Sumersión
[Cuento - Texto completo.]
Eduardo MalleaAquella ciudad no ofrecía destinos blandos, aquella ciudad marcaba. Su gran sequedad era un aviso; su clima, su luz, su cielo azul mentían. Una riqueza fabulosa ocultaba el hierro rojo. Sin embargo era el país del hierro rojo, animales y hombres lo soportaban en el campo y en la ciudad. Ésta tenía un aspecto amable y engañoso; engañaban sus calles rectas y limpias, tan hospitalarias que hasta su seno entraban, venidos de ultramar, las chimeneas y los mástiles para mezclarse con los árboles del país, en sus plazas; engañaban las luces, al anochecer, de un gigantesco estuario que esperaba a los viajeros como un horizonte suntuoso, iluminado; engañaban sus hombres, engañaban sus mujeres —bellos ojos ásperos y malignos, carne dorada, mujeres de una rara especie animal y secreta. Pero estos últimos engañaban sin conciencia como si la atmósfera les impusiera insidiosamente una conducta.
Sin embargo aquella ciudad y sus fuertes mujeres se parecían. Gravitaba sobre su corazón, sobre su seno, la misma ley instintiva y odiosa: ambas encontraban para el extraño un profundo rigor, una honda veta negra. ¡Cómo dejaban acercar al extraño solo con mostrar el brillo de su piel saludable —acercar el beso, acercar las proas cargadas de racimos humanos— para mostrar después el hierro rojo y asentarlo con pasividad!
Contra esta pasividad ominosa clamaban sin suerte las carnes desolladas, esos racimos de gente con ojos de bestia dócil que se quedaban rezagados junto a los mármoles de los Bancos, de los Grandes Almacenes, de las estatuas. Poseídos de una sed de inmediata conquista siete mil inmigrantes llegaban por semana. Todos tenían que atravesar por un barrio antes de llegar al seno de la ciudad. En esta región se habituaban, para no sufrirlos de golpe, a la edificación poderosa, al clima de la actividad poderosa. También en esta región comenzaba para los miserables el sometimiento a la ley de la tierra prometida. Muchos soportaban la marca roja con ojos dolientes y firmes, como en el interior del país los mansos ganados; muchos pagaban su derecho sangriento sobre el futuro; pero, en esta región vaga —tierra de nadie de la ciudad— otros, débiles, se retorcían, gritaban sordamente ante el olor de su carne señalada. Este acre y pobre olor humano no lo conocían los hombres y las mujeres de la ciudad, demasiado atentos a la pequeña ingeniería de su alma y a la inmensa ingeniería de su ciudad. De este sacrificio nadie tenía noticia, nadie sabía más que sus héroes oscuros.
Los más fuertes entraban después en la ciudad, pero los débiles permanecían enquistados en ese barrio, gente que no entraría nunca en el laberinto, pálidos menospreciados de Ariadna.
Taciturnos, habían construido sus defensas provisorias, improvisado los falsos goces de su fracaso, y así estaba el barrio lleno de recursos contra la opresión invasora, de diminutos cinematógrafos, de hosterías con nombres cándidos, de barracas con «novedades» y pasatiempos, de vastos bares que trascendían una música internacional. Y este barrio, a la luz de los reverberos y tugurios, tenía sus mujeres —circulantes mujeres de alma ingenua y dientes podridos que se maravillaban ante los llamativos colgajos de las tiendas—, señoritas capaces de reemplazar con grandes gestos los gestos de la amada, demasiado rojas, pintadas y fragantes, comparables a esos modelos que las casas de belleza movilizan como un último recurso ante la ruina.
¡Felices los que de ese limbo oscuro subían a una nave de vuelta! Acodados en la borda, al anochecer, rostros de extrema blandura, ojos azules, veían desaparecer sin odio, más acá de la ciudad, lo único que conquistaron de ese populoso desierto, esa franja de tierra miserable, isla negra surcada de estrellas.
I
Avesquín, llegado al puente, se detuvo. El puerto abría su boca monstruosa, la noche viajaba, las bellas aguas nocturnas oscilaban brillando. Una queja de animal poderoso vibraba; trepidantes, usinas y sirenas rompían la garganta del estuario, conmovían los mástiles, los castillos esqueléticos, todo lo que vela, por la noche, el sueño de las naves. Avesquín contempló absorto ese abismo. Apretó las manos en el parapeto mientras lo invadía una alucinación angustiosa. Un lejano reflector resbalaba de pronto, escrutaba, descubría en la cubierta de los barcos, en medio del gran foco negro de maderas podridas, tripulantes dormidos; por un instante ponía en aquellas caras amarillas o negras el mismo relieve luminoso, después desaparecía, dejaba que la noche les diera una muerte lívida y transitoria. Los inmensos muelles rectangulares oprimían.
Lo iba llenando una alucinación angustiosa y al mismo tiempo una placidez, un bienestar, semejante a ese alivio que se siente al entregarse del todo, después de la crisis, a un lento dolor. Ese ruido portentoso comunicaba su espíritu, su profunda soledad, con el universo; solo el poder de esta otra enorme soledad, trepidante, llevaba a su espíritu palabras activas, una voz. Era la voz del hierro, de las proas martilladas, de los silbatos guardianes, pero detrás de todo eso imaginaba hombres, grandes cansancios, tragedias respiradas con el carbón, gemidos, ojos huidos de la labor hacia ignotas regiones. Hombre errante, él estaba acosado, pero no sabría decir por qué, por qué mal en medio de un mundo nuevo y poderoso. En la urbe, ante la grandiosidad helada, la suntuosidad vertical de una sorda Babilonia, las mil diagonales de cemento blanco, extrañaba su tierra, el Café de los Intelectuales, el teatro Cómico, la señorita Iva, las iglesias barrocas del suburbio, los muelles de madera de su río nativo, descompuestos y hediondos. En medio del mutismo de la ciudad nueva, cuyas fiestas o penas no conocería nunca, extrañaba sus antiguas charlas con todo el mundo en los viejos parques europeos, sus discusiones con cada cliente a la luz de un chopp opulento, al atardecer, en los cafés cuyas paredes decoraba sin prisa, ocioso e ilusionado.
Ese mutismo brutal lo llenaba de asombro. Le traía, anochecido, a buscar la inmensidad abierta —donde aún las risas, los gritos, en los navíos cercanos, que no eran para él, veníanle ofrecidas por un eco servicial—, el rumor de la noche libre y el eco de una terrible laboriosidad recogida y naturalizada por el agua. Hasta medianoche la vida del puerto era intensa.
Con su camisa negra y su traje oscuro, pobre, Avesquín se confundía con la noche en aquel puente tenebroso, y sus manos, su rostro, aculotadas por una vida sedentaria, le parecían ahora demasiado blancos y débiles, con esa cicatriz que le cruzaba la sien; tenían para esa atmósfera la misma luz humilde y silenciosa de la luna. Sus ojos seguían sin fatigarse el cuadro turbio del puerto. Pero, pensó, no era, realmente, piel curtida lo que este mundo nuevo imponía con su clima a los hombres, sino una condición particular del gesto: un fondo de impavidez sobre el que la risa o el llanto ya no pueden tener nunca derecho de ciudad. Dio unos pasos en el puente, esforzándose por ver en el canal distante, a su izquierda, las maniobras de un pequeño remolcador cargado de frutas. Estaba demasiado lejos y permaneció un rato inclinado sobre el murallón; la luna le daba en la espalda. Su cuerpo era proporcionado y hermoso, con un viril acento en los hombros; al volverse absorto, cualquiera hubiera visto el poco carácter de sus facciones, sus rasgos blandos, sus labios pálidos encima de un mentón huyente. Solo los ojos sometían esas facciones a una profundidad; eran lentos y justos, se desplomaban sobre las cosas; tenían ese tenso brillo, ese brillo doloroso que presta a la mirada de los viajeros el cierzo helado.br> Todavía por un instante sorbió —él, que no hallaba en su soledad otro objetivo que su soledad— la inútil lección de esa gran masa negra y circundante. Toda la ingeniería del universo establecía allí su concurso; mientras la precisión de un pequeño sistema cósmico mantenía aislada su austera escuadra, los docks, abajo, se atenían a ese mismo espíritu, rectos, sólidos, concluidos. Un perfecto destino a cada rato recomenzaba y concluía en estas cosas inertes. De pronto un barco pasó lentamente, quebró ese ritmo dirigiéndose al canal, con un dibujo obsceno pintado en la chimenea gris.
Avesquín volvió la espalda al parapeto, abandonó sombrío aquel abismo. Sus pasos golpearon duramente la piedra y en este resonar seco se fue transformando el estrépito que pesaba sobre las aguas. Se detuvo; no sabía si volver, si sentir un rato más en los oídos aquella orquestación inquietante o venir al mutismo y al páramo, a la ciudad. Pero vio las luces de la calle cercana, fragmentadas por grandes arcos, enturbiadas por los árboles de una plazoleta, y se sintió atraído. Material y débilmente atraído; no tenía voluntad y caminaba a la deriva.
Fluctuaba, pensó, fluctuaba como un leño, en el foso circundante de la metrópoli, sin penetrarla, como un leño seco e inerte. No tenía comunión con nada. Se desayunaba todos los días con un café amargo, y sus pasos eran amargos a lo largo de las vidrieras brillantes, a lo largo de esas áridas calles cuyas emanaciones secas tragaba. Con sol, con agua, con un vigoroso contacto humano, ¿no se hubiera sentido revivir? Ah, en aquella ciudad el agua moraba en napas remotas, grandes moles de piedra hueca interceptaban el sol, los hombres tenían entre sí contactos inconfesables. Estos hombres se ocultaban para vivir y uno los sorprendía, amantes crudos, huyendo de los hoteles amueblados con una mano en la cara, huyendo de los parques donde su breve presencia era también subrepticia. Estos hombres olvidaban el destino de sus manos, las tornaban incapaces de asir, de acariciar a la ventura, naturalmente, como la carne desarrolla y satisface su hambre.
Al atravesar el puesto de los guardacostas uno de ellos lo detuvo, pero como contestara dócilmente lo dejaron pasar sin revisarlo. Avesquín evocó sus dos semanas en la capital. Dos semanas, dos semanas errando, levantándose y acostándose entre días y noches espantosamente desolados y extensos; ¡qué turbio transcurso por esos días cuyo paso de ida era claro ante las ventanas del hotel y su vuelta, su declinación, cargada de humos! Y todo esto debido a una tonta ilusión, a sus años, ya pasados los treinta por algunos más. En su urbe europea —al lado de un río espeso, oscuro, según la leyenda atroz teñido por sangres invasoras—, ¿qué le quedaba, sin embargo, por hacer, desaparecida la mujer que le acompañaba, sombra demacrada y ansiosa, tierna sombra? Su vida había dado un vuelco; ya no pintaba los muros ilusionado, absorbido u ocioso, y aquel paisaje del Acrópolis que era su obra maestra para decorar los bares de lujo, los hoteles recién inaugurados en su pared más visible, adolecía para los propietarios de un verdadero aire sombrío. Sabía de memoria las charlas del Café de los Intelectuales y la señorita Iva le llevaba el café, al amanecer, con un gesto cada día más absorto, pensando sin duda en los nuevos aspirantes a su pequeña mano y su mal genio. Una tarde entró en el comedor un marino rengo y piafante. Habló de su nave ya cargada de enormes bobinas de papel, habló de lo divino y de lo humano y, entre lo humano, entusiasta, de la meta de su viaje, esa ciudad lejana, ignorada, con sus mujeres estupendas, el bar más grande del mundo, su parque, sus carreras de caballos. El paisaje del Acrópolis le gustó, recién concluido en el comedor, para el salón de su barco; casi puede decirse que suscitó su emoción, viejo marino piafante. Avesquín aceptó, aceptó la invitación, viajar, emprender esta aventura, conocer el mundo por dentro, las bellas fiestas con que los hombres se obsequian en todas las latitudes, ahora que su juventud comenzaba velozmente a consumirse por la sien izquierda.
¡Qué navegación, cambiando de camarotes húmedos, oyendo en la bodega las canciones de Logart, con su buena voz, sus gestos brutales, su alma despótica, fuente contaminada! Aquella voz que estremecía a medianoche en pleno océano, como la dulzura de los reptiles.
Desembarcó en la ciudad sin aprensión, alegremente, confiado y voraz como ante una granada de pulpa blanca. Los suburbios, la plaza, las instituciones, todo lo respiraba con el aire, aquella mañana de otoño, los ojos lentos y dilatados, los labios húmedos. Sentía una gratitud profunda hacia los hombres que pasaban sin fijarse en él, sin notar su condición, su áspero aire extranjero; hacia su propia salud, generosa; hacia las mujeres bellas y veloces como el pez abisal. Con gesto nervioso, sorprendido, se detenía ante los escaparates, admiraba la copiosa floración de los castaños en octubre —cuando debía pasar por contraste en su tierra el frío primero y los puentes debían contraerse como hombres—, reía alborozado al ver que su pésimo español rudamente aprendido de su mujer, judía de Salónica, mejor deletreado a bordo, le servía para hallar un cuarto claro en cierto albergue del pintoresco suburbio, abierto a dos plazas, cerca del río. «Amsterdam Hotel», un hotel con nada de Amsterdam. Un poco de francés, un poco de español; poseedor de este raro brebaje, ¿qué secreto podía guardarle la ciudad? Alegre, caminaba, recién llegado, por las calles, repitiendo en voz baja el nombre del país, de sus regiones; entraba en algún bar, ofrecía, con un aire de ministro diplomático, sus servicios artísticos. Pero aquella fotografía grisácea, el paisaje del Acrópolis, dejaba indiferente a un mundo abstraído y presuroso.
Al tercer día, en medio de la niebla despidió al capitán y a sus amigos, y también a ese enorme paisaje del Acrópolis que lo dejaba solo, que retornaba. Logart, jovial, cantó en su honor una canción inmunda. Pero esto no lo hizo reír. Nada le hacía reír esa mañana, profundamente afectado por la despedida. El barco se alejó como un amigo, pesado, lento, grandioso. Volvió solo a la ciudad, caminó toda la mañana; ¿para qué quedarse?, se preguntaba; pero la ciudad respondía llena de mármoles, sus hombres vestían con lujo, se respiraba en ella un oro líquido.
Caminar, caminar, devorar caminos; y en cada reposo no oír sino el eco constante de los pasos, el eco constante de los pasos.
Al día siguiente su alegría se detuvo, se detuvo bruscamente, como ante el paso de un cortejo siniestro. La noche anterior no había dormido y una vez levantado, mientras se calentaba el café, se acercó a la ventana contra cuyos vidrios estaba cernida una niebla compacta. Abajo, en la calle, la actividad se iniciaba; pasó un cartero cargado, después una mujer; al rato el desfile negruzco, negruzco premioso, constante. «Extraña gente», exclamó; estaba serio, absorto, «extraña gente». En cada rostro se marcaba un gesto abstraído, una concentración indecible, como si toda la ciudad encaminara una fría peregrinación hacia metas cercanas. Cada hombre caminaba solo, agitándose —no, no agitándose, ¿quién se agitaba?, todo el mundo llegaba a tiempo a su destino con las facciones compuestas, la sonrisa lista, ese gran frío que esta gente trascendía—, marchando como esos competidores de la Maratón que calculan sus metros tenazmente. Se alejó de la ventana, sorbió en pequeños tragos el café, acuoso, constató su sordera ante este mundo. Sordo, sordo, aislado en una atmósfera espesa en medio del aire veloz. Esta certidumbre lo obsesionó; quiso adelantarse, adelantarse a sí mismo, se aplicó a improvisar palabras para su propia convicción, palabras con las que se obsequiaba cortésmente en los bulevares ásperos, iluminados, donde las multitudes giraban desintegradas. Pero éste era un juego falso. ¿A quién hubiera engañado el verdadero proceso que lo consumía? Empezaba a invadirlo el silencio, grandes grumos de silencio. Al salir del hotel, una mañana, la propietaria se quedó mirándolo, aterrada al ver unos ojos de fijeza mortal en aquella juvenil corpulencia. Salía y caminaba; no tenía ya delante una granada blanca; una fruta sí, vistosa, pero seca. Las avenidas no acababan nunca, todo lo largo exhibían casas y casas, ni un solo refugio, ni un solo núcleo de humana diversión, sino cafés con hombres, donde se apostaba a la luz de una claridad de escenario y se discutían concursos de supremacía sexual. ¿Pero cómo habrían de mezclarse las gentes, de comunicar? Hubieran olvidado el cálculo del alza y baja de los valores, hubieran mostrado, tal vez, el hilo de su genuina naturaleza, descubriendo ocultas ignorancias, o vagas condescendencias hacia el prójimo.
Concibió un odio indecible por ese desierto populoso y edificado. Pasaba por las puertas de la Ópera, veía entrar figuras opulentas, fracs y habanos en una interminable sucesión. Se acercaba a los templos, él, que no tenía fe, ignorante de toda jaculatoria. Bajo las cúpulas permanecía de pie, mudo, contemplando transportado los exvotos, las imágenes de porcelana. Todo esto, con dolor, le evocaba su infancia, su afición ingenua por las iglesias, con su recinto resonante y su Cristo, allá al final, como un blanco recién abatido por las injurias. Le gustaba ir temprano, meterse, al amanecer, en San Estéfano, aquella catedral vieja de mil años, de naves enormes, secas, profundas. Se quedaba acurrucado junto a las columnas, solo, soportando el silencio, el misterio, como un espectáculo pavoroso y terrible. Contemplaba el Cristo crucificado y, viendo esos párpados, creía que iba a hablar, a lanzar quién sabe qué ingenuas palabras; le entraban deseos de blasfemar contras las gentes que venían, luego, a injuriar el cuerpo doloroso con su hipocresía y su falsa beatitud, aprovechando su condición indefensa. Odiaba a aquella gente que dejaba flotando en el templo un olor a sudor impuro y linimento. Su cólera infantil era tan grande que se alejaba lleno de rencor, huido con palabras sordas e injuriosas.
Ahora no se alejaba con rencor, sino con ese gran silencio que lo tenía invadido. Chocaba después con la rectitud violenta de los muros, con las cuadras regulares y áridas, con unos rostros sonrientes pero impenetrables, ásperos, inatentos, y sufría. Sufría una tortura mortal, no ya por este infinito aislamiento, sino por su lejanía de las fuentes frescas, de la tierra, de todo aquel piso donde los huesos no son estériles. El asfalto le infundía una sorda desesperación, como al preso el espesor del hierro circundante; toda la impotencia de su carne se resentía. Entre la multitud, rozándose con facciones apremiadas, rojas, veloces, le parecía caminar hacia atrás. Evidentemente el suyo era un retroceso, un retroceso. Descubría, en esas gentes ignorantes de toda fatiga, una voracidad, una proyección que los sostenía como el pasto atado a la cabeza que el caballo persigue, una serie de objetivos concretos y constantes que iban a desembocar, sin transición, en la muerte.
Poseído de angustia, se apresuraba en esas calles, olvidaba el signo inerte de los escaparates, de las mesas de café, pugnaba por correr. Pero esta ilusión grotesca desaparecía. Detrás de qué podría correr, él, magro alimento del ocio. Detenido junto a los reverberos, dejaba pasar esa corriente humana en las avenidas. Veía el trato rápido entre la dama equívoca y el hombre; los veía desaparecer; ella, pronto, regresaba. Veía, en los altos edificios, en el sexto, séptimo, octavo, noveno, décimo piso de los edificios, una actividad operosa. Comprobaba, cada vez más desalentado, y él mismo se sentía jadear secretamente, que no podía llegarle una palabra, una comunicación. ¿Quién se detenía, allí, en medio de un creciente, productivo, previsto destino? Cada uno tenía su ruta; en esta ciudad las rutas eran paralelas, como sus calles. Viejas vías estrechas, focos peligrosos de contacto, de conversación o retardo, eran abatidos a diario. Se encaraba el progreso, el Progreso. Un enorme silencio humano gravitaba sobre la ciudad.
Exhausto, volvía a su hotel, situado en el único barrio donde la miseria ponía en contacto las vetas de inquietos y oscuros espíritus. Su imaginación conocía, en el trayecto, una tregua. Soñaba con las provincias y los campos de este país, con la pampa, las viñas y los Andes, que había visto en vagas oleografías. Su nariz reseca por los vientos y las tierras antiguas reclamaba esos olores intensos y sustanciosos, mojados como la uva reciente en las acequias. Soñaba, a través de lecturas imprecisas, con el relámpago en los campos infinitos y llovidos, con la planicie, de río a río, de población en población, donde el grito humano perdura largamente; donde la sensualidad del hombre obedece al sol, cesa con la hora del ruego, al atardecer, hora de cansancio y de tregua, hora en que el horizonte abandona su presa, devora las leguas planas, se acerca, se confunde con la noche y rodea a cada ser con la mansedumbre del aire circundante.
«Barro, barro», gritaba su espíritu, ávido, mientras se libraba de la opresión de la urbe. La piedra protestaba bajo sus pies. Al llegar a la proximidad de las luces del barrio sórdido sonreía, respiraba. Ya sabía él lo que era esta metrópoli, el capitán se lo había susurrado, sentencioso, casi con un aire sibilino, al llegar, frente al caserío monstruoso. Tierra de prostitución, de falsos símbolos. Tierra húmeda, nueva y maravillosa, vencida por el oro del sacrificio ganadero; vencida por el capital de un cúmulo de miserables generaciones arribadas de regiones extrañas a la comodidad y a la ambición, a la adulteración de lo espectable.
II
Volvió del puerto, descendió a esa calle donde una serpiente de luz corría bajo arcadas.
La vibración del ruido en el abismo nocturno perduraba en su espíritu; pensó que iba a volver en seguida a la aridez y al silencio. Sobre los grandes arcos observó las terrazas, aquella especie de jardín colgante y veneciano con doble plano como un fondo de primitivo, los frentes desemejantes, pintados en colores increíbles. Y debajo la gran galería iluminada, con sus tendejones, sus orquestas femeninas, los vestíbulos con atracciones y anuncios, prometiendo sensacionales espectáculos: los pequeños hermanos siameses, por una suma módica, podían visitarse en su barraca; por una suma módica el panorama de la guerra europea, vistas galantes, la mujer menos mujer del mundo… Avesquín se unió, bajo las arcadas, a una enfilada corriente de hombres en traje azul, en trajes de pana, ebrios, lentos, todos con una tez vieja y extranjera y un andar lamentable. Las guirnaldas de rama verde, a la entrada de las cervecerías de nombre alemán —Bürgerliche Küche—, detenían un instante a los más rubios. Cancerberos fornidos —caras estigmatizadas— los invitaban a entrar, a alternar con damas de charla fácil y práctica. Pero estas gentes ingenuas sonreían, continuaban su camino, ante una invitación que tenía el aire del sarcasmo. Al abrirse el batiente de alguna puerta, salían a la calle bocanadas de luz amarillenta y humosa, risas, gritos. Mujeres de paso rápido caminaban de bar en bar. Ante los ojos de Avesquín caminó un hombre tambaleante, con un timón dorado en la manga, vomitó su alcohol en el cordón de la acera, volvió apresurado al bar, a llenarse. Tal vez al día siguiente sus manos iban a dominar, seguras, las válvulas de un inmenso navío. En las tinieblas de la calle adyacente circulaban parejas; los hombres regateaban, uno podía verlos indecisos. Y al lado de estas negociaciones miserables, de esta sordidez, de estos caracteres siniestros, Avesquín, absorto, vio cómo se respiraba en la atmósfera un candor. En esta feria de espectáculos escatológicos, dominaba a los curiosos un candor: los hermanos siameses —feto peludo— adoptaban un aire mágico ante su vista. Un grandioso, activo candor: naturaleza profunda de esas gentes extranjeras demasiado débiles llamadas a deformarse en una constante reacción defensiva.
Los music-halls se sucedían con nombres extraños e impronunciables.
El Avón Bar quedaba en el extremo sur de la calle, frente al edificio del Correo, y lucía ante su escaparate —donde campeaban algunas botellas y un caballo de yeso blanco— dos reverberos irisados. Avesquín, con esa cara de visionario impuesta por la soledad y el silencio, entró. El salón, estrecho, estaba lleno de una niebla humosa y parecía un escenario de raras decoraciones: grandes tapices azules, en efecto, cubrían las paredes, señaladas de trecho en trecho por falsos balcones de madera labrada. Sobraban trapos, cortinas, como en esas habitaciones que se alquilan por horas donde flota un olor a humedad y polvos de arroz. Aquí todo olía a cigarro, a narciso negro; de las lámparas pendían papeles de color y esto cernía sobre la sala una lluvia pintoresca.
Avesquín sintió sobre sí las miradas de las mujeres. Un rápido juicio sobre sus bienes posibles cundió por la sala, al aparecer en el rectángulo de la puerta sus fuertes hombros, su palidez, su camisa negra. Caminó lentamente hasta una mesa próxima y un mozo escuálido se le acercó con indolencia. Como sus ojos tenían solo un poder pasivo y su aire era modesto, ninguna curiosidad se detuvo en él más de lo necesario. Algunos hombres cantaban, acompañando la orquesta que estaba en lo alto, en un ángulo; la formaban señoritas, quince señoritas de piernas espectaculares, pero sus instrumentos estaban mudos. Solo les correspondía el misterioso destino musical de las sirenas. De esa orquesta no sonaba más que un piano, escondido a retaguardia y librado a la tenacidad de un señor de anteojos. Esa tenacidad conseguía un gran ruido y a la sombra de ese ruido las señoritas enviaban hacia abajo, al salón, rápidas ojeadas de rabillos, gestos incitantes.
Una mujer enana, agitada y colérica, mandaba a los mozos detrás del mostrador, se acercaba a los clientes, atendía el teléfono, blasfemaba, reía, batía las manos, se desesperaba por mantener una animación estrepitosa.
Avesquín la conocía; dos noches antes se le había acercado para hablarle, en el mismo bar. «Mi nombre es Madame Cier —le había dicho—, pero puede llamarme Elsa». Después lo convidó con un vaso descomunal de whisky, porque «eso entibia e ilumina».
Sin entusiasmo, recorrió con la vista todas esas mesas. Sabía que toda su ansiedad era inútil por descubrir un alma inquieta, una herida comunicante, en medio de este tumulto de risas y voces; se desalentaba. Buscaba una cicatriz cuya historia hubiera valido un relato, ojos que revelaran una vida de pulso violento o acelerado, gestos de humildad fecunda, humana tierra en fin a la cual ir con sed y hambre y cansancio, porque necesitaba hablar, hablar. Pero —incluso el hombre de la barba en punta, callado en un rincón, y aquel núcleo ruidoso que brindaba y bebía— esta masa de desechos le parecía asquerosa. Iba llenándolo de una sensación de repugnancia que él, rápidamente, se esforzaba por combatir, evitando un malestar físico. Se llevó el vaso a la boca, los ojos entornados, tratando de establecer su propio diálogo, ahí en la pequeña mesa, de distraerse; evocó recuerdos y proyectos. Pero como por imposición de una conciencia más profunda, de una urgencia premiosa, volvió a mirar a su alrededor, a volcarse hacia afuera; había perdido los resortes enérgicos, toda vuelta a sí mismo le era angustiosa, insoportable, y seguía acumulándose —109? en su espíritu una corriente insidiosa, sombría. Deletreó un gran letrero, colgado en la pared opuesta, hasta formar el título «Ordenanza Municipal»; repitió lentamente esas palabras mientras se acariciaba la barba mal afeitada, inatento a la pierna que balanceaba a su lado, insistente y sonriente, la compañera de un inglés dormido.
La música aumentaba su tedio, música propia del país, quejumbrosa y pausada. En la puerta apareció un hombre. «Grand», gritaron de varias mesas, y del grupo que bebía y cantaba en un rincón, golpeando los vasos, partió un saludo estruendoso: «¡Viva el poeta eslavo Evaristo Grand!». Un individuo pequeño, ventrudo y desmelenado alzaba de pie su medio litro, en actitud de saludo. El grupo repitió en coro tres veces aquel nombre, echando adelante sus jarras espumosas. El hombre saludó ceremoniosamente, caminó con gravedad, saludó a las señoritas de la orquesta, luego, al incorporarse al grupo, lanzó una carcajada, estrechó todas las manos. Alguien retiró una silla de la mesa de Avesquín para cedérsela al poeta, después de empujar violentamente a una dama que insinuaba palabras en el oído del héroe. El héroe apuraba tragos de todos los vasos ajenos, sin duda apresurado por confortarse. Otro de los componentes del grupo, envuelto en un sobretodo que no dejaba libre sino su cabeza desgreñada y un rostro pálido, golpeó la mesa con el puño, se alzó, tomó a una mujer próxima del brazo y la acercó al recién llegado: «Fruto sacro, fruto opimo», reía, ofreciéndola, mientras ella se abalanzaba sobre el poeta con un gran abrazo y los ojos cerrados de risa.
Avesquín veía aquello con sorpresa, con infinita sorpresa, y al cabo se asombraba de esta sorpresa. ¡Cómo tenía esa gente la vida fácil! ¿En qué consistía? Solamente en volcarse unos en otros; pero constituían un mundo, un mundo tan cerrado como todo lo que vivía entre muros en la ciudad, páramo hermético. Bebió el último sorbo de coñac y ese ardor que le prendió en la garganta no era más quemante que el extraño huésped cuyo dominio cada vez ocupaba en su atención más amplia zona.
El mozo volvió a servirle con obsequiosidad. Mientras permanecía abstraído contemplando el grupo, una mano le golpeó la espalda. Se volvió rápidamente, Madame Cier le sonreía.
Con grandes gestos, ella desenfundó algunos datos íntimos. Era francesa, había pasado los cincuenta años, su nerviosidad no era engañosa porque se despedía con ardor de una juventud sin brillo, se marchitaba, no concebía la oración, habitaba una casa de pisos con ventanas a un patio de luz que según ella se parecía a las sórdidas gargantas de la rue Saint-Honoré. Veía las mismas goteras, las mismas cortinas sucias, los mismos gatos arqueados. ¿Su vehemencia —pensaba Avesquín— no habría podido confundirse con «lo evangélico», con la de esas señoras del Ejército de Salvación? Pero ella no paraba de hablar. «¿No sabe usted lo que es la muerte? Yo la he visto, una vez. Era en París, en los altos de una sombrerería de la Magdalena, una noche siniestra. ¡Cómo era de sombrío aquel comercio! Usted viera. Tenía un zaguán, siempre en tinieblas; yo vivía en la casa de al lado, pero por ese zaguán veía entrar todos los días al hijo del sombrerero. El sombrerero estaba en un país lejano; el hijo habitaba solo el comercio, tenía su dormitorio en los altos. Conocí esa habitación después de su muerte; verá, era curiosa, sobre una pared había, fijado, un diablo tan enorme que la ocupaba hasta el techo. El hijo del sombrerero era amigo mío. Un hombre desgarbado, grande y lánguido. Todas las noches, a la hora en que mi marido —Albert-Nathaniel— pasaba ebrio frente al escaparate de su negocio, él me mandaba flores. Cosa extraña, las flores eran siempre viejas; no flores de sepulcro, pero lo parecían: no tenían ningún aroma. A veces alhelíes, otras veces rosas. Aunque me festejaba —algo intolerable— éramos muy amigos. Mi marido se reía de él a carcajadas, le hacían gracia sus zapatos porque afirmaba que eran justamente del color y las proporciones que convenía a su calva, a la calva del hijo del sombrerero. ¿Usted se explica esto? Mi marido bebía entonces ajenjo y esto le ha hecho siempre un daño enorme. Un día el hijo del sombrerero se enfermó. Al fin se sintió tan grave que las quejas se oían desde mi cuarto. En un principio no le hice caso, traté de no oír; después los lamentos aumentaron de un modo espantoso; mi marido no los aguantaba, desaparecía. Aumentó su dosis alcohólica y se calló. Por fin, fui. Entonces me di cuenta de que, realmente, lo estimaba y de que su ropa, sus pañuelos, abandonados sobre las sillas, me producían un dolor. Desde luego yo no estaba sola con él mientras permanecía tendido en la cama, con los ojos abiertos, inmóviles, yerto —¿comprende?—. Había dos mujeres más y un chico. Ellas parecían hermanas, vestían igual y ocultaban sus rostros mitad en los pañuelos, mitad debajo de los grandes sombreros; el chico metía un ruido infernal arrastrando por la pieza un vaso, un cepillo y dos caracoles de adorno que había atado como si fueran un carro. Nadie me preguntó nada, entré, me senté. Me senté. Ninguna de las mujeres me dijo nada, se limitaron a mirarme, siguieron sollozando, tenía un aspecto espantoso, deplorable. ¡Qué silenciosa tragedia, en aquella pieza! El chico de repente lanzaba un grito de gozo, de pronto se callaba; tenía una frente precoz. Era espantoso, créame, espantoso. El hijo del sombrerero, entretanto, parecía contar en el techo una cuenta interminable. Transpiraba y dejaba caer una mano. De repente se incorporó, me miró —un rato largo—, de un modo tan intenso, tan desolado, que me sobrecogí… Me sobrecogí, temblaba; estuvo un rato así, incorporado. Las mujeres no lo veían; el chico se divertía enormemente, riéndose, al fin aplaudió. Tuve tentaciones de matarlo, fijé la vista en una percha, con la cruz de hierro. ¿Usted se da cuenta de lo que era aquello, con la criatura aplaudiendo y saltando como un loco, lleno de gozo, el hombre incorporado con unos ojos fijos, las mujeres entregadas a un llanto sin convulsiones, interminables? ¡No, no se da cuenta…! Súbitamente el chico se llevó las manos a la cabeza, profirió un grito desgarrador. Las mujeres gritaron sin destaparse los ojos que había muerto. El hijo del sombrerero estaba muerto; seguía en la misma actitud, ¡advierta!, pero muerto. Me sentí llena, de pronto, de sentimientos extraños, curiosos, muchas ideas me invadían en tropel. No se las puedo contar, pero eran atroces; sabe, atroces… Diferentes ideas y confusas, otras nítidas, algunas hasta pornográficas —una mujer en actitud forzada—, otras suaves, deliciosas ideas; al mismo tiempo me llegaban con suma violencia sentimientos contradictorios, temblores de miedo, ansias de correr, de huir, junto a la amable sensación de estar hamacándome, meciéndome en un parque donde algunos niños reían. ¡Ah, señor, aquella confusión era terrible, un desvanecimiento despierta; no sé cuánto duró, tal vez minutos, tal vez horas, porque nunca supe tampoco el momento exacto en que había muerto. Después de esa locura, la claridad fue violenta. Miré a una de las mujeres: ya no lloraba; no lloraba, tenía en cambio en el rostro una expresión dulcísima, transportada, mientras el chico corría por el cuarto metiendo un ruido infernal con el lío que arrastraba… Entonces supe lo que es la muerte. Tal vez lo sepan también los que, en un día final, estén a mi lado, aunque tampoco puedo abrigar esa esperanza porque Albert-Nathaniel no tendrá para esa época un solo minuto lúcido, el alcohol lo habrá anegado por completo. Pero, fíjese bien: la muerte de aquellos con quienes estamos en contacto, unidos por una alianza misteriosa o por amistad, es algo que nos llena, de pronto, con un transporte de vida extraña, nueva, una corriente que nos entrega la misma vida que acaba de retirar minuciosamente al muerto, algo que nos infunde sus sueños, sus últimos pensamientos, sus recuerdos finales. La víctima queda exangüe entre nosotros y hasta su propia muerte —¡créame!— lo abandona para servirnos».
Después, como si Avesquín estuviera interesado —él sorbía su licor sin hablar, lleno de estupefacción—, terminó con un gran suspiro, levantando las manos: «Ah, mi Albert-Nathaniel no se corrige. Lo he ayudado —¡a cada uno se nos exige un heroísmo!—, pero inútilmente; como todos los que están por ahogarse, Albert-Nathaniel nada hacia abajo…».
Cuando ella terminó, Avesquín tenía los ojos absortos en la puerta. Una figura miserable y grotesca, sin sombrero, con gestos pesados, llevaba el compás de la música, describiendo apenas en el aire el signo de la cruz. En la atmósfera amarillenta, densa, caía desde la calle esa grotesca bendición. Madame Cier se subió a la tarima de la orquesta e incitó a las damas a la animación y la risa. Avesquín se levantó, salió. Un tropel de marineros ruidosos le llevaron por delante y él los rechazó con debilidad. Caminaba lentamente y solo apuró el paso al doblar la esquina, al dejar atrás las últimas banderolas del Avón Bar, por donde trascendía la voz aguardentosa de la diminuta francesa, cantando con un aire cínico aquellas palabras que resonaban, se apagaban, desaparecían en la atmósfera nocturna:
Voici les compagnons d’Ulysse
prenez garde pauvres sirènes:
ils rapportent des mers lointaines
des tristesses, des siphylis.
Como una fuerza poderosa y activa el silencio ocupaba la ciudad. Era una ocupación, la de este gas deletéreo, hasta media altura de los edificios. Avesquín se levantó el cuello del saco —soplaba del río un aire seco, penetrante— y ascendió las callejuelas bordeadas de árboles desollados. Escuchaba el silencio y el eco del silencio y esta acumulación pasiva lo ensordecía. Por momentos, un espasmo de rabia amenazaba ahogarlo. Todos los esfuerzos no le alcanzaban para imponer una violencia física a su protesta, a esa rebeldía repentina que ansiaba armar, fortificar, contra el desierto opresor. Todo sucedía en él bajo la superficie. Con esta fuerza, con estos brazos, cómo resignarse a errar sin hallar una mano cuya amistad pudiera ponerse a prueba, un obstáculo con el que medirse. Y no le parecía marchar hacia la vacía inmensidad, sino que la inmensidad viniera hacia él, amenazándolo como esas masas descomunales que angustian las pesadillas de los niños. Sentía sus ojos abiertos ante esa amenaza y sufría, se tenía lástima; caminaba rebelándose y apagándose, un instante exaltado y otro presa de un infinito desaliento, y sus pasos cambiaban así, por metros, de ritmo.
Pero, pensó que su vida no podía comunicar en el fondo sino con este desierto y tal idea melancólica lo llenó de emoción. Pensó que vivir es desarrollar energías, proyectar emociones, pasiones, en una sucesión progresiva y en él todo estaba de regreso, todo su caudal humano volvía de la acción, fatigado. Fatigadas las piernas y el alma, con esa fatiga trabajosa que se parece a un rale. Fijó los ojos en aquello que lo rodeaba, a la izquierda y a la derecha, hacia adelante, bajo la hermosa bóveda nocturna: muros y muros, estupendos falansterios rectangulares; contra todo esto había rebotado, y volvía, traído por el violento rechazo.
Llegó a su hotel. Los escalones de madera apenas se distinguían y subió con dificultad, encendiendo fósforos. En la puerta cancel dos leones dorados, pintados sobre los vidrios, convergían en una sola lengua rojiza, se atacaban condenados fatalmente a la unión por ese órgano único. A tientas, Avesquín llegó a su cuarto. Todo el hotel dormía; el reloj, en medio del corredor alto, anunciaba las dos. Se sentó en la cama sin desnudarse, sin encender la luz; después dejó caer la cabeza en la almohada.
Un tropel de palabras inútiles, como un asqueroso vómito, se le agolpó en la cabeza, vagas palabras oídas durante el día. Volvían a la superficie desahuciadas, como debían volver, cada día, nocivas, en cada hombre.
Rumor renovado, constante, sentía aquellas frases como un pulso enfermo en su propio cerebro. «Viva el poeta eslavo Evaristo Grand», voces femeninas: «Querido, lindos ojos, querido»… luego, atropelladas, las otras palabras —ah, estúpidas—, ese desperdicio, ese lastre de palabras que en él no prendían, erradas en su destino, repugnantes… «El hijo del sombrerero estaba muerto, en la misma actitud, advierta, pero muerto».
¡Ah, carga recogida a diario, venenos diluidos que nos atraviesan! Palabras, frases, conversaciones interminables a las que es necesario escuchar, asentir, responder. Avesquín se apretó la frente, trató de apaciguar aquel fluir veloz de confusas palabras. Durante un rato estuvo quieto, en silencio; de la ventana venía una luz lechosa y pobre.
De pronto se alzó, corrió, poseído, abrió la puerta de su cuarto, golpeó el tabique que lo separaba del contiguo y escuchó. Escuchó. Nadie respondía y una gran calma pesaba, continuaba. Salió al corredor; un anciano de barba blanca, vestido con un largo camisón, de galera, con una palmatoria apareció al cabo en una puerta. Trémulo, Avesquín corrió hacia él, pero ante aquellos ojos sorprendidos, expectantes, tranquilos, se detuvo. Mientras el viejo le dirigía una pregunta en cierto idioma ignorado, no pudo contestar, balbuceó una excusa, volvió a su pieza. Desalentado, se acostó, despacio, como si fuera a dar comodidad a su cansancio. Clavó los ojos en el techo; por su alma tensa desfilaron rostros familiares, paternales, gestos y tierras queridas, la mujer muerta meses antes, con su pasión, sus ojos claros, su ternura.
Y una mañana más, una tarde pasaron, y ningún muro se ofrecía en la urbe para el panorama del Acrópolis. Llovía. Avesquín, que se había levantado con gestos nerviosos, defendió su habilidad, rogó, derrochó palabras extremas. Almorzó, la patrona le preguntó en el hotel por su salud; después volvió a caminar por las enormes avenidas centrales, cuyo asfalto irradiaba soportando la cortina lluviosa.
Al anochecer la metrópoli adoptó de nuevo su aire cocotesco, su profusión de cornisas iluminadas. A todo ilustre viajero se le recibía con guirnaldas luminosas. Algunos tomaban esto como la expresión de un regocijo; en el fondo no había más que frialdad como en el rostro que la mueca ilumina.
Avesquín volvió al Avón después de haber peregrinado rondando el corazón de la villa como un malhechor sin suerte. Su ropa, que tuvo en días anteriores un aliño modesto, aparecía ahora descuidada, resuelta a seguir el desorden de aquel ánimo. El bar estaba desierto, la plataforma de la orquesta mostraba los instrumentos enfundados, un mozo limpiaba sin entusiasmo la máquina niquelada del café. No estaba Madame Cier y en realidad toda la sala tenía un aire de negro esqueleto, vestido con tapices y adornos. Pronto estuvo sentado ante un brevaje turbio; con un gesto que revelaba su agotamiento sacó de un bolsillo papeles, prospectos, cartas grises, una magra cartera. ¿Bastaban estos gestos para llenar un transcurso de horas, para llenar ese gran vacío motivado por el debilitamiento de las sensaciones, por una disminución profunda en el tono de vida? Los cabellos caídos sobre la frente, los ojos inquietos, la creciente demacración, toda su nerviosidad indominable revelaban en él un apuro. Ordenó los papeles y los volvió a guardar, mientras preguntaba al mozo la hora. Estaba ansioso por irse; abandonó unas monedas y salió.
Constató su ansiedad, su apresuramiento como algo fatal, en medio de aquella actividad de fiebre que hacía girar a un mundo en su torno. Tal vez esa prisa fuera capaz de originar en él objetivos, puesto que toda actividad, aun ciega, lleva ya en su curso un intenso destino. Perseguido por esa idea, él se rebelaba, a cada instante, contra esa pasividad a la que era naturalmente propenso, temperamento contemplativo y afinado. Se rebelaba; echó a andar, siempre por el barrio paralelo al río, y vio, próximo, en la plazoleta, el brillo de los árboles mojados. Un pequeño cinematógrafo, cuyo vestíbulo parecía la boca de un horno tenebroso, llamaba al público con su timbre constante. Grandes letreros anunciaban a Selma Simpkins en El beso, «no apta para menores».
El cinematógrafo tenía una sala muy estrecha, miserable desfiladero de sombras. El propietario la había llenado con viejos bancos de iglesia de los que, a lo ancho, solo cabía uno. Durante la función parecía de este modo un aula o una capilla sórdida, en tinieblas, con un piano por altar. Flotaba un olor a serrín húmedo y a grasa, y por las cortinas traseras entraba frío.
Al sentarse, en la punta de uno de esos bancos, Avesquín tocó a su lado una mano pequeña, helada, que se retiró velozmente. No alcanzaba a ver nada más que la forma de los asientos y la imagen, borrosa y gastada, en el telón (El galán echaba llave a la puerta, se volvía hacia el público, en primer plano, con unos ojos siniestros y sensuales). Avesquín advirtió cómo se iba destacando, formando, a su lado, en la sombra, una cara de infinita blancura, una garganta femenina. Su corazón saltó, con ese celo inquieto que la ansiedad compone, se contrajo. Cuidando de no ser notado, volvió apenas la vista: una cabeza joven, de cabellos cortos, de labios entreabiertos, expectantes, permanecía atenta al film. Seguro de su impunidad, la miró más detenidamente. La muchacha vestía de negro, tenía el cuello un poco abultado en su base, curva mórbida, allí donde descansaba el collar de minúsculas perlas. Sus ojos, atentos, habitaban cuencas profundas; esto prestaba a su rostro un aire de magrura doliente de abstracción. Avesquín volvió los ojos a la escena, pero ciegos; esa sola vecindad —palpitante, femenina, viviente— le infundió un bienestar, su aislamiento cedía como si aquel cuerpo delicado y joven trascendiera un contraveneno inmediato. La sintió sonreír, sonrió; el pianista rompía en fugas maltratadas, pero le parecía maravilloso.
Se encendieron las luces, ella se volvió hacia él y él, apenas, libró su rostro como si este movimiento limpiara con dificultad unos goznes secos. Pero en seguida volvieron las tinieblas y la escena, el drama.
De pronto, la muchacha se rió a carcajadas y, como obedeciendo a un gesto inconsciente, «Mire, mire», exclamó. Avesquín sintió crecer en su rostro la turbación, sin respirar esperó que ella reaccionara. Pero seguía inclinada hacia adelante, en éxtasis, la mirada animada, los brazos apretando la silla. Entonces él dijo: «¡Qué barbaridad!», comentando; nada más que eso, nada más que esa cosa estúpida, y se quedó trémulo, contento. Y poco a poco fue organizando su coraje y cuando se encendieron definitivamente las luces, terminada la función, la miró insistentemente. Salió a su lado, mientras ella bajaba la vista y se cubría con la piel pelada. La muchacha se detuvo en el vestíbulo, ante un retrato del actor; Avesquín hizo lo propio, su rostro estaba radiante, tenía ganas de aplaudir allí, ante ella, al héroe. «Trabaja endiabladamente bien», balbuceó en su mal español. «Muy bien», contestó la muchacha con seriedad, «mejor que el príncipe Divani en El cetro real».
Después de lo cual él se animó a invitarla, comieron juntos. Ella lo miraba de un modo profundo, circunspecto, desde el fondo de sus cuencas ruinosas, con esos ojos de una intensidad y un alejamiento como Avesquín no había visto en otro país. Ojos que mordían sin retirarse, desde una remota región del alma. Ojos que había visto en las calles del centro, en esas mujeres que miraban con rencor, con soberbia. Comieron en un restaurante de paredes blancas como un laboratorio; ella bebió sobriamente y comió apenas, mientras el hombre permanecía suspenso, dejando que los platos se enfriaran sin probarlos. La muchacha contó que formaba parte de una orquesta. Él dijo alguna broma respecto al film; ella lo escuchaba sin sonreír; era muy seria, apenas pronunciaba algunas sílabas. ¿Pero necesitaban acaso hablar? «Tierra, tierra que da estos ojos, este color de carne —pensaba, exaltado, Avesquín—, fruta de labios tibios».
A él le costaba hablar, pero hablaba; por momentos sofocado. La muchacha no se reía de sus errores, se los corregía de un modo cortés y grave, con la mirada inmóvil.
¿Qué hacer, una vez que comieron? El extranjero no se hubiera animado a nada. Ella esperaba, silenciosa, en la calle. Había dejado de llover. Nubes cargadas y bajas pasaban con rapidez. Los faroles de los vehículos iban abriendo en el suelo bituminoso un rastro amarillo. Avesquín comenzaba a sentir una incomodidad ante aquella mirada seria, cargada de preocupaciones lejanas y enigmáticas. «¿Quiere visitar mi palacio?», preguntó con ese humor de los que pertenecen a una raza cándida, afectos a una naturalidad antigua y nativa. Ella provenía de otras fuentes, más refinadas y complejas. «Vamos», dijo, y esa sequedad a él lo dejó confuso.
El aspecto del cuarto era frío y duro, desmantelado; sobre la cama sin mantas, mostraba una frazada color crema de extremos rojos; desproporcionada, la ventana estaba más próxima del techo que del suelo y, también alto, brillaba un espejo, pobre, cuyo marco debió ser alguna vez dorado; la habitación no tenía cortinas y el papel exhibía un color indeciso. Alguien había fijado hacia un rincón, sobre la cómoda, el recorte de un cisne negro.
La muchacha se paró debajo de la lámpara, se sacó la piel, paseando sus ojos sin curiosidad por la estrecha habitación. Sus gestos eran tranquilos; cruzó los brazos sobre la falda. «¿Le gusta estar acá? —preguntó él—; el cuarto es frío y feo pero podemos conversar». «Cómo no —respondió ella, sin convicción—; podemos conversar». Avesquín levantó una mano escuálida, decidida a acariciar los cabellos recién descubiertos de la muchacha, negros, la mejilla sombría; pero, detenido de pronto, dejó caer el brazo y permaneció inmóvil y serio, como ella. ¿Qué cosa podía animar aquellos ojos anclados? «Está preocupada, sin duda…» —dijo él. «No, no estoy preocupada, ¿por qué?». Ella respondía, ahora, con cierta violencia, como si la pasividad del hombre la fastidiara. Avesquín apoyó su espalda en el muro. La muchacha fijó sus ojos en el hilo negro de la luz eléctrica que bordeaba el techo y desaparecía por el dintel de la puerta.
Una pausa fue creciendo entre ellos, desarrollándose tanto que sus dos respiraciones, como una defensa, se hicieron sensibles en la atmósfera; él, obsesionado, mantenía los ojos en aquel comienzo blanco de la garganta, sujeto a una lenta palpitación. De instante en instante subía algún ruido de la calle, algún grito, luego una de esas calmas que se organizan como un intenso rumor. A la muchacha no parecía preocuparla este estado; inquieto, Avesquín, acariciando el paño de la mesa, sus dibujos, no hallaba una puerta para el diálogo, hasta que al fin, cuando ella dejó de mirarlo con inexpresiva tenacidad para clavar sus ojos en la ventana, él comenzó a contar, un poco vacilante, su vida; y empezó por la infancia enfermiza y llegó al capítulo de las fiestas universitarias, en diciembre. La muchacha buscó en su cartera un pequeño espejo, se miró; luego siguió escuchando, con una atención tal que se advertía dirigida a otros puntos ausentes, distantes de aquel relato y de aquella habitación. Él advirtió este ajenamiento y, levantándose, alejándose repentinamente de la mesa, enfrentó el rostro severo y dulce de la muchacha, con un gran anhelo de llamarla a su presencia, de atraer para sí ese hilo patético que los negros ojos proyectaban hacia un mundo remoto. Apresurado, vehemente; con las manos desesperándose por ayudar las palabras, fervoroso y mal abogado, se dio a describir los modos de aquella generala que acechaba con equívocas pretensiones, en un palacete venido a menos de su pueblo, a los universitarios; aquel monstruo de insinuantes gestos. Imitó, dando a su boca un esguince violento, el despecho de la generala, hija de un loco vienés de barba roja. Esto, que él creía pintoresco, no lo advirtió ella; fijaba unos ojos ahora presentes pero estupefactos en sus ademanes, exagerados por la vehemencia. Entonces volvieron al silencio y ella siguió librada a una grande y densa preocupación.
—Lunes —dijo al fin la muchacha, contando con los dedos de uña roja—, somos lunes; martes, miércoles, jueves, viernes: cuatro días más antes del viernes. ¡Qué día espantoso va a ser el viernes, para mí qué día, terrible, terrible!
Pero no contó más.
Avesquín caviló. ¡Infinito destiempo que preside los encuentros humanos! Imaginó un universo dramático de horarios confundidos, lleno de gentes que chocaban extraviadas. Abajo, en la calle, ¿qué tiempos coincidirían para ese desfile oscuro y tumultuoso? Toda una grey arrojada en corrientes que ya no se corregirían en su desorden hasta una hora final, hasta un extremo minuto. Tomó la mano de la muchacha.
Sin duda aproximó demasiado su cabeza.
—Acarícieme —le dijo ella con severidad—, si quiere, pero no me bese.
Sorprendido, él retrocedió. La muchacha permaneció impasible, se llevó la mano a la cara, sacudió sus cabellos hacia atrás. Avesquín tuvo la certidumbre de que sus ojos estaban ausentes, su ánimo ausente, y que solo aquella carne mate se le entregaba.
Pero era una carne hermosa y nueva, desconocida; áspera y cerrada como la vida de su ciudad, carne llena de silencio, fuerte, madurada en la húmeda sombra, en esa humedad que ya ha perdido la tierra europea, árida y agrietada. Se abalanzó sobre aquel cuerpo, y la muchacha, apenas con un gesto, lo apartó, comenzó a desnudarse. No lo miraba. Parecía prepararse a cumplir una labor grave y triste, trascendental, y tenía la frente dominada, sin duda, por esa preocupación que exteriorizaba aplicándose lentamente a doblar su pollera negra, su blusa, tan pobre como pretenciosa, sus medias.
Avesquín, de nuevo, se adelantó, puso la mano sobre aquel pecho en el que aún crecía una fuerte juventud. Ella lo dejaba hacer, dócil. Temblando, él acariciaba el seno con suma dulzura, poseído de una ternura voraz y tímida.
Pero como tocado por un grito interno, espantoso, detuvo de golpe su mano. Inmóvil, abría unos ojos desmesurados. En toda su infinita hondura abarcaba —mirando la dulce piel femenina, los labios entreabiertos, la mansa y repugnante espera— el abismo que separaba su angustia de ese objeto de goce.
Los pasos de los dos resonaron en la escalera, trastabillantes, como un cuerpo que cae.
La noche estaba húmeda, helada, y él apretó el paso sin saber todavía qué dirección tomar. En la calle ya solo algún reverbero alternaba su luz con el aliento último de los bares, exhalado en las aceras como un espectro lechoso; pero nada de eso veía, sus ojos estaban absortos en una visión remota y cruel. Así pasó por delante del Hotel Municipal para emigrados, de la adyacente plaza que era un pozo sombrío, de la estación suntuosa, abierta como una gran boca hospitalaria. Iba con la cabeza tendida hacia adelante, como si esta tensión satisficiera su apuro. Un rumor martillaba su oído: «¡Huir!, ¡huir!», y su impotencia ante este grito que se mezclaba con obsesionantes imágenes del pasado se convirtió en una sorda exasperación, en una desesperanza infinita. Se paró, atento al silencio circundante, y desde esa esquina vio en la plaza, dormidos, en los bancos, a unos cuantos hombres, encogidos, helados, sucios de esa costra que los aísla en un mundo ya ilusorio y sin pena. Miró las calles desiertas que se bifurcaban allí; de un lado el río, del otro las grandes moles silenciosas, con sus ventanales herméticos, blancos. Un hombre como él, solitario, apenas visible en la noche, limpiaba la esfera de un alto reloj. Avesquín movió los labios sin hablar, sintió la mezquindad de su cuerpo en medio de aquel mundo preciso, seco, grandioso; el frío y la soledad lo agitaron en un estremecimiento. No tenía por qué permanecer ahí parado, por qué estar más adelante o en otro sitio, la ciudad lo desconocía, su volumen humano sobraba en esa feria de carne velozmente dirigida hacia éxitos concretos. Exhaló un gruñido ronco, volvió la espalda a la región edificada, y se apresuró en dirección al río. Huir, huir, el martilleo seguía, su conciencia retenía ideas siniestras que iban tomando forma. Pensó en la única salvación, ofrecerse en un cargo, embarcarse, partir. Su corazón palpitaba, temió de pronto, ante esa próxima claridad, desvanecerse, caer; dio unos pasos más y, presa de un miedo vago, corrió, como si quisiera dejar atrás la masa cruenta de tinieblas. Corrió, solo su palidez iluminada, atravesándola, la noche. Tuvo que cruzar las vías del ferrocarril; al fin vio los navíos; un bello halo agigantaba sus luces. Una profunda angustia acumulada lo hacía jadear y, al tropezar con un alambrado, cayó. Había quedado en una postura grotesca, extendido como un sapo, y se incorporó, despacio, sin pararse. Podía esperar el alba así, inmóvil; las embarcaciones estaban cerca. Las miró con alivio y esperó, antes de volver los ojos hacia esa elevación ya distante, donde comenzaba la ciudad, sus edificios, el páramo inmenso: Buenos Aires.
*FIN*