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[Cuento - Texto completo.]

Carson McCullers

El joven en el restaurante de la estación de autobuses no sabía ni el nombre ni el emplazamiento de la ciudad donde se encontraba, y todo su conocimiento de la hora en que vivía era que se situaba entre la medianoche y el amanecer. Se daba cuenta de que debía encontrarse ya en el Sur, pero que todavía le quedaban largas horas de viaje para llegar a su hogar. Durante mucho tiempo había estado en aquella mesa delante de una botella de cerveza medio vacía, en una postura desgarbada que le servía para descansar: los muslos caídos y separados y un pie cruzado sobre el tobillo del otro. El pelo, que le colgaba desgreñado sobre la frente, necesitaba un buen corte, y su gesto, cuando miraba hacia la mesa, aunque ensimismado, era expresivo y con cambios rápidos según el tenor de sus pensamientos. El rostro, enjuto, sugería inquietud y una actitud inquisitiva ingenua y descarnada. En el suelo, a su lado, descansaban dos maletas y una caja de embalaje, las tres bien etiquetadas con su nombre escrito a máquina, Andrew Leander, y con su dirección en una de las ciudades más importantes de Georgia.

Había llegado a aquel lugar dominado por una extraña embriaguez, producida en parte por los tragos de whisky de maíz que le había ofrecido un pasajero del autobús, pero sobre todo por una oleada de expectativas que le había asaltado durante las últimas horas del viaje. Y aquel sentimiento estaba lejos de ser inexplicable. Tres años antes, cuando tenía diecisiete, había abandonado su hogar por un dilema interior de violencia, para convertirse en un desgarbado trotamundos que se lanzaba con miedo a lo desconocido, convencido de que nunca regresaría. Y ahora, al cabo de tres años, volvía.

En el restaurante de aquella pequeña población innominada Andrew se había calmado un tanto. Durante los tres años de ausencia se había negado a pensar en su villa natal y en su familia: su padre; Sara y Mick, sus hermanas; y Vitalis, la chica de color que trabajaba para ellos. Pero sentado allí, con su cerveza (sintiéndose tan completamente forastero como si estuviera mágicamente suspendido por encima de la tierra), los recuerdos de todos ellos en el hogar familiar giraban en su interior con la claridad de un carrete de fotografías, unas veces preciso y estructurado, otras en un completo caos.

Y había un pequeño episodio que se le repetía en la cabeza una y otra vez aunque, hasta aquella noche, llevaba años sin pensar en él. La mayor de sus hermanas y él decidieron construir un planeador en el patio trasero de su casa, y quizá recordaba la escena con tanta insistencia porque lo que sintió entonces se parecía mucho a las expectativas que despertaba ahora su viaje.

Por entonces no eran más que críos, con la edad en la que las cosas nuevas que se aprenden en la radio, en los libros y en el cine llenan a cualquiera del más extraordinario de los entusiasmos. Andrew tenía trece años, Sara uno menos y la pequeña Mick (que no contaba para cosas como aquélla) estaba aún en el jardín de infancia. Sara y él habían obtenido información sobre planeadores en una revista de ciencias en la biblioteca del instituto y habían empezado, de inmediato, a construir uno en el patio trasero de su casa. (Empezaron a construirlo una tarde a mitad de semana y para el sábado habían trabajado tanto que casi estaba terminado.) El artículo no daba ninguna instrucción precisa para hacer el planeador; se habían dejado guiar por su propia imaginación y habían utilizado cualquier material disponible. Vitalis no quiso darles una sábana para vestir las alas, de manera que tuvieron que cortar la lona de su tienda de campaña. Para el armazón utilizaron cañas de bambú y algunos listones que les birlaron a los carpinteros que construían un garaje en la manzana de más arriba. Cuando estuvo terminado el planeador no era muy grande, y parecía bien distinto de los que habían visto en las películas, pero Sara y él no se cansaron de repetirse que era igual de bueno y que no había nada que le impidiera volar.

Aquel sábado fue un día que ninguno de ellos olvidaría jamás. El cielo era de un intenso color azul ardiente, el color de las llamas de gas, y a ratos corría una brisa espesa y sofocante. Sara y él habían estado toda la mañana trabajando al sol en el patio de atrás. El rostro de su hermana estaba tenso y pálido, debido a la emoción, y sus labios llenos, casi hoscos, destacaban rojos y secos, como si tuviera fiebre. No dejaba de correr de un sitio a otro para traer cosas que en su opinión se podían necesitar, las flacas piernas demasiado crecidas y torpes, el pelo húmedo colgándole por detrás de los hombros. Mick, la pequeña, los vigilaba desde los escalones de la puerta de atrás. A Andrew le parecía que eran todo lo distintas que pueden ser dos hermanas. Mick estaba tranquilamente sentada, las manos en las robustas rodillas, sin decir gran cosa pero contemplando todo lo que hacían sus hermanos con una mirada de asombro y la boca suavemente abierta. Incluso Vitalis estaba con ellos la mayor parte del tiempo. No sabía si creer o no en lo que hacían. Era una joven nerviosa, de piel muy clara, y algo en la aventura del planeador la emocionaba tanto como a los tres hermanos, y también la asustaba. Y mientras los observaba, no dejaba de juguetear con sus pendientes rojos ni de pellizcarse los gruesos labios temblorosos.

Todos sentían que había algo delirante en aquel día. Como si estuvieran aislados del resto del mundo y nada les importase excepto lo que ellos cuatro planeaban y preparaban en el patio tranquilo, bañado por el sol. Como si nunca hubieran querido otra cosa que, con el planeador, remontar el vuelo desde la tierra hasta el cálido cielo azul.

Lo que más les preocupaba era el lanzamiento. Andrew le decía una y otra vez a Sara:

—Deberíamos tener un coche para engancharlo, porque es así como los pilotos de verdad los echan a volar. O si no, una de esas cuerdas elásticas como las que describen en la revista.

Pero al lado de su garaje había un pino muy alto, con ramas que empezaban a crecer muy arriba y que se extendían casi hasta la casa. De una de ellas colgaba un columpio y desde allí se proponían iniciar su aventura. Sara y Andrew retiraron la tabla que servía de asiento y colocaron en su lugar un tablón más grande. Y gracias al impulso que les proporcionara el columpio esperaban iniciar el vuelo.

Vitalis tenía la sensación de que la responsabilidad de lo que pasara recaería sobre ella y estaba asustada.

—Siento todo el día una cosa muy rara.

Había una suave brisa caliente, y desde lo alto del pino llegaba un suave murmullo. Vitalis alzó las manos para sentir el viento y se quedó unos momentos mirando al cielo, tan concentrada como un salvaje absorto en oración.

—Creéis que solo porque vuestra madre ya no vive no tenéis que hacerle caso a nadie. ¿Por qué no esperáis hasta que vuelva a casa vuestro papá para preguntarle? Todo el día tengo la sensación de que algo malo va a suceder por culpa de esa cosa.

—Calla —dijo Sara.

—Sé que no es un aeroplano de verdad aunque tenga esas alas grandes hechas con los trozos de una tienda de campaña vieja. Y sé que sois tan de carne y hueso como yo. Y que es igual de fácil que os abráis la cabeza.

Pero a pesar de todo lo que decía, Vitalis creía en el planeador igual que ellos. Mientras estaba en la cocina la veían asomarse a la ventana cada pocos minutos para mirarlos, la ancha nariz pegada al cristal, estremecido el rostro oscuro.

Cuando terminaron casi se había ocultado el sol. El cielo había palidecido hasta un suave color verde jade y la brisa que había soplado casi todo el día les pareció más fresca y con más fuerza. El patio estaba muy silencioso y ni Andrew ni Sara dijeron nada ni se miraron mientras equilibraban, llenos de tensión, el planeador sobre el columpio. Habían discutido ya sobre quién sería el primero en pilotarlo y había ganado Andrew. Llamaron a Vitalis y le dijeron que ayudase a Sara a dar el último empujón; cuando se negó, la amenazaron con llamar a Chandler West o a algún otro chico del barrio y la convencieron de que más valía que fuese ella. La pequeña Mick se levantó de los escalones desde donde los había estado mirando todo el día y vio cómo su hermano se subía al columpio con mucho cuidado y se acuclillaba dentro del armazón del planeador, apoyando en la madera las suelas de goma de sus playeras.

—¿Crees que llegarás hasta Atlanta o Cleveland? —preguntó. Cleveland era la ciudad donde vivía su primo y por eso sabía cómo se llamaba.

A Andrew le pareció, mientras estaba allí acuclillado y trataba de mantenerse en equilibrio, que ya había abandonado el suelo. Sentía que el corazón le latía casi en la garganta y que le temblaban las manos.

—Y aunque este vientecillo de nada —dijo Vitalis— te suba por el aire, ¿qué vas a hacer después? ¿Vas a dar vueltas ahí arriba toda la noche como si fueras un ángel?

—¿Regresarás a tiempo para la cena, Drew? —preguntó Mick.

Sara no parecía oír nada de lo que se decía. Tenía gotas de sudor en la frente y su hermano oía su respiración, rápida y superficial. Vitalis y ella agarraron cada cual una cuerda del columpio y tiraron con todas sus fuerzas. Incluso la pequeña Mick ayudó a equilibrar el planeador. Pareció que tardaban horas en alzar el aparato hasta la altura de sus cabezas mientras él esperaba, acuclillado en tensión, con los dientes bien apretados y los ojos medio cerrados. Durante aquel momento se vio remontando el vuelo, cada vez más alto, por el cielo azul, y la alegría que sintió no era comparable con ninguna otra.

A continuación llegó la parte que luego fue la más difícil de entender. Tan pronto como el planeador abandonó el columpio se estrelló y Andrew se dio un golpe tan fuerte que el estómago le dio vueltas y más vueltas con sensación de vértigo durante mucho tiempo, y le pareció que alguien le estaba pisando el pecho, lo que le impedía respirar. Pero por alguna razón no le importó en absoluto. Se levantó del suelo y fue como si se negara a creer lo que había sucedido. No se había caído con el planeador y al aparato no le había pasado nada, a excepción de un pequeño desgarrón en un ala. Se soltó la hebilla del cinturón y trató de respirar hondo. Ni Sara ni él hicieron el menor comentario: se mantuvieron ocupados, preparándose para el despegue siguiente. Y lo más extraño fue que los dos sabían que aquel segundo intento produciría exactamente los mismos resultados que el primero y que su planeador no volaría. En el fondo de su corazón lo sabían, pero había algo que les impedía pensar en ello: el deseo y el entusiasmo no les permitían descansar ni atender a razones.

La actitud de Vitalis fue distinta y su voz se alzó y se hizo más cantarina.

—Andrew casi se ha reventado y aún queréis seguir con esa cosa. Cuando estéis más cerca de cumplir los veinticinco y seáis tan mayores como yo aprenderéis a tener un poco más de sentido común.

Incluso Mick empezó a hablar. Callada por naturaleza, no había dicho más de diez palabras durante todo el tiempo. Era su manera de ser. Miraba con la boca medio abierta y parecía maravillarse y asimilar todo lo que uno hacía o decía sin tratar de responder.

—Cuando tenga doce años y sea una chica mayor voy volar y no me caeré. No tenéis más que esperar para ver]

—Deja de hablar así —intervino Vitalis. No quería estar presente, de manera que se metió en la casa. De cuando en cuando los hermanos veían su rostro oscuro que los miraba desde la ventana de la cocina.

Andrew tuvo que lanzar él solo a Sara. Cuando consiguió que estuviera a punto dentro del planeador y los dos en el columpio casi había anochecido. Su hermana se estrelló aún con más violencia, pero se comportó como si no se hubiera hecho daño y al principio Andrew no se dio cuenta del chichón encima de un ojo ni de la larga mancha de sangre en la rodilla donde se había raspado la piel. El planeador tampoco se había estropeado apenas aquella segunda vez y fue como si de verdad se hubieran vuelto locos, que era la opinión de Vitalis.

—Voy a intentarlo una vez más —dijo Sara—. Se sigue pegando al columpio y si lo arreglo, seguro que subirá.

Entró corriendo en la casa, aunque sin apoyarse en la pierna lastimada y regresó con un trozo de mantequilla sobre papel encerado para engrasar el columpio. La aguda voz cantarina de Vitalis los llamó desde la cocina pero nadie respondió.

Después del tercer intento se acabó todo. Andrew dejó que probase Sara, porque él pesaba demasiado para que lo lanzara ella. El planeador se hizo añicos hasta el punto de que ya no se sabía qué era y Andrew tuvo que ayudar a Sara a ponerse en pie. Se le había hinchado el ojo y parecía enferma. Apoyó todo su peso en una pierna, y cuando se levantó la falda para enseñarle un cardenal muy grande en el muslo, temblaba tanto que casi perdió el equilibrio. No había nada más que hacer y Andrew se sintió muerto y vacío por dentro.

Casi era de noche y se quedaron allí durante un rato, sin hacer otra cosa que mirarse. Mick aún seguía sentada en los escalones y los observaba con cara de susto sin decir nada. En la semioscuridad destacaba la palidez de sus rostros, y los olores de la cena procedentes de la cocina llenaban el aire, inmóvil y caliente. No se oía nada y de nuevo Andrew tuvo la peculiar sensación de que eran las únicas personas que había en el mundo.

Finalmente, Sara habló:

—No me importa nada. Me alegro de que lo hayamos hecho aunque no haya funcionado. Lo prefiero tal como está ahora a no haber intentado construirlo. Me tiene sin cuidado.

Andrew arrancó un trozo de la corteza del pino y miró a Vitalis, que se movía por el interior de la cocina iluminada por una suave luz amarilla.

—Tendría que haber funcionado. Tendría que haber volado. No entiendo por qué no lo ha hecho.

En el cielo oscuro brillaba una estrella blanca. Muy despacio atravesaron el patio hacia los escalones traseros de la casa y se alegraron de que sus rostros quedasen medio ocultos por la oscuridad. Entraron en silencio y, después de aquello, Vitalis fue la única que volvió a hablar alguna vez de lo sucedido.

El joven terminó su cerveza e hizo una seña al camarero de aire soñoliento para que le trajera otra. De repente decidió no tomar el autobús siguiente, y quedarse en aquel pueblo desconocido hasta por la mañana. Cerró a medias los ojos para eliminar la violencia de la luz, a los escasos viajeros cansados que esperaban en las mesas, el sucio mantel a cuadros que tenía delante.

Le pareció que nadie había sentido nunca lo que él sentía. El pasado, los diecisiete años de su vida en casa, habían aparecido ante él como un oscuro y complejo arabesco. Pero no era un dibujo que se pudiera abarcar con una mirada porque se parecía más a una composición musical que se despliega de manera contrapuntística, voz a voz, y que no se entiende hasta que transcurre el tiempo necesario para interpretarla. Tomaba forma con un diseño impreciso, más compuesto de emociones que de sucesos. Los tres últimos años en Nueva York no entraban para nada en el conjunto, y no eran más que un fondo oscuro para reflejar ahora el esplendor de lo que había sucedido antes. Y a través de todo aquello, en correspondencia con los sentimientos entretejidos, su cabeza estaba llena de música.

La música siempre había tenido gran importancia para Sara y para él. Mucho tiempo atrás, antes incluso de que naciera Mick y cuando aún vivía su madre, tocaban juntos con peines envueltos en papel higiénico. Más adelante llegaron las armónicas compradas en la tienda de «todo a diez centavos» y las tristes canciones sin palabras que cantaba la gente de color. Luego Sara empezó a ir a clases de música y —aunque no le gustaban ni el profesor ni las piezas que tenía que aprender— no dejó nunca de practicar. Le agradaba tocar de oído las canciones de jazz que oía o, sencillamente, sentarse ante el piano, tecleando notas sueltas que no eran música en absoluto.

Andrew tenía unos doce años cuando la familia adquirió una radio y a partir de entonces las cosas empezaron a cambiar. Se dedicaron a sintonizar emisoras con música clásica y programas que eran muy distintos de lo que escuchaban hasta entonces. Por una parte aquella música les resultaba ajena, pero por otra era como si la hubieran esperado toda su vida. Luego su padre les regaló un gramófono y unos cuantos discos de ópera italiana. Una y otra vez daban cuerda al aparato hasta que a la larga gastaron los discos: ruidos rasposos empezaron a acompañar a la música, y los cantantes sonaban como si se estuvieran tapando la nariz. Al año siguiente recibieron algunas obras de Wagner y de Beethoven.

Todo aquello fue antes de que Sara tratase de escaparse de casa. Como vivían bajo el mismo techo y pasaban mucho tiempo juntos, Andrew apenas se daba cuenta de los cambios en su hermana. Crecía muy deprisa, por supuesto, y no se podía poner un vestido dos meses seguidos porque empezaba a enseñar las muñecas y la falda no le ocultaba las huesudas rodillas, pero eso no era lo importante. Su hermana le recordaba a alguien que —medio dormida— estuviese cruzando una habitación a oscuras y en la que se encendiera de pronto una luz. A menudo aparecía en su cara una expresión desconcertada, aturdida, que era difícil de entender.

Sara se lanzaba con toda su alma primero a una cosa y luego a otra. Durante algún tiempo fueron las películas. Iba al cine de sesión continua todos los sábados con él, con Chandler West y con el resto de la pandilla, pero cuando ya habían visto todo el programa, Sara seguía allí casi hasta que se hacía de noche. Siempre empezaba a mirar las imágenes en cuanto le cortaban la entrada y luego tropezaba pasillo abajo sin mirar siquiera a las butacas hasta llegar casi a la pantalla; entonces se sentaba más o menos en la tercera fila con el cuello echado hacia atrás y la boca medio abierta. Incluso después de haber visto dos veces todo el programa, aún seguía volviéndose hacia la pantalla mientras salía, de manera que tropezaba con la gente y era casi como si estuviera borracha. Los días de diario todo el dinero que le daban en casa para almorzar se lo gastaba (menos diez centavos) en comprar revistas de cine. Tenía fotografias de Clive Brook y de otras cuatro o cinco estrellas clavadas con chinchetas en su cuarto y cuando iba a la farmacia por las revistas, pedía un batido de chocolate y hojeaba todo lo que tenían; al final se quedaba con las que más hablaban de los actores que le gustaban. Las películas fueron lo único que le interesó durante cosa de tres meses. Luego, de repente, aquello se acabó y ni siquiera siguió yendo a las sesiones de los sábados.

Lo que vino después fue el campamento para exploradoras al que iban a ir ella y las chicas que conocía, situado junto a un lago y a unos treinta kilómetros de la ciudad. Durante el mes precedente no habló de otra cosa. Se daba aires delante del espejo con los pantalones cortos de color caqui y las camisas de chico que se suponía que tenían que llevar, el pelo muy liso y pegado a la cabeza, pensando que era maravilloso tratar de comportarse como un varón. Pero al cabo de solo cuatro días en el campamento, cuando Andrew regresó una tarde a casa, se la encontró oyendo discos en el gramófono. Había conseguido que una de las monitoras la trajera del campamento y parecía muy desanimada. Contó que todo lo que hacían era nadar y echar carreras y disparar con arco. No había colchones en los catres y por la noche llegaban los mosquitos y además tenía dolores de crecimiento en las piernas y no conseguía dormir. «No hacía más que correr y correr y estar despierta toda la noche», no se cansaba de repetir. «No pasaba nada más.» Andrew se rió de ella, pero cuando empezó a llorar —no de la manera en que berreaban las niñas como Mick, sino despacio y sin sollozar— fue casi como si él formara parte de su hermana y estuviese también llorando. Durante mucho rato se quedaron juntos, sentados en el suelo, escuchando discos. Siempre habían estado más unidos que la mayoría de otros hermanos.

Para ellos la música era semejante a lo que tenía que haber sido el planeador, pero sin obsesión repentina y con la ventaja de que no defraudaba nunca. Quizá como el whisky para su padre: algo que iba a acompañarlos toda la vida.

Desde que empezó a ir al instituto, Sara tocaba el piano más y más. Las clases, en cambio, le gustaban tan poco como a Andrew y a veces lo importunaba incluso para que le escribiera notas de excusa y las firmara como si fuera su padre. En el primer trimestre cosechó siete suspensos. Su padre nunca supo cómo tratar a Sara y siempre que hacía algo mal se limitaba a carraspear y a mirarla desconcertado como si no supiera de qué manera decir lo que pensaba. Sara se parecía a las fotos de su madre y él quería mucho a su hija, pero de una manera curiosa llena de timidez. No armó en absoluto un escándalo por los siete suspensos. Sara solo tenía doce años y, de todos modos, había empezado muy joven la enseñanza secundaria.

Hay una época en que los hijos quieren escaparse de casa, prescindiendo de lo bien que se lleven con su familia. Creen que se tienen que ir por algo que han hecho, o por algo que quieren hacer, o quizá no sepan siquiera el motivo por el que se escapan. Tal vez sea un tipo de hambre difícil de calmar que les hace querer marcharse en busca de algo. Andrew se escapó cuando tenía once años. Una vecina de pocos años más sacó el dinero que tenía depositado en la caja de ahorros del colegio y tomó un autobús para Hollywood porque la actriz a la que más admiraba contestó a una de sus cartas y le dijo que si iba alguna vez por California fuese a visitarla, invitándola además a bañarse en su piscina. Su familia tardó diez días en localizarla y luego su madre tuvo que ir a California para traerla a casa. Se había bañado en la piscina de la actriz y estaba buscando un trabajo en el cine. No sintió volver a casa. Incluso Chandler West, que siempre había sido lento y torpe, trató de escaparse. Aunque había vivido frente a la casa de los Leander toda la vida, había algo acerca de él que no lograban entender. Incluso cuando Sara y Andrew eran muy pequeños también lo sentían así. Chandler se fugó a raíz de suspender todas las asignaturas de un curso, la mayoría por segunda vez. Después dijo que quería construir una cabaña en los bosques del Canadá y vivir allí como trampero. Era demasiado torpe para hacer autostop y se limitó a seguir caminando hacia el Norte hasta que lo detuvieron por dormir en una zanja y lo devolvieron a casa. Su madre casi se volvió loca y mientras estuvo desaparecido tenía una mirada feroz, de animal salvaje. Cualquiera pensaría que Chandler era la única persona a la que había querido en su vida. Y quizá era de ella de quien huía su hijo.

De manera que lo que Sara hizo no tenía nada de extraordinario, excepto, claro está, para un adulto como su padre, que, sencillamente, no entendía cosas como aquéllas. No existía ninguna razón de peso para que Sara quisiera marcharse. Fue solo la manera en que había empezado a sentirse durante el último año. Quizá la música tuviera algo que ver. O puede que hubiera crecido demasiado y no supiese qué hacer con su cuerpo.

Sucedió la mañana del lunes en que cumplió trece años. Vitalis había preparado muy bien la mesa del desayuno: puso flores y un mantel nuevo. Sara no parecía distinta de ningún otro día. Pero, de repente, mientras se comía los copos de avena vio un pelo muy rizado en su plato y se echó a llorar. Vitalis se sintió herida porque se había esforzado mucho para que el desayuno fuera un éxito. Sara cogió los libros de texto y salió a la calle. Dijo que no estaba enfadada con nadie por ningún motivo particular, pero que se marchaba de casa para siempre. Andrew sabía que hablaba por hablar y que solo estaría fuera hasta que se terminaran las clases. Si no hubiera sido por Vitalis, su padre no se habría enterado nunca. Sara salió corriendo a la calle y cuando llegó al solar vacío de la esquina tiró los libros de texto en la hierba alta que crecía allí. Cuando fuimos a recogerlos, el viento había esparcido hojas por todas partes: tareas para casa y cosas curiosas que Sara había dibujado en su bloc.

Vitalis telefoneó a su papá, que ya se había ido a trabajar y que volvió a casa en el coche. Estaba muy preocupado y serio. Apretaba una y otra vez el labio inferior contra los dientes y se aclaraba la garganta. Los tres se subieron al automóvil para salir a buscarla. El resto de la aventura de Sara habría sido divertido para quien lo viese desde fuera. La encontraron al cabo de media hora, en la carretera entre el instituto y el centro de la ciudad. Pero cuando el señor Leander tocó el claxon no quiso subirse al automóvil ni tampoco volverse para mirarlos. Siguió caminando con la cabeza muy alta y la falda plisada ondeándole por encima de las rodillas. Su papá no había estado nunca tan nervioso y enfadado. No podía apearse y perseguir a su hija calle adelante, de manera que tuvo que llevar el coche a paso de tortuga detrás de Sara y tocar el claxon. Se cruzaron con chicos y chicas que iban al instituto, y que se quedaron mirando y rieron a escondidas. Fue espantoso. En cuando a Andrew, estaba aún más enfadado que su padre. Si hubieran tenido un automóvil cerrado, se habría echado para atrás para que no le vieran la cara. Pero se trataba de un Ford modelo T y no podía hacer nada excepto disimular y tratar de parecer indiferente.

Al cabo de un rato, Sara se rindió y se subió al coche. Su papá no sabía qué decir y todos se quedaron muy quietos y en silencio. Sara estaba avergonzada y triste. Trató de fingir tarareando en voz baja con aire despreocupado. Todos se apearon sin hablar al llegar delante del instituto. Pero aquello no fue el final.

Al mes siguiente su tío Jim, que era familia por parte de madre, pasó por allí desde Detroit, camino de Florida, donde iba a pasar sus vacaciones. La tía Esther, su mujer, que era judía y tocaba el violín, lo acompañaba. Los dos querían mucho a Sara y en Navidades siempre le hacían un regalo mejor que el de Andrew o el de Mick. No tenían hijos y había algo que los hacía diferentes de la mayoría de los matrimonios. La primera noche se quedaron hasta muy tarde con su padre y quizá les contó todo lo que había pasado con Sara. El caso es que antes de que se marcharan, el señor Leander le preguntó a Sara si le gustaría irse un año a estudiar a Detroit y vivir allí con sus tíos. Respondió de inmediato que sí: nunca había llegado más allá de Atlanta y quería dormir en un tren, vivir en un sitio desconocido y ver la nieve en invierno.

Sucedió tan deprisa que Andrew no consiguió asimilarlo. Nunca se le había ocurrido que pudiera llegar un momento en que alguno de ellos se marchara durante una temporada tan larga. Sabía que su padre pensaba que Sara iba a llegar a una edad en la que quizá necesitara a alguien que estuviese en casa más tiempo que él. Por otra parte el clima de Detroit podía sentarle bien y era cierto que no tenían mucha más familia. Antes de que ellos nacieran, el tío Jim había vivido un año en su casa, cuando todavía era joven, antes de marcharse al Norte. Pero Andrew no entendía de todos modos que su padre dejara marchar a su hermana. Sara se fue al cabo de una semana, porque el curso escolar ya hacía un mes que había empezado y no querían que perdiera más clases. Fue tan repentino que Andrew no tuvo tiempo de pensar. Sara iba a ausentarse durante diez meses y le parecía casi tanto como si se fuera para siempre. Ignoraba que iba a pasar casi el doble antes de que volviera a verla. Andrew se sentía aturdido y su despedida fue casi como un sueño.

Aquel invierno la casa se convirtió en un lugar muy solitario. Mick era demasiado pequeña para pensar en otra cosa que comer, dormir y dibujar en papeles de colores en el jardín de infancia. Cuando Andrew volvía de clase todas las habitaciones le parecían silenciosas y horriblemente vacías. Las cosas solo eran diferentes en la cocina, con Vitalis siempre entre los pucheros y cantando; hacía calor y el aire estaba lleno de buenos olores y de vida. Y si no salía de casa, de ordinario se quedaba allí, mirándola, y hablaban mientras Vitalis le preparaba algo de comer. Sabía lo solo que se sentía y era buena con él.

La mayoría de las tardes Andrew salía con Chandler West y el resto de la pandilla de segundo año de instituto. Habían formado un club y un equipo de fútbol para novatos. En una de las esquinas de la manzana donde vivían se había vendido el solar y el comprador empezó a construirse una casa. Cuando los carpinteros y los albañiles se marchaban a última hora de la tarde, los de la pandilla se subían al tejado y corrían por las habitaciones vacías, aún sin terminar. Aquella casa le inspiraba a Andrew unos sentimientos extraños. Todas las tardes se quitaba los zapatos y los calcetines para no resbalarse mientras trepaba hasta la afilada arista del tejado. Luego se quedaba allí, extendiendo los brazos para mantener el equilibrio y mirando alrededor a todo lo que quedaba debajo o al cielo pálido del crepúsculo. Más abajo los otros chicos correteaban y se llamaban unos a otros: sus voces estaban cambiando y las habitaciones vacías provocaban ecos que se alargaban mucho, de manera que los sonidos no parecían humanos ni tener relación con las palabras.

Cuando estaba solo en el tejado, Andrew sentía siempre que necesitaba gritar, pero no sabía qué era lo que quería decir. Le parecía que si pudiera expresarlo con palabras, dejaría de ser un chico descalzo, de pies grandes y toscos, y manos que le colgaban torpemente de las mangas —que se le habían quedado cortas— de su camisa de leñador. Si encontraba las frases sería un gran hombre, una especie de Dios, y lo que gritara haría claras y sencillas las cosas que le preocupaban a él y a todo el mundo. Su voz sería potente y semejante a la música y hombres y mujeres saldrían de sus casas, le escucharían y sabrían que lo que decía era verdad, de manera que serían como una sola persona y el mundo en su totalidad lo entendería. Pero por intenso que fuera aquel sentimiento, nunca logró convertirlo en palabras. Se mantenía allí en equilibrio, atascado, pero dispuesto a estallar, y si su voz no hubiera sido chillona e insegura, habría intentado gritar la música de uno de sus discos de Wagner. No podía hacer nada. Y cuando el resto de la pandilla salía de la casa y lo veía allí arriba, Andrew sentía un pánico repentino, como si se le hubieran caído los pantalones de pana. Para cubrir su desnudez, gritaba algo estúpido como Amigos, romanos, compatriotas o Shake-Spear, dale una patada donde duela, y luego se bajaba del tejado sintiéndose vacío y avergonzado y más solo que nadie en el mundo.

Los sábados por la mañana trabajaba en la tienda de su padre, una joyería larga y estrecha en el centro de una de las principales manzanas comerciales de la ciudad. A todo lo largo del local había un escaparate muy bien iluminado, con secciones en las que se exhibían piedras preciosas y objetos de plata. La mesa de relojero del señor Leander estaba pegada a la fachada misma de la tienda, vuelta hacia el escaparate y hacia la calle. Día tras día el padre de Andrew se sentaba allí a trabajar: un hombre alto y robusto, de más de un metro ochenta, y con manos que al principio parecían demasiado grandes para el trabajo tan delicado que hacían. Pero después de mirarlo durante algún tiempo, esa primera sensación cambiaba. La gente que se fijaba en sus manos siempre quería seguir mirándolas: eran gruesas y no parecían tener ni huesos ni músculos, y la piel, oscurecida por los ácidos, era tan suave como seda antigua. Las manos no parecían estar de acuerdo con el resto de su persona, ni con su ancha espalda inclinada, ni con su cuello musculoso. Cuando hacía un trabajo difícil, toda su cara lo reflejaba. El ojo que sujetaba la lente de joyero miraba redondo, absorto y deforme, mientras cerraba el otro casi por completo. Todo su rostro, grande, parecía torcido, y se le abría un poco la boca por la tensión. Cuando no estaba ocupado le gustaba mirar las cabezas y los hombros de la gente que pasaba por la calle, pero nunca les prestaba atención si trabajaba.

En la tienda, su padre encargaba a Andrew cosas sin importancia como sacar brillo a los objetos de plata o hacer algún recado. A veces limpiaba muelles de relojes con un cepillito empapado en gasolina. De tarde en tarde, si había varios clientes en la tienda y la dependienta estaba ocupada, se colocaba un poco torpemente detrás del mostrador y trataba de vender algo. Pero la mayor parte del tiempo no tenía gran cosa que hacer excepto estar allí. Detestaba quedarse en la tienda los sábados porque siempre se le ocurrían otras muchas cosas que le gustaría hacer. Había ratos muy largos en los que el silencio era completo, con solo el tictac de los relojes de pulsera o los ecos de un reloj de pared al dar la hora.

En los días en que estaba allí Harry Minowitz, las cosas cambiaban. Harry se ocupaba del trabajo extra de dos o tres joyeros de la ciudad, y el señor Leander le dejaba utilizar la mesa de trabajo al fondo de la tienda a cambio de determinadas tareas. No había nada que Harry no supiera, incluso acerca de la más delicada mecánica de relojería, y a causa de eso (y también por otras razones) se le apodaba «el mago». Al padre de Andrew no le gustaban los judíos porque había una pareja en la ciudad que eran demasiado «resbaladizos» para su gusto y perjudiciales para el negocio de otros joyeros. De manera que resultaba curioso lo mucho que dependía de Minowitz.

Harry era pequeño y pálido y siempre parecía cansado. Su nariz resultaba grande para su rostro puntiagudo y, después de los ojos, era lo primero en que uno se fijaba, quizá porque tenía la costumbre de acariciársela despacio con el pulgar y el índice cuando estaba pensando: primero se palpaba la curva con suavidad y luego se aplastaba la punta. Cuando dudaba sobre una pregunta que se le hacía, no se encogía de hombros ni movía la cabeza, sino que, despacio, volvía hacia arriba las palmas de las manos y se sorbía hacia adentro las mejillas, ya de por sí hundidas. De ordinario le colgaba un pitillo de los labios, que siempre parecían demasiado relajados para sostenerlo. Sus ojos, oscuros, tenían una manera muy penetrante de mirar, pero luego los párpados se le caían de repente como si lo hubiera entendido todo y se aburriese a más no poder. Al mismo tiempo había en él un no sé qué de desenvuelto y desenfadado. Muy pulcro en su manera de vestir, se tocaba con un sombrero hongo inclinado hacia atrás. Nada sorprendía nunca a Harry, pero a su manera tranquila podía reírse siempre de todo, incluido él mismo. Había llegado a la ciudad diez años antes y vivía solo en una habitación pequeña en una de las calles más populosas junto al río. Aunque parecía conocer a la mitad de los habitantes de la ciudad por su nombre y su rostro, tenía pocos amigos y era un hombre solitario.

Durante el invierno que siguió a la marcha de Sara, cuando trabajaba los sábados en la tienda, a Andrew le gustaba observar a Harry y pensar sobre él. Hubo una época en que su mayor ambición era que «el mago», más que ninguna otra persona en el mundo, se fijase en él y lo admirase. Nunca había intentado imitar a su padre como hacían algunos chicos. Pero había en Harry un algo de seguridad en sí mismo y de despreocupación que le parecía maravilloso. Había vivido en ciudades como Los Ángeles o Nueva York, sabía idiomas y conocía a personas que eran completos extraños para hombres del estilo de su padre. Andrew quería hacerse amigo de Harry pero no sabía cómo proceder. Cuando estaban juntos algo le hacía hablar alto, poner cara de póquer y llamar a los adultos por el apellido sin darles el tratamiento de «señor». Luego se sentía violento, se tropezaba con sus pies, que eran muy grandes, y resultaba un incordio para todo el mundo. Andrew sentía que Harry se daba cuenta de todo y se reía, cosa que le enfadaba mucho. Había veces en las que si Minowitz no hubiera sido tan mayor habría buscado la manera de pelearse con él y de romperle la cara. Pero aunque Harry parecía de edad indefinida, Andrew sabía que más o menos rondaba los treinta; y un chico de catorce años de casi un metro ochenta no se podía pelear con un hombre más pequeño y que tenía muchos más años.

Luego una mañana Harry trajo a la tienda «los muñecos». Alguien había puesto aquel nombre al conjunto de piezas de ajedrez en las que había trabajado durante diez años. Al principio fue una sorpresa descubrir que incluso Harry podía ser maniático acerca de algo: sabía que le gustaba el ajedrez y que era propietario de unas piezas de excelente calidad, pero eso era todo. Se enteró entonces de que Harry estaba dispuesto a ir a cualquier sitio en busca de contrincantes que estuviesen a su altura. Y que además de jugar también le gustaba sencillamente acariciar aquellas figurillas semejantes a muñecos y trabajarlas. Habían sido talladas años atrás por un amigo de su padre, con ébano y alguna otra madera ligera y muy dura. Algunas de las piezas tenían rostros chinos y todos sus rasgos eran curiosos y muy bellos. Durante años Harry había ocupado sus ratos libres haciéndoles incrustaciones con oro cincelado.

Aquellas piezas de ajedrez los convirtieron en amigos. Cuando Harry vio lo interesado que estaba el muchacho, empezó a hablarle de su trabajo y también a explicarle los movimientos del ajedrez. En pocas semanas aprendió a jugar aceptablemente para tratarse de un principiante. Y a partir de entonces Harry y él jugaban a menudo los sábados en la parte de atrás de la tienda. Andrew se aficionó tanto que incluso de noche, cuando no podía dormir, pensaba en el ajedrez. Nunca se le había ocurrido que un juego pudiera gustarle tanto.

A veces Harry lo invitaba a su habitación para pasar la tarde. El cuarto donde vivía estaba muy limpio y tenía muy pocas cosas. Se sentaban en silencio delante de una mesita y jugaban sin decir una palabra. Durante la partida, el rostro de Harry tenía un aspecto tan pálido y helado como una de sus piezas de ajedrez: solo movía las afiladas cejas negras y los dedos mientras se frotaba despacio la nariz. Las primeras veces Andrew se marchó nada más terminar las partidas, por temor a que si se quedaba más tiempo Harry se cansara de él y pensase que no era más que un crío aburrido. Pero antes de que se diera cuenta todo aquello había cambiado y se pasaban las horas hablando, a veces hasta muy avanzada la noche. Hubo ocasiones en las que Andrew casi tenía sensación de embriaguez cuando trataba de expresar todas las cosas que había guardado mucho tiempo encerradas en su interior. Hablaba y hablaba —hasta que se quedaba sin aliento y le ardían las mejillas— de las cosas que quería hacer y ver y sobre las que quería formarse una opinión. Harry escuchaba con la cabeza inclinada hacia un lado y el hecho de que callara sin sorprenderse de nada hacía que a Andrew las frases le vinieran a la boca más deprisa e incluso con mayor claridad que cuando las pensaba.

Harry hablaba siempre poco, pero las cosas que mencionaba sugerían más de lo que decía. Tenía un hermano menor, llamado Baruch, que estudiaba piano en Nueva York. La manera en que hablaba de él revelaba que le importaba más que nadie. Andrew trataba de imaginarse a Baruch y, de acuerdo con su idea, era más grande y estaba más seguro de sí mismo y sabía más que ninguno de los adolescentes de su pandilla. A menudo, cuando pensaba en aquel chico, se sentía triste y nostálgico por no conocerlo. Harry tenía más hermanos: uno que regentaba un estanco en Cincinnati y otro que era afinador de pianos. No cabía duda de que estaba muy unido a toda su familia, pero Baruch era su favorito.

A veces, mientras se apresuraba por calles oscuras de regreso a casa, Andrew sentía un peculiar escalofrío de miedo. No sabía muy bien por qué. Como si hubiera dado todo lo que tenía a un desconocido que podía estafarlo. Sentía deseos de correr sin parar por las calles oscuras. Una vez, cuando le sucedió eso, se detuvo en una esquina, se apoyó contra un farol y trató de recordar qué era exactamente lo que había dicho. Y el pánico se apoderó de él porque le pareció que lo que había tratado de contar lo dejaba demasiado al descubierto. Andrew no sabía el porqué. Las palabras le resonaban en la cabeza y se burlaban de él.

—¿No encuentras a veces horroroso ser quien eres? Me refiero a las veces en que te despiertas de repente y dices «soy yo» y te sientes asfixiado. Es como si todo lo que haces y piensas no fueran más que cabos sueltos y no hubiese nada que encajara. Tendría que existir una época en la que uno lo viese todo como a través de un periscopio. Una especie de… periscopio colosal donde nada queda fuera y todo encaja con lo demás. Y suceda lo que suceda después de eso, no…, no habrá nada que sobresalga como un pulgar lastimado y que haga que pierdas el equilibrio. Ése es uno de los motivos para que me guste el ajedrez, y es que funciona en cierto modo así. Y la música…, me refiero a la buena música. La mayor parte del jazz y las canciones de las películas son semejantes a algo que una cría como Mick dibujaría en la hoja de un bloc: quizá una línea temblorosa, borrada varias veces y descuidada. Pero la otra música es, a veces, como una gran composición maravillosa y durante un minuto te hace ser de otra manera. Pero volviendo al periscopio…, en realidad no existe una cosa así. Y quizá sea eso lo que todos quieren aunque no lo sepan. Intentan una cosa después de otra, pero esa necesidad nunca desaparece del todo. Nunca.

Y cuando terminó de hablar el rostro de Harry seguía estando pálido y helado, como uno de sus pequeños reyes de ajedrez. Había asentido con movimientos de cabeza, y eso fue todo. Andrew lo detestaba. Pero con todo y con eso sabía que iba a volver a la semana siguiente.

Aquel año vagó por la ciudad con frecuencia. No solo llegó a conocer todas las calles del barrio residencial donde vivía, las de las principales manzanas del centro y los barrios negros, sino que también empezó a familiarizarse con la parte de la ciudad llamada South Highlands, el sitio donde se encontraban las industrias más importantes de la ciudad, las tres fábricas de algodón. A lo largo de más de un kilómetro río arriba solo había fábricas y las amontonadas callecitas de chozas donde vivían los obreros. Aquel barrio tan grande parecía casi completamente separado del resto de la ciudad y cuando Andrew empezó a ir por allí tuvo la impresión de estar a doscientos kilómetros de su casa. Algunas tardes recorría durante horas de un extremo a otro los empinados y sucios callejones. Caminaba sin hablar con nadie, las manos en los bolsillos, y cuanto más veía, más fuerte era la sensación de que tendría que seguir andando y andando por aquellas calles hasta tomar una decisión. En South Highlands vio cosas que le asustaron de una manera completamente nueva; nueva porque no le asustaron en lo personal, y porque ni siquiera era capaz de razonar el motivo. Pero el miedo seguía presente en su interior y a veces casi parecía que iba a asfixiarlo. La gente sentada en los escalones de una entrada o de pie en un umbral lo miraban siempre con fijeza, y la mayor parte de las caras eran de color amarillo pálido y carecían de expresión, excepto la de falta de interés. Las calles estaban llenas de chicos en mono. Una vez vio a un muchacho de su edad que orinaba en los escalones de su propia casa cuando había chicas alrededor. Otra vez un tipo a medio crecer trató de ponerle la zancadilla y Andrew tuvo que pelearse. Nunca había sido bueno como luchador, pero en una agarrada siempre usaba los puños y golpeaba con la cabeza. Aquel chico, sin embargo, era diferente. Peleaba como un gato, arañaba, mordía y gruñía en voz baja. Lo curioso fue que cuando Andrew casi tenía perdida la pelea y se encontraba en el suelo y estaba a punto de asfixiarse, su contrincante se quedó de repente flácido como un saco viejo y al cabo de un minuto más se rindió. Luego, cuando los dos estaban otra vez de pie y mirándose, el chaval hizo una cosa absurda. Escupió a Andrew, se tiró al suelo y se quedó allí, boca arriba. El escupitajo le cayó en un zapato y era muy espeso, como si el otro lo hubiera guardado durante mucho tiempo. Pero Andrew vio al chico allí tumbado en el suelo y se sintió mal y ni siquiera pensó en obligarlo a luchar de nuevo. Aquel día hacía frío, pero su contrincante no llevaba encima más que el mono, solo tenía huesos en el pecho y el estómago le sobresalía muchísimo. Se sintió tan disgustado como si hubiera pegado a un bebé o a una chica o a alguien a quien lo normal hubiera sido defender. Las roncas sirenas que señalaban el cambio de turno en la fábrica de algodón lo devolvieron al mundo exterior.

Pero incluso después de aquello había algo en él que le obligaba a recorrer las calles de South Highlands. Buscaba algo pero no sabía qué era.

En el barrio negro no sentía ningún miedo impreciso. Aquella zona de la ciudad era una especie de hogar para él, en especial la callecita llamada Sherman’s Quarter donde vivía Vitalis. Se hallaba en el límite de la ciudad y a pocas manzanas de su propia casa. La mayoría de las personas de color que vivían allí se ocupaban de los jardines de los blancos o cocinaban para ellos y les lavaban la ropa. Detrás del barrio se extendían los kilómetros de campos y pinares adonde Andrew iba de acampada. Desde pequeño sabía los nombres de todos los negros que vivían cerca. En aquellas salidas suyas pedía prestado cierto sabueso pequeño y flaco a un anciano que vivía al final del barrio, y si volvía con una zarigüeya o algún pez, a veces cocinaban lo que traía y se lo comían juntos. Andrew conocía el patio trasero de aquellas casas como el suyo propio: las ennegrecidas tinas de lavar, las duelas de los barriles, los ciruelos silvestres, los retretes, el viejo automóvil sin ruedas que llevaba años detrás de una de las casas. Conocía el barrio de los domingos por la mañana, cuando las mujeres peinaban y trenzaban el pelo de sus hijos al sol en los escalones de la entrada, las chicas de más edad se paseaban arriba y abajo con sus llamativos vestidos de seda que les llegaban hasta los pies, y los varones las miraban y silbaban blues suavemente. Y también estaba familiarizado con el tiempo de la sobremesa después de la comida dominical. Más tarde se encendían en las casas las lámparas de aceite que arrojaban largas sombras. Sin olvidar el olor a humo, a pescado y a maíz. Y siempre había alguien que bailaba o que tocaba la armónica.

Pero también existían unas horas en las que el barrio negro era una incógnita para él: las de la madrugada. Varias veces, al volver tarde a casa después de cazar o sencillamente cuando estaba intranquilo, había recorrido las calles del barrio negro a esas horas. Las puertas estaban cerradas bajo la luz de la luna, las casas parecían encogerse y tenían el aspecto de chabolas que llevaran años deshabitadas. Al mismo tiempo se notaba ese silencio que nunca se da en un sitio desierto, y que solo se siente cuando hay mucha gente durmiendo. Pero mientras escuchaba aquella quietud extrema, siempre, poco a poco, tomaba conciencia de un sonido, que era el que volvía tan extraño el barrio a altas horas de la noche. No se trataba siempre del mismo ruido y parecía proceder de sitios distintos. Una vez era como una chica riendo, una joven que reía suavemente durante mucho tiempo. Otra vez era el discreto gemido de un hombre en la oscuridad. Un sonido como de música, aunque carecía de forma, pero le obligaba a detenerse, escuchar y estremecerse como con una canción. Y cuando volvía a su casa y se acostaba seguía teniendo dentro el sonido; Andrew se retorcía en la oscuridad y sus piernas y sus brazos se rozaban porque no encontraban descanso.

Nunca le habló a Harry Minowitz de aquellos paseos. No se imaginaba tratando de explicar a nadie aquel sonido, y menos que a nadie a Harry, porque se trataba de un secreto. Tampoco le habló nunca de Vitalis.

Cuando después de las clases volvía a la cocina y encontraba allí a la joven de color, había dos palabras que decía siempre. Era como contestar servidor cuando pasaban lista en el instituto. Dejaba los libros, se quedaba un momento en el umbral y decía: «Tengo hambre.» La breve frase no cambiaba nunca y a menudo ni siquiera se daba cuenta de que la había dicho. En ocasiones, cuando acababa con toda la comida que era capaz de consumir y estaba todavía allí sentado en la silla delante del fogón, intranquilo pero sin querer aún marcharse, pronunciaba maquinalmente aquellas dos palabras. El simple hecho de contemplar a Vitalis se las traía a la cabeza.

—Comes más que ningún chico a medio crecer que haya visto nunca —decía ella—. ¿Qué demonios te pasa? Creo que comes tanto porque quieres hacer algo y no sabes qué.

Pero Vitalis siempre tenía comida para Andrew. Quizá caldo de cocido y pan de maíz o galletas y sirope. A veces, incluso, hacía dulces solo para él o cortaba un trozo de la carne que iba a servir para la cena.

Contemplar a Vitalis era casi tan satisfactorio como comer y Andrew la seguía siempre con los ojos. No era de color negro carbón como algunas chicas de su raza y siempre llevaba el pelo bien trenzado y brillante con aceite. Todas las mañanas a primera hora, Sylvester, su novio, la acompañaba al trabajo, y de ordinario Vitalis llevaba un vestido llamativo de satén rojo, con pendientes y zapatos verdes de tacón alto. Luego, cuando llegaba a casa de los Leander, se quitaba los zapatos y movía un rato los dedos de los pies antes de ponerse las zapatillas de andar por casa. Siempre colgaba el vestido de satén en el porche trasero y lo sustituía por el de algodón a cuadros que usaba para trabajar. Tenía los andares de las mujeres de color que han llevado cestos de ropa en la cabeza. Vitalis era buena y no había nadie como ella.

Las conversaciones entre los dos eran afectuosas y sin mucha sustancia. A Vitalis no la atormentaba ni le preocupaba lo que no entendía. A veces Andrew le soltaba lo primera que se le pasaba por la cabeza y, en cierta manera, era como hablar consigo mismo. Las respuestas de Vitalis eran siempre tranquilizadoras. Le hacían sentirse de nuevo como un niño y se reía. Un día ella le habló un poco sobre Harry.

—Lo he visto muchas veces en la tienda de tu papá. No es más que un hombrecillo pálido, ¿no es eso? ¿Sabes una cosa divertida? Casi toda la gente pequeña e insignificante se da aires. Cuanto más pequeños son, más grandes se creen. Solo tienes que fijarte en cómo alzan la cabeza cuando caminan. Los hombres grandes, como Sylvester, y como vas a ser tú, no son así. Cuando miden un metro ochenta es fácil que se comporten con dulzura y que se avergüencen como niños. Una vez conocí a un enanito, un tal Hunch, que se daba muchos aires. Me gustaría que hubieras visto la manera que tenía de pasear los domingos. Llevaba un paraguas enorme y pisaba la calle como si fuera Dios…

Luego, una mañana, Andrew entró en la cocina después de escuchar un disco nuevo de Beethoven. Había tenido la música en la cabeza la mitad de la noche y se había despertado pronto para volver a oírlo antes de irse a clase. Al entrar en la cocina Vitalis se estaba cambiando de calzado.

—Cariño —dijo ella—. Qué pena que no hayas estado aquí hace un minuto. Entro en la cocina y tú tenías puesto el gramófono en tu habitación. Sonaba como la música que tocan las bandas para que desfile la gente. Luego he mirado al suelo y ¿sabes lo que he visto? Toda una familia de ratoncitos del tamaño de tu dedo, que se sostenían sobre las patas de atrás y bailaban. Te lo juro. A esos ratones les gusta una música así.

Quizás Andrew iba siempre a ver a Vitalis en busca de palabras como aquéllas y por eso decía: «Tengo hambre.» No era solo en busca de comida recalentada ni del café que pudiera darle.

A veces hablaban de Sara. Durante los dieciocho meses que estuvo fuera apenas escribió. Y cuando lo hacía, la carta era solo sobre la tía Esther, sus lecciones de música y lo que iban a cenar por la noche. Andrew se daba cuenta de que había cambiado. Y le parecía que tenía problemas o que le estaba sucediendo algo importante. Pero sin duda se mostraba muy reticente con él y lo más terrible era que cuando trataba de recordar su cara no la veía con claridad. Casi llegó a ser para él como su madre muerta.

De manera que Harry Minowitz y Vitalis fueron las personas más cercanas a él durante aquella época. Vitalis y Harry. Cuando trataba de pensar en los dos juntos no le quedaba más remedio que reírse. Era como poner rojo con el azul espliego; o una fuga de Bach con las tristes melodías que silba un negro. Todo lo que conocía funcionaba así. Nada encajaba.

Sara regresó, pero las cosas no cambiaron mucho. Ya no estaban tan unidos como antes. El señor Leander había pensado que ya era hora de que volviera a casa, pero su hija mayor no parecía sentirse a gusto con su familia. Y durante todo el año siguiente se quedaba a menudo muy callada y se limitaba a mirar al frente como si echara de menos a sus tíos. Los dos hermanos no salían con la misma pandilla de chicos y chicas, y muchas veces ni siquiera se esperaban para ir juntos a clase por las mañanas. Sara había aprendido mucha música en Detroit y su manera de tocar el piano era diferente y muy cuidadosa. Andrew se daba cuenta de que había intimado con su tía Esther, pero, por alguna razón, no hablaba mucho de ella.

El problema era que por entonces Andrew veía a Sara de una manera muy confusa. Como todas las demás cosas. Chifladas y cabeza abajo. Y él se estaba haciendo hombre y no sabía qué era lo que le esperaba. Y siempre tenía hambre y siempre le parecía que algo estaba a punto de suceder. Y lo que sucediera le parecía que iba a ser terrible y que iba a destruirlo. Pero no era capaz de transformar aquellos presentimientos en ideas. Incluso el tiempo —los dos años largos después del regreso de Sara— parecía haber pasado por su cuerpo pero no por su entendimiento. Solo habían sido largos meses de sentir que se hundía o de tranquilo vacío. Y cuando pensaba en ello apenas sacaba ninguna conclusión.

Estaba a punto de hacerse hombre y tenía diecisiete años.

Fue entonces cuando sucedió lo que, sin saberlo, había estado esperando. Nunca lo había imaginado y después le pareció que le había saltado encima sin saber cómo; mentalmente le pareció que fue así, pero hubo otra parte de él que vio las cosas de otra manera.

Sucedió al final del verano, pocas semanas antes de la fecha en que Andrew se proponía trasladarse a Atlanta para ingresar en la Escuela Politécnica. Él no deseaba ir, pero era una solución barata porque podía hacer allí el curso de ingreso y además su padre quería que se graduara allí y que fuese ingeniero. No parecía que tuviera otras posibilidades y en cierto modo estaba deseoso de marcharse de casa para poder vivir por su cuenta en un sitio nuevo. Aquella tarde de verano, a última hora, caminaba por el bosque de detrás de Sherman’s Quarter, pensando en sus estudios y en un centenar de cosas imprecisas. Recordar todas las otras veces que había caminado por allí le hizo sentirse inquieto, perdido y solo.

Casi se ponía el sol cuando salió del bosque y pasó por la calle donde vivía Vitalis. Aunque era domingo, las casas estaban en silencio y todo el mundo parecía haberse marchado. El aire era sofocante y se notaba el olor de las agujas de pino tostadas por el sol. Al fondo de las callecitas crecían malas hierbas que todo el mundo pisaba y también las primeras varas de oro. Mientras caminaba por delante de las casas, los tobillos grises por los lentos remolinos de polvo que levantaban sus pasos y los ojos cansados por la luz del sol, oyó de repente que Vitalis le hablaba.

—¿Qué haces por aquí, Andrew?

Estaba sentada en los escalones de la entrada de su casa y parecía sola en el barrio vacío.

—Nada —respondió él—. Dar un paseo.

—Tienen un funeral muy importante en nuestra iglesia. Esta vez se ha muerto el predicador. Ha ido todo el mundo menos yo. Acabo de volver de tu casa. También Sylvester se ha ido al funeral.

Andrew no sabía qué decir, pero el hecho de ver a Vitalis le hizo murmurar:

—¡Qué hambre tengo, caramba! Tanto caminar… Y sed…

—Te daré algo.

Se puso lentamente en pie y Andrew se dio cuenta entonces de que estaba descalza y de que sus medias y sus zapatos verdes estaban en el porche. Vitalis se agachó para ponérselos.

—Me los he quitado porque todo el mundo se ha ido excepto una señora enferma que vive en una de las casas del fondo de la calle. Estos zapatos verdes siempre me han aplastado los dedos…, y a veces sentir el suelo me descansa los pies.

En el rellano de la entrada trasera de la casa, Andrew se bebió el agua fresca y se echó un poco en la cara, que le ardía. De nuevo sintió como si estuviera oyendo el extraño sonido que había escuchado a altas horas de la noche por aquella calle. Cuando atravesó la casa donde Vitalis le había estado esperando sintió que le temblaba todo el cuerpo. No supo por qué los dos se detuvieron un momento en la habitacioncita a oscuras. El silencio era denso y un reloj hacía tictac muy despacio. Había una muñeca de celuloide con una falda de gasa en la repisa de la chimenea y el aire olía a cerrado y a moho.

—¿Qué te pasa, Andrew? ¿Por qué tiemblas de esa manera? ¿No te encuentras bien, corazón?

No fue él ni tampoco ella. Era aquella cosa en los dos. El extraño sonido que Andrew había oído de noche. La habitación oscura y el silencio. Y todas las tardes que había pasado con ella en la cocina. Y toda su hambre y las veces que había estado solo. Después de que sucediera fue lo que Andrew pensó.

Más tarde Vitalis salió de la casa con él y se pararon junto a un pino en el límite del bosque.

—Andrew, deja de mirarme de esa manera —repetía Vitalis—. No ha pasado nada. No te preocupes en absoluto.

Era como si la estuviese mirando desde el fondo de un pozo y no se le ocurriese nada más.

—No ha sucedido nada malo de verdad. Para mí no es la primera vez y tú ya eres un hombre. Deja de mirarme así, Andrew.

Nunca se le había pasado por la cabeza. Pero aquella posibilidad estaba allí esperando, se le había acercado sigilosamente y había silenciado sus otros pensamientos. Y no era la única cosa que lo desbordaría de aquel modo. Siempre. Siempre.

—No significa nada. Sylvester no lo sabrá nunca, ni tu papá. No lo habíamos preparado. No ha sido un pecado de verdad.

Andrew se lo había imaginado cuando tuviera veinte años. Y la chica tendría un rostro blanco como una flor: eso era todo lo que sabía de ella.

—La gente no puede planearlo todo.

La dejó. Las piezas de ajedrez de Harry, aquellas figurillas tan precisas, nítidos problemas de geometría, música que se prolongaba inmensa y simétrica. Estaba completamente perdido y le pareció que sin duda había llegado el fin. Quiso abarcar todo lo que le había sucedido en la vida, abrazarlo y darle forma. Pero estaba completamente perdido. Solo y desnudo. Y junto con las piezas de ajedrez y la música se acordó de repente de un mapa aéreo de Nueva York que había visto una vez: con los afilados rascacielos y las manzanas claramente diferenciadas. Quería irse muy lejos y Atlanta estaba demasiado cerca. Recordó el mapa de Nueva York, helado y minucioso, y supo que era allí adonde iría. No sabía más.

En el restaurante de la estación de autobuses donde se había apeado, Andrew Leander terminó la última de sus cervezas. Estaban cerrando el local y ya no habría otro autobús para Georgia hasta la mañana siguiente. No podía sacarse de la cabeza ni a Vitalis, ni a Sara, ni a Harry, ni a su padre. Y había además otras personas. Se dio cuenta de pronto de que apenas se había acordado de Chandler. Chandler West, que vivía al otro lado de la calle, con quien había pasado tanto tiempo y que era al mismo tiempo tan difícil de entender. Y la chica que iba al instituto con las uñas pintadas de rojo. Y el muchachito llamado Peeper, que era poco más que una rata, y con el que había hablado una vez en South Highlands.

Se levantó de la mesa y recogió sus maletas. Era el último cliente y el camarero estaba esperando a que se fuera. Por un momento, Andrew se detuvo junto a la puerta que daba a la calle, oscura y silenciosa.

Cuando se sentó a la mesa todo le había parecido muy claro por primera vez. Y ahora estaba más perdido que nunca. Pero por alguna razón no importaba. Se sentía fuerte. En aquel lugar oscuro y somnoliento era un desconocido, pero después de tres años volvía a casa. No solo a Georgia sino a un hogar más cercano. Estaba borracho y tenía fuerza para dar forma a las cosas. Pensó en todas las personas de su familia a las que había querido. Y no sería él solo: encontraría el camino con su ayuda. Se sentía borracho y lleno de nostalgia del hogar. Quería salir, alzar la voz y buscar en la noche todo lo que quería. Estaba borracho de verdad. Era Andrew Leander.

—Escucha —le preguntó al muchacho que esperaba para cerrar la puerta—. ¿Me puedes dar el nombre de algún sitio por aquí cerca donde me alquilen una habitación para pasar la noche?

El otro le hizo algunas indicaciones que Andrew anotó en la parte más superficial de su cerebro. La calle estaba oscura y silenciosa y se quedó aún un momento más en el umbral.

—Escucha —dijo de nuevo—. Estaba medio borracho cuando me apeé del autobús. ¿Cómo se llama este lugar?

*FIN*


“Untitled Piece”,
The Mortgaged Heart, 1972


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