas de perfumes costosos.

Una nube vaporosa con la forma de un camisón navega hacia un nordeste húmedo replegado en esquina y a donde ellos nunca se aventuran por temor a los ecos. Hacia ese mismo lado un cielo demasiado próximo adelanta formas crueles en cuyos garfios algunas cabelleras pueden quedar presas. Una estrella, redonda lentejuela escapada de una redecilla, titila colgada en el vacío casi como el único fulgor soportable en los inaccesibles tramos de la altura.

Pasando lejanías agazapadas suele sentirse el abismo de jamás, única noción que admiten sus cerebros y que para ellos viene a ser la noción más acabada de eternidad. Eternidad que es el otro lado de alguien, algún reverso de algo en un después de aquello, que bien puede ser ruido o movimiento, y volumen de armario tomado en el trance de un más allá de noche o día, en el lado siempre desconocido donde ocurren los roces y se manifiesta la existencia de la diosa.

Entre el jamás y el nunca los recién despertados levantaban pestañas cuyo temblor no era inquietud de interiores perturbados, sino sondeo de patas de araña sobre el iris azulenco de las esferas de cristal.

Sabían eso: que eran el pueblo del pecado del espejo, el pueblo condenado a no saber, a no tener nombre ni reflejos. Quietud por cada movimiento de afuera; negror agazapado por cada hendija rutilante; mudez cuando algo comenzaba a ser la armonía del más allá, a decir la verdad de la que ellos no sabían que era verdad o que pudiera emitirse con tanta voluntad de serlo o de sonar como verdad.

Se puede decir que aquella suave música del radio había emitido la orden de vida en el encierro polvoriento donde el olor a fieltros y terciopelos carcomidos se convertía en fragancia inaugural de sus vidas.

Así empezaba el mensaje, con un bisbiseo de violines remotos o de flautas sordas —tal vez el pulso lejano de un tambor parecido a la tierra— y empezaban las emisiones de la diosa cuya presencia ocupaba los templos de la noche haciendo tambalear las columnas de un mundo que estaba hecho de cuatro esquinas conocidas y de cuatro esquinas por conocer, si se tomaba en cuenta el paso de lo visible a lo invisible.

Pero era el momento de comenzar las faenas.

—Buenos días, hermana noche —dijo con acento melífluo el ermitaño revolviéndose en su camastro de paja.

—Va contra la ley el que se inicien las actividades antes de que yo haya tenido tiempo de tocar diana —rugió el capitán, que se bebía los vientos cada vez que el ermitaño le ganaba la partida.

—Pues tóquela usted y déjese de armar tanto barullo —contestó el santo, que entre sus pecados estaba el de perder fácilmente la paciencia, aunque conteniéndose agregó—: Tóquela usted, hermano capitán.

—Así lo haré, señor San Francisco —acató el capitán y acto seguido reunió a su desordenada tropa en torno al asta de la bandera.

—¡Mentecatos! —exclamó el poeta revolucionario y apuntó algo en el libro de versos que estaba escribiendo.

La aldeana española produjo un chasquido de castañuelas en el estómago cuando trató de incorporarse, por lo que sus compañeras, las aldeanas suiza y holandesa, impusieron silencio llevándose los índices descascarados a los no menos descascarados labios.

Entonces sucedió lo inaudito: la puta, sentada sobre la paja de un antiguo pesebre, encendió una linterna de luz roja quedando expuesta en toda su llamativa desnudez.

La respuesta favorable, como es de suponerse, provino del ala izquierda del armario. El primero en reaccionar fue Pierrot, quien de inmediato pulsó con una sola mano —la otra la había perdido en un lance amoroso en el que se decía estaban involucrados la esposa infiel y su celoso marido— una mandolina sin cuerdas pero cuyo silencio—serenata todos entendieron como una invitación, o un pretexto, para deleites inconfesados.

En cuanto al ala derecha, ancianas cariacontecidas y mujeres de pelo en pecho, matronas postradas en divanes color libélula y manolas agónicas que ya habían olvidado El Relicario, casi son arrancadas de su sitio por la conmoción y despeñadas contra los tramos inferiores donde una fila de bebés aún dormía con el biberón insertado en los orificios bucales.

Pero nada podía hacerse ya: la vagina de la puta florecía abierta en dos mitades bajo el reflector escarlata y la necesidad se impuso. El espectáculo era algo inusitado y en cierto modo conmovedor.

La esposa infiel hizo temblar las pesas que sólo de tarde en tarde, o por mejor decir de noche en noche, aseguraban un eficaz parpadeo detrás de sus ojos; pero esta vez logró emitir un reflejo burlón que el marido celoso apagó de un manotazo.

Las muchachas entonces se dispusieron a aprender lo nunca visto. Las cosas estaban de esta manera: Pierrot rezagado con su guitarrón donde todos lograban percibir cadencias de merengues morbosos o de rumba antifidelista, las ancianas tensas en sus tramos regios acojinados en pana escarlata recamada con encajes de Venecia, los bebés con la palabra «ma-má» un poco mohosa y trunca acurrucada en el vientre y la puta haciendo crecer la hierba a base de un líquido ceroso que se escurría de sus piernas como un semen verde.

Mientras tanto los soldados, desfilando ahora en correcta formación, daban tres golpecitos discretos en el tabique trasero del pesebre.

Aprovechando esta ocasión la rata, que había llegado una noche desde las bodegas de un barco remoto y cuyo ñau ñau grrrr sonaba a dialectos africanos desconocidos, se escurrió por el vestido de cola de la novia y se le acomodó, como siempre, entre las pantorrillas sonrosadas.

Algo tan habitual ya no molestaba a la novia y sólo un cosquilleo, a manera de escalofrío súbito, la recorría de vez en cuando.

La rata, pues, roía enarbolando su diente único sobre el himen inmaculado hasta que, de pronto, se abrió paso más arriba, por un intrincado camino de sílabas y metálicos hueseci0s de palabras, hasta la cabeza, que devoró enseguida sin que ésta se hubiera dado cuenta de lo que le sucedía.

La rata alzó el velillo y dulcificó el semblante preparándose para el encuentro con el bienamado. Como se verá, los pensamientos de la cabeza devorada habían hecho su efecto.

Nadie supo de la sustitución. El novio besó a escondidas el hocico sangrante y se dejó roer la nariz, un poco de pasada, lo que pareció renovarle la esperanza amorosa.

En cuanto al joven poeta, rumiaba sus ideas revolucionarias por los malecones, con el infaltable libro de versos en las manos. A su lado transitaba un abrumado San Francisco, quien buscaba inútilmente sus pájaros en los alrededores del pesebre, lleno ahora de las fogosidades del capitán.

—¡Un escándalo! —clamó en voz alta—. Esto en mis tiempos no sucedía.

Y se alejó piando una alabanza a la diosa.

Haciendo un esfuerzo la puta, entre un espasmo y otro, se apresuró a contestar.

—¡Hipócrita! Usted no es un San Francisco de verdad. Al menos no es más auténtico que el San Miguel que tengo aquí, en esta lámina preciosa que compré ayer en el mercado por cincuenta centavos y a la que voy a prender media docena de velones cuando termine con el capitán y todo el Ejército Nacional que hace cola ante mi puerta pues, como verá, hoy el negocio ha estado próspero.

Hubiera seguido con su discurso, pero el capitán exigía de ella una mayor concentración y profesionalismo.

Las cosas hubieran llegado a términos intolerables por ese camino de no haberse producido lo inaudito, aquello por lo que sus vidas lograban justificación.

Fue cuando del otro lado del espejo se oyó un quejido largo, paralizante. Quedaron en vilo un momento y todos se miraron asombrados.

Estaban allí para descubrir lo que existía al otro lado, en el aposento de la mamá-diosa-dormida. Lo sabían ahora cuando se lo recordaba aquel ventear de sábanas y rumores que se desplazaban sin dirección. Y sobre todo, y en medio de ello, lo sabían por el bufido gordo de ese animal grande y turbulento llamado sueño, del que sólo conocían el jadeo, la lucha de una pezuña contra la dureza del espejo.

Un silencio angustioso reinaba en los tramos superiores. Había llegado el momento de actuar.

La rata, para no comprometerse, abandonó su posición y huyó por sus pasadizos secretos dejando el velo tembloroso y vacío. El capitán, todavía a medio vestir, saltó del lecho con los síntomas evidentes de un placer inconcluso y procedió a reclutar la tropa. Los cinco sargentos, quienes siempre quedaban para después debido a las demoras del capitán, rompieron filas en el campo del placer y las rehicieron en el del honor.

Ante semejante deserción, la puta apagó su linterna y se sumió en la oscuridad, pues era respetuosa de las leyes y de sus deberes cívicos.

El animal sueño parecía apoyar ahora sus patas delanteras contra la superficie exterior del espejo, ya que éste temblaba como embestido por una fuerza portentosa, cósmica.

De repente eran susurros de hojas con viento que se arrastraban por la alfombra, inofensiva durante la mayor parte del tiempo, pero ellos sabían que el monstruo estaba allí, conocían la potencia de sus garras, el esplendor de su resuello. Y temían por ella, por la diosa-madre que debía estar indefensa ante el horror que venía de allá lejos, desde las esquinas más invisibles de lo invisible, seguramente del mar, ya que su garganta vibraba en un chapoteo de aguas y estrellas errátiles.

Excepto los bebés, que seguían durmiendo a pierna suelta, todos se agruparon junto al tabique para observar las escaramuzas de la tropa donde el capitán, con el pecho inflado se daba una importancia que nadie pareció considerar importante, ya que nunca había realizado una sola acción decisiva para el bien común.

Mirando de arriba abajo, incrustó el espadín en la ranura inferior de la puerta, con tanta parsimonia que no se dio cuenta de que pasaba por el pestillo sin que éste le opusiera resistencia. El poeta revolucionario notó, en cambio, el fenómeno y lo denunció enseguida. ¡La cerradura no había sido echada aquella noche!

Los ánimos se exaltaron. Una ola de heroismo sacudió las cabezas vacías. Las viejas mujeres empezaron a temblar de ansiedad o de miedo. Pero los más jóvenes se impusieron. La consigna era: ¡Hay que aprovechar la ocasión!

—Ahora o nunca— gritaron los del ala izquierda.

—Prudencia —corearon los del ala derecha —¡Seremos destruidos!

—¡Imbéciles! —apostrofó el poeta revolucionario.

Y dando pruebas de una ferocidad que sus ojos dormidos desmentían, embistió contra la pared con tan mala suerte que se partió la cabeza y cayó rodando al rincón de los desechos. Con lo que vino a demostrar que los poetas tienen la cabeza tan hueca como las obras que escriben.

—Ya lo decía yo —dijo la bailarina española—. Tantas cosas vacías no pueden andar juntas.

Fue el momento en que el santo hizo oír sus acentos inspirados. Habló de las limitaciones del muñeco para poder entender lo invisible, el mundo que limitaba con el tabique del espejo. Violar el secreto de ese más allá donde la diosa-madre habitaba era desafiar al cielo. La diosa-madre era incomprensible por lo grandiosa. El hecho de que se dejara apresar todas las noches por las garras del animal-sueño era un síntoma desconcertante que ellos, aunque lo quisieran, no podrían entender. El abrir esa puerta a la revelación ocasionaría una catástrofe irreparable para todos. Sería el fin para el pueblo de los muñecos. ¿No era un aviso el brusco accidente del poeta?

El ala derecha prorrumpió en aplausos mientras se escucharon algunos silbidos provenientes de las filas rebeldes.

La puta, que aún le guardaba cierto rencor al santo que ella tenía por apócrifo San Francisco, lanzó entonces una carcajada estridente, lo que vino a aumentar la confusión general. Avanzó con toda la fuerza de su desnudez irrefrenable y pidió permiso para ser la sacrificada.

—¿Habrase visto mayor sacrilegio? —gritó indignada la esposa infiel.

—¿Por qué no acompañas a tu compañera de fechorías? insinuó la campesina española.

—¡Deslenguada! —dijo el marido celoso, a la vez que daba una sonora bofetada a su mujer.

Algo como una vibración en desacordes de miedo se oyó dentro de la mandolina de Pierrot.

Ahora el cónclave de vecinos consideraba la proposición de la puta, quien aseguraba nuevamente que ella era la llamada a inmolarse. Subiría a la parte más alta de la ranura y empujaría hacia afuera con todas sus fuerzas hasta entreabrirla un poco y observar lo que sucedía al otro lado.

Unos dijeron que sí y otros que no. Después los primeros se inclinaron al no, con lo que no les quedó más remedio a los segundos que decidirse por el sí. A poco rato los del no se dividieron en grupos de no-sí y los del sí en grupos de sí-no.

—Sí-sí-no-no — dijeron los no-sí.

—No-no-sí-sí — dijeron los sí-no, que a su vez se dividieron, unos en sí-sí-no-sí-no-no y otros en no-no-sí-no sí-sí.

La confusión llegaba a las profundidades del complejo sistema de las antinomias que, según se ha visto, orna al mundo de sabiduría y de belleza.

Entonces se le pidió al capitán que dijera la última palabra. —¡NO! —sentenció éste de modo categórico.

Y en virtud de tan evidente sí quedó resuelta la cuestión y la puta, rodeada del fervor popular, se dispuso a escalar las alturas del armario y las no menos necesarias de la gloria.

Los varones se aprestaron a auparla hasta el último tramo, donde un cielo de frascos pequeños y grandes tintineaba a cada embestida de los muñecos y del animal-sueño que se paseaba rozando el tabique con su pelambre.

Todos los brazos empujaron hacia arriba con energía, a ras de azogue, y en lo alto iba ella en apoteosis de miembros nacarados y vulva florecida; ella, la única que poseía esos atributos pecaminosos por los cuales ahora era exaltada en presencia de su pueblo. Ahora iba hacia arriba, hacia el lugar más alto de todos los lugares, aquel que tenía el privilegio de aposentar los perfumes y esmaltes de la diosa, esos objetos que llenaban la atmósfera de ahogos sutiles, de efluvios de brillantinas y de bálsamos correosos que daban a la piel tonalidades de estanque.

La puta aspiraba gloria y perfume en su ascenso a las regiones superiores mientras las mujeres virtuosas, desgonzadas sobre el suelo, tocábanse los entorchados inútiles que las cubrían, llenándose de una súbita vergüenza.

Sofocada por la altura y en tránsito a realidades nunca vistas la puta pudo distinguir allá abajo, donde el pesebre se deshacía en un manchón verdinegro, una figura arrodillada que lloraba: era la impotencia de la santidad a la que, de repente, acicateaban deseos inconfesados.

Triunfo sin límites sólo turbado por una nubecilla de piedad que casi era amor. Sí, amaba. Desde siempre los ermitaños son amados por las cortesanas y viceversa, y ellos no eran la excepción.

Las perlas temblaban en su garganta, las lágrimas temblaban en los ojos del santo, el espejo temblaba. Temblaban, en fin, l0s brazos que sostenían a la elegida.

Entonces ella, para hacerse digna de tan gran momento, extendió la punta de sus dedos hacia adelante y como una sibila conminó la noche del espejo.

Maravillados, los de abajo habían perdido el resorte de la palabra.

Volaban chispas de oro de un extremo a otro del espacio. Ahora iba a poner en juego su mejor recurso. En un impulso ciego presionó, con la fortaleza del pubis tendido en arco hacia adelante, el tabique que aún parecía resistirse.

Y se hizo el milagro. La puerta osciló suavemente y fue abriendo un espacio de media luz sedosa, barriendo como un abanico la tiniebla, llenándola de una imagen remota y conocida. De la abertura superior desciende una ranura triangulada donde ella asoma un ojo de porcelana color azabache. El geométrico resplandor casi la ciega impidiéndole ver de inmediato más allá de la luz misma.

Parpadea, acomoda las pestañas contra el borde más cercano y el ojo liberado gira buscando su objetivo. Y es un trozo de cortina bañado en claridad rojidorada, un mosaico jaspeado y, por último, un fragmento del monstruo, pulpo color de rosa que gorgotea, alarga sus tentáculos sobre el prado rojiamarillo de la colcha floreada.

Y ve, y ve sin comprender, sin encontrar algún sentido a la visión que se disloca en escorzos truncos, en ráfagas de un blancor espeso, con nombre de pierna o de espalda a nivel del omóplato, nuca volteada entre pelos desparramados y garras donde relucen súbitos anillos.

Y piensa que la madrecita yace desmembrada bajo la embestida del monstruo. Y su pupila, allá arriba, gira buscando el ángulo, la posición desde donde pueda abarcar un campo mayor de la enigmática refriega que se desarrolla a sus pies.

Trozos de materia viva cruzados por movimientos súbitos, escalofríos, respiraciones a contrapelo, estiramientos que adquieren, de pronto, un aire de languidez o de muerte.

La noche es esa burbuja que estalla y se desgarra contra la pared donde ella permanece asomada. Pero sabe que está viendo mejor. Observa con claridad un dedo grande que hurga sobre una montaña hasta dar con un sol rojo, erecto como un botón. Da un grito y deja caer, aterrada, sus pestañas, para interrumpir el mensaje que la forma le envía.

Ha comprendido. Madre y animal-sueño son la misma diosa omnipotente. Y se pone de nuevo a mirar, mientras que abajo la multitud espera, silenciosa, el informe que no puede pronunciar. Que no pronuncia. Y duda con un crujido de estupor que resquebraja la capa interna de su cabeza, debajo de la rubiez enmarañada que se eriza, ahora consciente de su sequedad, de la piel de pasta rosa que se niega a permanecer adherida.

El ojo derecho se desvía un tanto y choca, adentro, con un ruido de ejes dislocados. Cri-crac, cric-crac, dicen sus ojos anegados en aquel rectángulo de luz pecaminosa. Presiona con un dedo enjoyado el fiel de sus ojos que comienzan a bailotear por cuenta propia. Y los detiene. Y arremete de nuevo con el pubis deshecho que se desinfla y agrieta contra la dureza del tabique.

Momento supremo donde el esfuerzo parece concentrado en aquel punto deleitoso que ahora le duele y se le cansa como una incongruencia, como una equivocación de fábrica cuando los muñecos debieran salir siempre asexuados y neutros, ajenos al pecado original, con su inocencia explícita en la entrepierna sin relieves.

Pero la hendija atrae todavía al ojo carcomido por la curiosidad y establece de nuevo el terrible eslabón que la une a la madre, a la diosa que yace entre los escombros de un sueño revelador.

Empuja con todas las fuerzas de que es poseedora, de manera que la abertura se abre, triangular, hacia el vacío poblado de fantasmas. Y logra la imagen íntegra, se deja poseer de ella, de las filosas evidencias que la traspasan, de los volúmenes que acaparan, en su punto más hiriente, una luz cegadora que espesa hacia las volteaduras y repliegues hondos revoltijos de sombra.

Cuerpo extenso a lo largo de la noche, pero criando contracciones de feto gigantesco, como si procurara nacer en algún mundo de garras y graznidos donde cada miembro tuviera necesidad de una nueva localización, de un orden diferente.

Un dedo de la diosa viaja de la vulva a la boca. Los senos aplastados trepan trabajosamente por las escarpaduras de las rodillas. Las piernas abren-cierran la concavidad que succiona toda la luz, de golpe, y la convierte en sombra-suspiro, en baba-sombra en que flota sin sostén un corrosivo comentario de sonrisa-dolor que se esfuerza demasiado en no serlo.

Pierna-brazo hunde en seno-ombligo una rúbrica de cardenales de caricias que perduran más que el deseo que la provoca. Boca desciende y lengua lame en dedos de manos o de pies. Uña lacera vientre que se arruga y conmociona. Vulva vulvea y se humedece. La madre también ha tenido aquello allí, agazapado, enorme y sanguinario desde el principio de los siglos. De manera que ella, la puta, es sólo una lamentable equivocación o un remedo, parodia de incumplidas promesas y deseos, una inocente desnudez que explayada sobre un pesebre de juguete sólo era un tallo más, un fruto de cristal dorado para ojos de porcelana pintada.

Vulva abrecierra la voracidad de sus bordes y dos manos la aferran, y la aferra un grito-espasmo-dolor-goce que hace retumbar, trueno infinito, las paredes; de manera que la puta, pobre sexo atrapado en lo alto del espejo, se tambalea y está a punto de caer de la torre de manos ansiosas que la sostienen sin comprender.

Entonces allá afuera adviene una placidez de respiraciones regulares que envuelve el lecho en una sedosa irisación de materias mentirosas. Duerme la madre-diosa. Respira sobre el orden de siempre y la lámpara regula su violencia hacia una penumbra hecha de semblanzas conocidas: la aguja dorada del reloj de mesa, la virgen con las siete dagas atravesadas en el corazón, la rama que hunde su dulzura habitual en el florero de la cómoda, el lomo desgastado de algún libro que aún no ha tenido tiempo de leer.

La mano levanta en colmo de inocencia la colcha rameada y la sujeta a la altura de los senos exprimidos que se hinchen, de pronto, de grosores nuevos, como si la pereza los tornara ajenos, les diera la suprema redondez de lo intocado.

La puta gira, dislocada en su mirador de aire comprimido y hace señas para que inicien el descenso. Y se siente bajar, cra-cric-crac, sobre el mundo vacío del cerebro vacío de la vulva vacía que se ha cerrado con su perla antes de desaparecer.

Baja y la estopa rubianca de su cabellera cae como una bandera a los pies del monje que reza con los ojos cerrados. Baja la bella desde lo alto de la revelación al infierno del conocimiento entre los restos de una identidad que poco a poco la abandona.

Ahora es el muñeco-mujer, es la mujer-muñeco, la mujer-muerte que cae como un fruto secreto en el centro de la avidez sin nombre. Baja corroída por el esfuerzo, ente supremo y deleznable, tajeada por la altura, destruida por el relámpago de una conciencia que ha sido conquistada a costa de su misma razón.

Baja-muere, cuellicallada en tuertilabio, roticena lucerada de ul ulado, en muerisueño del yo-ella, tuelleando en negriluz la vulvadiosa venida en horrorcielo y horrorsuelo y nadahorror…

Apenas si un silencio la sostiene, la trae, manos calladas donde ahora no pesa, donde va a revelar su carencia de esqueleto, de adecuados resortes por los cuales podía ser caricia, o palabra, el delicado escozor de la carne a merced de la música, la diminuta lengua que ensayaría su sílaba o su beso.

Y canta al filo de la muerte el canto único que podrá ser oído y anotado, con el correr de los tiempos, en el Libro de la Crónica que el ermitaño empezará a escribir en el momento en que ella comience a ser la mártir en la prehistoria del espejo, la que supo ver a la diosa frente a frente, conociéndola en su deslumbrante desnudez, la única que había visto y tuvo que pagar por ello, la que por fin debía tener un nombre en el pueblo de los innombrados: Santa Perpetua del Alto Miraje.

Por esta Crónica sabemos que ella cantaba al descender, aunque nadie supo el contenido de ese canto lleno de sabiduría y de locura.

El monje anotó en la soledad de su nuevo retiro, allá en los confines del armario donde se había refugiado con el propósito de transmitirnos fielmente el contenido de la Historia, las sílabas sagradas, los semas deslumbrantes cuya sonoridad traspasó el cerebro de la puta como una estocada, por lo que ya no fue posible reconocerla en aquella figura desarticulada y decrépita que el pueblo depositó consternado en la hierba del establo.

FIN


Papeles de Sara y otros relatos,
República Dominicana, 1985
Agradecemos a José Alcántara Almánzar su aportación de este texto a la Biblioteca Digital Ciudad Seva.


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