Era del año la estación florida en que el mentido robador de Europa (media luna las armas de su frente, y el Sol todos los rayos de su pelo), luciente honor del cielo, en campos de zafiro pace estrellas, cuando el que ministrar podía la copa a Júpiter mejor que el garzón de Ida, náufrago y desdeñado, sobre ausente, lagrimosas de amor dulces querellas da al mar, que condolido, fue a las ondas, fue al viento el mísero gemido, segundo de Arïón dulce instrumento. Del siempre en la montaña opuesto pino al enemigo Noto, piadoso miembro roto, breve tabla, delfín no fue pequeño al inconsiderado peregrino, que a una Libia de ondas su camino fió, y su vida a un leño. Del Océano pues antes sorbido, y luego vomitado no lejos de un escollo coronado de secos juncos, de calientes plumas, alga todo y espumas, halló hospitalidad donde halló nido de Júpiter el ave. Besa la arena, y de la rota nave aquella parte poca que le expuso en la playa dio a la roca; que aun se dejan las peñas lisonjear de agradecidas señas. Desnudo el joven, cuanto ya el vestido Océano ha bebido, restituir le hace a las arenas; y al Sol lo extiende luego, que, lamiéndolo apenas su dulce lengua de templado fuego, lento lo embiste, y con süave estilo la menor onda chupa al menor hilo.
No bien pues de su luz los horizontes, que hacían desigual, confusamente, montes de agua y piélagos de montes, desdorados los siente, cuando, entregado el mísero extranjero en lo que ya del mar redimió fiero, entre espinas crepúsculos pisando, riscos que aun igualara mal volando veloz, intrépida ala, menos cansado que confuso, escala. Vencida al fin la cumbre, del mar siempre sonante, de la muda campaña árbitro igual e inexpugnable muro, con pie ya más seguro declina al vacilante breve esplendor del mal distinta lumbre, farol de una cabaña que sobre el ferro está en aquel incierto golfo de sombras anunciando el puerto. «Rayos, les dice, ya que no de Leda trémulos hijos, sed de mi fortuna término luminoso.» Y recelando de invidïosa bárbara arboleda interposición, cuando de vientos no conjuración alguna, cual haciendo el villano la fragosa montaña fácil llano, atento sigue aquella (aun a pesar de las tinieblas bella, aun a pesar de las estrellas clara) piedra, indigna tïara, si tradición apócrifa no miente, de animal tenebroso, cuya frente carro es brillante de nocturno día: tal, diligente, el paso el joven apresura, midiendo la espesura con igual pie que el raso, fijo, a despecho de la niebla fría, en el carbunclo, Norte de su aguja, o el Austro brame, o la arboleda cruja. El can ya vigilante convoca, despidiendo al caminante, y la que desvïada luz poca pareció, tanta es vecina, que yace en ella robusta encina, mariposa en cenizas desatada.
Llegó pues el mancebo, y saludado, sin ambición, sin pompa de palabras, de los conducidores fue de cabras, que a Vulcano tenían coronado.
«¡Oh bienaventurado albergue a cualquier hora, templo de Pales, alquería de Flora! No moderno artificio borró designios, bosquejó modelos, al cóncavo ajustando de los cielos el sublime edificio; retamas sobre robre tu fábrica son pobre, do guarda, en vez de acero, la inocencia al cabrero más que el silbo al ganado. ¡Oh bienaventurado albergue a cualquier hora! No en ti la ambición mora hidrópica de viento, ni la que su alimento el áspid es gitano; no la que, en vulto comenzando humano, acaba en mortal fiera, esfinge bachillera, que hace hoy a Narciso ecos solicitar, desdeñar fuentes; ni la que en salvas gasta impertinentes la pólvora del tiempo más preciso; ceremonia profana que la sinceridad burla villana sobre el corvo cayado. ¡Oh bienaventurado albergue a cualquier hora! Tus umbrales ignora la adulación, sirena de Reales Palacios, cuya arena besó ya tanto leño, trofeos dulces de un canoro sueño. No a la soberbia está aquí la mentira dorándole los pies, en cuanto gira la esfera de sus plumas, ni de los rayos baja a las espumas favor de cera alado. ¡Oh bienaventurado albergue a cualquier hora!»
No pues de aquella sierra, engendradora más de fierezas que de cortesía, la gente parecía que hospedó al forastero con pecho igual de aquel candor primero que, en las selvas contento, tienda el fresno le dio, el robre alimento. Limpio sayal, en vez de blanco lino, cubrió el cuadrado pino, y en boj, aunque rebelde, a quien el torno forma elegante dio sin culto adorno, leche que exprimir vio la alba aquel día, mientras perdían con ella los blancos lilios de su frente bella, gruesa le dan y fría, impenetrable casi a la cuchara, del sabio Alcimedón invención rara. El que de cabras fue dos veces ciento esposo casi un lustro (cuyo diente no perdonó a racimo, aun en la frente de Baco, cuanto más en su sarmiento, triunfador siempre de celosas lides, lo coronó el Amor; mas rival tierno, breve de barba y duro no de cuerno, redimió con su muerte tantas vides), servido ya en cecina, purpúreos hilos es de grana fina. Sobre corchos después, más regalado sueño le solicitan pieles blandas, que al Príncipe entre holandas, púrpura tiria o milanés brocado. No de humosos vinos agravado es Sísifo en la cuesta, si en la cumbre de ponderosa vana pesadumbre es, cuanto más despierto, más burlado. De trompa militar no, o destemplado son de cajas fue el sueño interrumpido, de can sí, embravecido contra la seca hoja que el viento repeló a alguna coscoja. Durmió, y recuerda al fin cuando las aves, esquilas dulces de sonora pluma, señas dieron süaves del Alba al Sol, que el pabellón de espuma dejó, y en su carroza rayó el verde obelisco de la choza.
Agradecido pues el peregrino, deja el albergue, y sale acompañado de quien lo lleva donde levantado, distante pocos pasos del camino, imperïoso mira la campaña un escollo apacible, galería que festivo teatro fue algún día de cuantos pisan Faunos la montaña. Llegó y, a vista tanta obedeciendo la dudosa planta, inmóvil se quedó sobre un lentisco, verde balcón del agradable risco. Si mucho poco mapa le despliega, mucho es más lo que, nieblas desatando, confunde el Sol y la distancia niega. Muda la admiración habla callando, y ciega un río sigue que, luciente de aquellos montes hijo, con torcido discurso, aunque prolijo, tiraniza los campos útilmente; orladas sus orillas de frutales, quiere la Copia que su cuerno sea, si al animal armaron de Amaltea diáfanos cristales; engazando edificios en su plata, de muros se corona, rocas abraza, islas aprisiona, de la alta gruta donde se desata hasta los jaspes líquidos, adonde su orgullo pierde y su memoria esconde.
«Aquéllas que los árboles apenas dejan ser torres hoy, dijo el cabrero con muestras de dolor extraordinarias, las estrellas nocturnas luminarias eran de sus almenas, cuando el que ves sayal fue limpio acero. Yacen ahora, y sus desnudas piedras visten piadosas yedras, que a rüinas y a estragos sabe el tiempo hacer verdes halagos.»
Con gusto el joven y atención le oía, cuando torrente de armas y de perros, que si precipitados no los cerros, las personas tras de un lobo traía, tierno discurso y dulce compañía dejar hizo al serrano, que del sublime espacïoso llano al huésped al camino reduciendo, al venatorio estruendo, pasos dando veloces, número crece y multiplica voces.
Bajaba entre sí el joven admirando armado a Pan, o semicapro a Marte, en el pastor mentidos, que con arte culto principio dio al discurso, cuando rémora de sus pasos fue su oído, dulcemente impedido de canoro instrumento, que pulsado era de una serrana junto a un tronco, sobre un arroyo de quejarse ronco, mudo sus ondas, cuando no enfrenado. Otra con ella montaraz zagala juntaba el cristal líquido al humano por el arcaduz bello de una mano que al uno menosprecia, al otro iguala. Del verde margen otra las mejores rosas traslada y lilios al cabello, o por lo matizado o por lo bello, si Aurora no con rayos, Sol con flores. Negras pizarras entre blancos dedos ingenïosa hiere otra, que dudo que aun los peñascos la escucharan quedos. Al son pues deste rudo sonoroso instrumento, lasciva el movimiento, mas los ojos honesta, altera otra bailando la floresta. Tantas al fin el arroyuelo, y tantas montañesas da el prado, que dirías ser menos las que verdes Hamadrías abortaron las plantas: inundación hermosa que la montaña hizo populosa de sus aldeas todas a pastorales bodas. De una encina embebido en lo cóncavo, el joven mantenía la vista de hermosura, y el oído de métrica armonía. El Sileno buscaba de aquellas que la sierra dio Bacantes, ya que Ninfas las niega ser errantes el hombro sin aljaba, o si del Termodonte, émulo del arroyuelo desatado de aquel fragoso monte, escuadrón de Amazonas desarmado tremola en sus riberas pacíficas banderas.
Vulgo lascivo erraba al voto del mancebo, el yugo de ambos sexos sacudido, al tiempo que, de flores impedido el que ya serenaba la región de su frente rayo nuevo, purpúrea terneruela, conducida de su madre, no menos enramada, entre albogues se ofrece, acompañada de juventud florida. Cuál dellos las pendientes sumas graves de negras baja, de crestadas aves, cuyo lascivo esposo vigilante doméstico es del Sol nuncio canoro, y de coral barbado, no de oro ciñe, sino de púrpura, turbante. Quién la cerviz oprime con la manchada copia de los cabritos más retozadores, tan golosos, que gime el que menos peinar puede las flores de su guirnalda propia. No el sitio, no, fragoso, no el torcido taladro de la tierra, privilegió en la sierra la paz del conejuelo temeroso; trofeo ya su número es a un hombro, si carga no y asombro. Tú, ave peregrina, arrogante esplendor, ya que no bello, del último Occidente, penda el rugoso nácar de tu frente sobre el crespo zafiro de tu cuello, que Himeneo a sus mesas te destina. Sobre dos hombros larga vara ostenta en cien aves cien picos de rubíes, tafiletes calzadas carmesíes, emulación y afrenta aun de los berberiscos, en la inculta región de aquellos riscos. Lo que lloró la Aurora, si es néctar lo que llora, y, antes que el Sol, enjuga la abeja que madruga a libar flores y a chupar cristales, en celdas de oro líquido, en panales la orza contenía que un montañés traía. No excedía la oreja el pululante ramo del ternezuelo gamo, que mal llevar se deja, y con razón, que el tálamo desdeña la sombra aun de lisonja tan pequeña.
El arco del camino pues torcido, que habían con trabajo por la fragosa cuerda del atajo las gallardas serranas desmentido, de la cansada juventud vencido, los fuertes hombros con las cargas graves, treguas hechas süave, sueño le ofrece a quien buscó descanso el ya sañudo arroyo, ahora manso. Merced de la hermosura que ha hospedado, efectos, si no dulces, del concento que, en las lucientes de marfil clavijas, las duras cuerdas de las negras guijas hicieron a su curso acelerado, en cuanto a su furor perdonó el viento.
Menos en renunciar tardó la encina el extranjero errante, que en reclinarse el menos fatigado sobre la grana que se viste fina su bella amada, deponiendo amante en las vestidas rosas su cuidado. Saludolos a todos cortésmente, y, admirado no menos de los serranos que correspondido, las sombras solicita de unas peñas. De lágrimas los tiernos ojos llenos, reconociendo el mar en el vestido (que beberse no pudo el Sol ardiente las que siempre dará cerúleas señas), político serrano, de canas grave, habló desta manera:
«¿Cuál tigre, la más fiera que clima infamó hircano, dio el primer alimento al que, ya deste o de aquel mar, primero surcó, labrador fiero, el campo undoso en mal nacido pino, vaga Clicie del viento, en telas hecho, antes que en flor, el lino? Más armas introdujo este marino monstruo, escamado de robustas hayas, a las que tanto mar divide playas, que confusión y fuego al frigio muro el otro leño griego. Náutica industria investigó tal piedra, que, cual abraza yedra escollo, el metal ella fulminante de que Marte se viste y, lisonjera, solicita el que más brilla diamante en la nocturna capa de la esfera, estrella a nuestro Polo más vecina; y, con virtud no poca, distante le revoca, elevada la inclina ya de la Aurora bella al rosado balcón, ya a la que sella, cerúlea tumba fría, las cenizas del día. En esta pues fiándose atractiva, del Norte amante dura, alado roble, no hay tormentoso cabo que no doble, ni isla hoy a su vuelo fugitiva. Tifis el primer leño mal seguro condujo, muchos luego Palinuro; si bien por un mar ambos, que la tierra estanque dejó hecho, cuyo famoso estrecho una y otra de Alcides llave cierra. Piloto hoy la Codicia, no de errantes árboles, mas de selvas inconstantes, al padre de las aguas Océano (de cuya monarquía el Sol, que cada día nace en sus ondas y en sus ondas muere, los términos saber todos no quiere) dejó primero de su espuma cano, sin admitir segundo en inculcar sus límites al mundo. Abetos suyos tres aquel tridente violaron a Neptuno, conculcado hasta allí de otro ninguno, besando las que al Sol el Occidente le corre en lecho azul de aguas marinas, turquesadas cortinas. A pesar luego de áspides volantes, sombra del Sol y tósigo del viento, de Caribes flechados, sus banderas siempre gloriosas, siempre tremolantes, rompieron los que armó de plumas ciento Lestrigones el istmo, aladas fieras; el istmo que al Océano divide, y, sierpe de cristal, juntar le impide la cabeza, del Norte coronada, con la que ilustra el Sur cola escamada de antárticas estrellas. Segundos leños dio a segundo Polo en nuevo mar, que le rindió no sólo las blancas hijas de sus conchas bellas, mas los que lograr bien no supo Midas metales homicidas. No le bastó después a este elemento conducir orcas, alistar ballenas, murarse de montañas espumosas, infamar blanqueando sus arenas con tantas del primer atrevimiento señas, aun a los buitres lastimosas, para con estas lastimosas señas temeridades enfrenar segundas. Tú, Codicia, tú, pues, de las profundas estigias aguas torpe marinero, cuantos abre sepulcros el mar fiero a tus huesos desdeñas. El promontorio que Éolo sus rocas candados hizo de otras nuevas grutas para el Austro de alas nunca enjutas, para el Cierzo espirante por cien bocas, doblaste alegre, y tu obstinada entena cabo lo hizo de Esperanza Buena. Tantos luego astronómicos presagios frustrados, tanta náutica doctrina, debajo de la zona más vecina al Sol, calmas vencidas y naufragios, los reinos de la Aurora al fin besaste, cuyos purpúreos senos perlas netas, cuyas minas secretas hoy te guardan su más precioso engaste. La aromática selva penetraste, que al pájaro de Arabia (cuyo vuelo arco alado es del cielo, no corvo, mas tendido) pira le erige, y le construye nido. Zodíaco después fue cristalino a glorïoso pino, émulo vago del ardiente coche del Sol, este elemento, que cuatro veces había sido ciento dosel al día y tálamo a la noche, cuando halló de fugitiva plata la bisagra, aunque estrecha, abrazadora de un Océano y otro, siempre uno, o las columnas bese o la escarlata, tapete de la Aurora. Esta pues nave, ahora en el húmido templo de Neptuno varada pende a la inmortal memoria con nombre de Victoria. De firmes islas no la inmóvil flota en aquel mar del Alba te describo, cuyo número, ya que no lascivo, por lo bello, agradable y por lo vario la dulce confusión hacer podía, que en los blancos estanques del Eurota la virginal desnuda montería, haciendo escollos o de mármol pario o de terso marfil sus miembros bellos, que pudo bien Acteón perderse en ellos. El bosque dividido en islas pocas, fragante productor de aquel aroma que, traducido mal por el Egito, tarde lo encomendó el Nilo a sus bocas, y ellas más tarde a la gulosa Grecia, clavo no, espuela sí del apetito, que cuanto en concocelle tardó Roma fue templado Catón, casta Lucrecia, quédese, amigo, en tan inciertos mares, donde con mi hacienda del alma se quedó la mejor prenda, cuya memoria es buitre de pesares.»
En suspiros con esto, y en más anegó lágrimas el resto de su discurso el montañés prolijo, que el viento su caudal, el mar su hijo.
Consolalle pudiera el peregrino con las de su edad corta historias largas, si, vinculados todos a sus cargas cual próvidas hormigas a sus mieses, no comenzaran ya los montañeses a esconder con el número el camino, y el cielo con el polvo. Enjugó el viejo del tierno humor las venerables canas, y levantando al forastero, dijo: «Cabo me han hecho, hijo, deste hermoso tercio de serranas; si tu neutralidad sufre consejo, y no te fuerza obligación precisa, la piedad que en mi alma ya te hospeda hoy te convida al que nos guarda sueño política alameda, verde muro de aquel lugar pequeño que, a pesar de esos fresnos, se divisa; sigue la femenil tropa conmigo: verás curioso y honrarás testigo el tálamo de nuestros labradores, que de tu calidad señas mayores me dan que del Océano tus paños, o razón falta donde sobran años.»
Mal pudo el extranjero, agradecido, en tercio tal negar tal compañía y en tan noble ocasión tal hospedaje. Alegres pisan la que, si no era de chopos calle y de álamos carrera, el fresco de los céfiros rüido, el denso de los árboles celaje en duda ponen cuál mayor hacía guerra al calor o resistencia al día. Coros tejiendo, voces alternando, sigue la dulce escuadra montañesa del perezoso arroyo el paso lento, en cuanto él hurta blando, entre los olmos que robustos besa, pedazos de cristal, que el movimiento libra en la falda, en el coturno ella, de la coluna bella, ya que celosa basa, dispensadora del cristal no escasa. Sirenas de los montes su concento, a la que menos del sañudo viento pudiera antigua planta temer rüina o recelar fracaso, pasos hiciera dar el menor paso de su pie o su garganta. Pintadas aves, cítaras de pluma, coronaban la bárbara capilla, mientras el arroyuelo para oílla hace de blanca espuma tantas orejas cuantas guijas lava, de donde es fuente a donde arroyo acaba. Vencedores se arrogan los serranos los consignados premios otro día, ya al formidable salto, ya a la ardiente lucha, ya a la carrera polvorosa. El menos ágil, cuantos comarcanos convoca el caso él solo desafía, consagrando los palios a su esposa, que a mucha fresca rosa beber el sudor hace de su frente, mayor aún del que espera en la lucha, en el salto, en la carrera.
Centro apacible un círculo espacioso a más caminos que una estrella rayos hacía, bien de pobos, bien de alisos, donde la Primavera, calzada abriles y vestida mayos, centellas saca de cristal undoso a un pedernal orlado de narcisos. Este pues centro era meta umbrosa al vaquero convecino, y delicioso término al distante, donde, aún cansado más que el caminante, concurría el camino. Al concento se abaten cristalino sedientas las serranas, cual simples codornices al reclamo que les miente la voz, y verde cela entre la no espigada mies la tela. Músicas hojas viste el menor ramo del álamo que peina verdes canas; no céfiros en él, no ruiseñores lisonjear pudieron breve rato al montañés que, ingrato al fresco, a la armonía y a las flores, del sitio pisa ameno la fresca hierba cual la arena ardiente de la Libia, y a cuantas da la fuente sierpes de aljófar, aún mayor veneno que a las del Ponto tímido atribuye, según el pie, según los labios huye.
Pasaron todos pues, y regulados cual en los Equinocios surcar vemos los piélagos del aire libre algunas volantes no galeras, sino grullas veleras, tal vez creciendo, tal menguando lunas sus distantes extremos, caracteres tal vez formando alados en el papel dïáfano del cielo las plumas de su vuelo. Ellas en tanto en bóvedas de sombras, pintadas siempre al fresco, cubren las que Sidón, telar turquesco, no ha sabido imitar verdes alfombras. Apenas reclinaron la cabeza cuando, en número iguales y en belleza, los márgenes matiza de las fuentes segunda primavera de villanas, que parientas del novio aún más cercanas que vecinos sus pueblos, de presentes prevenidas, concurren a las bodas. Mezcladas hacen todas teatro dulce, no de escena muda, el apacible sitio: espacio breve en que, a pesar del Sol, cuajada nieve, y nieve de colores mil vestida, la sombra vio florida en la hierba menuda.
Viendo pues que igualmente les quedaba para el lugar a ellas de camino lo que al Sol para el lóbrego Occidente, cual de aves se caló turba canora a robusto nogal que acequia lava en cercado vecino, cuando a nuestros Antípodas la Aurora las rosas gozar deja de su frente, tal sale aquella que sin alas vuela hermosa escuadra con ligero paso, haciéndole atalayas del Ocaso cuantos humeros cuenta la aldehuela.
El lento escuadrón luego alcanzan de serranos, y disolviendo allí la compañía, al pueblo llegan con la luz que el día cedió al sacro volcán de errante fuego, a la torre de luces coronada que el templo ilustra, y a los aires vanos artificiosamente da exhalada luminosas de pólvora saetas, purpúreos no cometas. Los fuegos pues el joven solemniza, mientras el viejo tanta acusa tea al de las bodas Dios, no alguna sea de nocturno Faetón carroza ardiente, y miserablemente campo amanezca estéril de ceniza la que anocheció aldea. De Alcides le llevó luego a las plantas, que estaban no muy lejos, trenzándose el cabello verde a cuantas da el fuego luces y el arroyo espejos. Tanto garzón robusto, tanta ofrecen los álamos zagala, que abrevïara el Sol en una estrella, por ver la menos bella, cuantos saluda rayos el Bengala, del Ganges cisne adusto. La gaita al baile solicita el gusto, a la voz el salterio; cruza el Trïón más fijo el Hemisferio, y el tronco mayor danza en la ribera; el eco, voz ya entera, no hay silencio a que pronto no responda; fanal es del arroyo cada onda, luz el reflejo, la agua vidrïera. Términos le da el sueño al regocijo, mas al cansancio no, que el movimiento verdugo de las fuerzas es prolijo. Los fuegos (cuyas lenguas ciento a ciento desmintieron la noche algunas horas, cuyas luces, del Sol competidoras, fingieron día en la tiniebla oscura) murieron, y en sí mismos sepultados, sus miembros, en cenizas desatados, piedras son de su misma sepultura. Vence la noche al fin, y triunfa mudo el silencio, aunque breve, del rüido. Sólo gime ofendido el sagrado laurel del hierro agudo. Deja de su esplendor, deja desnudo de su frondosa pompa al verde aliso el golpe no remiso del villano membrudo. El que resistir pudo al animoso Austro, al Euro ronco, chopo gallardo, cuyo liso tronco papel fue de pastores, aunque rudo, a revelar secretos va a la aldea, que impide Amor que aun otro chopo lea. Estos árboles pues ve la mañana mentir florestas y emular viales, cuantos muró de líquidos cristales agricultura urbana.
Recordó al Sol no de su espuma cana la dulce de las aves armonía, sino los dos topacios que batía, orientales aldabas, Himeneo. Del carro pues febeo el luminoso tiro, mordiendo oro, el eclíptico zafiro pisar quería, cuando el populoso lugarillo el serrano con su huésped, que admira cortesano, a pesar del estambre y de la seda, el que tapiz frondoso tejió de verdes hojas la arboleda, y los que por las calles espaciosas fabrican arcos, rosas, oblicuos nuevos, pénsiles jardines, de tantos como víolas jazmines.
Al galán novio el montañés presenta su forastero; luego al venerable padre de la que en sí bella se esconde con ceño dulce y, con silencio afable, beldad parlera, gracia muda ostenta, cual del rizado verde botón, donde abrevia su hermosura virgen rosa, las cisuras cairela un color que la púrpura que cela por brújula concede vergonzosa. Digna la juzga esposa de un héroe, si no augusto, esclarecido, el joven, al instante arrebatado a la que, naufragante y desterrado, le condenó a su olvido. Este pues Sol que a olvido le condena, cenizas hizo las que su memoria negras plumas vistió, que infelizmente sordo engendran gusano, cuyo diente, minador antes lento de su gloria, inmortal arador fue de su pena, y en la sombra no más de la azucena, que del clavel procura acompañada imitar en la bella labradora el templado color de la que adora, víbora pisa tal el pensamiento, que el alma, por los ojos desatada, señas diera de su arrebatamiento, si de zampoñas ciento y de otros, aunque bárbaros, sonoros instrumentos, no en dos festivos coros vírgenes bellas, jóvenes lucidos, llegaran conducidos. El numeroso al fin de labradores concurso impacïente los novios saca: él, de años floreciente, y de caudal más floreciente que ellos; ella, la misma pompa de las flores, la esfera misma de los rayos bellos. El lazo de ambos cuellos entre un lascivo enjambre iba de amores Himeneo añudando, mientras invocan su deidad la alterna de zagalejas cándidas voz tierna y de garzones este acento blando:
CORO I
«Ven, Himeneo, ven donde te espera, con ojos y sin alas, un Cupido cuyo cabello intonso dulcemente niega el vello que el vulto ha colorido: el vello, flores de su primavera, y rayos el cabello de su frente. Niño amó la que adora adolescente, villana Psiques, Ninfa labradora de la tostada Ceres. Ésta ahora, en los inciertos de su edad segunda crepúsculos, vincule tu coyunda a su ardiente deseo. Ven, Himeneo, ven; ven, Himeneo.»
CORO II
«Ven, Himeneo, donde entre arreboles de honesto rosicler, previene el día, aurora de sus ojos soberanos, virgen tan bella, que hacer podría tórrida la Noruega con dos soles, y blanca la Etïopia con dos manos. Claveles del abril, rubíes tempranos, cuantos engasta el oro del cabello, cuantas (del uno ya y del otro cuello cadenas) la concordia engarza rosas, de sus mejillas siempre vergonzosas purpúreo son trofeo. Ven, Himeneo, ven; ven, Himeneo.»
CORO I
«Ven, Himeneo, y plumas no vulgares al aire los hijuelos den alados de las que el bosque bellas Ninfas cela; de sus carcajes, éstos, argentados, flechen mosquetas, nieven azahares; vigilantes aquéllos, la aldehuela rediman del que más o tardo vuela, o infausto gime pájaro nocturno; mudos coronen otros por su turno el dulce lecho conyugal, en cuanto lasciva abeja al virginal acanto néctar le chupa hibleo. Ven, Himeneo, ven; ven, Himeneo.»
CORO II
«Ven, Himeneo, y las volantes pías que azules ojos con pestañas de oro sus plumas son, conduzgan alta diosa, gloria mayor del soberano coro. Fíe tus nudos ella, que los días disuelvan tarde en senectud dichosa, y la que Juno es hoy a nuestra esposa, casta Lucina, en lunas desiguales tantas veces repita sus umbrales, que Níobe inmortal la admire el mundo, no en blanco mármol, por su mal fecundo, escollo hoy de Leteo. Ven, Himeneo, ven; ven, Himeneo.»
CORO I
«Ven, Himeneo, y nuestra agricultura de copia tal a estrellas deba amigas progenie tan robusta, que su mano toros dome, y de un rubio mar de espigas inunde liberal la tierra dura; y al verde, joven, floreciente llano blancas ovejas suyas hagan cano en breves horas caducar la hierba. Oro le expriman líquido a Minerva, y, los olmos casando con las vides, mientras coronan pámpanos a Alcides, clava empuñe Liëo. Ven, Himeneo, ven; ven, Himeneo.»
CORO II
«Ven, Himeneo, y tantas le dé a Pales cuantas a Palas dulces prendas ésta, apenas hija hoy, madre mañana. De errantes lilios unas la floresta cubran, corderos mil que los cristales vistan del río en breve undosa lana; de Aracnes otras la arrogancia vana modestas acusando en blancas telas, no los hurtos de Amor, no las cautelas de Júpiter compulsen; que, aun en lino, ni a la pluvia luciente de oro fino, ni al blanco cisne creo. Ven, Himeneo, ven; ven, Himeneo.»
El dulce alterno canto a sus umbrales revocó felices los novios del vecino templo santo. Del yugo aún no domadas las cervices, novillos (breve término surcado) restituyen así el pendiente arado al que pajizo albergue los aguarda.
Llegaron todos pues, y, con gallarda civil magnificencia, el suegro anciano, cuantos la sierra dio, cuantos dio el llano, labradores convida a la prolija rústica comida, que sin rumor previno en mesas grandes. Ostente crespas blancas esculturas artífice gentil de dobladuras en los que damascó manteles Flandes, mientras casero lino Ceres tanta ofrece ahora, cuantos guardó el heno dulces pomos, que al curso de Atalanta fueran dorado freno. Manjares que el veneno y el apetito ignoran igualmente les sirvieron; y en oro no luciente, confuso Baco, ni en bruñida plata, su néctar les desata, sino en vidrio topacios carmesíes y pálidos rubíes. Sellar del fuego quiso regalado los gulosos estómagos el rubio imitador süave de la cera, quesillo dulcemente apremïado de rústica, vaquera, blanca, hermosa mano, cuyas venas la distinguieron de la leche apenas; mas ni la encarcelada nuez esquiva, ni el membrillo pudieran anudado, si la sabrosa oliva no serenara el bacanal diluvio.
Levantadas las mesas, al canoro son de la Ninfa un tiempo, ahora caña, seis de los montes, seis de la campaña (sus espaldas rayando el sutil oro que negó al viento el nácar bien tejido), terno de gracias bello, repetido cuatro veces en doce labradoras, entró bailando numerosamente; y dulce Musa entre ellas, si consiente bárbaras el Parnaso moradoras:
«Vivid felices, dijo, largo curso de edad nunca prolijo; y si prolijo, en nudos amorosos siempre vivid esposos. Venza no sólo en su candor la nieve, mas plata en su esplendor sea cardada cuanto estambre vital Cloto os traslada de la alta fatal rueca al huso breve. Sean de la Fortuna aplausos la respuesta de vuestras granjerías. A la reja importuna, a la azada molesta fecundo os rinda, en desiguales días, el campo agradecido oro trillado y néctar exprimido. Sus morados cantuesos, sus copadas encinas la montaña contar antes deje que vuestras cabras, siempre errantes, que vuestras vacas, tarde o nunca herradas. Corderillos os brote la ribera, que la hierba menuda y las perlas exceda del rocío su número, y del río la blanca espuma, cuantos la tijera vellones les desnuda. Tantos de breve fábrica, aunque ruda, albergues vuestros las abejas moren, y Primaveras tantas os desfloren, que, cual la Arabia madre ve de aromas sacros troncos sudar fragantes gomas, vuestros corchos por uno y otro poro en dulce se desaten líquido oro. Próspera, al fin, mas no espumosa tanto vuestra fortuna sea, que alimenten la invidia en nuestra aldea áspides más que en la región del llanto. Entre opulencias y necesidades medianías vinculen competentes a vuestros descendientes, previniendo ambos daños las edades; ilustren obeliscos las ciudades, a los rayos de Júpiter expuesta, aún más que a los de Febo, su corona, cuando a la choza pastoral perdona el cielo, fulminando la floresta. Cisnes pues una y otra pluma, en esta tranquilidad os halle labradora la postrimera hora, cuya lámina cifre desengaños, que en letras pocas lean muchos años.»
Del himno culto dio el último acento fin mudo al baile, al tiempo que seguida la novia sale de villanas ciento a la verde florida palizada, cual nueva Fénix en flamantes plumas, matutinos del Sol rayos vestida, de cuanta surca el aire acompañada monarquía canora; y, vadeando nubes, las espumas del Rey corona de los otros ríos, en cuya orilla el viento hereda ahora pequeños no vacíos de funerales bárbaros trofeos que el Egipto erigió a sus Ptolomeos.
Los árboles que el bosque habian fingido, umbroso coliseo ya formando, despejan el ejido, olímpica palestra de valientes desnudos labradores. Llegó la desposada apenas, cuando feroz ardiente muestra hicieron dos robustos luchadores de sus músculos, menos defendidos del blanco lino que del vello obscuro. Abrazáronse pues los dos, y luego, humo anhelando el que no suda fuego, de recíprocos nudos impedidos, cual duros olmos de implicantes vides, yedra el uno es tenaz del otro muro; mañosos, al fin, hijos de la tierra, cuando fuertes no Alcides, procuran derribarse, y derribados, cual pinos se levantan arraigados en los profundos senos de la sierra. Premio los honra igual, y de otros cuatro ciñe las sienes glorïosa rama, con que se puso término a la lucha.
Las dos partes rayaba del teatro el Sol, cuando arrogante joven llama al expedido salto la bárbara corona que le escucha. Arras del animoso desafío un pardo gabán fue en el verde suelo, a quien se abaten ocho o diez soberbios montañeses, cual suele de lo alto calarse turba de invidiosas aves a los ojos de Ascálafo, vestido de perezosas plumas. Quién, de graves piedras las duras manos impedido, su agilidad pondera; quién sus nervios desata estremeciéndose gallardo. Besó la raya pues el pie desnudo del suelto mozo, y con airoso vuelo pisó del viento lo que del ejido tres veces ocupar pudiera un dardo. La admiración, vestida un mármol frío, apenas arquear las cejas pudo; la emulación, calzada un duro hielo, torpe se arraiga. Bien que impulso noble de gloria, aunque villano, solicita a un vaquero de aquellos montes, grueso, membrudo, fuerte roble, que, ágil a pesar de lo robusto, al aire se arrebata, violentando lo grave tanto, que lo precipita, Ícaro montañés, su mismo peso de la menuda hierba el seno blando piélago duro hecho a su rüina. Si no tan corpulento, más adusto serrano le sucede, que iguala y aun excede al ayuno leopardo, al corcillo travieso, al muflón sardo que de las rocas trepa a la marina, sin dejar ni aun pequeña del pie ligero bipartida seña. Con más felicidad que el precedente, pisó las huellas casi del primero el adusto vaquero. Pasos otro dio al aire, al suelo coces. Y premïados gradüadamente, advocaron a sí toda la gente, cierzos del llano y austros de la sierra, mancebos tan veloces, que cuando Ceres más dora la tierra, y argenta el mar desde sus grutas hondas Neptuno sin fatiga, su vago pie de pluma surcar pudiera mieses, pisar ondas, sin inclinar espiga, sin vïolar espuma. Dos veces eran diez, y dirigidos a dos olmos que quieren, abrazados, ser palios verdes, ser frondosas metas, salen cual de torcidos arcos, o nervïosos o acerados, con silbo igual, dos veces diez saetas. No el polvo desparece el campo, que no pisan alas hierba; es el más torpe una herida cierva, el más tardo la vista desvanece, y, siguiendo al más lento, cojea el pensamiento. El tercio casi de una milla era la prolija carrera que los hercúleos troncos hace breves, pero las plantas leves de tres sueltos zagales la distancia sincopan tan iguales, que la atención confunden judiciosa. De la Peneida virgen desdeñosa, los dulces fugitivos miembros bellos en la corteza no abrazó reciente más firme Apolo, más estrechamente, que de una y otra meta glorïosa las duras basas abrazaron ellos con triplicado nudo. Árbitro Alcides en sus ramas, dudo que el caso decidiera, bien que su menor hoja un ojo fuera del lince más agudo.
En tanto pues que el palio neutro pende y la carroza de la luz desciende a templarse en las ondas, Himeneo, por templar en los brazos el deseo del galán novio, de la esposa bella, los rayos anticipa de la estrella, cerúlea ahora, ya purpúrea guía de los dudosos términos del día. El jüicio, al de todos indeciso, del concurso ligero, el padrino con tres de limpio acero cuchillos corvos absolvello quiso. Solícita Junón, Amor no omiso, al son de otra zampoña, que conduce ninfas bellas y sátiros lascivos, los desposados a su casa vuelven, que coronada luce de estrellas fijas, de astros fugitivos, que en sonoroso humo se resuelven.
Llegó todo el lugar, y despedido, casta Venus, que el lecho ha prevenido de las plumas que baten más süaves en su volante carro blancas aves, los novios entra en dura no estacada; que, siendo Amor una deidad alada, bien previno la hija de la espuma a batallas de amor campo de pluma.
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