Acaso allí estará, cuatro costados
bañados en los mares, al centro la meseta
ardiente y andrajosa. Es ella, la madrastra
original de tantos, como tú, dolidos
de ella y por ella dolientes.
Es la tierra imposible, que a su imagen te hizo
para de sí arrojarte. En ella el hombre
que otra cosa no pudo, por error naciendo,
sucumbe de verdad, y como pago
ocasional de otros errores inmortales.
Inalterable, en violento claroscuro,
mírala, piénsala. Árida tierra, cielo fértil,
con nieves y resoles, riadas y sequías;
almendros y chumberas, espartos y naranjos
crecen en ella, ya desierto, ya oasis.
Junto a la iglesia está la casa llana,
al lado del palacio está la timba,
el alarido ronco junto a la voz serena,
el amor junto al odio, y la caricia junto
a la puñalada. Allí es extremo todo.
La nobleza plebeya, el populacho noble,
la pueblan, dando terratenientes y toreros,
curas y caballistas, vagos y visionarios,
guapos y guerrilleros. Tú compatriota,
bien que ello te repugne, de su fauna.
Las cosas tienen precio. Lo es del poderío
la corrupción, del amor la no correspondencia;
y ser de aquella tierra lo pagas con no serlo
de ninguna: deambular, vacuo y nulo,
por el mundo, que a Sansueña y sus hijos desconoce.
Si en otro tiempo hubiera sido nuestra,
cuando gentes extrañas la temían y odiaban,
y mucho era ser de ella; cuando toda
su sinrazón congénita, ya locura hoy,
como admirable paradoja se imponía.
Vivieron muerte, sí, pero con gloria
monstruosa. Hoy la vida morimos
en ajeno rincón. Y mientras tanto
los gusanos, de ella y su ruina irreparable,
crecen, prosperan.
Vivir para ver esto.
Vivir para ser esto.
1948
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