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Sueño

[Cuento - Texto completo.]

Miguel de Unamuno

Cuando conocí a don Hilario no era ya nadie ni hacía nada, resultando un sujeto de los más borrosos y comunes a pesar de su fama de raro. Mas aun así y todo tuve la fortuna de presenciar una de sus explosiones, una erupción de sus honduras espirituales, y oírle contar sus desventuras con aquella voz gangosa y lenta y aquel modo doloroso que en casos tales, y hasta volver a caer en su habitual huronería, le dominaba por completo.

Ciego de mozo por la lectura y el estudio creía a pies juntillas haber sido tal vicio la fuente de sus males. Con hidrópica sed de saber misterios había devorado de todo, ciencias, letras, humanidades, con encarnizamiento insaciable. El misterio se le iba agrandando a la par que descubría nuevas caras por que abordarle y sentía desazón e impaciencia al encontrarse cientos de veces con las mismas cosas en cientos de libros diversos. Anhelando novedades, ideas nuevas o renovadas que le refrescaran la mente, encontrábase con insoportables repeticiones. Todos los libros que tratan una materia contienen un fondo común y este fondo le daba ya sueño, a puro machaqueo. El que consigue descubrir una verdad en química no se conforma con menos que con escribir un tratado completo de química, y gracias si no pretende que esa verdad modifique todas las restantes y sea piedra sillar de un nuevo sistema.

Al acostarse dejaba sobre la mesilla de noche tres o cuatro libros, solicitado a la vez por todos ellos; tras breve vacilación cogía uno, lo hojeaba, leía trozos salteados, empezaba un capítulo, inatento, distraído por el deseo de los restantes libros de la mesilla; y así lo dejaba para tomar otro y a su vez dejarlo en cuanto se convertía en lo que decían el sugestivo lo que dirían. Muchas veces tocaba a uno y otro y se quedaba sin ninguno, y acabó por ni tocarlos siquiera, optando por dormir al sentimiento de la vecindad de sus queridos libros.

Pasó a leer monografías, notas bibliográficas, referencias, extractos, y sobre todo revistas. De las revistas se fue a las revistas de revistas. Pero aquí todo era esqueleto sin carne ni alma, planos esquemáticos. Y lo peor que los extractos le resultaban más palabreros y vacíos que las mismas obras extractadas. Y, ¡qué desilusión al ver estropeados los más hermosos títulos!

Buscó por fin las obras atiborradas de referencias y notas para leer éstas; sobre el andamiaje que el autor levantara para construir su obra, fantaseaba él otra. Y acabó en leer catálogos.

¡Los catálogos! Pocas cosas más sugestivas que un catálogo. Sobre un título, ¡qué de fantasías nebulosas, imprecisas!, ¡qué de imaginar sin concepto alguno! Se acostaba con un catálogo y lo iba hojeando. Su conocimiento de idiomas vivos le ayudaba mucho.

Wiezzieski: «El problema del mal», ¡qué campo tan vasto!, y vagaba sin idea alguna por oscuros vislumbres de este problema: Wadswosth: «El porvenir de la India», séptima edición, en cuarto, seis chelines, ¡qué cosas dirá!; y pasaban por su mente Warren Hastings, Lord Clive, el budismo, el espíritu inglés, mil otras imágenes; Bonnet-Ferriere: «El arte en la vida», nueva evocación de inarticulada sinfonía de larvas ideas; Schmaushauser: «El derecho asirio»…, decididamente, aún se ha hecho poco de derecho histórico, ¡qué campo!; Hembrani: «La filosofía de la química», ¡¡décima quinta edición!!, ¡¡20 liras!!, y durante un rato veía ordenados rigodones de átomos llenos de personalidad y de vida; López Martínez: «Comentarios al derecho procesal», ¡qué lata tan soberana! Y quedábase dormido.

A la par iba cobrando desenfrenado amor al sueño. Pasábase el día, mientras revolvía libros u hojeaba catálogos, esperando la hora de acostarse y acariciando la imagen del sueño, y una vez acostado se arrebujaba en las sábanas a gozar en la espera del momento de sumersión en la inconsciencia. Daba a las veces en ponerse a espiar el momento preciso en que entraba en el sueño, momento que se le escapaba siempre, pues siempre se distraía en la coyuntura propicia. Otras se revolvía preso de ardiente agitación pensando en la nada, que le aterraba más que el Infierno. ¡La nada!, estar cayendo, cayendo por el vacío inmenso… no, no estar cayendo siquiera…

Se levantaba tarde, se vestía, lavaba y almorzaba con toda calma, leía el periódico hasta los anuncios, repasaba algún catálogo, miraba con cariño a sus libros tocándolos, cambiándolos de lugar, hojeando algunos, y así le llegaba la hora de comer. Después café, rato de sentada en el casino viendo jugar al tresillo, que no entendía poco ni nada, paseo lento, gradual invasión de sueño, frugalísima cena y a la cama temprano.

El día en que estalló me decía:

-¡Qué enfermedad más terrible el… pero no, bien mirado, ni es enfermedad ni es terrible! Paso el día esperando la hora de acostarme, acariciándolo en mi imaginación, y me acuesto deleitándome en la idea de que voy a dormir para resucitar con el nuevo día, lleno de frescura espiritual. ¡El sueño! Es la vis medicatrix naturae y la digestión mental… Durante el sueño bajan digeridas las ideas al fondo del olvido donde se hacen carne de nuestra alma… Lo que mejor sabemos es lo olvidado. Todo eso de corrientes nuevas, de crisis espiritual, de degeneración, de fin de siglo, de neurosis y neurastenia, de misticismo y anarquismo, todo eso es sueño social y nada más. ¡Claro está!, tanta revista de revistas, tanta bibliografía y tanto catálogo… sueño, sueño, no es más que sueño. ¿Los agitadores, los revolucionarios dice usted? Aspirantes a sonámbulos.

Vuelvan las tinieblas medioevales y a dormir…

-Pero eso es negar el progreso.

-¿El progreso? ¿Pero usted cree que no hay más progreso que la vigilia? Hay que digerir el progreso, y el hartazgo da sueño. ¡A dormir!, a dormir para hacer la digestión espiritual del progreso y despertar en otro siglo con la cabeza fresca, de buen humor y enriqueciendo el vivífico y fecundante fondo del olvido, que es algo positivo, muy positivo, créamelo usted.

*FIN*


El Fomento, 1897


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