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Sueños reales


José Borges

[Cuento. Texto completo.]

Rodrigo observaba absorto un cuadro enorme que colgaba en la pared de la sala. Parecía estudiar cada línea, cada color.

—¿Estás bien? —insistió Raquel—. ¿Rodrigo? ¿Qué te pasa?

Diego, el anfitrión, aprovechó para presumir:

—Tal vez no me crean, pero ese cuadro fue un obsequio del mismísimo…

—Rey de España —interrumpió Rodrigo.

—¿Cómo lo sabes?

—Es mío. Digo, yo lo pinté.

—¿Qué? ¿Tú eres ese Rodrigo? Nunca pensé… Disculpa, por favor…

—Cuando lo miras… ¿qué ves? —Rodrigo ignoró las palabras de Diego—. ¿Qué te hace sentir?

Diego se viró hacia el cuadro como si fuese la primera vez que lo mirara. Fruncía el ceño en silencio. Rodrigo comenzó a sentirse ansioso, al igual que cuando primero supo que el rey y la reina visitarían la Isla y que estaban interesados en llevarse una obra puertorriqueña.

Tan pronto salió publicada la noticia, la comunidad artística enloqueció. Algunos artistas pensaban que satisfacer a la monarquía violaba el espíritu de la constitución y la libertad. Otros vieron una oportunidad para combatir el obstáculo más terrible para un artista: la anonimidad. En las semanas antes de que llegaran sus majestades, el tema siempre giraba en torno a la visita real. ¿Comprarían una obra canónica boricua, como de Oller o Campeche? Tal vez sería de alguien más contemporáneo como Martorell o Báez, o, más descabellado aún, de algún pintor novel… como lo era Rodrigo en aquel entonces.

La idea se le metió en la cabeza después de una conversación en una de las barras donde se reunían otros pintores. ¿Para qué llevarse una obra de alguien conocido, cuando podría descubrir al próximo genio artístico? Era improbable, pero no imposible. Había tres galerías que podrían visitar sus majestades en busca de algún tesoro pintado y Rodrigo conocía a la dueña de una: Alfonsina Alonso.

Hija de padres millonarios, Alfonsina siempre había cultivado su pasión por el arte, de cualquier tipo, desde esculturas y música hasta pintura y literatura. Su tragedia era la ausencia de talento. Rodrigo había leído sus cuentos, escuchado sus composiciones, y visto sus pinturas y esculturas: técnicamente estaban bien, pero a todas les faltaba imaginación. Al tiempo, ella misma se dio cuenta de sus carencias y decidió tomar otra ruta. Primero, modeló para cuanto artista pensaba talentoso. Luego, abrió su propia galería. Rodrigo le preguntó una vez por qué modelaba, si sus padres tenían una fortuna. Alfonsina hasta lo hacía a un precio menor: lo suficiente para espantar a los charlatanes, pero no tanto como para que los artistas incurrieran en un gasto oneroso. En aquel momento ella le contestó que necesitaba conocer a los artistas jóvenes si iba a exhibirlos. Deseaba conocer sus tendencias de trabajo, sus temperamentos, sus pasiones y, sobre todo, la dedicación de cada uno. Exhibiría artistas de verdad. Veía mucho talento en él, pero necesitaba ser honesto consigo mismo, le dijo un día. Sus pinturas reflejaban una falsedad artística que debía superar si quería dedicarse al arte como oficio. Ofendido, Rodrigo dejó de hablarle a la modelo y futura dueña de galería.

La próxima visita real calentó esa relación que se había enfriado tanto. Rodrigo comenzó por darle la razón a los comentarios de Alfonsina. Se disculpó; hablaron acerca de las tendencias artísticas del momento. Como en todas las conversaciones en aquellos momentos, el tema de los reyes tomó protagonismo. Los cuerpos de seguridad de ambas naciones habían visitado la galería para confirmar que la visita se pudiera dar sin percances: era una certeza que verían las obras expuestas en la galería de Alfonsina. Luego de mucho rodeo, Rodrigo por fin preguntó si Alfonsina expondría una obra suya para los ojos del rey. El semblante de la mujer cambió. Lo miró a los ojos unos segundos, hasta que por fin contestó: “La obra tiene que ser honesta, Rodrigo; expresa algo verdadero, real. Sin pretensiones”.

Rodrigo apenas recordaría detalles de la siguiente semana. Se sintió deprimido, exhausto, triste, malhumorado y hambriento, pero jamás recordaría adónde fue, qué leyó ni lo que sucedió en el mundo fuera de su estudio en aquellos días. Solo recordaba la llamada a Alfonsina: “Terminé”.

Vio el cuadro colgado en la pared blanca de la galería, luego volvió la mirada a su amiga, que observaba en silencio. “Es ostentosa, algo pedante… pero emotiva, a la vez. Inquietante. Creo que puede gustarles tus ‘Sueños reales’. Veremos”, dijo Alfonsina. Rodrigo quiso preguntarle si a ella le había gustado, pero temía la respuesta.

La llegada de los reyes llenó la prensa de noticias banales, columnas doctas y comentarios sarcásticos. Cuando visitaron la galería, el artista se encerró en su habitación, sin escuchar noticias hasta el día siguiente. Ya todo estaba fuera de sus manos.

La mañana siguiente vio el periódico y se asombró al ver su obra en las páginas de cultura: “Reyes compran obra boricua”. En algún lugar del artículo estaba su nombre y el del cuadro, junto a una cita de Alfonsina: “Desde que sus majestades la vieron, quedaron enamorados”. A partir de ese momento, el nombre de Rodrigo y el arte plástico en Puerto Rico siempre se mencionaban en el mismo contexto. Por un tiempo fue novio de Alfonsina y, por poco, hasta esposos. Pero llegó Raquel a modelar un día y con ella las discusiones, las peleas, los desacuerdos artísticos… hasta que Alfonsina no quiso saber más de él. Jamás volvieron a hablarse, ni cuando ella vivía sus últimas horas en el hospital. Un semáforo rojo y un borracho causaron el accidente. Se esperaba una pronta recuperación, pero una bacteria tenaz terminó con ella para sorpresa y tragedia de todos. Si hubiera sabido que eran sus últimos días, tal vez no hubiese rehusado la visita del que ella llamaba malagradecido.

—Nunca le dije adiós, ni gracias —murmuró Rodrigo frente al cuadro en el piso de Diego.

Había interrumpido al anfitrión y Raquel lo excusó:

—Perdónalo, Diego. Cuando se pone así es porque ni estaba aquí.

—No pasa nada… así son los artistas.

—¿Por qué te lo dio el rey? —preguntó Rodrigo.

—Quería salir de unos cuadros que tenía almacenados en el palacio real para poder convertirlo en un salón de trofeos de caza o algo así. No recuerdo muy bien.

—Vaya…

—Según me contó, siempre se llevaba al menos un cuadro de los lugares que visitaba. No importaba cuál. Le preguntaba al dueño de la galería o a alguien que supiese de arte y ese se llevaba. Nuestro rey prefería el fútbol al arte, pero sabía guardar las apariencias.

—¿Te hace sentir algo? El cuadro, digo…

—Me tranquiliza. Transmite tanta inseguridad en esos “sueños” que me hace sentir mejor a mí. Fue con la única que me quedé, Rodrigo, y no sabía que era tuya. Vendí las demás.

—Jum. Tal vez la obra sí era honesta, entonces —dijo Rodrigo. Luego cambió el semblante y miró la mesa de centro—. Tengo hambre. ¿Qué tienes acá?

Conversaron por varias horas, pero nunca más se mencionó el cuadro. Fue un rato agradable, aunque Rodrigo iba y venía de la conversación, distraído por algo. Raquel le preguntó si estaba bien.

—Creo que sí —contestó—. Preguntándome si, a fin de cuentas, todos somos charlatanes. Cosas de viejo; discúlpame.

FIN


José Borges es autor de las novelas Esa antigua tristeza (2010), Fortaleza (2013) y Las últimas horas de Otí (2018). Ganador del Premio de Novela del Pen International. Posee una maestría en Creación Literaria. Crítico literario de El Nuevo Día. Ganador del Campeonato Mundial del Cuento Corto Oral. Colaborador independiente para diversas publicaciones y casas editoriales. Fundador del Taller Virtual de Cuento de Ciudad Seva. Moderador de TertuCómic en Ciudad Seva. Vive en San Juan de Puerto Rico. Más información en: elblogdeborges.com.



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