Se enciende la lámpara de Aladino
[Cuento - Texto completo.]
Emilio S. BelavalYo cerré mi juventud como una abanico despavorido, desde que una noche besé a una negra en los labios -murmuró apretando sus ansias novelescas Juan Antonio Orcaz, una soberbia cabeza de mechones crespos aplastada en el fondo de un camastro.
-Sí, el mar Caribe está podrido -comentó alguien perdido entre las sombras largas.
-Mi juventud me duele como una llaga.
-Porque tiene gusanos fantasmales.
-Caballeros, la historia es una cosa complicada.
-Yo no me quejo de la historia; nos ha dado tabaco, india, negra y ron de templa.
-Y una luna mulata.
-Y guarapillo de genitales de carey, ¿qué más se puede pedir?
-Estoy pensando en una palma enana, con pencas violáceas, que me juraba haber visto correr luces amarillas por las marismas del sur.
-¡Me siento el diablo detrás de las orejas! ¡Por favor, dame una manífica!
-Pues coja al diablo y pásemelo acá, campadrecito, que la tierrita no da para más.
-Mariguana, Antoñón.
Antoñón, el grifo¹ -pupila en una linea vertical, diente roído y ceja mugrienta- pasó hasta el arcón y sirvió hoscamente el último cigarrillo. Hubo un silencio para no azorar al humo contrabandista. En una cueva sórdida, medio enterrada en tierra, con su quinqué patibulario, la llama harapienta parecía una rumbera de burdel. Cuatro o cinco rostros pálidos, tatuados de escapularios, bajo el remo de la náusea, parecían bogar por un mar de peces podridos, en pos de unas ilusas minas de oro, de unos ojos azules, de una costa blanca, ¡huyendo del diablo! Entre las pencas de una palo maléfica, una luna mulata esperaba la desilusión del argonauta para brindarle su amor de bejuco, su teta de gengibre. El grifo los miraba con un desdén feroz:
-Antoñón, esta noche quiero matarte -rugió alguien enfurecido.
-Hay que rociarlo con agua bendita. ¡Este grifo está endemoniado! ¡Santo, santo, santo!
-Mi sexo cruje.
-¡Qué amarga al paladar es la miel!
-Yo me siento mujer.
Adolfo Puentes se echó a reír, entre gritos secos. Se apretaba el estómago con la rodilla; juraba que sus ojos estaban desprendidos, que tenía un alacrán pegado del cogote; con sublimes enconos llamaba a Marichú Lago, invertida, cuyo amor era tan avieso como una tuna:
-¡Marichú! ¡Marichú!
-Yo quiero una plena, Antoñón.
-Sopla el carrucha para que venga el diablo. No es peor compañía que tú.
-¡Puerco, Antoñón! Tráenos una mujer aunque tenga la chambra sucia.
-¿Quieres la mulata? Su grieta es abundante como un pozo sombrío.
-Bien.
-Estéfana, ven. Tengo cuatro señoritos para tu compota de níspero.
Hay tanta vacuidad entre los párpados que la visión es casi un dolor. Lo que anhelan los rostros pálidos es un par de ojos azules para prendérselos de escapularios. Estéfana está monstruosa; parece una botija, mofolonga, con bembes murcilagosos y torso de tiburona:
-He aquí un regalito del trópico, compadre.
-¡Así ha debido ser la manzana después de la lengua de la serpiente!
-¡Llama al can, Antoñón!
-¡Úntate gas en la pasa, mi vieja!
-Huele a comején esta condenada.
-¡Silencio, títeres! Estéfana, lárgate.
-¿Cuándo vas a traemos una blanca, tú que eres contrabandista?
-Cuando tengas dinero, mi niño.
-Te doy mi reloj. Anda.
La gula del oro vence al grifo: una sombra blanca surge del fondo malabarista de la barraca. Es tan blanca que parece un alma en pena que se descuelga de algún cuento campesino. Antoñón la conduce con la barba huraña.
-¡Apártate, Antoñón! ¡Estás manchando un resplandor!
La súplica resbala por la blancura encogida. El pie tímido es el mejor rubor del cuerpo, un cuerpo niño, que no tiene formas, de trenza humilde; toda ella está en un fulgor tenso, en un claror desvalido. Hay algo patético en sus ojos, que tienen dolor de cabrita blanca del monte acorralada por un puerco espino moreno. Involuntariamente las greñas aderezan una vieja tiniebla de paladines:
-Eres como la madrugada. Tu blancura es azulenca.
-¿Qué hiciste con tus ojos azules, mi niña bonita?
-¡Parece un alelí adolescente!
-¿Por qué no cierras los ojos para que tengas carita de flor?
-Tiene miedo del puerco espín. ¡Hay que rescatarla! Voy a rezarle un trisagio a san Martín, para que me preste su garrote.
-Antoñón, deja que me bese después que cierre los ojos. ¡Será como el beso de un lucero!
-Está tísica, títere.
-No importa. Le prenderé un flamboyán en el moño.
-No lo quieras, títere. Ahí no araña otra barba que la mía.
Hubo una roja infravisión de asesinato que coloreó el ojo famélico de los almohadones. Con el dedo gordo del pie enhiesto, Julián Laguna le echó un amarre de cundiamores al grifo emparejado:
-No comerás carne blanca, Antoñón.
-Antañón, eres un puerco. Dame esa mujer.
-Está acostumbrada a otro belfo, mi hijo.
-Yo no intervengo esta noche; mi abuela tenía caracolillos en la trenza.
-Antoñón, dame esa mujer.
-Baja y cógela, mi señorito.
-¡Canalla!; ¡grifo carnicero!, ¡matarife!
-San Martín, prepara el tajo. ¡Santo! ¡Santo! ¡Santo!
Una vasija de barro, acoplada a la pared, ruge un círculo violento sobre la barba cruda y las legañas de Antoñón. La barba se apecha al suelo, en salto contrabandista, y el barro se ensañó contra las narices de la aurora. La blancura fue un montón deshecho sobre las salivas, la ceniza, el lodo; allí, un coágulo abrió una rosa espiritual:
-¡Has partido el lucero, Julián!
-¡Títere! ¡Marica! ¡Negrero, toma! -el puño ondea frenético; treinta, cincuenta golpes. Hay una ancha herida en la frente para hacer caer dentro del camastro un cuerpo tumefacto:
-¡Policía!, ¡a él, al negro bozal!
-¡Asesino! ¡Puerco espín!
-¡Perro sarnoso! Hay que hacerlo gandinga.
-San Martín, llévalo a la feria. ¡Santo! ¡Santo! ¡Santo!
-Silencio o cojo el puñal.
-Cógelo, hermanito, que ya te tengo el deo amarrao.
-Déjalo conmigo. ¡En nombre de la poesía, te estrangulo, Calibán!
La llama se rompió de terror; crujieron huesos; Adolfo Puentes lo mordió en el cogote. En la sombra el puñal dibujó un cubo de Piccazo pero no pudo hendir la tiniebla atávica, amarrada por un cordón de cundiamores:
-¡Mi alacrán!, ¡mi alacrán quiere también morderle los ojos! -en nombre de la poesía, Juan Antonio lo forcejea y lo quiebra:
-¡A este hay que matarlo por la barriga!
-¡Que tenga muerte de parturienta!
-¡Venga un buitre para este hígado! De algo ha de servirme a mí el clasicismo.
-¡¡So… co… rro!!
-¡Calla, mamífero, paquidermo! ¡Qué duro tienen estos grifos el pescuezo!
La tiniebla jadeante se incorporó; ya no hay más filo en acecho. Sobre la baldosa está la costilla:
-¡Caballeros, por esta vez no hay quien nos dispute el lucerito!
-¡Victoria!
-¡Necesito la plena del chivo!
-Dale el brazo a la chica; es nuestro botín, aunque se le haya estropeado la nariz.
-Que Julián y la chica se acoplen. Ambos están tumefactos.
-No, mira este seno atropellado, casi niño; parece un icono puro que nos quisiera nimbar.
-Claridad, tú.
-Luz de chorro, como se debe ser la luz.
-¡Yo quiero algo rojo!
-Pega el olfato a la sangre; huele a buey desollado, Es un rojo vital.
-Prefiero el fuego. Todo lo que se transforma es lo ideal en el color.
-Estoy cansado de este verde beatífico. Voto por el rojo.
-¡Incendiemos! ¡Será un gusto encaramar a Antoñón hasta el infierno asado al palo.
-Saca tú a los tumefactos, Juan. Tu lírica tiene un puño poderoso.
Juan Antonio Orcaz, lirófobo, cogió los dos cuerpos hinchados y de un traspié olímpico los arrastró hasta la madrugada. Adolfo Puentes buscó cerillas, gas, para la paja.
La llama, la taumaturgia, la incineración del puerco -¡¡fuego!!; ¡¡fuego!!-, plegaria de vecindario, ¡martirio mítico de Antoñón, el grifo, asado al palo! San Martín sopla la candela; hay un doble befo ante el vientre insondable de la llama:
-¡Viva!
-¡Victoria! ¡Abajo el verde beatífico!
-¡Claridad! ¡Victoria!
De pronto, en una barca de humo, del piélago bermejo de la noche, Antoñón surgió arrastrado por Estéfana, la mulata, para huir a los cañaverales cubierto de pedradas. Un can aúlla su rabia canibalesca ante el anatema estético de la llama. y la madrugada se fue a pisarle los talones a la trulla trashumante, entre cuyos brazos iba una blancura sin narices.
FIN