Santiguá de santigüero
[Cuento - Texto completo.]
Emilio S. BelavalEl santigüero tendió en su camastro el cuerpo del enfermo que había caído de bruces en la cuesta del barrio Juan Martín. Era un montoncito de hombre, con las cejas lampiñosas, que tenía el pantalón agujereado por la miseria. Sus ojos estaban cerrados por una fatiga tan profunda que parecía tener los párpados cosidos. Cuando el enfermo estuvo acostado, el santigüero se santiguó y le dio la primera santiguada a su paciente:
-En el nombre de Dios que lo mesmo cura cuando el hombre está sano que cuando está enfelmo, que lo mesmo ayúa cuando el hombre está vivo que cuando está muelto, santíguote helmano, pa que no llegue jasta ti la muelte.
El enfermo no se movió, pero el santigüero estaba tranquilo. La primera santiguada de un santigüero detiene la muerte que ronda el bohío del jíbaro¹. La santiguada le baja del cielo al santigüero, para que libre las almas en la tierra de toda apretura mortal. Es un exorcicio probado contra los zarpazos que le tira la muerte a todo aquel que camine por un camino sin acordarse, que los males le salen al hombre de debajo de la planta del pie. La yagua vieja florece de nuevo, la tierra baldía puede dar unos tronchos si el jíbaro le apuntala su paciencia, pero no hay jíbaro que no muera si le falla la santiguada del santigüero.
El santigüero del barrio Juan Martín tenía el labio roído por el rezo y el trasluz de un pétalo de clavellina. Había llevado su santiguada hasta la misma raya del milagro. Se llamaba Gume Pacheco. Era un viejo flaco, de ojos color pepita de lechosa, encanijado por el ayuno. La muerte respetaba a aquel hombre que nunca le había alzado la saya a ninguna mujer propia ni prestada y que le pedía permiso a la quebrada para tomar un buche de agua. ¡Dichoso barrio, el barrio de Juan Martín, encaramado en una cuesta que sube del río en una aspiración torcida hacia el altozano de un abra de tarantalas, al que hubo de tocarle en suerte el más benéfico santigüero de Puerto Rico!
Gume Pacheco miró profundamente al montoncito de hombre que le habían traído desde la cuesta. El santigüero había visto casi todos los males de la tierra subiendo por las jaldas de su bohío solitario; conocía las anemias que van desgüesando al peón hasta que cae con los ojos en blanco; conocía las calenturas que van abrasando al playero hasta que cae baldado por la cintura; conocía las toses que van despulmonando al arrabalero hasta que cae sobre un charco de sangre. Los dedos benditos de un santigüero pueden adivinar dónde se aposa la enfermedad que tiene que extraer del cuerpo. Pero aquella vez los dedos del santigüero no acertaban a palpar la dolencia que devoraba el cuerpo de su paciente. El pecho respiraba con el fragor de un combatiente, el estómago había votado hasta los gusarapos que le cosquilleaban el buche, la cintura tenía brío, sin ninguna anilla de muerte, pero el jíbaro se moría. ¿Dónde podría estar el mal que minaba aquella pobre vida estirada en su catre de curandero?
Mal que no era del pecho, del estómago o de la cintura, por fuerza tenía que ser un mal de la voluntad. La santiguada tendría que ir más allá de la primera tela humana, para tantear la entretela última donde un jíbaro guarda su voluntad. Aquel enfermo lo que tenía era que había perdido la gana de vivir. La primera santiguada le había detenido la muerte, pero ahora lo que había que hacer era recalentar, en un alma arruchada, la gana de vivir. Gume Pacheco sabía la lucha cruenta que tenía un santigüero que sostener para sacar un alma de su aplatanamiento; se santiguó de nuevo y le dio su segunda santiguada al inerme:
-En el nombre de Dios que lo mesmo cura cuando el hombre está sano que cuando está enfelmo, que lo mesmo ayúa cuando el hombre está vivo que cuando está muelto, santíguote helmano, pa que güelva a ti la gana de vivil que es la que trae la salú.
Bajo la segunda santiguada, el jíbaro hizo una morisqueta horrible, pero tuvo que lanzar un estertor de vida. Gume Pacheco huroneaba por entre aquella alma con una corajuda punción, espiando con ojos atroces la pugna del hombrecito por librarse de su exorcicio. El santigüero sabía que al menor descuido de su brazo moriría aquella vida a él confiada. En estos momentos el brazo del santigüero tiene que luchar con una santa ferocidad, si no quiere que por el caminito apañado que tienen nuestros enterraderos, camine una caja en el hombro de sus compadres.
¿Por qué aquel montoncito de hombre no quería vivir? La vida es un dulce en palito que lambe el jíbaro golosamente aunque tenga la paja vieja, el pantalón en siete y la mujer encinta. El enfermo era lo suficiente joven para que el milagrista no luchara por salvarlo; se acercó a la oreja del enfermo e hizo que su voz llegara hasta esa cajita misteriosa que tiene cada jíbaro en el pecho para recoger la voz de la amistad:
-Óyeme, enfelmo, tiés que vivil pa tu mujel, pa tus sijos y pa tu bohío que necesitan de ti y tiés amigos que agora te lloran afuera. No se pué uno moril asina, sin pensal en lo que deja.
Las cejas del enfermo crujieron de ira para rechazar el regaño. Bohío, ni mujer, ni muchachitos le arrancaron un solo pesar a aquella cara que tenía puesta su gana en el morir. Las cruces mágicas de la santiguada cayeron al suelo con el desperezo de las cejas. El santigüero se puso torvo ante aquella hurañía blasfema de su paciente:
-En el nombre de Dios que lo mesmo cura cuando el hombre está sano que cuando está enfelmo, que lo mesmo ayúa cuando el hombre está vivo que cuando está muelto, santíguote helmano, y te mando arrojal el mal de la voluntá, pa que sigas viviendo con los tuyos, jasta que llegues a viejo.
El jíbaro se retorció como un garrocho bajo la admonición espejeante de la mano. Un sudor cáustico le goteaba de la frente.
Había una palabra de rabia pendiendo en la boca fruncida, una furia de muerte en el cuerpo estirado. Era extraño aquel mal que se comía un hombre a pedazos, sin ninguna hinchazón en la tela ni espuma en la boca. El santigüero espiaba a su enfermo con una mirada tan hosca que el moribundo no se atrevía a botar el alma por la boca. ¿Estaría alucinado el montoncito de hombre por uno de esos espejismos de paz que a veces alucinan a un jíbaro para enfriarle la gana de vivir? Gume Pacheco se persignó rápidamente y puso una última cruz en la cabeza del enfermo:
-En el nombre de Dios que lo mesmo cura cuando el hombre está sano que cuando está enfelmo, que lo mesmo ayúa cuando el hombre está vivo que cuando está muelto, santíguote helmano, pa que no te ofusque la alusinasión del moril.
Aquel beneficio le arrancó la primera sonrisa al enfermo. El jibaraco no hubiera sido capaz de desacreditar a un santigüero que le había hecho tanto bien al altozano de Juan Martín. Gume Pacheco lanzó un suspiro desesperado. Sentía que los dedos se le iban encogiendo, que no podría luchar mucho más de lo que ya había luchado con aquella alma terca, que solo estaba en la tierra prendida por los tres broches de su santiguada. El enfermo parecía adivinar la confusión dolorosa que había en los dedos gastados de Gume Pacheco. Un remordimiento penoso descosió un poco los ojos del moribundo; miró al santigüero con ojos de súplica, como si le pidiera perdón por su ansia tozuda de arrojarse cuanto antes en brazos de la muerte. La obstinación insondable del enfermo venció en el corazón blando de Gume Pacheco. Tal vez el curandero no tuviera obligación mística de salvar un cuerpo, cuya alma había decidido largarse hasta una paz más alta, que la paz de un altozano de tarantalas. Le echó una gota de espelma caliente en cada ojo y rompió una mucilga de sábila para hacerle una cruz en la frente. Con este óleo rústico un jíbaro entra en el cielo sin que lo molesten con preguntas en la antesala de los pecadores.
Ya con permiso para morir, se serenaron un poco las cejas lampiñosas del moridor. Una calma cuadrada, inefable, iba amortajando el alma del agónico, en espera del grito que lanza la coruja desde una guasimilla o de la pisada que en el rancho del compadre se siente, para avisar que ha muerto un amigo de la casa. Gume Pacheco sabía que aquella muerte sería una muerte de paz, sin estridencias ni revulsiones, una muerte en brazos de santigüero, con el pecho claro, el estómago fácil y la cintura floja. ¡No hay jíbaro que no muera si le falla la santiguada del santigüero! Gume Pacheco comprendió que se acercaba el momento en que el obstinado recibiría el premio de su obstinación, que pronto aquella alma volaría sobre todas las yaguas humildes que la habían cobijado. Ahora la misión del santigüero era tan simple, que bastaba con un rezo de su labio, para encaramar en el cielo el alma a él confiada. Pero en aquella muerte había un secreto que no dejaba colgar el rezo en el labio del santigüero. ¿Por qué aquel hombre moría sin importarle nada su bohío, ni su mujer, ni sus muchachitos? Gume Pacheco esperó hasta el momento mismo en que el alma del moridor empezó a romper las costuras que la sujetaban al cuerpo humano. Se acercó a la oreja del moribundo e hizo que su voz llegara hasta esa cajita misteriosa que tiene cada jíbaro en el pecho para recoger la voz de la amistad:
-Óyeme, moridol, no te mueras sin desilme que enfelmedá es la tuya, que un hombre quié moril sin que lo arresusite ni la pena de sus gentes, ni la santiguá que devuelve la salú.
Temblaron las espelmas que habían cerrado aquellos ojos para que pudieran llegar hasta la muerte. El alma estaba sujeta únicamente por la última costura, cuando interrumpió el desgarrón final la súplica del viejo. El agónico lanzó un gemido que hizo retroceder espantado al santigüero. ¿Tendría él derecho a recoger aquel secreto de un hombre, que ya había ganado la calma cuadrada que gana el que está para morir? ¿Es que su obligación llegaba hasta el límite escalofriante de arrancar a un hombre casi muerto el secreto por el cual moría sin un solo pesar en la conciencia? ¿Habría decidido Dios que en el altozano de Juan Martín hubiera una muerte contra la cual no pudiera nada la santiguada de un santigüero? El temor de que murieran otros sin que los dedos de Gume Pacheco pudieran prenderle en el pecho tres lazos amarillos, venció el escrúpulo del santigüero:
-Óyeme, moridol, quean otros en el barrio que puén moril sin que yo sepa cómo devolvelles la salú. Yo estoy viejito y mis deos están ya gastaos. ¿No quiés ayual al santigüero viejo a cural a los amigos que agora lloran tu muelte?
Una congoja generosa movió los labios del agónico, buscando un vago pedazo de palabra en la boca sellada por la muerte. Gume Pacheco acercó su oreja inexorable al aliento del muriente, con los dedos curvados para detener a la muerte que forcejeaba por llevarle el secreto del comatoso. El jíbaro solo pudo musitar una palabra antes de que la coruja llegara a la rama más débil de una guasimilla. El santigüero cayó desvanecido sobre el cuerpo del jíbaro, sin sentir la pisada medrosa del muerto crujiendo en el soberado de su rancho. Pero la oyeron los amigos del que acababa de morir; llegaron con el habla en reguerete, a perturbar el pavor de Gume Pacheco:
-¡Siño, se acaba de moril un amigo en este barrio!
-Lo he sentío, siño, andando a mi lao.
-Yo oíde un grito de coruja en la guasimilla de este batey.
El santigüero les mostró al amarilleante sin proferir una sola palabra. La mucilga de sábila le fulgía en la frente como un lagrimón de altozano, como una lágrima violeta que se hubiera adelantado al luto de todos los compadres. Los altureños se quitaron las pavas en silencio, cortados por ese frío que se cuela por una guásima más alta que la guasimilla:
-No paresía como pa morilse, siño. ¿Tenía alguna enfelmedá? -preguntó un amigo con voz de susto.
-Lo único que tenía era unos gusarapos en el buche cuando yo lo vide. Ha muelto de una enfelmedá nueva en el barrio, contra la cual, ni pué ná la santiguá de un santigüero.
-¿De qué murió, siño?
-De hambre -contestó el santigüero echándole una sabanilla por la cara al amarillado.
FIN