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Taras Bulba

[Novela corta - Texto completo.]

Nicolai Gogol

I

—A ver vuélvete… ¡Tiene gracia! ¿Qué significa ese hábito sacerdotal? ¿Así visten ustedes, tan mal pergeñados, en su academia? Con estas palabras acogió el viejo Bulba a sus dos hijos que acababan de terminar sus estudios en el seminario de Kiev y que entraban en este momento en el hogar paterno, después de haberse apeado de sus caballos.

Los recién llegados eran dos jóvenes robustos, de tímidas miradas, cual conviene a seminaristas recién salidos de las aulas. Sus semblantes, llenos de vida y de salud, empezaban a cubrirse del primer bozo, aun no tocado por el filo de la navaja. La acogida de su padre les había turbado, y permanecían inmóviles, con la vista fija en el suelo.

—Esperen ustedes, esperen; déjenme que los examine a mi gusto. ¡Jesús! ¡Qué vestidos tan largos! —dijo volviéndolos y revolviéndolos en todos sentidos. ¡Diablo de vestidos! ¡En el mundo no se han visto otros semejantes! Vamos, pruebe uno de los dos a correr: seguro estoy de que se enreda con él y da de narices en el suelo.

—Padre, no te burles de nosotros —dijo por fin el mayor.

—¡Miren el señorito! ¿Por qué no puedo burlarme de ustedes?

—Porque, porque… aunque seas mi padre, juro por Dios, que si continúas burlándote, te apalearé.

—¿Cómo, hijo de perro? ¿A tu padre? —dijo Taras Bulba retrocediendo algunos pasos asombrado.

—Sí, a mi mismo padre, cuando se me ofende, no miro quién lo hace.

—¿Y de qué modo quieres batirte conmigo, a puñetazos?

—Me es completamente igual de un modo que otro.

—Vaya por los puñetazos —repuso Taras Bulba arremangándose las mangas. Voy a ver si sabes manejar los puños.

Y he aquí que padre e hijo, en vez de abrazarse después de una larga ausencia, empiezan a asestarse vigorosos puñetazos en los costados, en la espalda, en el pecho, en todas partes, tan pronto retrocediendo como atacando.

—Miren ustedes, buenas gentes: el viejo se ha vuelto loco, ha perdido de repente el juicio —exclamaba la pobre madre, pálida y flaca, inmóvil en las gradas, sin haber tenido tiempo aún de estrechar entre sus brazos a sus queridos hijos. ¡Vuelven los muchachos a casa, después de más de un año de ausencia, y he aquí que su padre inventa, Dios sabe qué bestialidad… darse de puñetazos!

—¡Se bate como un coloso! —decía Bulba deteniéndose—. ¡Sí, por Dios! Muy bien —añadió, abrochando su vestido—; aunque mejor hubiera hecho en no probarlo. Éste será un buen cosaco. Buenos días, hijo, abracémonos ahora.

Y padre e hijo se abrazaron.

—Bien, hijo; atiza buenos puñetazos a todo el mundo como lo has hecho conmigo; no des cuartel a nadie. Esto no impide que estés hecho un adefesio con ese hábito. ¿Qué significa esa cuerda que cuelga? Y tú, estúpido, ¿qué haces ahí con los brazos cruzados? —dijo, dirigiéndose al hijo menor. ¿Por qué, hijo de perro, no me aporreas también?

—Miren que ocurrencia —decía la madre abrazando al más joven de sus hijos. ¿En dónde se ha visto que un hijo aporree a su propio padre? ¿Y es este el momento de pensar en ello? Un pobre niño, que acaba de hacer tan largo camino, y está tan cansado (el pobre niño tenía más de veinte años y una estatura de seis pies), tendrá necesidad de descansar y de comer un bocado; ¡y él quiere obligarle a batirse!

—¡Eh! ¡Eh! Me parece que tú eres un mentecato —decía Bulba. Hijo, no escuches a tu madre, es una mujer y no sabe nada. ¿Necesitan ustedes que les acaricien? Las mejores caricias, para ustedes son una buena pradera y un buen caballo. ¿Ven ese sable? pues esa es la madre de ustedes. Todas esas tonterías que tienen ustedes en la cabeza, no son más que sandeces; yo desprecio todos los libros en que estudian ustedes, y las A B C, y las filosofías, y todo eso; los escupo.

Aquí Bulba añadió una palabra que no puede pasar a la imprenta.

—Vale más —añadió— que en la próxima semana les mande al Zaporojié. Allí es donde se encuentra la ciencia; allí está la escuela de ustedes, y también allí es donde se les desarrollará la inteligencia.

—¡Que! ¿Solo permanecerán aquí una semana? —decía la anciana madre con voz plañidera y bañada en llanto. ¡Los pobres niños no podrán divertirse ni conocer la casa paterna! ¡Y yo no tendré tiempo siquiera para hartarme de contemplarlos!

—Cesa de aullar, vieja; un cosaco no ha nacido para vegetar entre mujeres. Tú les ocultarías debajo de las faldas a los dos, como una gallina clueca sus huevos. Anda, vete. Ponnos sobre la mesa cuanto tengas para comer. No queremos pasteles con miel ni guisaditos. Danos un carnero entero o una cabra; tráenos aguamiel de cuarenta años; y danos aguardiente, mucho aguardiente; pero no de ese que está compuesto con toda especie de ingredientes, pasas y otras porquerías, sino aguardiente puro, que bulla y espume como un rabioso.

Bulba condujo a sus hijos a su aposento, de donde salieron a su encuentro dos hermosas criadas, cargadas de monistes . Séase porque se asustaron por la presencia de sus jóvenes señores, séase por no faltar a las púdicas costumbres de las mujeres, el caso es que las dos criadas echaron a correr lanzando fuertes gritos, y largo tiempo después todavía se ocultaban el rostro con sus mangas.

La habitación estaba amueblada conforme al gusto de aquella época, cuyo recuerdo solo se ha conservado por los douma y las canciones populares, que recitaban en otro tiempo, en Ukrania los ancianos de luenga barba, acompañados de la bandola, entre una multitud que formaba círculo en torno suyo, conforme al gusto de aquel tiempo rudo y guerrero, que vio las primeras luchas sostenidas por la Ukrania contra la unión. Todo respiraba allí limpieza. El suelo y las paredes estaban cubiertos de una capa de arcilla luciente y pintada. Sables, látigos (nagaï kas), redes de cazar y pescar, arcabuces, un cuerno artísticamente trabajado que servía para guardar la pólvora, una brida con adornos de oro, y trabas adornadas con clavitos de plata colgaban en torno del aposento. Las ventanas, sumamente pequeñas, tenían cristales redondos y opacos, como los que aún existen en algunas iglesias; no se podía mirar a la parte exterior sino levantando un pequeño marco movible. Los huecos de esas ventanas y de las puertas estaban pintados de encarnado. En los ángulos, encima de aparadores, había cántaros de arcilla, botellas de vidrio de color obscuro, copas de plata cincelada, y copitas doradas de diferentes estilos, venecianas, florentinas, turcas y circasianas, llegadas por diversos conductos a manos de Bulba, cosa nada extraña en aquellos tiempos de empresas guerreras. Completaban el mueblaje de aquella habitación unos bancos de madera chapados de corteza de abedul. Una mesa de colosales proporciones estaba situada debajo de las santas imágenes, en uno de los ángulos. El ángulo opuesto estaba ocupado por una alta y ancha estufa que constaba de una porción de divisiones, y cubierta de baldosas barnizadas. Todo eso era muy conocido de nuestros jóvenes, que iban todos los años a pasar las vacaciones al lado de sus padres; digo iban, e iban a pie pues no tenían aún caballos; por otra parte, el traje no permitía a los estudiantes el montar a caballo. Hallábanse todavía en aquella edad en que cualquier cosaco armado podía tirarles impunemente de los largos mechones de cabello de la coronilla de su cabeza. Solo a su salida del seminario fue cuando Bulba les mandó dos caballos jóvenes para hacer su viaje.

Bulba, con motivo de la vuelta de sus hijos, hizo reunir todos los centuriones de su polk que no estaban ausentes; y cuando dos de ellos acudieron a su llamado, con el ï ésaoul Dimitri Tovkatch, su camarada, les presentó sus hijos diciendo:

—¡Miren qué muchachos! Bien pronto les enviaré a la setch.

Los visitantes felicitaron a Bulba y a los dos jóvenes, asegurándoles que harían muy bien, y que no había escuela mejor para la juventud que en el zaporojié.

—Vamos, señores y hermanos —dijo Taras— siéntense donde les plazca; y ustedes, hijos míos, ante todo, bebamos un vaso de aguardiente. ¡Qué Dios nos bendiga! ¡A la salud de ustedes, hijos míos! ¡A la tuya, Eustaquio! ¡A la tuya, Andrés! ¡Dios quiera que la victoria les acompañe siempre en la guerra, que derroten a los paganos y a los tártaros! y si los polacos intentan algo contra nuestra santa religión, ¡a ellos también! ¡Veamos! venga tu vaso. ¿Es bueno el aguardiente? ¿Cómo se llama el aguardiente en latín? ¡Qué bobos eran los latinos! ni siquiera sabían que hubiese aguardiente en el mundo. ¿Cómo se llamaba aquel que escribió versos latinos? Yo no, soy muy sabio y he olvidado su nombre. ¿No se llamaba Horacio?

—¡Miren que zorro! —se dijo por lo bajo el hijo mayor, Eustaquio— el viejo perro lo sabe todo, y aparenta no saber nada.

—Creo que el gandulifis ni siquiera les ha dejado oler el aguardiente —continuó Bulba. Convengan ustedes hijos míos, en que les han sacudido de lo lindo, con escobas de abedul, las espaldas, los riñones y todo lo que constituye un cosaco; o tal vez, para hacerles hombres y juiciosos les han aplicado sendos latigazos no solamente los sábados, sino también los miércoles y jueves.

—No debemos recordar nada de lo pasado, padre —respondió Eustaquio— lo pasado, pasado.

—¡Que lo prueben ahora! —dijo Andrés— ¡qué se atreva alguien a tocarme la punta del dedo! Que se ponga algún tártaro al alcance de mis manos, y sabrá lo que es un sable cosaco.

—¡Bien, hijo mío, bien! ¡Vive Dios que has hablado bien! ¡Toda vez que es así, por Dios que acompaño a ustedes! ¿Qué diablos tengo que esperar aquí? ¿Convertirme en un plantador de trigo negro, en un hombre casero, en un pastor de ovejas y de cerdos? ¿Acariciar a mi mujer? ¡No, lléveme el diablo! Soy cosaco, y he de dejarme de todo eso. ¡Qué me importa que no haya guerra! Iré a disfrutar con ustedes; sí, por Dios, iré.

Y el viejo Bulba, enardeciéndose por grados, concluyó por enfadarse; se levantó de la mesa, y golpeó con el pie tomando una actitud imperiosa.

—Mañana partiremos. ¿Por qué aplazarlo? ¿Qué diablos esperamos aquí? ¿Para qué esta casa? ¿Para qué esas ollas? ¿Para qué todo eso?

Hablando así, púsose a romper los platos y las botellas. La pobre mujer, acostumbrada desde mucho tiempo a semejantes actos, miraba tristemente la obra destructora de su marido, sentada en un banco, sin atreverse a pronunciar palabra; pero al saber una resolución que tanto la afligía, no pudo contener sus lágrimas. Dirigió una furtiva mirada a sus hijos a quienes iba tan bruscamente a perder, y nada es capaz de pintar el sufrimiento que agitaba convulsivamente sus ojos húmedos y sus apretados labios.

Bulba era exageradamente obstinado. Era uno de esos caracteres que solo podían desenvolverse en el siglo XVI, en un rincón salvaje de Europa, cuando toda la Rusia meridional, abandonada de sus príncipes, fue asolada por las incursiones irresistibles de los mongoles; cuando, después de haber perdido su techo y todo abrigo, el hombre buscó un refugio en el valor de la desesperación; cuando sobre las humeantes ruinas de su hogar, en presencia de enemigos vecinos e implacables, se atrevió a edificar de nuevo una morada, conociendo el peligro, pero acostumbrándose a mirarle de frente; cuando, en fin, el carácter pacífico de los eslavos se inflamó en un ardor guerrero, y dio vida a ese arrojo desordenado de la naturaleza rusa que constituyó la sociedad cosaca (kasatchestvo). Entonces todas las márgenes de los ríos, los vados, los desfiladeros y hasta los pantanos se cubrieron de tantos cosacos que nadie los hubiera podido contar, y sus esforzados y valientes enviados pudieron contestar al sultán que deseaba conocer su número: “¿Quién lo sabe? En nuestro país, en la estepa, a cada paso se encuentra un cosaco”. Fue aquello una explosión de la fuerza rusa que hicieron brotar del pecho del pueblo los repetidos golpes de la desgracia. En vez de los antiguos oudély, en vez de las reducidas ciudades pobladas de vasallos cazadores, que se disputaban y vendían los pequeños príncipes, aparecieron pequeñas villas fortificadas, koureni, unidas entre sí por el sentimiento del peligro común y por el odio a los invasores paganos. La historia nos enseña que las luchas perpetuas de los cosacos salvaron a la Europa occidental de la invasión de las salvajes hordas asiáticas que amenazaban inundarla. Los reyes de Polonia que vinieron a ser, en vez de príncipes despojados, los amos de aquellas vastas extensiones de tierra, si bien dueños lejanos y débiles, comprendieron la importancia de los cosacos y el provecho que podían sacar de sus disposiciones guerreras; disposiciones que se esforzaron en desarrollar todavía. Los hetman, elegidos por los cosacos de entre ellos mismos, transformaron los koureni en polk regulares. No era un ejército organizado y permanente; pero, en caso de guerra o de un movimiento general, en ocho días a lo más, todos estaban reunidos; todos acudían al llamado con caballo y armas, recibiendo tan solo del rey por todo sueldo un ducado por cabeza. En quince días reuníase un ejército que seguramente ningún alistamiento hubiera podido formar uno semejante. Concluida la guerra, cada soldado volvía a sus campos a orillas del Dnieper, dedicándose a la pesca, a la caza o a algún pequeño negocio; fabricaba cerveza, y disfrutaba de la libertad. No había oficio que un cosaco no supiese hacer; destilar aguardiente, construir un carro, fabricar pólvora, hacer de cerrajero, de herrador, de veterinario, y, sobre todo beber mucho y emborracharse como solo un ruso es capaz de hacerlo. Además de los cosacos inscritos, obligados a presentarse en tiempo de guerra o de conquista, era muy fácil reunir un ejército de voluntarios. Bastaba que los ï ésaoul se presentasen en los mercados y plazas de los pueblos, y gritaran, montados en un téléga (carro): “¡Eh! ¡Eh! Ustedes los bebedores, no fabriquen cerveza y no se calienten en el hogar; no engorden para ir a la conquista del honor y de la gloria caballeresca. Y ustedes, labradores, plantadores de trigo negro, guardadores de ovejas, dejen de arrastrarse a la cola de sus bueyes, de ensuciar en el suelo sus caftanes amarillos, de cortejar a sus mujeres y de dejar perecer su virtud de caballeros. Tiempo es de ir a conquistar la gloria cosaca.” Y estas palabras parecían chispas que caían sobre leña seca. El labrador abandonaba su arado; el fabricante de cerveza rompía sus toneles y sus gamellas; el artesano enviaba al diablo su oficio, y el mercader su comercio; todos rompían los muebles de sus casas y montaban en sus caballos. En una palabra, el carácter ruso tomaba entonces una nueva forma, amplia y poderosa.

Taras Bulba era uno de los viejos polkovnik. Nacido para las dificultades y los peligros de la guerra, distinguíase por la rectitud de un carácter rudo e íntegro. La influencia de las costumbres polacas empezaba a penetrar entre los hidalguillos rusos. Muchos de ellos vivían con lujo inusitado, tenían una servidumbre numerosa, halcones, jauría, y daban espléndidos convites. Nada de esto agradaba a Bulba; él amaba la vida sencilla de los cosacos, y a menudo reñía con aquellos de sus camaradas que seguían el ejemplo de Varsovia, llamándoles esclavos de los nobles (pan) polacos. Inquieto, activo, emprendedor, considerábase como uno de los paladines naturales de la Iglesia rusa; entraba, sin permiso, en todos los pueblos donde se quejaban de la opresión de los mayordomos-arrendatarios y de un aumento de precio sobre los hogares. Allí, rodeado de sus cosacos, juzgaba las quejas, habiéndose impuesto el deber de hacer uso de su espada en los tres casos siguientes: cuando los mayordomos no mostraban deferencia hacia los ancianos descubriéndose la cabeza ante ellos; cuando se burlaban de la religión o de las antiguas costumbres, y por último, cuando se hallaba delante del enemigo, es decir, de los turcos o paganos, contra los cuales se creía siempre en el deber de sacar la espada para mayor gloria de la cristiandad. Ahora regocijábase anticipadamente con el placer de conducir él mismo a sus dos hijos al setch, y decir con orgullo. “Vean ustedes qué muchachos les traigo”; de presentarles a todos sus antiguos compañeros de armas, y de ser testigo de sus primeros triunfos en el arte de guerrear y en el de beber, que contaba también entre las virtudes de un caballero. Taras había tenido primeramente intención de enviarlos solos; pero al ver su buen aspecto, su aventajada estatura y su varonil belleza, sintió revivir su antiguo ardor guerrero, y decidió, con enérgica y férrea voluntad, acompañarles y partir con ellos al día siguiente. Hizo sus preparativos, dio órdenes, escogió caballos y arneses para sus dos hijos, designó los criados que debían acompañarles, y delegó su mando al ï ésaoul Tovkatch, añadiéndole que tan luego como recibiese orden del setch, se pusiese inmediatamente en marcha a la cabeza de todo el polk. A pesar de no haberle pasado completamente la borrachera, y de que su cabeza estaba todavía turbia con los vapores del vino, nada olvidó, ni aun la orden de que diesen de beber a los caballos y una ración del mejor trigo.

—Y bien, hijos míos —les dijo, volviendo a entrar en su casa rendido de fatiga— tiempo es ya de dormir, y mañana haremos lo que Dios quiera. Pero que no se arreglen camas, dormiremos en el patio.

En cuanto entró la noche, Bulba se fue a dormir; tenía la costumbre de acostarse tempranito. Echóse sobre un tapiz extendido en el suelo, y se cubrió con una piel de carnero (touloup), pues hacía fresco, y a Bulba le gustaba el calor cuando dormía en casa. Pronto empezó a roncar, imitándole todos los que estaban acostados en los rincones del patio, y más que todos el guardián, que, vaso en mano, había celebrado con más entusiasmo la llegada de los jóvenes señores. Únicamente la pobre madre no dormía. Había ido a acurrucarse a la cabecera de sus queridos hijos, que descansaban el uno al lado del otro. Peinaba sus cabellos, les bañaba con sus lágrimas, contemplábalos con todas las fuerzas de su ser, sin saciarse. Después de haberlos alimentado con la leche de sus pechos, de haberles educado con una ternura llena de inquietud, no debía ahora verles más que un instante.

—¿Qué será de ustedes, queridos hijos? ¿Qué es lo que les espera? —decía ella— y gruesas lágrimas se detenían en las arrugas de su rostro, hermoso en otro tiempo.

En efecto, la pobre madre era muy digna de lástima como todas las mujeres de aquel tiempo. Su rudo esposo la había abandonado por su sable, por sus camaradas y por una vida aventurera y desarreglada. Solo veía a su marido dos o tres días al año; y aun cuando él estaba allí, cuando vivían juntos, ¿cuál era su vida? Tenía que sufrir injurias, y hasta golpes, recibiendo pocas caricias y aun desdeñosas. La mujer era una criatura extraña y fuera de su lugar entre aquellos aventureros feroces. Su juventud pasó rápidamente; sus frescas y hermosas mejillas, sus blancas espaldas se cubrieron de prematuras arrugas. Todo lo que hay de amor, de ternura, de pasión en la mujer se concentró en ella en el amor maternal. Aquella noche, permaneció inclinada con angustia sobre la cama de sus hijos, como la tchaï ka de las estepas se cierne sobre su nido. Le arrebatan sus hijos, sus amados hijos; se los arrebatan para no volver a verlos tal vez jamás: acaso en la primera batalla los tártaros les cortarán la cabeza, y nunca sabrá la pobre madre qué ha sido de sus cuerpos abandonados que servirán de pasto a las aves de rapiña. Sollozando sordamente, contemplaba los ojos de sus hijos que un irresistible sueño mantenía cerrados.

—¡Tal vez —pensaba— Bulba retardará dos días más su partida! ¡Quizá ha resuelto partir tan pronto porque hoy ha bebido mucho!

Hacía bastante rato que la luna alumbraba desde el alto cielo el patio y todos los que en él dormían, así como un grupo de copudos sauces y los elevados brazos que crecían junto al cercado hecho de empalizadas, y la pobre madre permanecía sentada a la cabecera de sus hijos, sin apartar los ojos de ellos ni pensar en dormir. Los caballos, con la venida del alba, tumbáronse sobre la hierba dejando de pacer. Las elevadas hojas de los sauces empezaban a estremecerse, a cuchichear, y su cháchara bajaba de rama en rama. El agudo relincho de un potro resonó de repente en la estepa. Rojos resplandores aparecieron en el cielo. Bulba despertó de repente, y se levantó bruscamente. Recordaba todas las órdenes que había dado la víspera.

—¡Ya se ha dormido bastante, muchachos; ya es tiempo, ya es tiempo! Den de beber a los caballos. Pero, ¿donde está la vieja? (así llamaba habitualmente a su mujer). ¡Pronto, vieja, danos de comer, pues tenemos mucho que andar!

La pobre anciana, privada de su última esperanza, se dirigió tristemente hacia la casa. Mientras que, con las lágrimas en los ojos, preparaba el desayuno, su marido daba sus últimas órdenes, iba y venía por las caballerizas, y escogía para sus hijos sus más ricos vestidos. Los estudiantes cambiaron en un momento de aspecto. Botas rojas, con pequeños talones de plata, reemplazaron al mal calzado del colegio. Ciñéronse, con un cordón dorado, pantalones anchos como el mar Negro, y formados con un millón de plieguecitos. De este cordón pendían largas corregüelas de cuero, que sostenían con borlas todos los utensilios que usan los fumadores. Una casaquilla de tela roja como el fuego les fue ajustada al cuerpo por un cinturón bordado, en el cual se colocaron pistolas turcas damasquinadas. Un enorme sable les golpeaba las piernas. Sus semblantes, poco tostados por el sol, parecían entonces más hermosos y más blancos. Pequeños bigotes negros realzaban el color brillante y fresco de la juventud. Aumentaban su belleza sus gorras de astracán negro que terminaban en forma de casquetes dorados. Cuando los vio la pobre madre, no pudo proferir una palabra, y tímidas lágrimas se detuvieron en sus marchitos ojos.

—Vamos, hijos míos, todo está dispuesto, no nos retardemos más —dijo por fin Bulba. Ahora, según la costumbre cristiana, es preciso sentarnos antes de partir.

Todo el mundo se sentó en silencio en el mismo aposento, sin exceptuar los criados que se mantenían respetuosamente cerca de la puerta.

—Ahora, madre —dijo Bulba— bendice a tus hijos; ruega a Dios que se batan siempre bien, que sostengan su honor de caballeros, que defiendan la religión del Crucificado, si no, que perezcan, y que no quede nada de ellos sobre la tierra. Muchachos, acérquense a su madre; la oración de una madre preserva de todo peligro en la tierra y en el mar.

La pobre mujer los abrazó, tomó dos pequeñas imágenes de metal y se las colgó del cuello sollozando.

—Que la Virgen… les proteja… no olviden, hijos míos, a su madre. Envíen al menos noticias, y piensen…

No pudo continuar.

—Vamos, muchachos —dijo Bulba.

Los caballos esperaban delante del peristilo. Bulba se lanzó sobre Diablo, que respingó furiosamente al sentirse de repente encima un peso de veinte pouds, pues Bulba era sumamente grueso y pesado. Cuando la madre vio que también sus hijos estaban montados a caballo, precipitóse hacia el más joven, cuyo semblante manifestaba más ternura; agarró su estribo, asióse a la silla, y con triste y silenciosa desesperación, le estrechó entre sus brazos. Dos vigorosos cosacos la levantaron respetuosamente y la llevaron a la casa. Pero en el momento en que los jinetes franqueaban la puerta, arrojóse sobre sus huellas con la ligereza de una corza, cosa extraña en su edad, detuvo con mano fuerte uno de los caballos, y abrazó a su hijo con un ardor insensato, delirante. Lleváronsela de nuevo. Los dos hermanos empezaron a cabalgar tristemente a ambos lados de su padre, reteniendo sus lágrimas por temor a Bulba, que también, sin demostrarla, experimentaba una invencible emoción. La mañana estaba desapacible; la verdegueante hierba brillaba a lo lejos, y las aves gorjeaban en discordes tonos. Después de caminar un corto trecho, los jóvenes echaron una mirada tras sí; su casita parecía haberse hundido debajo tierra; tan solo veíanse en el horizonte dos chimeneas rodeadas por las cimas de los arboles en los cuales habían gateado como ardillas en su juventud. Una extensísima pradera se extendía a su vista, una pradera que les recordaba toda su vida pasada, desde la edad en que retozaban sobre la hierba bañada por el rocío. Bien pronto no se vio otra cosa que la pértiga coronada por una rueda de carro que se elevaba encima de los pozos; después la estepa empezó a levantarse en montaña, cubriendo todo lo que dejaban tras sí.

—¡Adiós, hogar paterno! ¡Adiós, recuerdos infantiles! ¡Adiós, todo!

 

II

Los tres viajeros caminaban silenciosamente. El viejo Taras pensaba en su pasado; su juventud se desenvolvía delante de él, esa hermosa juventud que el cosaco, sobre todo, echa tanto de menos, pues quisiera conservar su agilidad y fuerzas para correr su vida de aventuras. Preguntábase a sí mismo cuales de sus antiguos compañeros encontraría en la setch; contaba los que habían ya muerto, los que quedaban aún vivos, e inclinaba tristemente su encanecida cabeza. Sus hijos estaban ocupados en otras ideas. Es preciso que digamos algunas palabras de ellos. Apenas habían cumplido doce años, envióseles al seminario de Kiev, pues todos los señores de aquel tiempo creían necesario dar a sus hijos una educación que pronto habían de olvidar. Todos esos jóvenes, a su entrada en el seminario, tenían un carácter salvaje y estaban acostumbrados a una completa libertad. Por esto enflaquecían un poco, y adquirían un aspecto común que les hacía parecerse los unos a los otros. Eustaquio, el mayor de los hijos de Bulba, empezó su carrera científica por huir desde el primer año. Se le agarró, se le apaleó de lo lindo y le encerraron con sus libros. Cuatro veces enterró su A B C, y cuatro veces, después de azotarle inhumanamente, se le compró uno nuevo. Pero sin duda hubiera continuado en su reprobable conducta, si su padre no le hubiera hecho la amenaza formal de tenerle durante veinte años como fraile lego en un convento, añadiendo el juramento que no vería nunca la setch, si no aprendía perfectamente cuanto se enseñaba en la academia. Lo extraño es que esta amenaza y este juramento viniesen del viejo Bulba, que hacía alarde de burlarse de toda ciencia, y que aconsejaba a sus hijos, como hemos visto, no hacer ningún caso de ella. Desde este momento, Eustaquio se puso a estudiar con extremado celo, y concluyó por ser reputado uno de los mejores estudiantes. En aquel entonces la instrucción no tenía la menor relación con la vida que se llevaba; todas esas argucias escolásticas, todas esas sutilezas retóricas y lógicas no tenían nada de común con la época ni aplicación en ninguna parte. Los sabios de entonces no eran menos ignorantes que los otros, pues su ciencia era completamente ociosa y vacía. Además, la organización republicana del seminario, esta inmensa reunión de jóvenes en la fuerza de la edad, debía inspirarles deseos de actividad ajenos enteramente al círculo de sus estudios. Las malas comidas, los frecuentes castigos por hambre, todo se unía para despertar en ellos esta sed de empresas que debía, más tarde, satisfacerse en la setch. Los boursiers recorrían hambrientos las calles de Kiev, obligando a sus habitantes a ser prudentes. Los dueños de los bazares, cuando veían un bousier, ocultaban sus tortas, sus pastelillos, como el águila oculta sus hijuelos. El cónsul, que debía velar por las buenas costumbres de sus subordinados, llevaba unos bolsillos tan largos en sus pantalones, que hubiera podido meterse en ellos todos los comestibles de una tienda. Esos bousiers formaban un mundo aparte. No podían penetrar en la alta sociedad, compuesta de nobles, polacos y pequeños-rusos. El mismo vaivoda, Adam Kissel, a pesar de la protección con que honraba a la academia, no permitía que se llevase a los estudiantes a ninguna parte y quería que se les tratase con severidad. Por lo demás, esta última recomendación era del todo inútil, pues ni el rector ni los profesores economizaban el látigo ni las disciplinas. Con frecuencia, cumpliendo con sus deberes, los lictores vapuleaban a los cónsules de modo que tuviesen que rascarse largo tiempo. Muchos de ellos no tenían eso en nada, o, todo lo más, por una cosa algo más fuerte que el aguardiente con pimienta; pero otros concluían por encontrar tan desagradable este castigo, que huían a la setch, si sabían encontrar el camino y no se les alcanzaba antes de llegar. Eustaquio Bulba, a pesar del cuidado que ponía en estudiar la lógica y hasta la teología, no pudo librarse nunca de las implacables disciplinas. Naturalmente, esto debió volver su carácter más sombrío, más intratable, y darle la firmeza que distingue al cosaco. Pasaba por muy buen compañero; si bien nunca fue el jefe en las empresas atrevidas, ni en el saqueo de un huerto, poníase siempre de los primeros bajo el mando de un estudiante emprendedor, y nunca, en ningún caso, hubiera hecho traición a sus compañeros; ningún castigo le hubiera obligado a ello. Indiferente a todo, menos a la guerra o la botella, pues raras veces pensaba en otra cosa, era leal y bondadoso, al menos tan bondadoso como podía serlo con semejante carácter y en tal época. Las lágrimas de su pobre madre le habían conmovido profundamente; era la única cosa que le había turbado y que le hizo inclinar tristemente la cabeza.

Andrés, su hermano menor, tenía los sentimientos más vivos y expansivos: aprendía con más gusto, y sin las dificultades que crea para el trabajo un carácter pesado y enérgico. Tenía más ingenio que su hermano, y con frecuencia era el jefe de una empresa atrevida; algunas veces, con ayuda de su talento inventivo, sabía librarse del castigo, mientras que su hermano Eustaquio, sin acobardarse gran cosa, quitábase su caftán y se tendía en el suelo, no pensando ni siquiera en pedir gracia. Andrés no se sentía menos devorado por el deseo de llevar a cabo actos heroicos; pero su alma estaba predispuesta a otros sentimientos. A los dieciocho años, el deseo de amar se desenvolvió rápidamente en él. Con harta frecuencia presentábansele ante su ardiente imaginación imágenes de mujeres. Mientras escuchaba las controversias teológicas, veía al objeto de sus sueños con sus frescas mejillas, su tierna sonrisa y sus negros ojos. No dejaba traslucir a sus compañeros los movimientos de su alma joven y apasionada, pues en aquel entonces no era digno de un cosaco pensar en mujeres y en el amor antes de haber adquirido fama en el campo de batalla. Generalmente, en los últimos años de su permanencia en el seminario, dejó de capitanear una porción de aventuras; pero con frecuencia vagaba por algunos solitarios barrios de Kiev, en donde se veían encantadoras casitas a través de sus jardines de cerezos. Algunas veces penetraba en la calle de la aristocracia, en esa parte de la ciudad que ahora se llama la antigua Kiev, y que, habitada entonces por los señores pequeños-rusos y polacos, se componía de casas edificadas con cierto lujo. Un día que pasaba por ella, pensativo, por poco le aplasta la pesada carroza de un noble polaco, y el cochero de largos bigotes que ocupaba el pescante, le dio un violento latigazo. El joven estudiante, encolerizado, agarró con su vigorosa mano, con loco atrevimiento, una de las ruedas de detrás de la carroza, y logró detenerla algunos momentos. Pero el cochero, temiendo una disputa, fustigó sus caballos, y Andrés, que por fortuna había retirado la mano, fue echado contra el suelo, dando de rostro en el fango. Una sonrisa armoniosa y penetrante resonó sobre su cabeza. Levantó los ojos, y vio en la ventana de una casa a una joven de la más deslumbrante hermosura. Era blanca y rosada como la nieve iluminada por los primeros rayos del sol naciente. Reía a mandíbula batiente, y su risa añadía un nuevo encanto a su animada y altiva belleza. Andrés se quedó estupefacto y contemplándola con la boca abierta, y, enjugándose maquinalmente el lodo que le cubría el rostro, lo extendía todavía más. ¿Quién podía ser aquella hermosa joven? Preguntólo a los criados ricamente vestidos que estaban agrupados delante de la puerta de la casa en torno de un joven tañedor de bandola; pero ellos se le rieron en sus narices al ver su semblante lleno de lodo, y no se dignaron contestarle. Por fin pudo averiguar que era la hija del vaivoda de Kovno, que había ido a pasar algunos días en Kiev.

A la noche siguiente, Andrés, con ese atrevimiento peculiar a los estudiantes, saltó el cercado de la casa y penetró en el jardín; trepó después a un árbol cuyas ramas se apoyaban en el techo de la casa, de allí salto al techo, y bajó por la chimenea penetrando en el dormitorio de la joven. Esta estaba entonces sentada cerca de la luz, y se quitaba sus ricos pendientes. La linda polaca, a la vista de un desconocido, que tan bruscamente se le aparecía, se asustó de tal modo, que no pudo articular palabra. Pero cuando observó que el estudiante permanecía inmóvil, bajando los ojos y sin atreverse a mover un dedo de la mano, cuando reconoció en él al joven que había caído tan ridículamente delante de ella, no pudo menos de prorrumpir en una estrepitosa carcajada. Además, las facciones de Andrés nada presentaban de terrible; al contrario, el rostro del estudiante era en extremo agradable. La joven rió mucho tiempo, y concluyó por burlarse de él. La bella era atolondrada como una polaca, pero de vez en cuando sus ojos claros y serenos despedían una de esas miradas largas que prometen constancia. El pobre estudiante ni aun se atrevía a respirar. La hija del vaivoda se le acercó atrevidamente, púsole en la cabeza su gorra en forma de diadema, y le echó sobre los hombros una gorguera transparente adornada con festón de oro, entregándose a mil diabluras con el desenfado propio de un niño y de un polaco, lo cual sumergió al joven estudiante en una inexplicable confusión.

Andrés abría la boca como un bobalicón, y miraba fijamente los ojos de la traviesa niña. Un ruido que sonó de repente la asustó. Mandóle que se escondiese, y tan luego como pasó el susto, llamó a su camarera, que era una tártara prisionera, y le ordenó que condujese al joven prudentemente por el jardín para sacarlo fuera de la casa. Pero esta vez el estudiante no fue tan feliz al saltar la empalizada. Despertóse el guarda, le vio, empezó a gritar, y los criados de la casa le volvieron a conducir a garrotazos a la calle hasta que sus ligeras piernas le alejaron del peligro. Después de esta aventura no se le ocurrió otra vez pasar por delante de la casa del vaivoda, pues sus criados eran numerosísimos.

Andrés la vio todavía una vez en la iglesia. La joven reparó en él y le sonrió maliciosamente como a un antiguo conocido. Poco tiempo después el vaivoda de Kovno abandonó la ciudad, y una gruesa figura desconocida se presentó en la ventana en donde había visto a la bellísima polaca de ojos negros. En esta hermosa niña pensaba Andrés al inclinar la cabeza sobre el cuello de su caballo.

Hacía ya largo tiempo que las altas hierbas les rodeaban por todos lados; de suerte que solo se veían las gorras negras de los cosacos por encima de los ondulantes tallos, cuando Bulba, saliendo de su meditación, exclamó de repente:

—¡Eh, eh!, ¿Qué significa eso, muchachos? Están ustedes muy silenciosos; diríase que se han vuelto frailes. Al diablo todas las ideas negras. Aprieten sus pipas con los dientes, espoleen sus caballos, y corramos de modo que no pueda alcanzamos un pájaro.

Y los cosacos, inclinándose sobre el arzón de la silla, desaparecieron en la espesa hierba. Ya no se vieron ni siquiera sus gorras; solamente el rápido paso que marcaban en la hierba indicaba la dirección de su carrera.

El sol se había alzado en un cielo sin nubes y derramaba por la estepa su luz cálida y vivificante.

Cuanto más se avanzaba en la estepa, presentábase ésta más salvaje y hermosa. En aquella época, todo el espacio conocido ahora con el nombre de Nueva Rusia, desde la Ukrania hasta el mar Negro, era un desierto virgen y verde. El carro no había marcado nunca sus huellas a través de las inconmensurables olas de sus plantas salvajes. Únicamente los caballos libres que se ocultaban en aquellos impenetrables abrigos dejaban en ellos algunos senderos. Toda la superficie de la tierra parecía un océano de verdura dorada, que esmaltaban otros mil colores. Entre los tallos finos y secos de la alta hierba, crecían grupos de coronillas, de tintes azules, rojos y violados; la retama levantaba en el aire su pirámide de flores amarillas. Los pequeños botones del trébol blanco salpicaban la sombría hierba, y una espiga de trigo, traída allí, Dios sabe de dónde, maduraba solitaria. Bajo la tenue sombra de los tallos de hierbas, deslizábanse, alargando el cuello, las ligeras perdices. Todo el aire estaba lleno de mil cantos de aves. Los gavilanes se cernían inmóviles, sacudiendo el aire con la punta de sus alas, y dirigiendo ávidas miradas sobre la superficie de la tierra. Oíanse en lontananza los agudos gritos de una bandada de aves salvajes que volaban, como una espesa nube, encima de algún lago perdido en la inmensidad de las llanuras. La gaviota de las estepas elevábase con un movimiento cadencioso, y se bailaba con voluptuosa coquetería en las ondas del azul; tan pronto no se la veía sino como un punto negro, como resplandecía blanca y brillante a los rayos del sol… ¡Oh estepas mías, cuán bellas sois!

Nuestros viajeros solo se detuvieron para comer. Entonces los diez cosacos que componían todo su séquito se apearon de sus caballos. Desataron frascos de madera, que contenían aguardiente, y calabazas partidas por el medio que servían de vasos. Solo se comía pan y tocino o tortas secas, y no bebían más que un vaso cada uno, pues Taras Bulba no permitía que nadie se emborrachase durante el camino. De nuevo emprendieron la marcha, dispuestos a andar durante todo el día. Llegada la noche, la estepa cambió completamente de aspecto. Toda su inmensa extensión era bañada por los últimos rayos del sol ardiente, luego obscurecióse con rapidez dejando ver la marcha de la sombra que invadiendo la estepa la cubría del tinte uniforme de un verde obscuro. Entonces los vapores se volvieron más espesos; cada flor, cada hierba exhalaba su perfume, y la estepa entera hervía en vapores embalsamados. Sobre el cielo, de un azul obscuro, extendíanse anchas, bandas doradas y de color de rosa que parecían trazadas negligentemente por un gigantesco pincel. Acá y allá blanqueaban jirones de ligeras y transparentes nubes, mientras que una brisa fresca y acariciadora como las ondas del mar balanceábase sobre las puntas de la hierba, rozando apenas las mejillas del viajero. Todo el concierto de la mañana se debilitaba, y hacía lugar poco a poco a un nuevo concierto. Animales de piel atigrada salían con precaución de sus madrigueras, y, levantándose sobre sus patas traseras, llenaban la estepa con sus silbidos. Los grillos cantaban con su monótono chirrido, y algunas veces se oía, viniendo del lejano lago, el grito del cisne solitario, que resonaba como una campana argentina en el adormecido aire. Al anochecer, nuestros viajeros se detuvieron en medio de los campos, encendieron un fuego cuyo humo deslizábase oblicuamente en el espacio, y, colocando una marmita sobre las brasas, hicieron cocer las papas. Después de la cena, los cosacos se acostaron en el suelo, dejando a sus caballos vagar por la hierba, con trabas en los pies. Las estrellas de la noche les miraban dormir encima de sus caftanes extendidos. Podían oír el chisporroteo, el rozamiento, todos los rumores de los innumerables insectos que hormigueaban en la verde alfombra. Todos esos rumores, perdidos en el silencio de la noche, llegaban armoniosos al oído. Si alguno de ellos se levantaba, toda la estepa mostrábase a sus ojos iluminada por las chispas luminosas de las luciérnagas. Algunas veces la sombría obscuridad del firmamento se iluminaba por el incendio de los juncos secos que crecían a orillas de los ríos y de los lagos, y una larga línea de cisnes que se dirigían al norte heridos de repente por una claridad, inflamada, parecían pedazos de tela roja volando a través de los aires.

Nuestros viajeros continuaron su camino sin tropiezo. En ninguna parte, en torno de ellos, veían un árbol: siempre era la misma estepa, libre, salvaje, infinita. Solamente, de tiempo en tiempo, allá en lontananza, distinguíase la línea azulada de los bosques que bordean el Dnieper. Una sola vez, Taras hizo ver a sus hijos un puntito negro que se agitaba a lo lejos.

—Miren, muchachos —dijo— es un tártaro que galopa.

Acercándose, vieron por entre la hierba una cabecita con bigotes, que fijaba en ellos sus ojillos penetrantes, husmeó el aire como un perro perdiguero, y desapareció con la rapidez de una gacela, después de cerciorarse de que los cosacos eran trece.

—¡Y bien, muchachos! ¿Quieren probar de alcanzar al tártaro? Pero no, es inútil, no le alcanzarán nunca, pues su caballo es todavía más hábil que mi Diablo.

No obstante, Bulba, temiendo una emboscada, creyó deber tomar sus precauciones. Galopó, acompañado de su comitiva, hasta llegar a orillas de un pequeño río llamado la Tatarka, que desemboca en el Dnieper. Todos entraron en el agua con sus cabalgaduras, y nadaron largo tiempo siguiendo la corriente del agua para ocultar sus huellas. Luego, cuando llegaron a la otra orilla, continuaron su camino. Tres días después encontráronse cerca ya del sitio que era el término de su viaje. Un súbito frío refrescó el aire, reconociendo por este indicio la proximidad del Dnieper. En efecto, distinguíase a lo lejos el Dnieper semejante a un espejo, destacándose azul en el horizonte. Cuanto más se acercaba la comitiva, más se ensanchaba moviendo sus frías olas; y pronto concluyó por abrazar la mitad de la tierra que se desplegaba a su vista. Habían llegado a aquel sitio de la carrera en que el Dnieper, estrechado largo tiempo por los bancos de granito, acaba de triunfar de todos los obstáculos, y ruge como un mar, cubriendo las llanuras conquistadas, en donde las islas dispersas en medio de su lecho rechazan sus olas más lejos todavía sobre los campos colindantes. Los cosacos echaron pie a tierra, entraron en una barca con sus caballos, y después de una travesía de tres horas, llegaron a la isla Hortiza, en donde se encontraba entonces la setch, que tan a menudo cambiaba de residencia. Una muchedumbre inmensa disputaba con los marineros en la orilla. Los cosacos volvieron a montar sus caballos; Taras tomó una actitud altanera, apretó su cinturón, y se arregló el bigote. Sus dos hijos examináronse también de la cabeza a los pies con tímida emoción, y entraron juntos en el arrabal que precedía a la setch medio metro. A su entrada quedaron aturdidos por el estruendo de cincuenta martillos que daban en el yunque en veinticinco herrerías subterráneas y cubiertas de césped. Vigorosos curtidores, sentados en los escalones de sus casas, estrujaban pieles de buey con sus fuertes manos. Buhoneros de pie exponían en sus tiendas montones de baldosas, pedernales y pólvora. Un armenio extendía ricas piezas de tela; un tártaro amasaba pasta; un judío, con la cabeza baja, sacaba aguardiente de un tonel. Pero lo que más llamo su atención fue un zaporogo que dormía en medio del camino, con los brazos y los pies extendidos. Taras se detuvo admirado.

—¡Cómo se ha desarrollado este tunante! —dijo, examinándole. ¡Qué hermoso cuerpo de hombre!

En efecto, el cuadro era acabado. El zaporogo estaba tendido en medio del camino como un león acostado. Sus espesos cabellos, altivamente echados hacia atrás, cubrían dos palmos de tierra alrededor de su cabeza. Sus pantalones, de hermosa tela roja, habían sido manchados de brea, para demostrar el poco caso que hacía de ellos. Bulba, después de haberlo contemplado a su sabor, continuó su camino por una estrecha calle enteramente llena de gente que ejercían su oficio al aire libre, y de otras personas de todos los países que poblaban este arrabal semejante a una feria, que abastecía a la setch, la cual solo sabía beber y tirar el mosquete.

Por fin, pasaron el arrabal, y vieron muchas chozas esparcidas, cubiertas de musgo o de fieltro al estilo tártaro. Delante de algunas de ellas había baterías de cañones. No se veía ningún cercado, ninguna casita con su pórtico con columnas de madera, como las había en el arrabal. Un pequeño parapeto de tierra y una barrera que nadie guardaba, atestiguaban la dejadez de los habitantes. Alunos robustos zaporogos, tendidos en el camino, con sus pipas en la boca, mirábanles pasar con indiferencia y sin cambiar de sitio. Taras y sus hijos pasaron entre ellos con precaución, diciéndoles:

—¡Buenos días, señores!

—¡Buenos días! —contestaban ellos.

Por todas partes encontrábanse grupos pintorescos. Los atezados rostros de aquellos hombres demostraban que con frecuencia habían tomado parte en las batallas, y experimentado toda clase de vicisitudes. He ahí la setch; he ahí la guarida de donde salen tantos hombres altivos y bravos como los leones; he ahí de donde sale el poder cosaco para extenderse por toda la Ukrania.

Los viajeros atravesaron una plaza espaciosa en donde ordinariamente se reunía el consejo. Sobre un gran tonel colocado boca abajo, estaba sentado un zaporogo sin camisa, la cual tenía en la mano zurciendo gravemente los agujeros. La camisa le fue arrebatada por una banda de músicos, en medio de la cual un joven zaporogo, que se había ladeado la gorra sobre la oreja, bailaba con frenesí, alzando las manos por encima de la cabeza, y no cesaba de gritar:

—¡Aprisa, más aprisa, músicos! ¡Tomás, no escasees tu aguardiente a los verdaderos cristianos!

Y Tomás, que tenía un ojo acardenalado, distribuía sendos cántaros a los asistentes. En torno del joven danzarín, cuatro viejos zaporogos pataleaban en el suelo, después, repentinamente se echaban de lado como un torbellino hasta sobre la cabeza de los músicos; luego, doblando las piernas, se bajaban hasta el suelo, y, volviéndose a enderezar en seguida, lo golpeaban con sus talones de plata. El suelo resonaba sordamente en torno de ellos, y el aire estaba lleno de los cadenciosos rumores del hoppak y del tropak. Entre todos esos cosacos, hallábase uno que gritaba y bailaba con más furor. Sus abundantes cabellos flotaban a merced del viento, su ancho pecho estaba descubierto, pero se había puesto su ropón de invierno, y el sudor corría por su rostro.

—¡Muchacho, quítate tu ropón! —le dijo al fin Taras— ¿no ves que hace calor?

—No puede ser —exclamó el zaporogo.

—¿Por qué?

—Porque conozco mi carácter; todo lo que me quito va a parar a la taberna.

El zaporogo no tenía ya gorra, ni cinturón, ni pañuelo bordado; todo había ido a parar a la taberna, como él decía. El número de bailadores aumentaba a cada instante, y no se podía ver, sin una emoción contagiosa, toda esa multitud arrojarse a esa danza, la más libre, la más loca en movimientos que jamás se haya visto en el mundo, y que lleva el nombre de sus inventores, el kasatchok.

—¡Ah! ¡Si no estuviese a caballo —exclamó Taras— hasta yo, sí, hasta yo hubiera tomado parte en el baile!

Empezaron, sin embargo, a presentarse entre la multitud hombres de edad, graves, respetados de toda la setch, que más de una vez habían sido escogidos para jefes. Taras encontró pronto una porción de semblantes conocidos. Eustaquio y Andrés oían a cada instante las exclamaciones siguientes:

—¡Ah! Eres tú, Petchéritza.

—¡Hola, Kosoloup!

—¿De dónde vienes, Taras?

—¿Y tú, Doloto?

—Buenos días, Kirdiaga.

—¿Qué tal, Gousti?

—No esperaba verte, Rémen.

Y todos esos hombres de guerra que se habían reunido allí de los cuatro puntos de la gran Rusia, se abrazaron con efusión, y solo se oyeron esas confusas preguntas:

—¿Qué hace Kassian? ¿Qué hace Borodavka? ¿Y Koloper? ¿Y Pidzichok?

Y la respuesta que recibía Bulba era que a Borodavka le habían ahorcado en Tolopan; que en Kisikermen habían desollado vivo a Koloper, y que la cabeza de Pidzichok la habían enviado salada en un tonel a Constantinopla. El viejo Bulba se puso a reflexionar tristemente, y repitió varias veces:

—¡Qué buenos cosacos eran!

 

III

Hacía más de una semana que Taras Bulba habitaba la setch con sus dos hijos. Eustaquio y Andrés ocupábanse poco de estudios militares, pues la setch no gustaba de perder el tiempo en vanos ejercicios; la juventud hacía su aprendizaje en la guerra misma, que, por esta razón, se renovaba continuamente. Los cosacos consideraban inútil llenar con algunos estudios los raros intervalos de tregua; les agradaba más tirar al blanco, galopar por las estepas o cazar a caballo. El resto del tiempo lo dedicaban a sus placeres, la taberna y el baile.

Toda la setch presentaba un aspecto singular; era como una fiesta perpetua, como una ruidosa danza empezada y que nunca termina. Algunos se ocupaban en oficios, otros en comerciar al pormenor, pero la mayor parte se divertía desde la mañana a la noche, tanto como se lo permitía el estado de su bolsillo, y mientras la parte de su botín no había caído en manos de sus compañeros o de los taberneros. Esta fiesta continua tenía algo de mágico. La setch no era un montón de borrachos que ahogaban sus penas en los toneles, sino una alegre cuadrilla de indiferentes viviendo en una loca embriaguez de buen humor. Cada uno de los que llegaban allí olvidaba lo que le había ocupado hasta entonces. Podía decirse, según su expresión, que renegaba de lo pasado, y se entregaba con el entusiasmo de un fanático a los encantos de una vida de libertad llevada en común con sus semejantes que, como él, no tenían ya parientes, ni familia, ni casa, nada más que el aire libre y la inagotable jovialidad de su alma. Las diferentes narraciones y diálogos que podían recogerse tendida negligentemente por tierra, tenían a veces un color tan enérgico y tan original, que era necesaria toda la flema exterior de un zaporogo para no asombrarse, siquiera por un ligero movimiento de bigote, condición que distingue a los pequeños-rusos de las otras razas eslavas. La alegría era ruidosa, algunas veces hasta el exceso, pero al menos los bebedores no estaban hacinados en un kabak sucio y sombrío, en donde el hombre se abandona a una embriaguez triste y pesada. Allí formaban como una reunión de compañeros de escuela, con la única diferencia que, en vez de estar sentados bajo la necia férula de un maestro, tristemente inclinados sobre libros, hacían excursiones con cinco mil caballos; en vez del reducido campo en donde habían jugado a la pelota, tenían campos espaciosos, infinitos, en donde se mostraba, a lo lejos, el tártaro ágil o bien el turco grave y silencioso bajo su ancho turbante. Además, había la diferencia que, así como en la escuela se reunían por fuerza, allí se reunían voluntariamente, abandonando al padre, la madre y el techo paternal. Encontrábase allí gente que, después de tener la soga al cuello, y casi en brazos de la pálida muerte, habían vuelto a ver la vida en todo su esplendor; otros había, para quienes un ducado había sido hasta entonces una fortuna, y a quienes, gracias a los pícaros usureros, se hubiera podido volver los bolsillos sin temor de que cayese nada. Se encontraban estudiantes que no habiendo podido sobrellevar los castigos académicos huyeron de la escuela, sin aprender una letra del alfabeto, mientras que había otros que sabían perfectamente quiénes eran Horacio, Cicerón y la república romana. También se encontraban allí oficiales polacos que se habían distinguido en el ejército real, y un sinnúmero de aventureros convencidos de que era indiferente saber en dónde y por quién se hacía la guerra, con tal que se hiciese, y que es indigno de un hidalgo no guerrear. Muchos, en fin, iban a la setch únicamente para poder decir que habían estado en ella, y volvían transformados en cumplidos caballeros. Pero, ¿quién no estaba allí? Esta extraña república respondía a una necesidad de aquellos tiempos. Los amantes de la vida guerrera, de las copas de oro, de las ricas telas, de los ducados y de los cequíes podían en toda estación encontrar allí trabajo. Los amantes del bello sexo eran los únicos que no tenían nada que hacer en aquel sitio, pues ninguna mujer se podía mostrar ni siquiera en el barrio de la setch. Eustaquio y Andrés encontraban sumamente extraño ver una porción de gente ir a la setch, sin que nadie les preguntase quiénes eran ni de dónde venían; entraban en ella como si hubiesen regresado a la casa paterna habiéndola dejado una hora antes. El recién llegado se presentaba al kochevoi y entablaban entre los dos el diálogo siguiente:

—Buenos días. ¿Crees en Jesucristo?

—Sí, creo —respondía el recién llegado.

—¿Y en la Santísima Trinidad?

—También creo.

—¿Vas a la iglesia?

—Sí, voy.

—Haz la señal de la cruz.

El recién llegado la hacía.

—Bien —proseguía el kochevoi— vete al kouren que te guste escoger.

A eso se reducía la ceremonia de la recepción.

Toda la setch oraba en la misma iglesia, pronta a defenderla hasta derramar la última gota de sangre, bien que esta gente no quería oír hablar de cuaresma ni de abstinencia. No había sino judíos, armenios y tártaros que, seducidos por el cebo de la ganancia, se decidían a comerciar en el arrabal, porque los zaporogos no eran aficionados al comercio, y pagaban cada objeto con el dinero que de una vez sacaba su mano del bolsillo. Por otra parte, la suerte de esos comerciantes avaros era sumamente precaria y muy digna de compasión.

Parecíanse a las gentes que habitan en las faldas del Vesubio, pues cuando los zaporogos no tenían dinero, derribaban las tiendas y lo tomaban todo sin pagar.

La setch se componía al menos de sesenta koureni, que eran otras tantas repúblicas independientes, pareciéndose también a escuelas de párvulos que nada tienen suyo, porque se les suministra todo. En efecto, nadie poseía nada; todo estaba en manos del ataman del kouren, al que se acostumbraba llamar padre (batka). Este guardaba el dinero, los vestidos, las provisiones, y hasta la leña. A menudo un kouren disputaba con otro; en este caso, la disputa concluía por un combate a puñetazos, que solo cesaba con el triunfo de un partido, y entonces empezaba una fiesta general. He aquí lo que era la setch que tanto encanto tenía para los jóvenes. Eustaquio y Andrés se arrojaron con todo el ardor de su edad en este mar tempestuoso, y pronto olvidaron el hogar paterno, el seminario y cuanto hasta entonces les había ocupado. Todo les parecía nuevo; las costumbres nómadas de la setch, y las leyes muy poco complicadas que la regían, pero que les parecían aún demasiado complicadas para una república. Si un cosaco robaba alguna cosa de poca monta, era contado como una afrenta por toda la asociación. Se le ataba, como un hombre deshonrado, a una especie de columna infamante, y junto a él se ponía un garrote con el cual cada uno que pasaba debía darle un golpe hasta que quedase sin vida. El deudor que no pagaba era encadenado a un cañón, permaneciendo de este modo hasta que un camarada consentía en pagar su deuda para ponerle en libertad pero lo que más asombró a Andrés fue el terrible suplicio con que se castigaba al asesino. Abríase una profunda zanja en la que le tendían vivo, después ponían sobre su cuerpo el cadáver de su víctima encerrado en un ataúd, cubriéndolos a los dos de tierra. La imagen de este horrible suplicio persiguió a Andrés mucho tiempo después de una ejecución de este género, y el hombre enterrado vivo debajo del muerto se representaba incesantemente a su espíritu.

Los dos jóvenes cosacos se hicieron querer pronto de sus compañeros. A menudo, con otros miembros del mismo kouren o con el kouren entero, o hasta con los koureni vecinos, iban a la estepa a caza de las innumerables aves salvajes, ciervos, corzos o bien se dirigían a orillas de los lagos o de las corrientes de agua señaladas por la suerte a su kouren, para tender sus redes y recoger muchas provisiones. Aunque ésta no fuese precisamente la verdadera ciencia del cosaco, distinguíanse entre los otros por su valor y su destreza. Tiraban certeramente al blanco, atravesaban el Dnieper a nado, hazaña por la cual un joven novicio era solemnemente admitido en el círculo de los cosacos. Pero el viejo Taras les preparaba otra vida más activa. Aquella ociosidad no le gustaba; quería llegar al verdadero negocio, y por esto no cesaba de reflexionar sobre el modo de hacer decidirse a la setch a acometer alguna atrevida empresa, en la que un caballero pudiese demostrar lo que era. Un día, en fin, fuese a encontrar al kochevoi y le dijo sin preámbulo:

—Y bien, kochevoi, ya es tiempo de que los zaporogos vayan a dar un paseíto.

—No hay donde pasearse —respondió el kochevoi quitándose una pequeña pipa de la boca y escupiendo de lado.

—¿Cómo, no hay dónde? Se puede ir por el lado de los turcos, o por el de los tártaros.

—No se puede ir ni por el lado de los turcos ni por el lado de los tártaros —respondió el kochevoi volviendo a poner la pipa en la boca con la mayor tranquilidad del mundo.

—Pero, ¿por qué no se puede?

—Porque… hemos prometido la paz al sultán.

—Pero es un pagano —dijo Bulba— Dios y la Santa Escritura mandan apalear a los paganos.

—No tenemos derecho de hacerlo. Si no hubiésemos jurado por nuestra religión, tal vez sería posible. Pero ahora, no, es imposible.

—¡Cómo imposible! He ahí que dices que nosotros no tenemos derecho de hacerlo; y, sin embargo, yo tengo dos hijos, jóvenes los dos, que ni uno ni otro han estado aún en la guerra. Y he ahí que dices que no tenemos derecho, y que no hace falta que los zaporogos vayan a la guerra.

—No, eso no conviene.

—¿Es preciso, pues, que la fuerza cosaca se pierda inútilmente; es preciso, pues, que un hombre perezca como un perro sin haber hecho una buena obra, sin hacerse útil al país y a la cristiandad? ¿Para qué vivir entonces? ¿Por qué diablos vivimos? Veamos, explícame eso. Tú eres un hombre sensato, no en vano te han hecho kochevoi, dime, ¿por qué, por qué vivimos?

El kochevoi hizo, esperar su respuesta. Era un cosaco obstinado. Después de un largo silencio, dijo por fin:

—Digo que no habrá guerra.

—¿No habrá guerra? —preguntó de nuevo Bulba.

—No.

—¿No hay que pensar más en ello?

—No hay que pensar en ello.

—Espera —dijo Bulba— espera, cabeza de diablo, tú oirás hablar de mí.

Y le dejó bien decidido a vengarse.

Después de ponerse de acuerdo con algunos amigos suyos, convidó a todo el mundo a beber. Los cosacos, un poco ebrios, fueronse todos a la plaza, en donde, atados en postes, estaban los timbales de que se servían para reunir el consejo. No habiendo encontrado los palillos que guardaba en su casa el timbalero, cogieron un palo cada uno, y se pusieron a tocar los instrumentos. El timbalero fue el primero que llegó; era un mozo de elevada estatura, que solo tenía un ojo, y no muy despierto.

—¿Quién se atreve a tocar llamada? —exclamó.

—Calla, toma tus palillos, y toca cuando se te mande —contestaron los cosacos achispados.

El timbalero sacó del bolsillo los palillos que había traído consigo, sabiendo de qué modo concluían habitualmente semejantes aventuras.

Resonaron los timbales, y pronto negras masas de cosacos se precipitaron en la plaza como avispas en una colmena. Formaron círculo, y después del tercer toque, acudieron por fin los jefes a saber: el kochevoi con la maza, signo de su dignidad, el juez con el sello del ejército, el escribano con su tintero y el i ésaoul con su largo bastón. El kochevoi y los otros jefes se quitaron sus gorras para saludar humildemente a los cosacos que estaban con los brazos puestos altivamente en jarras.

—¿Qué significa esta reunión, y que deseáis, señores? —preguntó el kochevoi.

Los gritos y las imprecaciones impidiéronle continuar.

—Depón tu maza, hijo del diablo, depón tu maza, no te queremos más —gritaron muchas voces.

Algunos koureni, de los que no habían bebido, parecían opinar de distinto modo. Pero pronto, ebrios o sobrios, empezaron todos a repartir puñetazos, y la sarracina se hizo general.

El kochevoi tuvo por un momento intención de hablar; pero sabiendo que esta multitud furiosa y sin freno podía derrotarle sin esfuerzo hasta darle la muerte, lo que había sucedido a menudo en semejantes casos, saludó humildemente, depuso su maza, y desapareció entre la multitud.

—¿Nos mandan ustedes, señores, deponer también las insignias de nuestros cargos? —preguntaron el juez, el escribano y el i ésaoul, prontos a dejar a la primera indicación el sello, el tintero y el bastón blanco.

—No, quédense —gritaron las voces que salieron de la multitud. Solo queremos quitar el kochevoi, porque no es más que una mujer, y es preciso que el kochevoi sea un hombre.

—¿A quién elegirán ahora? —preguntaron los jefes.

—Tomemos a Koukoubenko —exclamaron algunos.

—No queremos a Koukoubenko —respondieron los otros. Es demasiado joven; todavía tiene la feche de su nodriza en los labios.

—¡Que sea Chilo nuestro ataman —exclamaron otras voces— hagamos de Chilo un kochevoi.

—Un chilo en las espaldas de ustedes —respondió la multitud echando votos. ¿Quién es ese cosaco, que ha llegado a introducirse como un tártaro? ¡Al diablo el borracho Chilo!

—¡Borodaty! ¡Escojamos a Borodaty!

—No queremos a Borodaty; ¡al diablo Borodaty!

—Griten Kirdiaga —murmuró Taras Bulba al oído de sus afiliados.

—¡Kirdiaga, Kirdiaga! —gritaron ellos.

—¡Kirdiaga! ¡Borodaty! ¡Borodaty! ¡Kirdiaga! ¡Chilo! ¡Al diablo Chilo! ¡Kirdiaga!

Los candidatos cuyos nombres estaban así proclamados destacáronse de entre la multitud, por no dejar creer que ayudaban con su influencia a su propia elección.

—¡Kirdiaga! ¡Kirdiaga!

Este nombre resonaba más fuerte que los otros.

—¡Borodaty! —se respondía.

La cuestión fue resuelta a puñetazos, y Kirdiaga triunfó.

—¡Traed a Kirdiaga! —se gritó en seguida.

Una docena de cosacos dejaron la multitud. Muchos de ellos estaban tan borrachos que apenas podían tenerse sobre sus piernas. Todos dirigiéronse a casa de Kirdiaga para anunciarle que acababa de ser elegido. Kirdiaga, viejo cosaco, muy astuto, hacía largo tiempo que había vuelto a entrar en su choza, y aparentaba ignorar lo que pasaba.

—¿Qué desean, señores? —preguntó.

—Ven; se te ha hecho kochevoi.

—Apiádense de mí, señores. ¿Cómo es posible que yo sea digno de tal honor? ¿Qué kochevoi haré? No tengo bastante talento para desempeñar semejante dignidad. ¡Como si no se pudiese encontrar otro mejor que yo en todo el ejército!

—Vaya pues, ven, puesto que así se te dice —replicáronle los zaporogos.

Dos de ellos le agarraron por los brazos, y a pesar de su resistencia, fue conducido por fuerza a la plaza acompañado de puñetazos en la espalda, y de votos y exhortaciones.

—¡Vamos, no retrocedas, hijo del diablo! Acepta, perro, el honor que se te ofrece.

He ahí de qué modo fue conducido Kirdiaga al círculo de los cosacos.

—¡Y bien, señores! —exclamaron a voz en grito los que le habían conducido— ¿consienten ustedes en que ese cosaco sea nuestro kochevoi?

—¡Sí, sí! ¡Consentimos todos, todos! —respondió la multitud; y el eco de este grito unánime resonó largo tiempo en la llanura.

Uno de los jefes tomó la maza y la presentó al nuevo kochevoi. Kirdiaga, según costumbre, se negó a aceptarla; el jefe se la presentó por segunda vez; Kirdiaga la volvió a rehusar, y solo la aceptó a la tercera presentación. Un prolongado grito de alegría se elevó en la multitud, y de nuevo hizo resonar toda la llanura. Entonces, de entre el pueblo, salieron cuatro viejos cosacos de bigotes y cabellos grises (en la setch no había hombres muy viejos, pues nunca ningún zaporogo moría de muerte natural); cada uno de ellos tomó un puñado de tierra, que continuadas lluvias habían convertido en lodo, y la pusieron sobre la cabeza de Kirdiaga. La tierra húmeda corrió por la frente, por los bigotes, ensuciándole la cara; pero Kirdiaga permaneció tranquilo, y dio gracias a los cosacos por el honor que acababan de hacerle. Así terminó esta ruidosa elección que, si no contentó a ningún otro, colmó de alegría al viejo Bulba; en primer lugar, por haberse vengado del antiguo kochevoi, y luego, porque Kirdiaga, su antiguo camarada, había hecho con él las mismas expediciones por tierra y por mar y compartido las mismas fatigas y lo mismos peligros. La multitud se desvaneció enseguida para ir a celebrar la elección, y empezó un festín universal, en tales términos, que nunca los hijos de Taras habían visto otro semejante. Todas las tabernas fueron saqueadas los cosacos bebían la cerveza, el aguardiente y el aguamiel sin pagar, y los taberneros se consideraban dichosos con haber salvado la vida. Toda la noche se pasó en gritos y canciones que celebraban la gloria de los cosacos; y la luna vio, toda la noche, pasearse por las calles numerosos grupos de músicos con sus bandolas y sus balalaikas y chantres de iglesia que se dedicaban en la setch a cantar las alabanzas de Dios y las de los cosacos.

Por fin, el vino y el cansancio rindieron a todo el mundo. Poco a poco todas las calles se vieron cubiertas de hombres tendidos en el suelo. Aquí había un cosaco que, enternecido y lloroso, se colgaba al cuello de su compañero, cayendo los dos abrazados; allá se veía un grupo de ellos revolcándose por tierra; más lejos un borracho escogía largo tiempo un sitio donde acostarse, y concluía por tenderse sobre un trozo de madera; el último, el más fuerte de todos, anduvo mucho tiempo dando trompicones y balbuceando palabras incoherentes; pero, al fin, cayó como los demás, y toda la setch se quedó dormida.

 

IV

Desde el día siguiente, Taras Bulba concertóse con el nuevo kochevoi, para saber cómo se podría decidir a los zaporogos a tomar una resolución. El kochevoi era un cosaco fino y astuto que conocía perfectamente de qué pie cojeaban sus zaporogos, y empezó diciendo:

—Es imposible violar el juramento, es imposible. Después de un corto silencio prosiguió: —Sí, es imposible. Nosotros no violaremos el juramento, pero inventaremos alguna cosa. Únicamente haga de modo que el pueblo se reúna, no por orden mía, sino por su propia voluntad. Usted sabe ya cómo esto se hace, y yo, con los antiguos, correremos enseguida a la plaza como si nada supiésemos.

Aun no había transcurrido una hora desde esta conversación, cuando los timbales volvieron a resonar. La plaza se vio pronto cubierta de un millón de gorras cosacas. Empezóse a preguntar:

—¿Qué?… ¿por qué?… ¿Qué hay para tocar los timbales?

Nadie contestaba. Poco a poco, sin embargo, oyéronse entre la multitud las frases siguientes:

—La fuerza cosaca perece de pura inacción. No hay guerra, no hay empresa… Los antiguos son unos haraganes; no ven nada, la gordura los ciega. ¡No, no hay justicia en el mundo!

Los otros cosacos escuchaban en silencio, y concluyeron por repetir ellos mismos:

—Efectivamente, no hay justicia en el mundo.

Los antiguos parecieron asombradísimos de semejantes discursos. Por fin, el kochevoi se adelantó, y dijo:

—¿Me permiten hablar, señores zaporogos? —Sí.

—Mi discurso, señores, tendrá, en primer lugar, por objeto recordarles que la mayor parte de ustedes, y ustedes lo saben sin duda mejor que yo, deben tanto dinero a los judíos taberneros y a sus camaradas, que ya no hay ningún diablo que les preste a crédito. Además, deben de tener en consideración que hay entre nosotros muchos jóvenes que nunca han visto la guerra de cerca, mientras que un joven, ustedes lo saben, señores, no puede existir sin la guerra. ¿Qué zaporogo es el que no ha apaleado jamás a un pagano?

—Se explica bien —pensó Bulba.

—Sin embargo, no crean, señores, que digo todo eso para violar la paz. ¡No, Dios me libre de ello! Digo eso porque conviene que se diga. Además, el templo del Señor, aquí, está en un estado tal que es pecado decirlo. Hace muchos años que, por la gracia del Señor, existe la setch; y hasta ahora, no solamente la parte exterior de la iglesia, sino las santas imágenes del interior no tienen el menor adorno. Nadie piensa ya en hacerles batir un vestido de plata. Únicamente han recibido lo que ciertos cosacos les han dejado en testamento, y en verdad que esos dones eran bien poca cosa, pues los que los hacían se bebieron en vida todo su haber. Así, pues, tengan entendido que no hago un discurso para decidirles a la guerra contra los turcos, porque hemos prometido la paz al sultán, y sería un gran pecado desdecirse, atendido que hemos jurado por nuestra religión.

—¿Qué diablos se enreda? —se dijo Bulba.

—Ya ven ustedes, señores, que es imposible empezar la guerra; el honor de los caballeros no lo permite. Pero he aquí lo que yo pienso según mi escasa inteligencia. Es preciso enviar los jóvenes en canoas, y que barran un poco las costas de la Anatolia. ¿Qué opinan ustedes de eso, señores?

—¡Condúcenos, condúcenos a todos! —exclamó la multitud. Todos estamos prontos a perecer por la religión.

El kochevoi, se espantó; no tenía absolutamente la intención de levantar toda la setch; parecíale peligroso romper la paz.

—¿Me permiten, señores, que vuelva a hablar?

—¡No, basta! —exclamaron los zaporogos. No dirás nada mejor de lo que has dicho.

—Si es así, se hará como desean ustedes; acato la voluntad de todos. Es cosa conocida, y la Sagrada Escritura lo dice, que la voz del pueblo, es la voz de Dios. Imposible es imaginar nada más sensato que lo que ha imaginado el pueblo; pero es preciso que les diga, señores, que el sultán no dejará sin castigo a los jóvenes que se den este placer; si nuestras fuerzas estuviesen dispuestas, nada tendríamos que temer y durante nuestra ausencia, los tártaros pueden atacarnos: esos son los perros de los turcos; jamás se atreven a atacarnos de frente; nunca entran en la casa cuando el dueño la ocupa; pero le muerden los talones por detrás hasta arrancarle gritos de dolor. Y luego, si he de decir la verdad, no tenemos bastantes canoas de reserva, ni suficiente pólvora para que podamos partir todos. Por lo demás, estoy dispuesto a hacer lo que les convenga; estoy a las órdenes de ustedes.

El astuto kochevoi calló. Los grupos empezaron a conversar, y los atamans de los koureni se reunieron en consejo. Por fortuna, no había muchos ebrios entre la multitud, y los cosacos optaron por seguir el prudente consejo de su jefe.

Algunos de ellos trasladáronse en seguida a la orilla del Dnieper, yendo a registrar el tesoro del ejército, allí donde en subterráneos inaccesibles, abiertos debajo de las aguas y de los juncos se ocultaba el dinero de la setch, con los cañones y las armas arrebatadas al enemigo. Otros apresuráronse a visitar las canoas y a prepararlas para la expedición. En un instante cubrióse la ribera de un animado gentío. Llegaban carpinteros con sus hachas; viejos cosacos de rostro tostado, bigotes grises, anchas espaldas y vigorosas piernas, estaban metidos en el río con el agua hasta las rodillas, los pantalones arremangados, tirando de las canoas, ayudándose de cuerdas, para ponerlas a flote. Otros arrastraban vigas secas y maderos. Aquí el uno ajustaba tablas a una canoa; allá, después de volver la quilla hacia arriba, se la calafateaba con brea; más lejos, se ataban a ambos lados de la canoa, según costumbre cosaca, largos haces de juncos, para impedir que las olas del mar sumergiesen tan frágil embarcación. Se encendieron hogueras en toda la ribera. Hacíase hervir la pez en calderas de cobre. Los ancianos, más experimentados, enseñaban a los jóvenes. Por todas partes resonaban los gritos de los obreros y el ruido de su obra. Toda la margen del río tenía movimiento y vida.

En este instante presentóse a la vista una barca de grandes proporciones. La multitud que la llenaba hacía señas de lejos. Eran cosacos cubiertos de andrajos. Sus vestidos harapientos (muchos no tenían más que una camisa y una pipa) mostraban que acababan de escapar a una gran desgracia, o que habían bebido hasta el exceso. Uno de ellos, bajo, rechoncho, y que contaría unos cincuenta años, se separó de la multitud, y fue a colocarse en la proa de la barca. Gritaba más fuerte y hacía gestos más enérgicos que todos los demás pero el ruido de los trabajadores ocupados en su tarea impedía oír sus palabras.

—¿Qué es lo que les trae a ustedes aquí? —preguntó por fin el kochevoi, al tocar la barca en la ribera.

Todos los obreros suspendieron sus trabajos, el ruido cesó y miraron con silenciosa espera, levantando sus hachas o sus cepillos.

—Una desgracia —contestó el cosaco que se había puesto en la proa.

—¿Qué desgracia?

—¿Me permiten hablar, señores zaporogos?

—Habla.

—¿O quieren más bien reunir un consejo?

—Habla, todos estamos aquí.

La multitud se reunió en un solo grupo.

—¿Nada han oído decir de lo que pasa en la Ukrania?

—¿Qué? —preguntó uno de los atamans de kouren.

—¿Qué? —prosiguió el otro— no parece sino que los tártaros les hayan tapado las orejas para que no oigan nada.

—Habla pues, ¿qué sucede?

—Suceden cosas como no se han visto nunca desde que estamos en el mundo y hemos recibido el bautismo.

—Pero di pronto lo que sucede, hijo de perro —exclamó uno de entre la multitud, que por lo visto había perdido la paciencia.

—Sucede que las santas iglesias ya no nos pertenecen.

—¡Cómo! ¿Qué no nos pertenecen?

—Han sido dadas en arrendamiento a los judíos, y si no se paga adelantado, es imposible decir misa.

—¿Qué es lo que estás charlando?

—Y si el infame judío no hace, con su impura mano, una señal en la hostia, es imposible consagrar.

—Miente, señores y hermanos; ¿es posible que un impuro judío ponga una señal en la sagrada hostia?…

—Escuchen, que aun tengo otras cosas que decirles. Los sacerdotes católicos (kseunz) van, en Ukrania, tan solo en tarataï ka. Esto no será un mal, pero sí lo es, pues en vez de caballos se hace tirar el carruaje por cristianos de la buena religión. Escuchen, escuchen, todavía hay más: dícese que las judías empiezan a hacerse guardapiés de las casullas de nuestros sacerdotes. Eso es lo que sucede en la Ukrania, señores. Y ustedes, ustedes están tranquilamente establecidos en la setch, bebiendo, sin hacer nada, y, a lo que parece, les han acobardado tanto los tártaros, que el miedo les hace ciegos y sordos para ver y oír lo que pasa en el mundo…

—¡Basta, basta! —interrumpió el kochevoi que hasta entonces había permanecido inmóvil y con los ojos bajos, como todos los zaporogos, que, en las grandes ocasiones, nunca se abandonaban al primer impulso, sino que callaban para reunir en silencio todas las fuerzas de su indignación— detente, y diré una palabra. ¿Y ustedes, pues, ustedes, que el demonio confunda, qué hacían? ¿Acaso no tenían sables? ¿Cómo han permitido semejante abominación?

—¿Cómo hemos permitido semejante abominación? ¿Y ustedes hubieran hecho más, cuando solamente los polacos eran cincuenta mil hombres? Y luego, no debemos atenuar nuestra culpa; había también perros entre los nuestros, que han aceptado su religión.

—Y ¿qué hacía el hetman que tienen ustedes? ¿Qué hacían los polkovniks?

—Les han hecho tales cosas que Dios nos guarde de ellas.

—¿Cómo?

—He ahí cómo: nuestro hetman se encuentra ahora en Varsovia asado dentro de un buey de cobre, y las cabezas y manos de nuestro polkovniks han sido paseadas por todas las ferias para que el pueblo las viese. He ahí lo que han hecho.

La multitud se estremeció. Un silencio semejante al que precede a las tempestades se extendió por toda la ribera. Después, gritos y palabras confusas estallaron por todas partes.

—¡Cómo! ¡Los judíos tienen arrendadas las iglesias de los cristianos los sacerdotes enganchan a los cristianos a las varas de sus calesines! ¡Cómo! ¡Permitir semejantes suplicios en tierra rusa! ¡Que pueda tratarse así a los polkovniks y a los hetmans! No, esto no será, no será.

Estas palabras volaban de una a otra parte. Los zaporogos empezaban a ponerse en movimiento. No era aquello la agitación de un pueblo susceptible. Esos caracteres pesados y rudos no se inflaman con facilidad; pero cuando esto sucede, conservan largo tiempo y obstinadamente su llama interior.

—¡Primeramente, colguemos a todos los judíos —exclamaron algunas voces— para que no puedan hacer guardapiés a sus mujeres con las casullas de los sacerdotes! ¡Que no puedan hacer señales en las hostias! ¡Ahoguemos a toda esa canalla en el Dnieper!

Al oír estas palabras, toda la multitud se precipitó hacia el arrabal con la intención de exterminar a los judíos.

Habiendo perdido los pobres hijos de Israel, en su espanto, toda su presencia de ánimo, ocultábanse en los toneles vacíos, en las chimeneas y hasta en las faldas de sus mujeres. Pero los cosacos sabían encontrarlos en todas partes.

—¡Serenísimos señores —exclamaba un judío alto y seco como un junquillo, que mostraba entre sus camaradas su raquítica figura trastornada por el miedo— serenísimos señores, permítanme que les diga una palabra, una sola! Les diré una cosa nunca oída por ustedes; una cosa de tal importancia, que por más que se diga no puede encarecerse bastante.

—Veamos, habla —dijo Bulba, que deseaba siempre oír al acusado.

—Excelentísimos señores —dijo el judío— nunca se han visto semejantes señores ante Dios, no, nunca. No hay en el mundo tan nobles, buenos y valientes señores.

Su voz se apagaba y expiraba de miedo.

—¿Cómo es posible que nosotros tengamos mal concepto de los zaporogos? Los que arriendan las iglesias en la Ukrania no son los nuestros; no por Dios, no son los nuestros; ni siquiera son judíos; el diablo sabe lo que son. Es una cosa despreciable, y que debemos lanzar a un rincón. Estos les dirán lo mismo. ¿No es verdad, Chleuma? ¿No es cierto, Chmoul?

—Ante Dios, es verdad —respondieron de entre la multitud Chleuma y Chmoul, ambos vestidos con harapos y pálidos como un cadáver.

—Tampoco —continuó, el judío de elevada estatura— hemos tenido nunca relaciones con el enemigo, y no queremos nada con los católicos. ¡Que se vayan al diablo! Nosotros somos como hermanos de los zaporogos.

—¡Cómo! ¡Que los zaporogos sean hermanos de ustedes! —exclamó alguno de la multitud. Nunca, malditos judíos. ¡Arrojemos al Dnieper a esta maldita canalla!

A estas palabras, la multitud agarró a los judíos, y empezaron a arrojarlos al río. Por todas partes se alzaban gritos plañideros; pero los feroces zaporogos no hacían más que reír viendo las delgadas piernas de los judíos, calzadas de medias y zapatos, agitarse en el aire. El pobre orador, que tan gran desastre había atraído sobre los suyos y sobre él, desprendióse de su caftán, del cual le habían ya agarrado, y con una camisa estrecha y de todos colores, besó los pies de Bulba, y se puso a suplicar con voz lastimera:

—¡Magnífico y serenísimo señor, he conocido a su hermano, el difunto Doroch! Era un valiente guerrero, la flor de la caballería. Yo le presté ochocientos cequíes para comprar su libertad a los turcos.

—¿Tú has conocido a mi hermano? —dijo Taras.

—Le he conocido, ante Dios. Era un señor muy generoso.

—Y ¿cómo te llamas?

—Yankel.

—Bien —dijo Taras.

Después de un instante de reflexión, dijo a los cosacos:

—Siempre será tiempo de ahorcar al judío, dénmelo por hoy.

Los cosacos se lo cedieron y Taras lo condujo a sus carromatos en donde estaba su gente.

—Vamos, escóndete debajo de este carro y no te menees. Y ustedes, hermanos, no dejen salir al judío.

Dicho esto se dirigió a la plaza en donde hacía largo tiempo se había congregado la multitud. Todo el mundo había abandonado el trabajo de las canoas, pues no iban a emprender una guerra marítima, sino una guerra en tierra firme. En lugar de botes y remos necesitaban carros y corceles. En aquel momento, todos querían ponerse en campaña, tanto jóvenes como viejos; y todos, con el consentimiento de los ancianos, el kochevoi y los atamans de los koureni, habían resuelto marchar directamente contra Polonia, para vengar todas sus ofensas, la humillación de la religión y de la gloria cosaca, para recoger botín en las ciudades enemigas, incendiar los villorrios y las mieses, y hacer, en fin, resonar la estepa con el ruido de sus hechos.

Todos se armaban. Respecto al kochevoi había crecido un palmo; ya no era el tímido servidor de los caprichos de un pueblo entregado a la licencia, sino un jefe cuyo poder no tenía límites, un déspota que solo sabía mandar y hacerse obedecer. Todos los caballeros camorristas y voluntarios permanecían inmóviles en las filas, con la cabeza respetuosamente inclinada sobre el pecho, y sin atreverse a levantar los ojos, mientras el kochevoi distribuía sus ordenes con lentitud, sin cólera, sin alzar la voz, como un jefe envejecido en el ejercicio del poder, y que no ejecuta por primera vez proyectos largo tiempo meditados.

—Procuren que no les falte nada —les decía— preparen los carros, prueben las armas; no lleven mucha impedimenta: Una camisa y un par de pantalones para cada cosaco, con un bote de manteca y de cebada machacada. Que nadie lleve más de lo dicho. En los bagajes habrá efectos y provisiones. Que cada cosaco lleve un par de caballos. Es menester tomar también doscientos pares de bueyes; serán de mucha utilidad en los sitios pantanosos y para pasar los ríos. Pero sobre todo, orden, señores, mucho orden. Yo sé que hay gente entre ustedes que, si Dios les envía botín, se ponen a desgarrar las telas de seda para hacerse medias con ellas. Abandonen esta endiablada costumbre; no se carguen de sayas; tomen solamente armas, cuando sean buenas, o los ducados y la plata, pues eso ocupa poco sitio y sirve en todas partes. Todavía me falta decirles una cosa, señores: si alguno de ustedes se embriaga en la guerra, no le haré juzgar; le haré arrastrar como un perro hasta los carros, aunque sea el mejor cosaco del ejército; y allí será fusilado y abandonado su cuerpo a los cuervos: un borracho en la guerra no es digno de sepultura cristiana. Jóvenes, en todas las cosas escuchen a los ancianos. Si una bala les hiere, o reciben un sablazo en la cabeza o en cualquier otra parte, no den a ello importancia alguna; echen un cartucho de pólvora en un vaso de aguardiente, bébanlo de un trago, y todo pasará. Ni siquiera tendrán fiebre. Y si la herida no es demasiado profunda, después de humedecer en la mano un poco de tierra con saliva, aplíquenla a ella. Ea, muchachos, manos a la obra aprisa, pero sin atropello.

Así habló el kochevoi, y concluido su discurso, todos los cosacos se pusieron a trabajar. Toda la setch se volvió sobria; no se hubiera podido encontrar en ella un solo borracho, como si nunca se hubiese hallado uno entre los cosacos. Los unos reparaban las ruedas o cambiaban los ejes de los carros; los otros amontonaban armas o sacos de provisiones, otros conducían los caballos y los bueyes. En todas partes resonaba el pataleo de las acémilas, el ruido de los arcabuzazos disparados al blanco, el choque de los sables contra las espuelas, los mugidos de los bueyes, el rechinamiento de los carros cargados, y la voz de los hombres hablando entre sí o excitando a sus caballos.

Pronto, el tabor de los cosacos se extendió en una larga fila, marchando hacia la llanura. El que, hubiese querido recorrer de extremo a extremo toda la línea del convoy hubiera tenido mucho que correr. En la capilla de madera, el pope recitaba la oración de partida; rociaba a la multitud con agua bendita, y todos al pasar iban a adorar la cruz. Cuando el tabor se puso en movimiento alejándose de la setch, todos los cosacos se volvieron:

—¡Adiós, madre nuestra —decían a una sola voz— que Dios te guarde de toda desgracia!

Al atravesar el arrabal, Taras Bulba vio a su judío Yankel que había tenido tiempo de establecerse en una tienda, y que vendía pedernal, tornillos, pólvora, y toda clase de útiles para la guerra, hasta pan y khalatchis.

—¡Diablo de judío! —pensó Taras; y acercándose a él le dijo—: ¿Qué haces aquí, loco? ¿Quieres que se te mate como a un gorrión?

El judío, por toda respuesta, fue a su encuentro, y haciendo seña con ambas manos, y como si tuviese algo misterioso que declararle, le dijo:

—Calle vuestra señoría, y no diga nada a nadie. Entre los carros del ejército, hay uno que me pertenece. Llevo toda clase de provisiones buenas para los cosacos, y por el camino, se las venderé a un precio tan barato, como nunca ningún judío las haya vendido, ante Dios, ante Dios.

Taras Bulba encogióse de hombros viendo hasta dónde llegaba el poder de la naturaleza judía, y se reunió al tabor.

 

V

Bien pronto el terror invadió toda la parte sudeste de Polonia. Por todas partes se oía repetir: “¡Los zaporogos, los zaporogos llegan” Y todos los que podían huir, huían abandonando sus hogares. Precisamente entonces, en esa región de Europa, no se levantaban fortalezas ni castillos. Todos construían a toda prisa alguna habitacioncilla cubierta de bálago, pensando que perderían su tiempo y su dinero edificando casas que un día u otro serían presa de las invasiones. Todo el mundo se conmovió. Éste cambiaba sus bueyes y su arado por un caballo y un mosquete para ir a incorporarse a los regimientos; aquel buscaba su refugio con su ganado, llevándose cuanto podía; algunos intentaban en vano resistirse, pero la mayor parte huía prudentemente. Nadie ignoraba que era dificilísimo habérselas con esta multitud aguerrida en los combates, conocida con el nombre del ejército zaporogo, que, a pesar de su organización irregular, conservaba en el combate un orden calculado. Durante la marcha, la caballería avanzaba lentamente, sin cargar ni fatigar a sus cabalgaduras; los infantes seguían en buen orden los carros, y todo el tabor se ponía en movimiento solamente cuando era de noche descansando de día, y escogiendo para sus paradas sitios desiertos o bosques, más vastos aún y más numerosos que actualmente. Adelantábanse algunos hombres para saber cómo y dónde habían de dirigirse. A menudo aparecían los cosacos en los sitos donde menos se les esperaba; entonces todos se despedían del mundo. Villorrios enteros eran incendiados, matábanse los caballos y bueyes que no podían llevarse. Los cabellos se erizan de horror al pensar en las atrocidades que cometían los zaporogos. Asesinábanse a los niños, se cortaban los pechos a las mujeres, y al escaso número de aquellos que se dejaba en libertad, se les arrancaba la piel, desde la rodilla hasta la planta de los pies; en una palabra, los cosacos pagaban en una sola vez todas sus deudas atrasadas.

El abad de un monasterio, al saber que se acercaban, envió a dos de sus monjes para hacerles presente que entre el gobierno polaco y los zaporogos había paz, y que de aquel modo violaban su deber con el rey y el derecho de gentes, y el kochevoi respondió:

—Digan al abad de mi parte y la de todos los zaporogos, que no tema. Los cosacos no hacen todavía más que encender sus pipas.

Y la magnífica abadía no tardó mucho en ser pasto de las llamas, y las colosales ventanas góticas parecían echar miradas severas a través de las olas luminosas del incendio. Sinnúmero de monjes, judíos y mujeres buscaron refugio en las ciudades amuralladas y que tenían guarnición.

Los tardíos socorros enviados de tarde en tarde por el gobierno, y que consistían en algunos débiles regimientos, o no podían descubrir a los cosacos, o huían al primer choque, sobre sus veloces caballos. También sucedía que generales del rey, que habían alcanzado innumerables triunfos, decidíanse a reunir sus fuerzas y a presentar batalla a los zaporogos. Estos eran los encuentros que esperaban sobre todo a los jóvenes cosacos, que se avergonzaban de robar o vencer a enemigos indefensos, y que ardían en deseos de distinguirse delante de los ancianos, midiéndose con un polaco atrevido y fanfarrón, montado en un buen caballo y vestido con un rico joupan, cuyas mangas flotasen a merced del viento. Estos combates eran buscados por ellos como un placer, pues encontraban ocasión de hacer un rico botín de sables, mosquetes y de arreos de caballos. En el espacio de un mes, jóvenes imberbes se habían hecho hombres; sus semblantes, en los cuales se había pintado hasta entonces la morbidez juvenil, adquirían la energía de la fuerza.

El viejo Taras estaba encantado de ver que por todas partes sus hijos marchaban en primera fila.

Evidentemente, la guerra era la verdadera vocación de Eustaquio. Sin perder nunca la cabeza, con una serenidad casi sobrenatural en un joven de veintidós años, medía con una mirada la intensidad del peligro, la verdadera situación de las cosas, y en el acto encontraba el medio de evitar el peligro, pero de evitarlo para vencerlo con más seguridad. Todos sus actos empezaban a revelar la confianza en sí mismo, la firmeza tranquila, y nadie podía dejar de conocer en él a un futuro jefe.

—¡Oh! Con el tiempo ese será un buen polkovnik —decía el viejo Taras— sí, ¡vive Dios!, ese será un buen polkovnik, y sobrepujará a su padre.

Respecto a Andrés, dejábase arrastrar por el encanto de la música de las balas y de los sables. No sabía lo que era reflexionar, calcular, ni medir sus fuerzas y las del enemigo. En la lucha encontraba una loca voluptuosidad. Y en aquellos momentos en que la cabeza del combatiente hierve, en que todo se confunde a sus miradas, en que los hombres y los caballos caen mezclados en horrorosa confusión, en que se precipita con la cabeza baja a través del silbido de las balas, hiriendo a diestro y siniestro y sin sentir los golpes que se le asestan, producíanle el efecto de una fiesta. Más de una vez el viejo Taras tuvo ocasión de admirar a su hijo Andrés, cuando, arrastrado por su ardor, arrojábase a empresas que ningún hombre de serenidad hubiera intentado, y en las cuales salía bien precisamente por el exceso de su temeridad. El viejo Taras le admiraba entonces, y repetía a menudo:

—¡Oh, ese es un valiente, que el diablo no se lo lleve! Ese no es Eustaquio, pero es un valiente.

Decidióse que el ejército marcharía directamente sobre la ciudad de Doubno, en donde, según se decía, los habitantes habían encerrado muchas riquezas. La distancia fue recorrida en día y medio, y los zaporogos se presentaron inesperadamente delante de la plaza. Los habitantes habían resuelto defenderse hasta morir en el umbral de sus moradas antes que dejar entrar al enemigo dentro de sus muros. La ciudad estaba rodeada por una muralla de tierra, y en el sitio en donde ésta era muy baja se elevaba un parapeto de piedra, o una casa almenada, o una fuerte empalizada con estacas de encina. La guarnición era numerosa y conocía toda la importancia de su deber. A su llegada, los zaporogos atacaron vigorosamente las obras exteriores, pero fueron recibidos a metrallazos. Los menestrales, los habitantes todos, no querían permanecer ociosos, y se les veía, armados en los terraplenes. Por su aspecto, podíase colegir que se preparaban para una resistencia desesperada. Hasta las mujeres tomaban parte en la defensa; piedras, sacos de arena, toneles de resina inflamada caían sobre la cabeza de los asaltantes. A los zaporogos no les gustaban las plazas fuertes; no era en los asaltos donde ellos brillaban. Así, pues, el kochevoi dispuso la retirada diciendo:

—Esto no es nada, señores hermanos, decidámonos a retroceder. Pero que sea yo un tártaro maldito, y no un cristiano, si dejamos salir a un solo habitante. ¡Que mueran todos de hambre como perros!

Después de retirarse, los cosacos bloquearon estrechamente la ciudad, y no teniendo otro quehacer, se entretuvieron en asolar los alrededores, a incendiar los pueblos y las praderas de trigo, a destrozar con sus caballos las mieses, sin segar aún, y que en aquel año habían recompensado los cuidados del labrador con una rica cosecha. Desde lo alto de las murallas, los habitantes contemplaban aterrorizados la devastación de todos sus recursos. Sin embargo, los zaporogos, dispuestos en koureni como en la setch, rodearon la ciudad con una doble hilera de carros. Fumaban sus pipas, cambiaban entre sí las armas tomadas al enemigo, y jugaban alegremente a pares y a nones, contemplando la ciudad con una calma desesperante; y por la noche encendían hogueras; cada koureni hacía hervir sus papas en enormes calderas de cobre, mientras que un centinela se sucedía a otro cerca de las hogueras. Pero los zaporogos empezaron pronto a fastidiarse de su inacción, y sobre todo de su sobriedad forzada, de la que no les indemnizaba ninguna brillante acción. El kochevoi mandó hasta doblar la ración de vino, lo que se hacía alguna vez en el ejército, cuando no se había de acometer ninguna empresa. Semejante vida disgustaba sobremanera a los jóvenes, y más aún a los hijos de Bulba. Andrés no disimulaba su fastidio.

—Cabeza vacía —decía a menudo Taras— sufre, cosaco, tú llegarás a ser hetman. No es aún buen guerrero el que conserva su serenidad en la batalla; lo es, sí, aquel que nunca se fastidia, que sabe sufrir hasta el fin, y que, suceda lo que quiera, concluye por hacer lo que ha resuelto.

Pero un joven no puede tener la opinión de un anciano, pues ve las mismas cosas con otros ojos.

Mientras tanto llegó el polk de Taras Bulba conducido por Tovkatch. Iba acompañado de dos i ésaouls, de un escribano y de otros jefes, conduciendo una partida de cerca cuatro mil hombres. Entre éstos se encontraban muchos voluntarios, que, sin ser llamados, habían entrado libremente en el servicio, desde que conocieron el objeto de la expedición. Los i ésaouls llevaban a los hijos de Bulba la bendición de su madre, y a cada uno de ellos la imagen de madera de ciprés sacada del monasterio de Megigovsk en Kiev. Los dos hermanos se colgaron las santas imágenes al cuello, y ambos se pusieron pensativos al recuerdo de su anciana madre. ¿Qué les profetizaba esta bendición? ¿La victoria sobre el enemigo, seguida de un alegre regreso a su patria, con abundante botín, y sobre todo con la gloria digna de ser eternamente cantada por los tocadores de bandola, o bien…?

Pero lo porvenir es desconocido; está delante del hombre, como una espesa niebla de otoño que se eleva de los pantanos. Las aves la atraviesan perdidas, sin conocerse, la paloma sin ver al milano, el milano sin ver a la paloma, y ni uno ni otro sabe si está cerca o lejano su fin.

Eustaquio, después de recibir las imágenes, se ocupó en los quehaceres cotidianos, y se retiró pronto a su kouren. Respecto a su hermano, sentía involuntariamente oprimido el corazón. Los cosacos habían cenado ya. El día acababa de expirar, sucediéndole una hermosa noche de verano. Pero Andrés no se reunió a su kouren, y no pensaba tampoco en dormir. Hallábase sumergido en la contemplación del espectáculo que se desarrollaba ante sus ojos. Miríadas de estrellas vertían desde el alto cielo una luz pálida y fría. Una vasta extensión de llanura estaba cubierta de carros dispersos cargados con las provisiones y el botín, y debajo de los cuales colgaban los cántaros para llevar la brea. En torno y debajo de los carros se veían grupos de zaporogos tendidos sobre la hierba, durmiendo en distintas posiciones. El uno tenía un saco por almohada, el otro su gorra, el de más allá apoyado sobre el costado de su compañero. Todos llevaban un sable en su cintura, un mosquete, una pipa de madera, un eslabón y punzones. Los pesados bueyes estaban acostados con las piernas dobladas, formando grupos blanquizcos, y pareciendo de lejos gruesas piedras inmóviles esparcidas en la llanura; por todas partes sentíanse los sordos ronquidos de los dormidos soldados, a los cuales contestaban con relinchos sonoros los caballos incomodados por sus trabas.

Sin embargo, una claridad solemne y lúgubre aumentaba la belleza de esta noche de julio; era el reflejo del incendio de los pueblos del contorno. Aquí, la llama se extendía ancha y tranquila iluminando la atmósfera allá, encontrando escaso combustible, se elevaba en delgados torbellinos hasta las estrellas. Desprendíanse trozos inflamados para ir a parar y apagarse lejos del incendio. Por este lado, veíase un monasterio con las paredes ennegrecidas por el fuego, sombrío y grave como un monje velado con su capuchón mostrando a cada reflejo su lúgubre grandeza; por el otro, ardía el gran jardín del convento; creíase oír el silbido de los árboles que retorcía la llama, y cuando del seno de la espesa humareda salía un rayo luminoso, alumbraba con su luz violácea infinidad de ciruelas maduras, y cambiaba en frutas de oro las peras que mostraban su color amarillo a través del sombrío follaje. A cualquier parte donde se dirigía la mirada, veíase, pendiente de las almenas o de las ramas, algún monje o algún desventurado judío cuyo cuerpo se consumía con todo lo demás. Multitud de aves agitábanse delante de aquella inmensa hoguera, y de lejos asemejábanse a otras tantas crucecitas negras. La ciudad dormía, desprovista de defensores. Las agujas de los templos, los techos de las casas, las almenas de los muros y las puntas de las empalizadas se inflamaban silenciosamente con el reflejo de los lejanos incendios.

Andrés recorría las filas de los cosacos; las hogueras, en torno de las cuales se sentaban los centinelas, solo arrojaban una claridad mortecina, y los mismos centinelas se dejaban vencer por el sueño, después de haber satisfecho hasta la saciedad su apetito cosaco. El joven se admiró de semejante abandono, pensando que era una fortuna el que no hubiese enemigos por aquellos contornos. Por fin, acercóse él mismo a uno de los carros, trepó encima, y se acostó con la cara al aire, juntando sus manos encima la cabeza; pero no pudo conciliar el sueño y permaneció largo tiempo mirando el cielo. El aire era puro y transparente; las estrellas que forman la vía láctea brillaban con una luz blanca y confusa. Andrés se adormecía por momentos, y el primer velo del sueño ocultábale la vista del cielo, que volvía a aparecer de nuevo. De repente parecióle que una figura extraña se dibujaba rápidamente delante de él. Creyendo que era una imagen creada por el sueño y que iba a desvanecerse, abrió más los ojos y vio en efecto una figura pálida y extenuada, que se inclinaba hacia él y le miraba atentamente. Cabellos largos y negros como el carbón se escapaban en desorden de un velo sombrío echado negligentemente sobre la cabeza, y el brillo singular de sus pupilas, el tinte cadavérico del semblante podían hacerle creer en una aparición. Andrés tomó con precipitación su mosquete, y exclamó con alterada voz:

—¿Quién eres tú? Si eres un espíritu maligno desaparece. Si eres un ser viviente, has escogido mala ocasión para reír, pues voy a matarte.

Por toda contestación, la aparición se puso el dedo en los labios pareciendo implorar silencio. Andrés dejó su mosquete, y se puso a mirarla con más atención. Sus largos cabellos, su cuello y su pecho medio desnudos, le revelaron que era una mujer. Pero no era polaca; su rostro demacrado tenía un tinte aceitunado, los anchos pómulos de sus mejillas le salían extremadamente, y los párpados de sus estrechos ojos se levantaban en los ángulos exteriores. Cuanto más contemplaba las facciones de esa mujer, más encontraba en ellas el recuerdo de un semblante conocido.

—Dime, ¿quién eres? —exclamó por fin— me parece que te he visto en alguna parte.

—Sí, hace dos años, en Kiev.

—¡En Kiev, hace dos años! —repitió Andrés repasando en su memoria todo lo que le recordaba su vida de estudiante.

Miróla otra vez con profunda atención, exclamando de repente:

—¡Tú eres la tártara, la criada de la hija del vaivoda!

—¡Chist! —dijo ella, cruzando sus manos con suplicante angustia, temblando de miedo y mirando a todos lados por si el grito de Andrés había despertado a alguien.

—Contesta: ¿cómo y por qué estás aquí? —decía el joven con voz baja y entrecortada. ¿En dónde se halla la señorita? ¿vive?

—Está en la ciudad.

—¡En la ciudad! —dijo Andrés ahogando con dificultad un grito de sorpresa y sintiendo que toda su sangre refluía al corazón. ¿Por qué se encuentra allí?

—Porque también está en la ciudad el anciano señor. Hace un año y medio que le hicieron vaivoda de Doubno.

—¿Se ha casado la señorita?… Pero habla, habla pues.

—Dos días hace que no ha comido nada.

—¡Cómo!…

—No hay ya un pedazo de pan en la ciudad. Hace una porción de días que los habitantes no comen más que tierra.

Andrés quedó petrificado.

—La señorita te ha visto desde el parapeto con los otros zaporogos, y me ha dicho: “Anda, di al caballero, si se acuerda de mí, que venga a encontrarme; si no, que te dé al menos un pedazo de pan para mi anciana madre, pues no quiero verla morir. Suplícaselo, abraza sus rodillas; él tiene también una anciana madre; que te dé pan por amor a ella.”

Multitud de sentimientos diversos se despertaron en el corazón del joven cosaco.

—Pero, ¿cómo has podido venir hasta aquí?

—Por un camino subterráneo.

—¿Hay, pues, un camino subterráneo?

—Sí.

—¿En dónde?

—¿No nos harás traición, caballero?

—No, lo juro por la santa cruz.

—Después de bajar la torrentera y atravesar el riachuelo, allí donde crecen juncos.

—¿Y este camino va a parar a la ciudad?

—Directamente al monasterio.

—Vamos, vamos enseguida.

—Pero, en nombre de Cristo y de su santa madre, un pedazo de pan.

—Bien, te lo traeré. Quédate cerca del carro, o mejor, acuéstate encima. Nadie te verá, todos duermen. Vuelvo enseguida.

Y se dirigió hacia los carros de las provisiones de su kouren. El corazón le palpitaba con violencia. Todo su pasado, todo cuanto había borrado su ruda y guerrera vida de cosaco volvía a nacer de repente, y lo presente se desvanecía a su vez. Entonces apareció de nuevo ante sus ojos una imagen de mujer con sus hermosos brazos, su boca risueña y sus magníficas trenzas de cabellos. No, esta imagen no había desaparecido nunca completamente de su alma; y aunque había dejado lugar para otras ideas más varoniles, frecuentemente turbaba todavía el sueño del joven cosaco.

Andrés andaba, y los latidos de su corazón eran cada vez más fuertes a la idea de que bien pronto volvería a verla, y sus rodillas temblaban. Cuando hubo llegado cerca de los carros, olvidó el objeto que le había llevado allí, y se pasó la mano por la frente procurando recordarlo. De repente se estremeció a la idea de que ella moría de hambre.

Apoderóse de varios panes negros, pero la reflexión le recordó que este alimento, excelente para un zaporogo, sería para la joven demasiado grosero. Entonces recordó que, en la víspera, el kochevoi riñó a los cocineros del ejército por haber empleado para hacer papas toda la harina negra que quedaba, y que debía durar tres días. Seguro, pues, de encontrar papas preparadas en las grandes calderas, Andrés tomó una pequeña cacerola de viaje que pertenecía a su padre, y fue en busca del cocinero de su kouren que dormía tendido entre dos marmitas debajo de las cuales humeaba todavía la ceniza caliente. Con gran sorpresa, las encontró vacías una y otra. Para comer todas aquellas papas era preciso haber empleado fuerzas sobrehumanas, pues su kouren contaba menos hombres que los otros. Prosiguió la inspección de las otras marmitas, y no encontró nada en ninguna parte. Involuntariamente recordó el proverbio: “Los zaporogos son como los niños; cuando hay poco, se contentan, pero si hay mucho, no dejan nada” ¿Qué hacer? Había en el carro de su padre un saco de panes blancos que habían saqueado en un monasterio. Acercóse al carro, pero el saco había desaparecido. Eustaquio se lo había puesto por cabecera y roncaba tendido en el suelo. Andrés agarró el saco con una mano y lo levantó bruscamente; la cabeza de su hermano dio contra el suelo, y él mismo se levantó medio despierto, exclamando sin abrir los ojos.

—¡Detengan, detengan al polaco del diablo!, alcancen su caballo.

—Calla o te mato —exclamó Andrés sobresaltado amenazándole con el saco.

Pero Eustaquio había enmudecido ya; volvió a caer al suelo, y se puso a roncar hasta el extremo de mover la hierba que rozaba su semblante. Andrés echó una mirada de terror por todos lados. Reinaba absoluta tranquilidad; únicamente en el kouren vecino se había levantado una cabeza con el pelo flotante; pero después de echar vagas miradas, volvió a tumbarse en el suelo. Al cabo de un rato de espera se alejó llevándose su botín. La tártara estaba tendida respirando apenas.

—Levántate —le dijo— todo el mundo duerme, nada temas. ¿Podrás levantar uno de esos panes, si yo no pudiese llevarlos todos?

Cargóse el saco a cuestas, tomó otro lleno de mijo, que tomó de otro carro, agarró con sus manos los panes que había querido dar a la tártara, y, encorvado bajo su peso, pasó intrépidamente a través de las filas de los dormidos zaporogos.

—¡Andrés! —dijo el anciano Bulba en el momento que su hijo pasaba por delante de él.

El corazón del joven se heló. Detúvose, y, temblando de pies a cabeza, respondió en voz baja:

—¡Y bien! ¿Qué?

—Tienes una mujer en tu compañía, y te aseguro que mañana te daré una soberana paliza. Las mujeres no te traerán nada bueno.

Dicho esto, levantó la cabeza sobre su mano, y se puso a contemplar atentamente a la tártara que iba envuelta en su velo.

El joven permanecía inmóvil, más muerto que vivo, sin atreverse a mirar de frente a su padre. Cuando por fin se decidió a levantar los ojos, notó que Bulba se había dormido con la cabeza sobre la mano.

Andrés se santiguó; su terror se disipó más pronto de lo que había venido. Al volverse para dirigirse a la tártara, viola delante de él, inmóvil como una sombría estatua de granito, perdida en su velo, y el reflejo de un lejano incendio iluminó de repente sus ojos, extraviados como los de un moribundo. Sacudióla por la manga, y los dos se alejaron mirando frecuentemente detrás de sí. Bajaron a una torrentera, en el fondo de la cual se arrastraba perezosamente un cenagoso arroyo cubierto de juncos que crecían sobre algunos terrones de tierra. Una vez en el fondo de la torrentera, la llanura con el tabor de los zaporogos desapareció de su vista; y Andrés al volverse, solo vio una cuesta escarpada, en cuya cúspide se balanceaban algunas hierbas, secas y finas, y por encima brillaba la luna semejante a una dorada hoz. Una ligera brisa, soplando de la estepa, anunciaba la proximidad del nuevo día. Pero el canto del gallo no se oía en ninguna parte; hacía mucho tiempo que no se le había oído, ni en la ciudad, ni en los devastados alrededores. Pasaron una palanca colocada sobre el arroyo, y a su frente se levantó la otra orilla, más alta aún y más escarpada. Este paraje era considerado como el sitio mejor fortificado de todo el recinto natural, pues el parapeto de tierra que le coronaba era más bajo que en otras partes, y no se veían en él centinelas. Un poco más allá se elevaban las espesas murallas del convento. Espesos matorrales cubrían la cuesta que tenían delante de ellos; entre esta cuesta y el arroyo se extendía un pequeño terraplén en el cual crecían juncos de la altura de un hombre. La tártara quitóse sus zapatos, y adelantóse con precaución levantando su vestido, porque el suelo movedizo estaba impregnado de agua. Después de conducir a duras penas a Andrés a través de los juncos, detúvose delante de un enorme montón de ramas secas; apartadas éstas, descubrieron una especie de bóveda subterránea cuya abertura no era más grande que la boca de un horno. La tártara penetró primero en ella con la cabeza baja, el joven la siguió encorvándose todo lo posible para pasar sus sacos y sus panes, y pronto se encontraron los dos en medio de una obscuridad absoluta.

 

VI

Precedido de la tártara, y encorvado bajo sus sacos de provisiones, Andrés avanzaba penosamente en el estrecho y sombrío subterráneo.

—Pronto podremos ver —le dijo su conductora— pues nos acercamos al sitio en donde he dejado mi luz.

En efecto, las negras paredes del subterráneo empezaban a iluminarse poco a poco. Los dos expedicionarias llegaron a una pequeña plataforma que parecía ser una capilla, pues en las paredes estaba arrimada una mesa en forma de altar, encima de la cual había una antigua imagen ennegrecida de la Virgen. Una lamparita de plata, suspendida delante de esta imagen, la iluminaba con su pálida luz. La tártara se agachó, tomó del suelo su candelero de cobre cuya caña larga y delgada estaba rodeada, de cadenillas de las cuales pendían espabiladeras, un apagador y un punzón, y encendió la vela en la luz de la lámpara. Ambos prosiguieron su camino, ora iluminados por una viva luz, ora envueltos en una sombría obscuridad, como los personajes de un cuadro de Gérard delle Notti. El semblante del joven cosaco, en el que brillaba la salud y la fuerza, formaba un sorprendente contraste con el de la tártara, pálido y extenuado. El pasaje empezó a ser más ancho y más alto, de modo que Andrés pudo levantar la cabeza y examinar atentamente las paredes de tierra del pasaje por donde caminaban. Lo mismo que en los subterráneos de Kiev, veíanse hoyos llenos los unos de ataúdes, los otros de huesos esparcidos que la humedad había reblandecido como una pasta. Allí yacían también santos anacoretas que huyeron del mundo y sus seducciones. Tan grande era la humedad en ciertos parajes, que andaban sobre agua. A menudo tenía Andrés que detenerse para que descansase su compañera cuya fatiga era cada vez mayor. Un pedazo de pan que había devorado le causaba un vivo dolor de estómago, desacostumbrado ya a todo alimento, y con frecuencia se detenía sin poder avanzar un paso más. Por fin, encontraron una pequeña puerta de hierro delante de ellos.

—¡Gracias a Dios que ya hemos llegado! —dijo la tártara con voz débil y levantó la mano para llamar, pero le faltaron las fuerzas.

En vista de esto, Andrés llamó, y tan vigorosamente, que el golpe resonó de modo que dio a conocer que dejaban a sus espaldas un largo espacio vacío; después el eco cambió de naturaleza como si se hubiese prolongado debajo de elevados arcos. Dos minutos después oyóse el ruido de llaves y de alguno que bajaba los peldaños de una escalera de caracol. La puerta se abrió. Un monje en pie con las llaves en una mano y una linterna en la otra les hizo paso. Andrés retrocedió involuntariamente a la vista de un monje católico, objeto de odio y desprecio para los cosacos, que les trataban todavía más inhumanamente que a los judíos. El monje, por su parte, retrocedió algunos pasos viendo a un zaporogo; pero una palabra que le dio la tártara en voz baja le tranquilizó. El monje, después de cerrar la puerta tras ellos, les condujo por la escalera, y en breve se encontraron bajo las altas y sombrías bóvedas de la iglesia.

Delante de uno de los altares, en el que ardían infinidad de cirios, estaba un sacerdote arrodillado, orando en voz baja, y a ambos lados tenía, también arrodillados, dos jóvenes diáconos con casullas color de violeta adornadas de encaje blanco, y con incensarios en la mano. Pedían un milagro, la salvación de la ciudad, fortaleza para los ánimos decaídos, el don de la paciencia, la fuga del espíritu tentador que les hacía murmurar, que les inspiraba ideas tímidas y cobardes. Algunas devotas semejantes a espectros, estaban asimismo de rodillas, apoyadas sus frentes sobre el respaldo de los bancos de madera y sobre los reclinatorios. Algunos hombres permanecían apoyados contra los pilares, en un triste y desalentado silencio. La alta ventana de cristales pintados que coronaba el altar se iluminó de repente con los rosados colores del alba naciente, y los dibujos encarnados, azules y de todos los colores, se diseñaron sobre el sombrío pavimento de la iglesia. Todo el coro quedó inundado de luz, y el humo del incienso, inmóvil en el aire, se pintó de todos los colores del iris. Desde su obscuro rincón, Andrés contemplaba admirado el milagro, verificado por la luz. En este instante, el solemne sonido del órgano repercutió por todo el templo, y aumentando cada vez más, estalló como un trueno, subiendo luego bajo las naves en sonidos argentinos, como voces infantiles; luego repitió su sonido sonoro y se calló bruscamente. Largo tiempo después, las vibraciones hicieron temblar las arcadas, y Andrés permanecía lleno de la admiración que le causaba esta música solemne, cuando sintió que alguien le tiraba de su caftán.

—Ya es tiempo —dijo la tártara.

Los dos atravesaron la iglesia sin ser vistos, y salieron a una gran plaza. El cielo estaba enrojecido con los colores de la aurora, y todo anunciaba la salida del sol. La plaza, que era cuadrada, estaba completamente desierta. En el centro de ella estaban colocadas algunas mesas de madera, indicando haber estado allí el mercado de los comestibles. El suelo, sin empedrar, estaba cubierto por una espesa capa de lodo seco, y toda la plaza estaba, rodeada de casitas edificadas con ladrillos y arcilla, cuyas paredes sostenían vigas cruzadas. Sus puntiagudos techos tenían infinidad de lumbreras. En uno de los lados de la plaza, cerca de la iglesia, elevábase un edificio que se diferenciaba de los otros, y que parecía ser el Ayuntamiento. La plaza entera carecía de animación. Sin embargo, Andrés creyó oír débiles gemidos; echó una mirada a su alrededor, y vio un grupo de hombres tendidos en el suelo sin movimiento; los examinó, dudando si estaban dormidos o muertos. En este momento tropezó con un objeto que no había distinguido: era el cadáver de una judía que, a pesar de la horrible contracción de su semblante, parecía joven. Su cabeza estaba envuelta en un pañuelo de seda encarnada; dos sartas de perlas adornaban los lazos que colgaban de su turbante; algunas mechas de rizados cabellos caían sobre su descarnado cuello, y cerca de ella estaba tendida una criaturita apretando convulsivamente su pecho, que había torcido a fuerza de buscar en él alimento. No gritaba ni lloraba ya; únicamente por el movimiento intermitente de su vientre se conocía que aun no había exhalado el último suspiro. Al doblar una esquina, detúvole un loco furioso que, viendo la preciosa carga que Andrés llevaba, se arrojó sobre él como un tigre, gritando:

—¡Pan! ¡Pan!

Pero sus fuerzas no igualaban a su rabia; Andrés le rechazó, y cayó rodando por tierra. Pero el joven cosaco, movido a compasión, le arrojó un pan, que el otro se puso a devorar ansiosamente; y en la misma plaza expiró este hombre entre horribles convulsiones. Casi a cada paso encontraba víctimas del hambre. A la puerta de una casa estaba sentada una anciana, no pudiéndose decir si estaba muerta o viva, pues permanecía inmóvil y con la cabeza inclinada sobre su seno. Del techo de una casa vecina pendía del extremo de una cuerda el cadáver, largo y flaco de un hombre que, no habiendo podido sobrellevar hasta el fin sus sufrimientos, se había ahorcado. A la vista de todos estos horrores, el joven cosaco no pudo menos de preguntar a la tártara:

—¿Pero es posible que en tan corto espacio de tiempo, no hayan encontrado todas esas gentes nada para sostener su vida? En tales extremos el hombre puede alimentarse de substancias que la ley prohibe.

—Todo se ha comido —respondió la tártara— todos los animales; no se encuentra ya un caballo, ni un perro, ni un ratón en toda la ciudad. Nunca habíamos hecho provisión de comestibles, pues todo lo traían del campo.

—Pero, muriendo tan cruelmente, ¿cómo pueden pensar aún en defender la ciudad?

—Tal vez el vaivoda se hubiera rendido; pero ayer por la mañana el polkovnik, que se halla en Boujany, envió un halcón con un billete en el cual encargaba que siguiéramos defendiéndonos, que él avanzaba para hacer levantar el sitio, y que no esperaba más que otro polk con el fin de obrar juntos; mientras tanto, nosotros esperamos a cada momento su socorro… Pero henos aquí delante de la casa.

Andrés había visto ya de lejos una casa que no se asemejaba a las otras y que parecía haber sido construida por un arquitecto italiano. Era de ladrillos, y tenía dos pisos. Las ventanas de la planta baja estaban guarnecidas con adornos de piedra en relieve; el piso superior se componía de pequeños arcos formando galería; entre los pilares y los esconces, veíanse rejas de hierro con los escudos de la familia. Una espaciosa escalera de ladrillos pintados descendía hasta la plaza. En sus últimos peldaños estaban sentados dos guardias que sostenían con una mano sus alabardas y con la otra sus cabezas: parecían más bien dos estatuas que dos seres vivientes; no prestaron ninguna atención a los que subían la escalera, al extremo de la cual Andrés y la tártara encontraron un caballero cubierto con una rica armadura y con un libro de oraciones en la mano; levantó lentamente sus pesados párpados; pero, a una palabra de la tártara, los volvió a dejar caer sobre las páginas de su libro.

Andrés y su guía entraron en una espaciosa sala que parecía destinada para las recepciones, la cual estaba llena de soldados, coperos, cazadores y criados de toda especie que cada noble polaco creía necesarios a su categoría. Todos estaban sentados y silenciosos. Sentíase el olor de un cirio que acababa de apagarse, y se veían arder otros dos colocados en candeleros de la altura de un hombre, a pesar de que hacía largo rato que la claridad del día penetraba por la ancha ventana enrejada. Andrés iba a adelantarse hacia una gran puerta de encina, adornada con escudos y cinceladuras; pero la tártara le detuvo, y le mostró una puertecita practicada en el muro del lado. Entraron en un corredor, y luego en un aposento que Andrés examinó con atención. El débil rayo de luz que se filtraba por una rendija del ventanillo pintaba una línea luminosa en una cortina de seda encarnada, en una cornisa dorada y en un marco de cuadro. La tártara dijo al joven que se quedase en aquella estancia, abriendo en seguida la puerta de otra pieza en donde había luz artificial. Andrés oyó el débil cuchicheo de una voz que le hizo estremecer. En el momento de abrirse la puerta distinguió la esbelta figura de una joven. La tártara volvió enseguida, diciéndole que entrase. Cuando pasó el umbral de la puerta, ésta se volvió a cerrar tras él. En el aposento ardían dos cirios, y una lámpara delante de una santa imagen, a cuyos pies, según costumbre católica, había un reclinatorio. Pero no era eso lo que el joven buscaba: volvió, pues, la cabeza a otro lado, y vio a una mujer que parecía haberse detenido al hacer un movimiento rápido: la joven se precipitaba hacia él, pero se quedó inmóvil; hasta él mismo permaneció clavado en su sitio. Esa joven no era la que él creía volver a ver, la que había conocido: era mucho más hermosa. En otro tiempo había en ella algo incompleto, no acabado: ahora parecíase a la creación de un artista que acabara de recibir la última mano; en otro tiempo era una jovencita delgada, ahora era ya una mujer, y en todo el esplendor de su belleza. Sus ojos levantados no expresaban ya un simple bosquejo del sentimiento, sino el sentimiento completo. No habiendo tenido tiempo para enjugar su llanto, las lágrimas daban a sus mejillas un barniz brillante. Su cuello, espaldas y garganta habían llegado a los verdaderos límites de la hermosura en todo su desarrollo. Una parte de sus espesas trenzas estaban sujetas a la cabeza por un peine y las otras caían en largas ondulaciones sobre sus espaldas y brazos. Su extrema palidez no alteraba su belleza, antes al contrario, le comunicaba un encanto irresistible. Andrés sentía como un terror religioso, manteniéndose en su inmovilidad ella quedó también sorprendida al aspecto del joven cosaco que se presentaba con todas las ventajas de su varonil belleza. La firmeza brillaba en sus ojos cubiertos por aterciopeladas cejas, y la salud y la frescura en sus tostadas mejillas; su negro bigote relucía como la seda.

—Yo no puedo darte las gracias, generoso caballero —dijo la joven con trémula voz. Dios solo puede recompensarte.

Bajó los ojos que cubrieron sus blancos párpados guarnecidos de largas y sombrías pestañas; su cabeza se inclinó, y un ligero rubor coloreó la parte inferior de su semblante. Andrés no sabía qué contestarle; hubiera querido expresarle cuanto su alma sentía, y expresárselo con el mismo fuego con que lo sentía, pero le fue imposible: su boca parecía cerrada por un poder desconocido; faltábale el sonido a su voz; comprendía que él, educado en un seminario, y llevando después una existencia guerrera y nómada, no podía contestar a la joven, y se indignó contra su naturaleza cosaca.

En este momento, la tártara entró en el aposento; había tenido ya tiempo de cortar en pedazos el pan que trajera Andrés, y presentólo a su ama en una bandeja de oro. La joven la miró, luego miró el pan, deteniendo por fin su mirada sobre el cosaco. Esta mirada, conmovida y llena de reconocimiento, en la que se leía la impotencia de expresarse con la lengua, fue mejor comprendida por Andrés que lo hubiesen sido largos discursos. Su alma se sintió aliviada, pareciéndole que se la habían desatado. Iba a hablar, cuando de repente la joven se volvió hacia su sirvienta, y le dijo con inquietud:

—¿Y mi madre? ¿Le has llevado pan?

—Duerme.

—¿Y a mi padre?

—Ya se lo he llevado. Me ha dicho que vendría en persona a dar las gracias a este caballero.

La joven, tranquilizada con esto, tomó el pan y lo llevó a sus labios. Andrés la contemplaba con inexplicable alegría romper el pan y comérselo con avidez, cuando de repente recordó aquel loco furioso a quien había visto morir por haber devorado un pedazo de pan. Palideció, y agarrándola por el brazo:

—Basta —le dijo— no comas más. Hace tanto tiempo que no has tomado alimento que el pan te haría mal.

La joven dejó enseguida caer su brazo, y volviendo a poner el pan en el plato, miró a Andrés como lo hubiera hecho un niño dócil.

—¡Oh, soberana mía! —exclamó Andrés con transporte— manda lo que quieras; pídeme la cosa más imposible del mundo, y te obedeceré; dime que haga lo que no haría ningún hombre, y lo haré me perdería por ti: te juro por la santa cruz, que me es imposible decirte cuan dulce sería eso para mí. Poseo tres pueblos; me pertenece la mitad de los caballos de mi padre; todo lo que mi madre le ha dado en dote y todo lo que ella le oculta es mío; ningún cosaco tiene armas semejantes a las mías; por un solo sablazo se me da una caballada y tres mil carneros; ¡pues bien! ¡Todo eso lo abandonaré, lo quemaré, aventaré sus cenizas por una sola palabra tuya, por un solo movimiento de tus cejas negras! Tal vez lo que digo no son más que locuras y necedades; sé perfectamente que yo, que he pasado la vida en la setch, no puedo hablar como se habla en los palacios de los reyes, príncipes y nobles señores. Veo que eres una criatura de Dios muy diferente de nosotros, y que aventajas en mucho a las otras mujeres de la nobleza.

Con creciente sorpresa, sin perder una sola palabra, pues prestaba toda su atención, la joven escuchó ese discurso lleno de franqueza y de calor, en el que se descubría una alma joven y fuerte. Inclinó hacia delante su hermoso rostro y quiso hablar; pero se detuvo bruscamente, pensando que aquel joven pertenecía a otro partido, y que su padre, sus hermanos y sus compañeros eran sus más acérrimos enemigos; y que los terribles zaporogos tenían bloqueada por todos lados la ciudad y condenados sus habitantes a una muerte segura. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Tomó un pañuelo bordado en seda, y, cubriéndose el rostro para ocultar su dolor, sentóse en una silla, en donde permaneció largo rato inmóvil, con la cabeza inclinada hacia atrás, y mordiéndose el labio inferior con sus dientes de marfil, como si hubiese sentido la picadura de alguna bestia venenosa.

—Dime una sola palabra —prosiguió Andrés, tomando su mano suave como la seda; pero ella guardaba silencio, sin descubrir su semblante, y permanecía inmóvil. ¿Por qué tanta tristeza?

La joven quitóse el pañuelo de los ojos, apartó los cabellos que cubrían su semblante, y con voz débil, semejante al triste y ligero ruido de los juncos agitados por el viento de la tarde, balbuceó:

—¿No soy digna de eterna compasión? Mi madre, ¿no es desgraciada? ¿No es mi suerte bien amarga? ¡Oh destino mío! ¿No eres mi verdugo? Tú has conocido a mis plantas a los nobles más dignos, a los más ricos caballeros, condes y barones extranjeros, y a toda la flor de nuestra nobleza. La mayor felicidad para todos ellos hubiese sido mi amor; no tenía que hacer más que escoger para que el más hermoso, el más noble fuese mi esposo. ¡Oh destino cruel! Por ninguno de ellos has hecho latir mi corazón; pero has hecho que ese débil corazón palpite por un extranjero, por un enemigo, desdeñando a los mejores caballeros de mi patria. ¿Qué delito he cometido para que me persigas ¡oh santa Madre de Dios! tan inhumanamente? Mis días se deslizaban en la abundancia y la riqueza. Los más delicados manjares, los vinos más preciosos servían para mi cotidiano alimento. ¿Y para qué? Para hacerme morir de una muerte horrible, como no muere ningún mendigo del reino; y es poco verme condenada a tan impía suerte, es poco verme obligada a presenciar, antes de mi propio fin, en medio de mil horrorosos sufrimientos, la agonía de mi padre y de mi madre, por quienes hubiera dado cien veces la vida; es poco todo eso: es preciso que antes que la muerte ponga término a mi existencia, que la vuelva a ver, que la oiga, que sus palabras me desgarren el corazón, que aumente la amargura de mi suerte, que me sea aún más penoso abandonar mi existencia, tan joven aún, que mi muerte sea más espantosa, y que al morir les llene aún más de reproches, a ti, mi cruel destino, y a ti (perdona mi pecado) ¡oh santa Madre de Dios!

Cuando calló, en su semblante, en su frente tristemente inclinada y en sus mejillas humedecidas por las lágrimas se pintaba una expresión de dolor y de abatimiento.

—No, no se dirá —exclamó Andrés— que la más bella y mejor de las mujeres tenga que sufrir una tan lastimosa suerte, cuando ha nacido para que todo lo que hay en el mundo de más elevado se incline ante ella como ante una santa imagen. ¡No, no morirás; juro por mi nacimiento y por cuanto amo que no morirás! Pero si nada puede salvarte, ni la fuerza, ni el valor, ni las súplicas; si nada puede conjurar tu desventurada suerte, moriremos juntos, y moriré antes que tú, en tu presencia, y tan solo después de muertos nos podrán separar.

—No te engañes, caballero, ni me engañes —contestó ella meneando lentamente la cabeza. Sé perfectamente que no te es posible amarme, pues conozco tu deber. Tienes padre, amigos y una patria que te llaman, y nosotros somos tus enemigos.

—¿Qué me importan mis amigos, mi patria y mi padre? —prosiguió el joven cosaco levantando con altivez su frente e irguiendo su figura alta y esbelta como un junco del Dnieper—. Yo no tengo a nadie, a nadie, a nadie —repitió obstinadamente, haciendo un gesto con el cual un cosaco expresa un partido tomado y una voluntad irrevocable—. ¿Quién me ha dicho que la Ukrania es mi patria? ¿Quién me la ha dado por patria? La patria es lo que nuestra alma desea y adora, lo que amamos más que todo; mi patria eres tú; y esa patria no la abandonaré mientras viva, la llevaré en mi corazón. ¡Que vengan a arrancármela!

La joven permaneció inmóvil un instante, miróle fijamente en los ojos, y de repente, con esa impetuosidad de que es capaz una mujer que solo vive por los impulsos del corazón, se precipitó hacia él, le estrechó en sus brazos y se puso a sollozar. En este momento resonaron en la calle gritos confusos y ruido de trompetas y timbales. Pero Andrés no los oía; solo sentía la tibia respiración de su amada que le acariciaba la mejilla, sus lágrimas que le bañaban el semblante, sus largos cabellos que le envolvían la cabeza como una redecilla sedosa y odorífera.

De repente entró la tártara en el aposento lanzando gritos de alegría.

—Estarnos salvados —decía fuera de sí— los nuestros han entrado en la ciudad, y traen abundantes víveres y zaporogos prisioneros.

Pero ninguno de los dos jóvenes prestó atención a lo que ella decía. En el delirio de su pasión, el cosaco aplicó sus labios en la boca que rozara su mejilla, y esta boca no dejó de responder.

Y el cosaco quedó perdido, perdido para toda la caballería cosaca. Jamás sus ojos volverán a ver la setch, ni los villorrios de su padre, ni el templo de su Dios; y la Ukrania no volverá a ver tampoco uno de sus más valerosos hijos. ¡El viejo Taras Bulba se arrancará un puñado de sus cabellos grises, y maldecirá el día y la hora en que, para su propia afrenta, dio la vida a semejante hijo!

 

VII

Todo era ruido y movimiento en la labor de los zaporogos; nadie podía explicarse exactamente cómo había entrado en la ciudad un destacamento de guardias reales; solo más tarde se supo que todo el kouren de Péreiaslav, colocado delante de una de las puertas de la ciudad, se había embriagado completamente; no era, pues, de extrañar que la mitad de los cosacos que lo componían hubiese sido muerta y la otra mitad prisionera, sin tener tiempo de defenderse. Antes que los koureni inmediatos, despertados por el ruido, pudiesen tomar las armas, los guardias reales entraban ya en la ciudad, y sus últimas filas sostenían el fuego contra los zaporogos mal despiertos que se arrojaban sobre ellos en desorden. El kochevoi hizo reunir el ejército, y una vez formados los soldados en círculo, y el sombrero en la mano, guardaron profundo silencio, díjoles:

—Ya ven, pues, señores hermanos, lo que ha sucedido esta noche; ya ven a lo que puede conducir la embriaguez; ya ven también la injuria que nos ha hecho el enemigo. Parece que esa es costumbre de ustedes; si se les da doble ración, están dispuestos a embriagarse de tal modo que el enemigo del nombre cristiano puede, no solamente quitarles los pantalones, sino escupirles en el rostro sin que lo noten ustedes.

Todos los cosacos tenían la cabeza baja, conociendo su culpa. Tan solo el ataman del kouren de Nésamai koff, Koukoubenko, levantó la voz, y dijo:

—Detente, padre; aunque no consta en la ley, que se pueda hacer ninguna observación cuando el kochevoi habla delante de todo el ejército, sin embargo, no habiendo pasado el hecho como tú dices, es preciso hablar. Tus reproches no son del todo justos. Los cosacos hubieran sido culpables y dignos de la muerte si se hubiesen embriagado durante la marcha, en batalla u ocupados en un trabajo importante y difícil, pero estábamos allí mano sobre mano, y aburriéndonos delante de la ciudad. No estábamos en cuaresma ni teníamos que guardar ninguna abstinencia ordenada por la Iglesia. ¿Cómo quieres, pues, que el hombre no beba cuando nada tiene que hacer? En eso no hay pecado. Pero ahora vamos a enseñarles lo que cuesta atacar a gentes inofensivas. Antes les derrotamos completamente, y ahora vamos a hacerlo de modo que no quede uno vivo.

El discurso del ataman gustó a los cosacos, los cuales levantaron sus cabezas, y muchos de ellos hicieron un signo de satisfacción, diciendo:

—Koukoubenko ha hablado bien.

Y Taras Bulba, que se hallaba no lejos del kochevoi, añadió:

—Parece, kochevoi, que Koukoubenko ha dicho la verdad. ¿Qué contestarás a eso?

—¿Qué contestaré? contestaré: ¡Dichoso el padre que ha dado el ser a semejante hijo! El decir una palabra de reprensión no prueba gran sabiduría; pero la prueba una frase que, sin hacer burla de la desventura del hombre, le reanima, le devuelve el valor, como las espuelas se lo devuelven al caballo que abrevando, ha perdido el calor. Yo quería también enseguida dirigiros una palabra consoladora, pero Koukoubenko se me ha anticipado.

—¡El kochevoi ha hablado bien! —exclamaron en las filas de los zaporogos.

—Es un buen orador —decían otros.

—Y hasta los más ancianos, que estaban allí como palomos grises, hicieron con sus bigotes una mueca de satisfacción, diciendo:

—Sí, es un buen orador.

—Ahora, escúchenme, señores —prosiguió el kochevoi. Tomar una fortaleza escalando sus muros o bien agujerearlos a la manera de los ratones, como hacen los pícaros alemanes (¡qué hasta sueñan con el demonio!), es indecente e impropio de los cosacos. No creo que el enemigo haya entrado en la ciudad con grandes vituallas, pues llevaba pocos carros. Los habitantes de la ciudad están hambrientos, lo que quiere decir que se lo comerán todo de una vez; y respecto al forraje para los caballos, a fe mía que no sé de dónde lo sacarán, a menos que alguno de sus santos se lo eche desde el cielo… cosa que solo Dios lo sabe, pues sus sacerdotes no sirven más que para hablar. Por esta razón o por otra concluirán por salir de la ciudad. Divídase, pues, el ejército en tres cuerpos, y que se sitúen delante de las tres puertas: cinco koureni al frente de la principal, y tres al frente de cada una de las otras dos; pónganse en emboscada el kouren de Diadnio y el de Korsoun, como también el polkovnik Taras Bulba, con todo su polk. Los koureni de Titareff y de Tounnocheff, formarán la reserva al lado derecho; los de Tcherbinoff y de Steblikiv, al izquierdo. Y ustedes los jóvenes que se encuentran con ánimo para insultar y para excitar al enemigo, salgan de las filas. Los polacos tienen muy poco seso; no saben soportar las injurias, y tal vez hoy mismo saldrán de la ciudad. Que cada ataman pase revista a su kouren, y si nota que no está completo, que tome gente de los restos del de Péreiaslav. Inspecciónenlo todo detenidamente; den a cada cosaco un vaso de vino y un pan. Pero creo que estarán bastante satisfechos de lo que comieron ayer, pues, a decir verdad, es tanto lo que han engullido esta noche, que, si me asombro, es de que no hayan reventado todos. Otra cosa mando: si algún tabernero judío se atreve a vender un vaso de vino ¡uno solo! a ningún cosaco, le haré clavar en la frente una oreja de puerco, y le haré colgar cabeza abajo. ¡A la obra, hermanos! ¡A la obra!

En esta forma distribuyó sus órdenes el kochevoi. Todos le saludaron inclinándose profundamente, y, tomando el camino de sus carromatos, solo se encasquetaron sus gorros al llegar a una considerable distancia. Empezaron todos a equiparse, a probar sus lanzas y sus sables, a llenar sus frascos de pólvora, a preparar sus carromatos y a escoger sus cabalgaduras.

Al dirigirse a su campamento, Taras se puso a pensar, sin acertar, como es natural, sobre que habría sido de Andrés. ¿Le habían preso y agarrotado durante su sueño con los otros? Pero no, Andrés no era hombre para rendirse vivo; y, sin embargo, no se le había encontrado entre los muertos. Completamente entregado a sus reflexiones, Taras caminaba delante de su polk, sin oír que hacía largo rato se le llamaba por su nombre.

—¿Quién me llama? —dijo por fin saliendo de su meditación.

Delante de él estaba el judío Yankel.

—Señor polkovnik, señor polkovnik —decía con voz breve y entrecortada, como si hubiese querido hacerle partícipe de una noticia importante— he estado en la ciudad, señor polkovnik.

Taras miró al judío con sorpresa.

—¿Quién diablos te ha conducido allá?

—Voy a contárselo —dijo Yankel. Cuando a la salida del sol oí ruido y vi que los cosacos tiraban, tomé mi caftán, y, sin ponérmelo, eché a correr; pero en el camino me lo puse; como iba diciendo, eché a correr pues quería saber por mí mismo la causa de aquel ruido, y por qué los cosacos tiraban tan temprano. Llegué a las puertas de la ciudad en el momento de entrar en ella la retaguardia del convoy. Miré, y ¿a quién dirá que vi? al oficial Galandowitch, a quien conozco, pues hace tres años que me debe cien ducados. Le seguí para reclamar mi crédito, y he ahí cómo he entrado en la ciudad.

—¡Y qué! ¿Has entrado en la ciudad, y querías aún hacerle pagar su deuda? ¿Cómo, pues, no te ha hecho ahorcar como un perro?

—En efecto, quería hacerme colgar; sus gentes me habían ya rodeado la cuerda al cuello, pero me puse a suplicar al oficial; díjele que esperaría el pago de su deuda tanto tiempo como él quisiera, y prometí prestarle más dinero si quería ayudarme a reclamar lo que me deben otros caballeros; pues a decir verdad, el oficial Galandowitch no tiene un ducado en el bolsillo, ni más ni menos que si fuera cosaco, y eso que posee aldeas, casas, cuatro castillos y grandes estepas que se extienden hasta Chklov. Y ahora, si los judíos de Breslau no le hubiesen equipado, no hubiera podido ir a la guerra. Por esta causa tampoco ha podido comparecer en la dieta.

—¿Qué has hecho, pues, en la ciudad? ¿Has visto a los nuestros?

—¡Cómo no! Muchos hay allí de los nuestros: Itska, Rakhoum, Khaïvalkh, el intendente…

—¡Que el diablo confunda a esos perros malditos! —exclamó Taras colérico. Te hablo de nuestros zaporogos y no de tu maldita raza de judíos.

—No he visto a nuestros zaporogos, pero sí he visto al señor Andrés.

—¿Has visto a Andrés? —dijo Bulba. ¡Y bien! ¿Qué? ¿Cómo? ¿En dónde le has visto? ¿En una hoya, en una cárcel, atado, encadenado?

—¿Quién se hubiera atrevido a atar al señor Andrés? En este momento es uno de los más distinguidos caballeros; casi no le hubiera conocido. Lleva brazales de oro, cinturón de oro, todo es oro en su persona; brilla, como cuando en la primavera el sol reluce sobre la hierba. Y el vaivoda le ha dado su mejor caballo, ¡un caballo que vale doscientos ducados!

Bulba quedó estupefacto.

—¿Y por qué viste una armadura que no le pertenece?

—Porque es mejor que la suya; por eso se la ha puesto. Y ahora recorre las filas, y otros recorren las filas, y él enseña, y se le enseña, como si fuese el más rico de los caballeros polacos.

—¿Quién le obliga a hacer todo eso?

—No digo que se le haya obligado. ¿Ignora el señor Taras que se ha pasado al otro partido por su propia voluntad?

—¿Quién se ha pasado?

—El señor Andrés.

—¿A dónde se ha pasado?

—Al otro partido; ahora es de los suyos.

—¡Mientes, oreja de marrano!

—¿Cómo es posible que yo mienta? ¿Soy tan tonto para mentir exponiendo mi propia cabeza? ¿Ignoro acaso que un judío es ahorcado como un perro, si se atreve a mentir delante de un caballero?

—¿Es decir que, según tú, ha vendido su patria y su religión?

—Yo no he dicho que haya vendido nada, sino que se ha pasado al otro partido.

—Mientes, judío del diablo; esto no se ha visto nunca en tierra cristiana. Mientes, perro.

—Que la hierba crezca en el umbral de la puerta de mi casa, si he faltado a la verdad; que todo el mundo escupa en la tumba de mi padre, de mi madre, de mi suegro, de mi abuelo y del padre de mi madre, si yo miento. Si el señor lo desea, voy a decirle por qué se ha pasado.

—¿Por qué?

—¡El vaivoda tiene una hija tan hermosa, santo Dios, tan hermosa…!

Aquí el judío procuró expresar por sus gestos la hermosura de la joven, separando las manos, guiñando el ojo, y relamiéndose los labios como si probase algo dulce.

—Y bien, ¿qué? Después…

—Por ella se ha pasado al otro partido. Cuando un hombre se enamora, es como una suela que se pone en remojo para doblarla en seguida del modo que se quiere.

Taras se puso a reflexionar profundamente. Recordó que la influencia de una débil mujer era grande; que esta influencia había ya perdido a muchos hombres valerosos, y que la naturaleza de su hijo era frágil por este lado. Taras permanecía inmóvil, como clavado en su puesto.

—Escuche, señor; yo lo contaré todo al noble caballero —dijo el judío. Cuando oí el ruido de esta mañana, cuando vi que se entraba en la ciudad, llevé conmigo, por lo que pudiese suceder, una sarta de perlas, pues hay señoritas en la ciudad, y si hay señoritas en la ciudad, me dije a mí mismo, comprarán mis perlas, aunque no tengan qué comer. Tan luego como me dejó libre la gente del oficial polaco, me dirigí corriendo a casa del vaivoda para vender mis perlas. Una criada tártara me lo ha explicado todo, y me ha dicho que la boda se verificará cuando sean arrojados de aquí los zaporogos. El señor Andrés ha prometido arrojar a los zaporogos.

—¿Y no has muerto en el acto a ese hijo del diablo? —exclamó Bulba.

—¿Por qué matarle? Se ha pasado voluntariamente. ¿En dónde está la falta del hombre? Él se ha ido a donde se encontraba mejor.

—¿Y tú mismo le has visto?

—Como le veo a usted ahora. ¡Qué soberbio guerrero! Es más hermoso que todos los demonios. ¡Que Dios le conserve la salud! Me ha reconocido al instante, al acercarme, me ha dicho…

—¿Qué es lo que te ha dicho?

—Me ha dicho… es decir, ha empezado por hacerme una seña con los dedos, y luego me ha dicho: “¡Yankel!” y yo le he contestado: “¡Señor Andrés!” y él repitió: “Yankel, di a mi padre, a mi hermano, a los cosacos, a los zaporogos, que mi padre no es ya mi padre, que mi hermano no es ya mi hermano, que mis camaradas no son ya mis camaradas, y que quiero batirme contra ellos, contra todos ellos”.

—¡Mientes, judas! —exclamó Taras fuera de sí— mientes, perro. Tú has crucificado a Cristo, hombre maldito de Dios; yo te mataré, Satanás. Vete, si no quieres quedar muerto enseguida.

Al decir esto, Taras sacó su sable. Yankel, espantado, echó a correr con toda la velocidad de sus secas y largas piernas, y corrió largo tiempo, sin volver la cabeza, a través de los carros de los cosacos y después a campo traviesa, a pesar de que Taras no le perseguía, reflexionando que era indigno de él abandonarse a su cólera contra el desventurado judío.

Bulba recordó entonces que en la noche pasada había visto a su hijo atravesar el tabor en compañía de una mujer. Inclinó su cabeza gris, y, sin embargo, no quería creer que se hubiese cometido una acción tan infame, y que su propio hijo hubiese podido vender su religión y su alma.

Por fin, llevó su polk al sitio que se le había designado, detrás del único bosque que los cosacos habían dejado sin quemar. Entre tanto, los zaporogos de a pie y de a caballo se ponían en marcha en dirección a las tres puertas de la ciudad. Los diferentes koureni que componían el ejército desfilaban el uno detrás del otro. Solo faltaba el kouren de Péreiaslav; los cosacos que lo componían habían bebido la noche precedente todo lo que debían beber en su vida, y por esta causa el uno había despertado atado en manos de los enemigos, el otro había pasado dormido de la vida a la muerte, y su mismo ataman, Khlib, se encontró completamente desnudo en medio del campamento polaco.

En la ciudad notaron el movimiento de los cosacos; todos sus habitantes corrieron a las murallas, y un cuadro animado se presentó a los ojos de los zaporogos. Los caballeros polacos, rivalizando mutuamente en ricos trajes, ocupaban la muralla.

Sus cascos de cobre, adornados de plumas blancas como las del cisne, y bañados por el sol, despedían brillantes resplandores; otros llevaban pequeñas gorras de color de rosa o azules, inclinadas hacia la oreja, y caftanes con mangas, flotantes, bordados de oro y de seda. Sus armas, que compraban a precios muy subidos, estaban, como todo su traje, cargados de caprichosos adornos. El coronel de la ciudad de Boudjak, con gorra encarnada y oro, destacábase, altivo, en primera fila; de estatura más elevada y más grueso que los otros, hallábase aprisionado en su rico caftán. Más lejos, junto a una puerta lateral, estaba de pie otro coronel, hombre de baja estatura y flaco. Sus vivaces ojillos lanzaban miradas penetrantes bajo sus espesas cejas. Volvíase con presteza designando los puestos con su afilada mano y dando órdenes; veíase que, a pesar de su raquítico aspecto, era todo un militar. Junto a él había un oficial largo y delicado, ornado su encendido rostro de poblados bigotes. Este señor era aficionado a los festines y al aguamiel espirituosa. A sus espaldas estaban agrupados una multitud de hidalgüelos que se habían armado, los unos a costa suya y los otros a expensas de la Corona, o con ayuda del dinero de los judíos a los cuales habían empeñado cuanto contenían los castillejos de sus padres. Además, había una multitud de esos clientes parásitos que los senadores llevaban consigo para formar cortejo, que la víspera, robaban del buffet o de la mesa alguna copa de plata, y al día siguiente montaban en el pescante de los coches para servir de aurigas.

Las filas de los cosacos permanecían silenciosas delante de las murallas; ninguno de ellos llevaba oro en sus vestidos; solamente se veían brillar los metales preciosos en algunos puñales, sables o en algunas culatas de los mosquetes. Los cosacos no eran aficionados a vestirse ricamente para entrar en batalla; sus caftanes y sus armaduras eran sencillísimos, y en todos los escuadrones no se veían más que largas filas de gorras negras con la punta roja.

Dos cosacos salieron de las filas de los zaporogos. El uno era muy joven, el otro tenía un poco más de edad: ambos poseían, según su modo de decir, buenos dientes para morder, no solamente con palabras sino con obras. Llamábanse Okhrim Nach y Mikita Golokopitenko. Démid Popovitch les siguió; era éste un viejo cosaco que frecuentaba hacia tiempo la setch, que había llegado hasta los muros de Andrinópolis, y que había sufrido muchos contratiempos en su vida. Una vez, salvándose de un incendio, volvió a la setch con la cabeza embreada, enteramente ennegrecida, y los cabellos quemados; pero después de esta aventura tuvo tiempo para rehacerse y engordó: sus largos y espesos cabellos rodeaban su oreja, y sus bigotes habían vuelto a brotar negros y espesos. Popovitch tenía fama por su lengua bien afilada.

—Todo el ejército de ustedes tiene joupans rojos —dijo— pero quisiera saber si el valor del ejército es también rojo.

—Esperen —exclamó desde arriba el obeso coronel— voy a agarrotarles a todos. Ríndanse, esclavos, entreguen sus mosquetes y sus caballos. ¿Han visto cómo he agarrotado ya a los suyos? Que se conduzca a los prisioneros al parapeto.

Y se condujo a los zaporogos maniatados a dicho punto. Al frente de ellos marcaba su ataman Khlib, desnudo completamente, en el estado que le habían preso, llevando la cabeza baja, avergonzado de su desnudez y de que hubiese sido sorprendido durmiendo, como un perro.

—No te aflijas, Khlib, nosotros te libertaremos —gritáronle desde abajo los cosacos.

—No te aflijas, amigo —añadió el ataman Borodaty— no es culpa tuya si te han pescado en cueros, eso puede suceder a cualquiera. Ellos son los desvergonzados, que te exponen ignominiosamente sin haber cubierto, por decencia, tu desnudez.

—Parece que no son ustedes valientes sino cuando tienen que habérselas con gente dormida —dijo Golokopitenko mirando al parapeto.

—Esperen, esperen; nosotros les cortaremos esos mechones de pelo le respondieron desde arriba.

—Quisiera ver de qué modo nos lo cortarán —decía Popovitch caracoleando delante de ellos montado en su caballo; y luego añadió, mirando a los suyos: Pero tal vez los polacos dicen la verdad si aquel gordinflón les conduce, no corren ningún peligro.

—¿Por qué crees tú que no corre ningún peligro? —preguntaron los cosacos, seguros anticipadamente de que Popovitch iba a soltar un chiste.

—Porque todo el ejército puede ocultarse detrás de él, y sería en extremo difícil alcanzar a alguno con la lanza más allá de su barriga.

Los cosacos se echaron a reír, y largo tiempo después muchos de ellos meneaban aún la cabeza, repitiendo:

—¡Ese diablo de Popovitch! si le ocurre soltar un chiste a alguno, entonces…

—¡Retrocedan, retrocedan! —exclamó el kochevoi.

Como parecía que los polacos no querían sufrir semejante bravata, el coronel hizo un signo con la mano. En efecto, apenas se habían retirado los cosacos, resonó desde lo alto del parapeto una descarga de mosquetería. En la ciudad hubo un gran movimiento; el anciano vaivoda apareció, montado en su caballo. Abriéronse las puertas, y el ejército polaco salió. A la vanguardia marchaban los húsares, perfectamente alineados; luego los coraceros con las lanzas, con sus cascos de cobre; detrás cabalgaban los más ricos nobles, vestidos cada uno según su capricho; no querían mezclarse con los soldados, y el que no tenía algún mando se adelantaba solo a la cabeza de su gente; después venían otras filas, después el oficial delicado, luego otras filas todavía, detrás el coronel grueso, y el último que salió de la ciudad fue el coronel seco y flaco.

—Impídanles, impídanles que se formen —exclamó el kochevoi. Que todos los koureni ataquen a la vez. Abandónenles las otras puertas. Que el kouren de Titareff ataque por su lado, y el kouren de Diadkoff por el suyo. Koukoubenko y Palivoda, caigan sobre ellos por la espalda; divídanlos, confúndanlos.

Y los cosacos atacaron por todas partes; rompieron las filas polacas, revolviéronlas y se mezclaron con los soldados sin darles tiempo de disparar sus mosquetes; solo se hacía uso de los sables y de las lanzas. En este zafarrancho, todos tuvieron ocasión de darse a conocer: Démid Popovitch mató a tres infantes y derribó a dos hidalgos de sus caballos, diciendo:

—Buenos caballos, hace tiempo que deseaba unos como éstos.

Y los persiguió en la llanura, gritando a los otros cosacos que los detuviesen; después volvióse a la refriega, atacó a los caballeros que había desmontado, mató a uno de ellos, echó su arkan al cuello del otro, y le arrastró a través de la campiña, después de quitarle su sable de rico puño y su bolsa llena de ducados. Kobita, buen cosaco, todavía joven, vino a las manos con un polaco de los más valientes, y por largo tiempo combatieron cuerpo a cuerpo. Kobita triunfó por fin, hiriendo al polaco en el pecho con un cuchillo turco; pero esto no le salvó, pues una bala todavía caliente le tocó en la sien. El polaco más noble, el más hermoso de los caballeros, descendiente de príncipes desde la más remota antigüedad, había acabado así con él. Jinete en un vigoroso caballo bayo claro, llevaba por todas partes la destrucción, y se había distinguido ya con mil proezas. Había muerto a sablazos a dos zaporogos, tumbado a un buen cosaco, Fedor de Kory, traspasándole con su lanza después de derribar a su alazán de un pistoletazo, y por fin mató a Kobita.

—Con ese me gustaría medir mis fuerzas —exclamó el ataman del kouren de Nésamai’ koff, Koukoubenko.

Y espoleando a su caballo, lanzóse sobre el polaco, gritando con tan estentórea voz, que todos los que se encontraban cerca de él se estremecieron involuntariamente. El polaco quiso volver su caballo para hacer frente a su nuevo enemigo, pero el animal no le obedeció; espantado por aquel terrible grito, dio un salto de lado, y Koukoubenko pudo disparar su mosquete al polaco que cayó del caballo, herido en la espalda. Ni aun entonces se rindió el valiente polaco: procuró herir a su enemigo; pero su débil mano dejó caer el sable. Koukoubenko tomó con ambas manos su pesada espada, hundiéndole la punta en sus pálidos labios; el arma le rompió los dientes, cortóle la lengua, atravesóle las vértebras del cuello y penetró profundamente en tierra en donde le clavó para no volver a levantarse. La rosada sangre brotó de la herida, esa sangre noble, y le tiñó su caftán amarillo bordado de oro. Koukoubenko se alejó del cadáver, y se lanzó con los suyos hacia otro punto.

—¿Cómo puede dejarse ahí una tan rica armadura sin recogerla? —dijo el ataman del kouren de Oumane, Borodaty.

Y dejó a su gente para dirigirse al sitio en donde yacía el inanimado cuerpo del caballero.

—He dado muerte con mis propias manos a siete nobles, pero no he encontrado ninguno que llevase una armadura tan rica.

Y Borodaty, arrastrado por la codicia, bajóse para adueñarse de aquel rico despojo. Primeramente quitóle su puñal turco adornado con piedras preciosas; después su bolsa llena de ducados; le desató del cuello una bolsita que contenía, envuelto en fino lienzo, un rizo de cabello dado por una joven como prenda de amor. Borodaty no oyó que el oficial de la nariz colorada, el mismo a quien ya había derribado de su caballo después de darle una cuchillada en el rostro, dirigíase sobre él por la espalda. El oficial levantó su sable y asestó un terrible mandoble a su cuello inclinado. El amor al botín no había conducido a buen fin al ataman Borodaty. Su robusta cabeza rodó a un lado y su cuerpo a otro, rociando la hierba con su sangre. Apenas el vencedor había agarrado por sus espesos cabellos la cabeza del ataman para colgarla de su arzón, cuando se levantó un vengador.

Semejante al gavilán que, después de trazar círculos con sus poderosas alas, detiénese de repente, queda inmóvil en el aire, y cae como la flecha sobre la codorniz que canta en los trigos cerca del camino, el hijo de Taras, Eustaquio, lanzóse sobre el oficial polaco echándole su lazo alrededor del cuello. El semblante colorado del oficial aumentó de color al apretarle la garganta el nudo corredizo. Con mano convulsa empuñó su pistola, pero no pudo dirigirla, y la bala fue a perderse en la llanura. Eustaquio desató de la silla del polaco una cuerda de seda de que se servía para atar a los prisioneros, agarrotóle los pies y los brazos, ató el otro extremo de la cuerda al arzón de la silla, y le arrastró a través de los campos, gritando a los cosacos de Oumane que fuesen a tributar los últimos honores a su ataman. Al saber los cosacos de ese kouren que su ataman había muerto, abandonaron el combate para hacerse cargo del cadáver, y se concertaron para saber a quién era preciso poner en su lugar.

—Pero, ¿de qué sirven los consejos? —dijeron por fin— es imposible elegir un kourennoi mejor que Eustaquio Bulba. Es verdad que es más joven que todos nosotros; pero tiene talento y buen sentido como un viejo.

Eustaquio se quitó su gorra, dio las gracias a sus compañeros por el honor que le dispensaban, pero sin dar por pretexto para rehusarlo ni la juventud ni la falta de experiencia, pues en tiempo de guerra no es permitido vacilar. Enseguida condujo a sus tropas contra el enemigo, y les probó lo acertado de su elección. Los polacos conocieron que el asunto se complicaba, y retrocedieron atravesando la llanura para reunirse al otro lado. El pequeño coronel hizo seña a una tropa de cuatrocientos hombres que estaba de reserva junto a la puerta de la ciudad, e hicieron una descarga de mosquetería contra los cosacos; pero las balas alcanzaron a pocos hombres: algunas tocaron a los bueyes del ejército que miraban estúpidamente la refriega. Espantados, esos animales mugieron, echáronse sobre el tabor de los cosacos, rompieron los carros y pisotearon a mucha gente; pero Taras, en este momento, arrojándose con su polk de la emboscada en donde se había apostado, les cortó el paso, haciendo que sus hombres gritasen con toda la fuerza de sus pulmones. Entonces, desatinada la bueyada, volvióse hacia los regimientos polacos introduciendo el desorden entre ellos.

—¡Mil gracias, bueyes —gritaron los zaporogos— nos habéis prestado un gran servicio durante la marcha, y ahora nos servís en la batalla!

Los cosacos se precipitaron de nuevo sobre el enemigo. Sucumbieron muchos polacos, y se distinguieron muchos cosacos, entre ellos Metelitza, Chilo, los dos Pisarenko y Vovtousenko. Los polacos, viéndose estrechados por todas partes, alzaron su bandera en señal de replegarse, y empezaron a gritar para que se les abriesen las puertas de la ciudad. Las ferradas puertas giraron sobre sus goznes y recibieron a sus fugitivos caballeros, molidos, cubiertos de polvo, como el aprisco recibe las ovejas. Algunos zaporogos querían perseguirles hasta dentro de la ciudad, pero Eustaquio detuvo a los suyos diciéndoles:

—Aléjense, señores hermanos, aléjense de las murallas, pues no es bueno acercarse a ellas.

El joven tenía razón, pues en aquel mismo instante resonó de lo alto de las murallas una descarga general. El kochevoi se acercó para felicitar a Eustaquio.

—Ese ataman es aún muy joven, pero conduce a sus huestes como un jefe encanecido en el mando.

El viejo Taras Bulba volvió la cabeza para ver quién era el novel ataman, y vio a su hijo Eustaquio a la cabeza del kouren de Oumane, con la gorra sobre la oreja, y la maza de ataman en la diestra.

—¡Miren el pícaro! —se dijo lleno de satisfacción.

Y dio las gracias a todos los cosacos de Oumane por el honor dispensado a su hijo.

Los cosacos volvieron grupas hasta su labor; los polacos aparecieron de nuevo sobre el parapeto, pero esta vez sus ricos joupans estaban rotos, manchados de sangre y de polvo.

—¡Hola! ¿Se han curado ya las heridas? —gritáronles los zaporogos.

—¡Esperen! ¡Esperen! —respondió desde lo alto el coronel gordo agitando una cuerda con sus manos.

Y durante algún tiempo, los dos bandos dirigíanse injurias y amenazas.

Por fin se separaron. Los unos se retiraron a descansar de las fatigas del combate, y los otros fueron a ponerse tierra en sus heridas haciendo vendajes de los ricos vestidos que habían quitado a los muertos. Los que habían conservado más fuerzas ocupáronse en reunir los cadáveres de sus camaradas y tributarles los últimos honores. Con sus espadas y sus lanzas abrieron zanjas, de las que extraían la tierra en los paños de sus vestidos, y en ellas depositaron cuidadosamente los cuerpos de los cosacos, cubriéndolos de tierra fresca para librarlos de la voracidad de las aves carnívoras. Los cadáveres de los polacos fueron atados de diez en diez a la cola de los caballos, que los zaporogos lanzaron hacia la llanura, ahuyentándolos a latigazos. Los caballos, furiosos, corrieron veloces por largo tiempo a través de los campos, arrastrando los cadáveres ensangrentados que rodaban y chocaban en el polvo.

Llegada la noche, todos los koureni se sentaron formando círculo y empezaron a hablar de los altos hechos del día. Así estuvieron largo tiempo en vela. El viejo Taras se acostó más tarde que los otros; no comprendía por qué Andrés no se había presentado entre los combatientes. ¿Había tenido Judas vergüenza de batirse contra sus hermanos? ¿O bien el judío le había engañado, y Andrés era prisionero? Pero Taras se acordó que el corazón de Andrés había sido siempre accesible a las seducciones de las mujeres, y en su desesperación maldijo a la polaca que perdiera a su hijo, jurando que se vengaría; juramento que hubiera cumplido sin que la hermosura de esa mujer le hubiese conmovido; hubiérala arrastrado por sus abundosos cabellos a través del campamento de los cosacos; hubiera magullado y manchado sus bellas espaldas de nítida blancura, y hubiera hecho trizas su hermoso cuerpo. Pero el mismo Bulba ignoraba lo que Dios le preparaba para el día siguiente… Concluyó por dormirse, mientras que el centinela vigilante y sobrio se mantuvo toda la noche junto al fuego, mirando con atención a todos lados en las tinieblas.

 

VIII

El sol no había llegado aún a la mitad de su carrera en el cielo, cuando los zaporogos se reunieron en asamblea. De la setch había llegado la terrible noticia de que los tártaros, durante la ausencia de los cosacos, la habían saqueado enteramente, habiendo desenterrado el tesoro que estos guardaban misteriosamente; que habían sacrificado o hecho prisioneros a cuantos quedaran allí, y que, llevándose todos los rebaños y los caballos padres, habían marchado en línea recta a Perekop. Un solo cosaco, Máximo Golodoukha, se había escapado en el camino de mano de los tártaros; había dado de puñaladas al mirza, apoderádose de su saco lleno de cequíes, y en un caballo tártaro y vestidos tártaros, substrájose a las pesquisas con una carrera de dos días y dos noches. El caballo que montaba murió reventado; tomó otro y le cupo la misma suerte, y en un tercero llegó por fin al campamento de los zaporogos, habiendo sabido por el camino que estaban sitiando a Doubno. Solo pudo noticiar la desgracia que había acaecido; pero, ¿cómo había sucedido esta desgracia? Los cosacos que quedaron en la setch, ¿se habían emborrachado tal vez, según costumbre de los zaporogos, cayendo prisioneros durante su embriaguez? ¿Cómo los tártaros habían descubierto el lugar en donde estaba enterrado el tesoro del ejército? A nada de esto pudo contestar. El cosaco estaba molido de cansancio; había llegado hinchado, quemado el rostro por el viento, y cayó al suelo durmiéndose profundamente.

En semejante caso, era costumbre de los zaporogos lanzarse en persecución de los ladrones y procurar cortarles el paso, pues de otro modo los prisioneros podían ser conducidos a los depósitos del Asia Mayor, a Esmirna, a la isla de Creta, y Dios sabe en qué sitios se hubieran visto las cabezas de larga trenza de los zaporogos. He aquí explicado por qué se habían reunido los cosacos en asamblea. Todos, sin distinción, estaban de pie, con la cabeza cubierta, pues no se habían reunido para recibir una orden de su ataman sino para tratar como iguales entre ellos.

—¡Que los ancianos den primero sus consejos! —gritó uno entre la multitud.

—¡Que el kochevoi de su consejo! —decían los otros.

Y él kochevoi, descubriéndose la cabeza, no ya como jefe de los cosacos, sino como su compañero, dioles las gracias por el honor que le hacían y les dijo:

—Hay entre nosotros hombres que son más viejos que yo y que tienen más experiencia para dar consejos; pero ya que ustedes me han escogido para que hable primero, he aquí mi opinión: compañeros, pongámonos, sin pérdida de tiempo, en persecución de los tártaros, pues ya saben ustedes lo que son esos hombres. No esperarán nuestra llegada con lo que han robado, sino que lo disiparán enseguida, sin dejar rastro alguno. He aquí, pues, mi consejo: ¡en marcha! Bastante nos hemos paseado ya por aquí; los polacos saben lo que son los cosacos. Hemos vengado a la religión tanto como nos ha sido posible; respecto al botín, poca cosa se puede esperar de un pueblo hambriento como ellos, Así, pues, mi consejo es que partamos.

—¡Partamos!

Esta palabra resonó en los koureni de los zaporogos; pero no fue del agrado de Taras Bulba que se inclinó frunciendo sus cejas grises, semejantes a los zarzales que crecen en las peladas vertientes de una montaña cuyas cimas están blanqueadas por la erizada escarcha del norte.

—No, kochevoi —dijo— tu consejo no vale nada. No hablas como es debido. Parece que olvidas que los hombres que nos han arrebatado los polacos quedan prisioneros. ¿Quieres, pues, que dejemos de respetar la primera de las santas leyes de la fraternidad; que abandonemos a nuestros compañeros para que los desuellen vivos, o bien que, después de descuartizar sus cuerpos, se paseen sus trozos por las ciudades y campos como lo han hecho con el hetman, y los mejores caballeros de la Ukrania? Y no es eso solo: ¿no han insultado bastante a todo lo que hay de más santo? ¿Qué somos, pues? se lo pregunto a todos. ¿Qué cosaco es aquel que no acude en auxilio de su compañero, que le deja perecer como un perro en tierra extranjera? Si han llegado las cosas hasta el extremo de que nadie estime en lo que vale el honor cosaco, y si hay quien permite que se le escupa en su bigote gris, o se le insulte con ultrajantes frases, por lo que a mí toca no se me insultará. Me quedo solo.

Todos los zaporogos que le oyeron quedaron conmovidos.

—Pero, ¿has olvidado, valiente polkovnik —dijo entonces el kochevoi— que los tártaros tienen también en su poder compañeros nuestros, y que si no les libertamos ahora, será su vida vendida a los paganos por una eterna esclavitud, peor que la muerte más cruel? ¿Has olvidado, pues, que se llevan todo nuestro tesoro, adquirido a costa de sangre cristiana?

Todos los cosacos quedaron pensativos, no sabiendo qué contestar. Ninguno de ellos quería merecer una mala fama. Entonces se adelantó el más anciano en años del ejército zaporogo, Kassian Bovdug, muy venerado por todos los cosacos. Había sido elegido por dos veces kochevoi, y también en la guerra era un buen cosaco; pero había envejecido, y hacía mucho tiempo que no salía a campaña, absteniéndose de dar consejos; lo que más le agradaba era quedarse tendido de costado junto a los grupos de los cosacos, escuchando las narraciones de las aventuras de otro tiempo y de las campañas de sus jóvenes compañeros. Jamás se inmiscuía en sus discusiones, pero los escuchaba en silencio chafando con su dedo pulgar la ceniza de su corta pipa, que no separaba nunca de sus labios, y permanecía largo tiempo recostado, con los párpados a medio cerrar, de modo que sus amigos ignoraban si estaba adormecido o si escuchaba aún. Durante las campañas guardaba la casa; sin embargo, esta vez el anciano se dejó tomar; y haciendo el gesto de decisión propio de los cosacos, dijo:

—¡Gracias a Dios que voy con ustedes! Tal vez seré aún útil a la caballería cosaca.

Cuando el anciano Kassian Bovdug apareció ante la asamblea, todos los cosacos callaron, pues hacía mucho tiempo que no habían oído una palabra de su boca; todos querían saber lo que iba a decir.

—Señores hermanos —empezó diciendo— ha llegado mi vez de decir una palabra, niños, escuchen al anciano. El kochevoi ha hablado bien, y como jefe del ejército cosaco, cuya obligación es velar por él y conservar su tesoro, no podía decir nada más prudente; ése es mi primer discurso; y ahora escuchen lo que dirá mi segundo discurso. El polkovnik Taras ha dicho una gran verdad; ¡que Dios le dé una larga vida, y que haya muchos polkovniks, como él en la Ukrania! El primer deber y el primer honor del cosaco es observar la fraternidad. Durante mi dilatada vida, no he oído decir, señores hermanos, que un cosaco haya abandonado o vendido jamás de manera alguna a su compañero y estos y los otros son nuestros compañeros; que sean pocos, que sean muchos, todos son nuestros hermanos. Los que aman a los cosacos que los tártaros han hecho prisioneros, que vayan en persecución de los tártaros; y los que aman a los cosacos que han caído en poder de los polacos, y que no quieren abandonar la buena causa, que se queden aquí. En cumplimiento de su deber, el kochevoi conducirá a la mitad de nosotros en persecución de los tártaros, y la otra mitad escogerá un ataman que la mande. Y si quieren creer a una cabeza cana, ninguno más a propósito para esto que Taras Bulba. No hay uno solo entre nosotros que le iguale en virtudes guerreras.

Después de esto Bovdug calló; y todos los cosacos se regocijaron por haberles el anciano puesto en buen camino. Todos tiraron las gorras al aire, gritando:

—¡Gracias, padre! Ha callado, ha callado por largo tiempo, pero ha hablado por fin. No en vano decía en el momento de ponerse en campaña, que sería útil a la caballería cosaca; y, así ha sucedido.

—¡Y bien! ¿Consienten en eso? —preguntó el kochevoi.

—¡Consentimos todos! —gritaron los cosacos.

—¡Así, pues, la asamblea queda terminada! —gritaron los cosacos.

—¡Muchachos! Escuchen ahora la orden militar —dijo el koichevoi.

Adelantóse, se puso su gorra, y todos los zaporogos se la quitaron permaneciendo con la cabeza descubierta y los ojos bajos, como hacían siempre los cosacos cuando un anciano se disponía a hablar.

—Ahora, señores hermanos, formen dos grupos; el que quiera partir que pase a la derecha, y el que quiera quedarse a la izquierda. A donde vaya la mayor parte de los cosacos de un kouren, los otros les seguirán; pero si el menor número persistiese en quedarse, se incorporará a otros koureni.

Y los cosacos empezaron a pasar, unos a derecha, y otros a izquierda. Cuando la mayor parte de un kouren pasaba a un lado, el ataman del kouren pasaba también; pero cuando era la menor parte, incorporábase a los otros koureni. Y a menudo, faltaba poco para que los dos grupos fuesen iguales. Entre los que quisieron quedarse, había casi todo el kouren de Nesamaï koff, más de la mitad del de Poporitcheff, todo el de Oumane, todo el de Kaneff, más de la mitad del de Steblikoff y otro tanto del de Fimocheff. Los que quedaban prefirieron ir en persecución de los tártaros. En uno y otro grupo se encontraban buenos, y valientes cosacos.

Entre los que se decidieron por ir en persecución de los tártaros, estaba Tcherevety, el anciano cosaco Pokotipolé y Lémich, y Procopovitch, y Choma. Démid Popovitch se les había incorporado, pues era un cosaco de carácter turbulento y no podía permanecer largo tiempo en un mismo sitio; habiendo medido sus fuerzas con los polacos, tuvo deseos de medirlas con los tártaros. Los atamanes de los koureni eran Nostugan, Pokrychka, Nevynisky; y varios otros famosos y valientes cosacos entraron en deseos de probar su sable y sus poderosos brazos en una lucha con los tártaros. Entre los que quisieron quedarse, había también valientes y animosos cosacos tales como los atamanes Demytrovitch, Koukoubenko, Vertichvist, Balan, Boulkenko, Eustaquio. También había con ellos varios otros ilustres y poderosos cosacos: Vovtousenko, Tchenitchenko, Stepan Gouska, Ochrim Gouska, Mikola Gousty, Zadorojny, Metelitza, Ivan Zakroutygouba, Mosy Chilo, Degtarenko, Sydorenko, Pisarenko, luego un segundo Pisarenko y otro Pisarenko, y muchos más. Todos habían corrido mucho a pie y a caballo, habiendo visto las riberas de la Anatolia, las estepas saladas de Crimea, todos los ríos grandes y pequeños tributarios del Dnieper, todas las ensenadas e islas de este río. Habían estado en Moldavia, Iliria y Turquía y surcado el mar Negro de uno a otro extremo con sus bateles de dos timones; habían embestido con cincuenta bateles de frente los más ricos y poderosos buques; habían echado a pique un considerable número de galeras turcas, y, en fin habían quemado mucha pólvora en su vida. En más de una ocasión habían desgarrado preciosas telas de Damasco para hacerse medias con ellas, y más de una vez habían llenado de cequíes de oro puro los anchos bolsillos de sus pantalones. Incalculables eran las riquezas que habían disipado en beber y divertirse, y que hubieran bastado para la existencia de cualquier otro hombre. Todo lo había gastado a lo cosaco, festejando a todo el mundo, y alquilando músicos para hacer bailar al universo entero. Aun en aquel entonces, pocos eran los que no tuviesen algún tesoro, copas y vasos de plata, broches y joyas escondidas bajo los juncos de las islas del Dnieper, para que los tártaros no pudiesen encontrarlas, si, por desgracia, llegaban a caer sobre la setch; cosa bien difícil, porque su mismo dueño empezaba a olvidar el sitio en donde lo había escondido. Tales eran los cosacos que habían querido quedarse para vengar en los polacos a sus fieles compañeros y a la religión de Cristo. El viejo cosaco Bovdug prefirió quedarse con ellos diciendo:

—El peso de los años no me permite que vaya en persecución de los tártaros; pero aquí hay un puesto en donde puedo morir como un cosaco. Desde mucho tiempo he pedido a Dios que, cuando deba terminar mi existencia, que sea en una guerra por la santa causa cristiana. Dios me ha oído, pues en ninguna parte pudiera recibir la muerte con más gusto que aquí.

Cuando se hubieron dividido y formado en dos filas, por kouren, el kochevoi pasó entre ellas y dijo:

—¡Y bien, señores hermanos! ¿La una mitad está contenta de la otra?

—Todos estamos contentos, padre —contestaron los cosacos.

—Abrácense pues y despídanse, pues sabe Dios si volverán a verse en esta vida. Obedezcan a su ataman y hagan lo que deban, lo que saben que ordena el honor cosaco.

Y todos los cosacos abrazáronse recíprocamente empezando los dos atamans; después de atusarse sus bigotes grises, diéronse un beso en cada mejilla; luego, estrechándose las manos con fuerza, quisieron preguntarse el uno al otro:

—Y bien, señor hermano, ¿volveremos a vernos o no?

Pero guardaron silencio, y las dos cabezas grises se inclinaron pensativas. Y todos los cosacos, hasta el último se despidieron, sabiendo que tanto los unos como los otros tenían mucho que hacer. Pero resolvieron no separarse en aquel instante, y esperar la obscuridad de la noche para que el enemigo no viese la diminución del ejército. Hecho esto, cada kouren formóse en un grupo para comer. Cumplida esta necesidad, todos los que debían ponerse en marcha se acostaron durmiendo un largo y profundo sueño, como si hubiesen presentido que era el último de que disfrutarían con tanta libertad. Durmieron hasta la puesta del sol; y cuando la noche empezó a extender su negro manto pusiéronse a untar sus carros. Cuando todo estuvo dispuesto para la partida, enviaron los bagajes delante, siguiendo después ellos detrás de los carros no sin haber saludado otra vez a sus compañeros con sus gorras; la caballería marchando ordenadamente sin gritar y sin que los caballos relinchasen, seguía a la infantería, y pronto desaparecieron en la sombra. Solamente los pasos de los caballos en lontananza y alguna que otra vez el ruido de una rueda mal untada que rechinaba sobre el eje.

Durante largo tiempo, los zaporogos que habían quedado delante de la ciudad les hicieron señas con la mano, a pesar de haberles perdido ya de vista; y cuando volvieron a su campamento, cuando vieron, a la tenue claridad de las estrellas, que faltaban la mitad de los carros, y un número igual de sus hermanos, oprimióseles el corazón, y quedaron pensativos involuntariamente, inclinando al suelo sus turbulentas cabezas.

Taras no pudo menos de observar que, en las melancólicas filas de los cosacos, la tristeza, poco conveniente a los valientes, empezaba a abatir poco a poco todas las cabezas, pero el viejo cosaco guardaba silencio, quería darles tiempo de acostumbrarse al pesar que les causaba la marcha de sus compañeros, y, sin embargo, preparábase en secreto para despertarles de repente con el ¡hurra! del cosaco, para reanimar con un nuevo poder el temple de su alma. La raza eslava, grande y fuerte, se distingue de las otras razas, como el mar profundo de los humildes ríos. Cuando el huracán estalla, se vuelve atronadora y rugiente, levanta gigantescas olas, lo cual no pueden hacer los grandes ríos; pero cuando reina la calma, el mar, más sereno que los ríos de rápida corriente, extiende su inmensa sábana de cristal, eterno deleite de los ojos.

Taras mandó a sus criados que desembalaran uno de los carros, que estaba apartado de los otros. Era el más grande y más pesado de todo el campamento cosaco; sus fuertes ruedas estaban reforzadas por dobles aros de hierro; una enorme carga ocupaba dicho vehículo, cubierto con una alfombra y con gruesas pieles de buey, y fuertemente atado con cuerdas embreadas. Este carro contenía todos los pellejos y barriles del buen vino añejo que se conservaba desde mucho tiempo en las bodegas de Taras, el cual se había reservado este pesado armatoste para el caso solemne en que, si llegaba un momento de crisis y si se presentaba un caso digno de ser transmitido a la posteridad, cada cosaco, sin exceptuar a ninguno, pudiese beber un trago de este vino precioso, a fin de que, en este supremo instante, se despertase en todos ellos un gran sentimiento también. Por orden del polkovnik, los criados se dirigieron apresuradamente al carro, cortaron las ruedas, quitaron las pesadas pieles de buey, y bajaron los pellejos y los barriles.

—Beban todos —dijo Bulba— todos cuantos son, sírvanse de sus vasijas, de copas, cántara para abrevar los caballos, un guante o una gorra, o bien de sus dos manos.

Y todos los cosacos presentaron el uno una copa, el otro la cántara que le servía de abrevadero de su caballo; éste un guante, aquel una gorra, y otros en fin presentaron sus dos manos juntas. Los criados de Taras pasaban entre las filas, repartiendo el contenido de los pellejos y barriles; pero Taras ordenó que nadie bebiese antes de que él hiciese señal de beber todos de un solo trago. Veíase que Taras tenía algo que decir. Sabía éste perfectamente que por muy bueno que sea el vino añejo, y muy capaz de fortalecer el corazón del hombre, si se le añade una palabra bien dicha, esta dobla la fuerza del vino y del corazón.

—Señores hermanos —dijo Taras Bulba— les hago este obsequio, no para darles, las gracias por el honor de haberme hecho ataman, por muy grande que sea este honor, ni para honrar la despedida de nuestros compañeros; no, una y otra cosa serían más adecuadas en otro tiempo que en el presente. Tenemos ante nosotros una fatigosa tarea, que reclama todo el valor cosaco. Bebamos, pues, compañeros, bebamos de un solo trago; primeramente y ante todo por la santa religión ortodoxa, porque llegue un día en que la misma santa religión se extienda por todos los ámbitos del planeta que habitamos, y que todos los paganos entren en el gremio de la iglesia de Cristo. Bebamos al mismo tiempo por la setch; que se conserve enhiesta largos años para exterminio de los paganos, a fin de que todos los años salgan de ella multitud de héroes más grandes los unos que los otros; y bebamos al mismo tiempo por nuestra propia gloria, a fin de que nuestros nietos y los hijos de nuestros nietos digan que en otro tiempo hubo cosacos que no deshonraron a la fraternidad, ni abandonaron a sus compañeros. Así, pues, ¡por la religión, señores hermanos, por la religión!

—¡Por la religión! —gritaron con toda la fuerza de sus pulmones todos los que formaban las filas más próximas.

—¡Por la religión! —repitieron los más apartados; y jóvenes y viejos, todos los cosacos, bebieron por la religión.

—¡Por la setch! —dijo Taras, alzando cuanto pudo su copa encima de su cabeza.

—¡Por la setch! —respondieron las filas vecinas.

—¡Por la setch! —repitieron con voz sorda los viejos cosacos, atusándose sus bigotes grises.

Y agitándose como los halcones cuando sacuden sus alas, los jóvenes cosacos dijeron:

—¡Por la setch!

Y la llanura oyó repetir en lontananza el brindis de los cosacos.

—Ahora el último trago, compañeros. Por la gloria, y por todos los cristianos que viven en este mundo.

Y todos los cosacos bebieron otro trago por la gloria, y por todos los cristianos que viven en el mundo. Y por largo tiempo repetíase en todas las filas de todos los koureni.

—¡Por todos los cristianos que viven en este mundo!

Las copas estaban ya vacías, y los cosacos continuaban con las manos levantadas. Aunque sus ojos, animados por el vino, brillasen de alegría, sin embargo, estaban meditabundos. En aquel instante no se acordaban ni del botín de guerra, ni de la dicha de encontrar ducados, armas preciosas, vestidos recamados y caballos circasianos; estaban pensativos como las águilas posadas sobre las cimas de las peñascosas montañas, desde donde se distingue a lo lejos extenderse el mar inmenso, con los buques, las galeras, las embarcaciones de toda especie que surcan sus aguas, con sus orillas que desaparecen en lontananza cubiertas de un vaporoso velo y coronadas de ciudades que parecen moscas y de bosques tan bajos como la hierba. Como águilas, contemplaban los alrededores de la llanura, y su destino que parecía dibujarse en el horizonte. Toda esta llanura, con sus caminos y sus tortuosos senderos, quedará convertida en inmenso osario, se saturará de su sangre cosaca, se llenará de destrozos de carros, de lanzas rotas y de sables quebrados; a lo lejos rodarán cabezas pobladas de espesos cabellos, cuyas trenzas estarán entremezcladas por la sangre cuajada, y cuyos bigotes caerán sobre la barba; las águilas vendrán a picotear en sus ojos. Pero este campo de muerte tan vasto y tan extensamente libre es hermoso. Ni una sola acción heroica debe perecer, y la gloria cosaca no se perderá como un grano de pólvora caído de la cazoleta. Vendrá, vendrá un tocador de bandola, con la barba gris hasta el pecho; o tal vez algún anciano, lleno aún de valor viril, pero de blanca cabeza y de alma inspirada, que dirá de ellos una palabra grave y poderosa; y su nombradía se extenderá por el universo entero, y todo cuanto venga al mundo después hablará de ellos; pues una palabra poderosa se esparce a lo lejos semejante a la campana de bronce en la cual el fundidor ha derramado plata pura y preciosa en gran cantidad, a fin de que la voz sonora llame a todos los cristianos a la santa oración, por las ciudades y pueblos, los castillos y las chozas.

 

IX

Nadie, en la ciudad sitiada, había sospechado que la mitad de los zaporogos hubiesen dejado el campamento para lanzarse en persecución de los tártaros. Desde lo alto de la torre de las Casas Consistoriales, los centinelas colocados allí habían visto desaparecer solamente una parte de los bagajes detrás de los bosques inmediatos; pero pensaron que los cosacos preparaban una emboscada. El ingeniero inglés era de este mismo parecer. Sin embargo, las palabras del kochevoi no habían sido vanas: el hambre se hacía sentir de nuevo entre los habitantes. La guarnición, según costumbre de los tiempos pasados, no había calculado lo que necesitaba para vivir. Probóse una nueva salida, pero la mitad de los que la intentaron sucumbió bajo los golpes de los cosacos, y la otra mitad fue rechazada hasta la ciudad sin conseguir su objeto. Sin embargo, la salida fue aprovechada por los judíos, pues averiguaron cuanto les importaba saber; esto es, por qué los zaporogos habían partido y hacia qué sitio se dirigían, con qué jefes, con qué koureni, cuántos eran, cuántos quedaron, y qué pensaban hacer. En una palabra, al cabo de algunos minutos se sabía todo en la ciudad. Los coroneles recobraron valor y se prepararon a librar batalla. Por el movimiento y ruido que se hacía en la ciudad, Taras adivinó sus preparativos y por su parte preparóse también: arregló su tropa, dio órdenes, dividió los koureni en tres cuerpos, y formó con los bagajes una trinchera a su alrededor, especie de combate en que los zaporogos eran invencibles. Mandó que dos koureni se emboscasen cubriendo parte de la llanura de estacas puntiagudas, de armas destrozadas, de astillas de lanzas, en fin, de toda clase de obstáculos, con la idea de aprovechar la primera ocasión para echar en ella a la caballería enemiga. Cuando todo estuvo así dispuesto, dirigió la palabra a los cosacos, no para reanimarles y darles valor, sino porque necesitaba explayar su corazón.

—Señores míos, deseo manifestarles lo que es nuestra fraternidad. Ustedes han sabido por sus padres y abuelos en qué honor tenían todos nuestra tierra. Ella se ha dado a conocer a los griegos; ha tomado piezas de oro a Tzargrad ha tenido ciudades suntuosas, y templos, y kniaz : kniaz de sangre rusa, y kniaz de su sangre, pero no católicos herejes. Los paganos lo han robado todo, todo se ha perdido. Solo nosotros hemos quedado, pero huérfanos, y como una viuda que ha perdido un esposo poderoso; y al par que nosotros, también ha quedado huérfana nuestra tierra. He ahí, compañeros, en que tiempo nos hemos estrechado la mano en señal de fraternidad; no existe lazo más sagrado que este de la fraternidad. El padre ama a su hijo, la madre ama a su hijo, y éste ama a su padre y a su madre, pero, ¿qué significa eso, hermanos? también las fieras aman a sus hijos. Pero emparentar por el alma y no por la sangre, he ahí lo que solo es dado al poder del hombre. En otros países se han encontrado compañeros; pero compañeros como en Rusia en parte ninguna. Ha sucedido, no a uno de ustedes, sino a muchos, extraviarse en extranjera tierra; ¡pues bien! ustedes lo han visto: allí hay hombres también, también hay allí criaturas de Dios y les hablan como a uno de ustedes. Pero cuando se trata de decir una palabra salida del corazón, ustedes lo saben bien, son hombres de espíritu, y, sin embargo, no son de los de ustedes. Son hombres, pero no son los mismos hombres. No, hermanos, amar como ama un corazón ruso, amar, no solamente por el espíritu, sino por todo lo que Dios ha dado al hombre, por todo lo que hay en ustedes, ¡ah! —dijo Taras, con un gesto de decisión, sacudiendo su cabeza gris y levantando la punta de su bigote— no, nadie puede amar así. Sé perfectamente que ahora se han introducido en nuestro país pérfidas costumbres: hay algunos que solo piensan en sus montones de trigo y de heno, en sus caballadas; solo se preocupan en que su aguamiel se conserve en sus bodegas; imitan, ¡el diablo lo sabe! los usos paganos; se avergüenzan de su lenguaje; el hermano no quiere hablar con su hermano, y aun llega a venderle como se vende en un mercado a una bestia; prefieren el favor de un rey extranjero, y no ya de un rey, sino el menguado favor de un magnate polaco que con su bota amarilla les golpea el hocico, a toda la fraternidad. Pero, a pesar de esto, en el último de los cobardes, aunque se haya manchado de lodo y de servilismo, hay todavía un grano de sentimiento ruso; y un día ¡desventurado! se despertará y herirá con los dos puños los faldones de su caftán; apretará su cabeza entre sus dos manos y maldecirá su cobarde vida, dispuesto a comprar de nuevo por el suplicio una innoble existencia. Que sepan todos, pues, lo que significa en Rusia la fraternidad. Y si ha llegado el momento de morir, ciertamente que ninguno de ellos ¡ninguno! morirá como nosotros. Esto no es dado a su naturaleza de ratón.

Esto dijo el ataman; y concluida su peroración, meneó todavía su cabeza que había encanecido en la vida de cosaco. Todos los que le escuchaban quedaron profundamente conmovidos por este discurso que penetró hasta el fondo de sus corazones. Los guerreros más antiguos permanecieron inmóviles, inclinando sus cabezas grises hacia tierra; una lágrima brillaba en sus viejas pupilas, que enjugaron lentamente con la manga, y todos a una, como impulsados por un mismo resorte, hicieron a la vez su gesto acostumbrado para expresar que se ha tomado un partido, y menearon resueltamente sus cabezas. Taras había puesto el dedo en la llaga.

Veíase salir de la ciudad el ejército enemigo al son de las trompetas y clarines, así como los nobles polacos, con la mano en la cadera, y rodeados de un numeroso séquito. El obeso coronel daba órdenes. Adelantáronse rápidamente hacia los cosacos, amenazándoles con sus miradas y con sus mosquetes, al abrigo de sus brillantes corazas de cobre. Los cosacos, al ver que habían avanzado hasta ponerse a tiro, los recibieron con una lluvia de plomo, y continuaron tirando sin interrupción. El ruido de sus descargas sonaba en las vecinas llanuras, como un trueno continuo. El campo, de batalla estaba cubierto de densa humareda, y los zaporogos disparaban sin interrupción. Los de las últimas filas se limitaban a cargar las armas que alargaban a los más avanzados, con asombro de los polacos que no podían comprender cómo los cosacos tiraban sin volver a cargar sus mosquetes. En las espesas oleadas de humo que envolvían a los contendientes, no se veían las pérdidas que se experimentaban en las filas; pero los polacos, sobre todo, sentían que las balas llovían espesas, y cuando retrocedieron para alejarse de aquella humareda y para recobrarse, vieron perfectamente que sus escuadrones habían sufrido muchas bajas. Los cosacos habían perdido tres hombres todo lo más, y continuaban incesantemente su fuego de mosquetería. El ingeniero extranjero asombróse de esta táctica que nunca había visto emplear, y dijo en alta voz:

—¡Son muy valientes los zaporogos! He ahí cómo es preciso que se batan en todos los países.

Aconsejó entonces dirigir los cañones hacia el campamento fortificado de los cosacos. Las piezas de bronce atronaron el espacio con su rugiente voz; la tierra trepidó a lo lejos, y la llanura quedó envuelta en oleadas de humo. El olor de la pólvora se extendía por las plazas y las calles de las poblaciones próximas y lejanas; sin embargo, los artilleros habían apuntado muy alto. Las balas rojas describieron una curva demasiado grande; pasaron silbando por encima de la cabeza de los cosacos y se hundieron en el suelo abriendo surcos profundos, a lo lejos, en la tierra negra. En vista de tanta torpeza, el ingeniero francés apuntó por sí mismo los cañones, aunque los cosacos lanzaban una espesa lluvia de balas.

Taras había visto de lejos, el peligro que amenazaba a los koureni de Nesamaï koff y de Steblikoff, y gritó con todas sus fuerzas:

—¡Abandonen pronto los carros, pronto, y que cada uno monte a caballo!

Pero los cosacos no hubieran tenido tiempo de cumplir ninguna de estas dos órdenes, si Eustaquio no se hubiese arrojado en medio del enemigo y arrancado las mecha de las manos de seis artilleros de los diez que estaban al pie de los cañones. No obstante, los polacos le rechazaron. Entonces el oficial extranjero tomó una mecha para pegar fuego a un enorme cañón, tan enorme, que los cosacos no habían visto otro igual, y cuya ancha boca vomitaba muertes a centenares. Su disparo y el de otros tres cañones que estaban cerca de él, hicieron temblar sordamente la tierra, y llevaron la desolación a todas partes. Más de una anciana madre cosaca llorará a su hijo y se golpeará el pecho con sus manos huesosas; en Gloukhoff, Nemiroff, Tchernigoff y en otras ciudades habrá más de una viuda que, desconsolada, correrá todos los días a la ventura, detendrá a todos los transeúntes y les mirará a los ojos para ver si alguno de ellos es el amado de su alma. Pero pasarán por la ciudad varias tropas de todas clases, sin que pueda encontrar al que más ama entre todos los hombres.

La mitad del kouren de Nesamai’ koff había desaparecido. El cañón barrió y derribó las filas cosacas, como el granizo abate un campo de trigo en el cual se balanceaban antes graciosamente las espigas.

En cambio, ¡de qué modo se lanzaron los cosacos! ¡Cómo se precipitaron todos sobre el enemigo! ¡De qué modo el ataman Koukoubenko se encendió de rabia, al ver que la mitad del kouren había sucumbido! Entró con lo restante de sus hombres, de Nesamai’ koff en el centro mismo de las filas enemigas, y en su furor tronchó como a una col al primero que encontró a su paso; derribó a varios jinetes hiriéndoles con su lanza y también al caballo; llegó hasta la batería y se adueñó de un cañón. Mira, y viene precedido por el ataman del kouren de Oumane, y de Stepan Gouska que ha tomado ya la pieza principal. Cediéndoles entonces el puesto, se vuelve con los suyos contra otra masa de enemigos. Las gentes de Nesamai’ koff han abierto una calle por donde han pasado, y una encrucijada por donde vuelven. Veíase cómo aclarábanse las filas enemigas, y cómo los polacos caían como gavillas. Vovtousenko estaba en pie junto a los carros; delante de él se veía a Tcherevitchenko; más allá de los carros a Degtarenko, y detrás de éste, el ataman del kouren, Vertikhvist. Degtarenko, lanza en ristre, ha hecho morder la tierra a dos polacos, pero encuentra un tercero más difícil de vencer. El polaco era delgado y vigoroso, y estaba magníficamente equipado, llevando más de cincuenta hombres de escolta. Hizo retroceder a Degtarenko, le tiró al suelo, y levantando su sable le gritó:

—¡Perros cosacos, no hay uno solo de ustedes que se atreva a resistirme!

—¡Sí que lo hay —costestóle Mosy Chilo; y se adelantó.

Mosy Chilo era un intrépido cosaco que más de una vez había mandado en el mar, y pasado por muchas pruebas. En Trebizonda, los turcos le hicieron prisionero con toda su tropa, llevándoselos a todos en sus galeras, aherrojados de pies y manos, privándoles, de comer arroz durante semanas enteras, y haciéndoles beber agua salada; los pobres cautivos, antes de renegar de su religión ortodoxa, lo habían sufrido todo, sobrellevado todo. Pero el ataman Mosy Chilo no tuvo valor de sufrir; holló con sus pies la santa ley, rodeó su cabeza de un odioso turbante, captóse la confianza, del bajá, llegó a ser arráez del buque y jefe de la chusma. Su conducta causó una gran pesadumbre a los prisioneros, los cuales sabían que si uno de los suyos vendía su religión y pasaba al partido de los opresores, ¡desgraciado del que estaba bajo su poder! Y, en efecto, así sucedió: Mosy Chilo les puso nuevos hierros, atándolos de tres en tres, agarrotóles hasta el cuello, y les dio golpes en la nuca. Cuando más satisfechos estaban los turcos de haber encontrado semejante servidor, empezaron a regocijarse, y se embriagaron sin respetar las leyes de su religión, y entonces Mosy Chilo entregó las sesenta y cuatro llaves de los hierros a los prisioneros a fin de que pudiesen abrir las cadenas, tirar al mar sus ataduras, y cambiarlas por sables para atacar a los turcos. Los cosacos hicieron un espléndido botín, y regresaron victoriosos a su patria, en donde, durante largo tiempo, los tocadores de bandolas ensalzaron las glorias de Mosy Chilo. Hubiérasele elegido kochevoi, pero no lo hicieron porque era un cosaco de carácter muy extraño. Algunas veces obraba con tanto acierto como no era fácil lo hiciese ningún sabio, y otras caía en una increíble estupidez. Bebió y disipó cuanto había adquirido, contrajo deudas con todos los de la setch, y para colmar la medida, una noche deslizóse como ratero en un kouren extranjero, apoderóse de todos los arneses, y los empeñó en casa del tabernero. Por esta vergonzosa acción fue atado a un poste de la plaza, y se le puso cerca un enorme bastón a fin de que cada uno, según sus fuerzas, pudiese propinarle un garrotazo. Pero entre los zaporogos, no se encontró un solo hombre que levantase el bastón contra él recordando los servicios que había prestado. Tal era el cosaco Mosy Chilo.

—Sí, perros —contestó Mosy Chilo arrojándose sobre el polaco— los hay para darles de palos.

¡Cómo se batieron! Las corazas y brazales se doblaron en los cuerpos de ambos. El polaco le desgarró su camisa de hierro, y le hirió con su sable. La camisa del cosaco se enrojeció, pero Chilo ni siquiera hizo caso de ello. Levantó la mano pesada y nudosa, y descargó tan tremendo golpe en la cabeza de su adversario que le aturdió. Su casco de bronce voló hecho astillas; el polaco bamboleó y cayó de la silla; entonces Chilo empezó a descargar sobre él sendos sablazos. “Cosaco, no pierdas tiempo en acabar con él, vuélvete enseguida” le dijeron; pero el cosaco no se vuelve, y uno de los criados del vencido le hiere con su cuchillo en el cuello. Chilo se volvió de frente, y ya alcanzaba al audaz, cuando éste desapareció entre el humo de la pólvora. El ruido de la mosquetería resonaba por todas partes. Chilo bamboleó, y conoció, que su herida era mortal. Cayó, puso la mano sobre su herida, y volviéndose hacia sus compañeros, les dijo:

—Adiós, señores hermanos camaradas, que el suelo ruso ortodoxo permanezca en pie hasta el fin de los siglos, y que se le tribute un honor eterno.

Cerró sus mortecinos ojos, y su alma cosaca abandonó su feroz envoltura.

Zadorojni se adelantaba ya a caballo, al mismo tiempo que el ataman de kouren Vertikhvisty Balaban.

—Díganme, señores —exclamó Taras dirigiéndose a los atamans de los koureni— ¿hay todavía pólvora? ¿No se ha debilitado, la fuerza cosaca? ¿Los nuestros cejan?

—Padre, aún tenemos pólvora, la fuerza cosaca no se debilita, ni los nuestros cejan.

Y haciendo un vigoroso ataque los cosacos rompieron las filas enemigas.

El pequeño coronel mandó tocar retirada e izar ocho banderas pintadas para reunir a los suyos que estaban dispersos en la llanura. Todos los cosacos corrieron a agruparse alrededor de las banderas; pero aún no se habían formado, cuando el ataman Koukoubenko dio con su gente de Nesamai’ koff una carga en el centro, y cayó sobre el coronel barrigudo que, no pudiendo sostener el choque, volvió grupas huyendo a todo escape. Koukoubenko le persiguió a través de los campos sin dejarle reunirse con los suyos. Stepan Gouska, viendo eso desde el kouren vecino, púsose en persecución del coronel, con su arkan en la mano; inclinando la cabeza sobre el cuello de su caballo, y aprovechando una coyuntura favorable, echóle de repente su nudo corredizo a la garganta. El coronel se volvió como la púrpura, y asiendo la cuerda con las dos manos probó de romperla: pero un poderoso golpe había ya hundido en el ancho pecho de su perseguidor el mortífero acero. Apenas tuvieron los cosacos tiempo de volverse cuando Gouska se encontraba ya levantado sobre cuatro picas. El pobre ataman solo tuvo tiempo de decir:

—¡Perezcan todos los enemigos, y que el suelo ruso se regocije en la gloria por los siglos de los siglos!

Y cerró los ojos para siempre. Los cosacos volvieron la cabeza, y vieron, por un lado, al cosaco Metelitza que se batía con los polacos haciendo horrible carnicería, y por el otro al ataman Nevilitchki que avanzaba a la cabeza de los suyos junto a un cuadro formado por carros, Zakroutigouba revuelve el enemigo como si fuese un montón de heno, y le rechaza, mientras que, delante de otro cuadro más lejano, Pisarenko el tercero ha rechazado a una tropa entera de polacos, y cerca del tercer cuadro los combatientes han llegado a las manos y luchan encima de los mismos carros.

—Díganme, señores —gritó el ataman Taras, por segunda vez, adelantándose al frente de los jefes— ¿hay todavía pólvora? ¿Se ha debilitado la fuerza cosaca? ¿Los nuestros cejan?

—Padre, todavía tenemos pólvora, la fuerza cosaca no se ha debilitado; los nuestros no cejan.

Bovdug, herido por una bala en el corazón, ha caído de lo alto de un carro; pero en el momento de exhalar su vieja alma el último suspiro, dijo:

—¡Nada me importa dejar el mundo!, ¡Ojalá Dios quiera dar a todos un fin semejante y que el suelo ruso sea glorificado hasta el fin de los siglos!

Y el alma de Bovdug se elevó a las alturas para ir a contar a los ancianos, muertos hacía mucho tiempo, cómo saben batirse en el suelo ruso, y cómo saben mejor aun morir por su santa religión.

El ataman de kouren, Balaban, cayó poco después, con tres heridas mortales: de bala, de lanza y de un pesado sable recto. Era un cosaco de los más valientes. Como ataman, había emprendido un sinnúmero de expediciones marítimas, de las cuales la más gloriosa fue la de las costas de Anatolia. Su gente había reunido muchos cequíes, telas de Damasco y rico botín turco. Pero a su regreso sufrieron muchos descalabros: los desventurados tuvieron que pasar por debajo de las balas turcas; cuando el buque enemigo disparó todas sus piezas, la mitad de sus barcos se fueron a pique, pereciendo en las aguas más de un cosaco; pero los haces de juncos atados a los costados de los botes les salvaron de morir todos ahogados; durante la noche, sacaron el agua de las barcas sumergidas, con palas cóncavas con sus gorras, y repararon las averías; de sus anchos pantalones cosacos hicieron velas y, arriando con presteza, alejáronse rápidamente de los buques turcos. Por fin, pudieron llegar sanos y salvos a la setch, trayendo una casulla bordada de oro para el archimandrita del convento de Mejigorsh en Kiev, y adornos de plata para la imagen de la Virgen, en el mismo zaporojié y largo tiempo después los tocadores de bandolas ensalzaban las proezas de los cosacos. En esta hora, inclina Balaban su cabeza, sintiendo las angustias de la muerte, y dice con agónico acento:

—Creo, señores, que muero de una buena muerte. He matado a siete a sablazos, he atravesado a nueve con mi lanza, he aplastado a una infinidad bajo los pies de mi caballo, y no sé a cuántos han alcanzado mis balas. ¡Florezca, pues, eternamente el suelo ruso!

Y su alma voló a otra tierra mejor.

¡Cosacos, cosacos!, no entreguen la flor de su ejército. El enemigo ha cercado ya a Koukoubenka, y solo le quedan siete hombres del kouren de Nesamai koff, y esos se defienden con valor: los vestidos de su jefe están ya enrojecidos de sangre; Taras mismo, viendo el peligro que corre se lanza en su auxilio; pero los cosacos han llegado demasiado tarde. Antes que el enemigo fuese rechazado, una lanza se había hundido en el corazón de Koukoubenko; inclinóse, dulcemente en brazos de los cosacos que le sostenían, y su joven sangre brotó de su pecho como de una fuente, semejante a un vino precioso que torpes criados traen de la bodega en un vaso de vidrio, y que lo rompen a la entrada de la sala resbalando en el pavimento. El vino se derrama por el suelo, y el dueño de la casa corre, tirándose de los cabellos, porque lo había guardado para la ocasión más hermosa de su vida, a fin de que, si Dios se lo había dado, pudiese en su vejez festejar con él a un compañero de su juventud, y regocijarse con él al recordar un tiempo en que el hombre sabía disfrutar de otra manera y mejor. Koukoubenko paseó su mirada, en torno suyo y murmuro:

—¡Compañeros: doy las gracias a Dios por haberme otorgado morir en presencia de ustedes! ¡Él haga que los que nos sucedan tengan una vida más tranquila que nosotros, y, que el suelo ruso amado de Jesucristo sea eternamente bendito!

Y su alma joven, llevada en brazos de los ángeles, voló hacia la mansión de los justos, en donde deberá gozar de la bienaventuranza. “Siéntate a mi derecha, Koukoubenko —le dirá Jesucristo— no has hecho traición a la fraternidad, no has cometido ninguna acción vergonzosa, no has abandonado a un hombre en el peligro. Has conservado y defendido mi Iglesia” La muerte del joven y valeroso cosaco entristeció a todo el mundo, las filas cosacas se aclaraban cada vez más; muchos valientes habían ya dejado de existir; y, sin embargo, los cosacos se mantenían firmes.

—¡Díganme, señores! —gritó Taras por tercera vez a los koureni que habían quedado en pie— ¿hay, todavía pólvora? ¿Se han enmohecido los sables? ¿La fuerza cosaca se ha debilitado? ¿Los cosacos cejan?

—Padre, aun hay bastante pólvora; los sables se hallan en buen estado; la fuerza cosaca no se ha debilitado; los cosacos no han cejado todavía.

Y nuevamente lanzáronse los cosacos como si no hubiesen experimentado pérdida alguna. Solo quedan con vida tres atamans de kouren. Por todas partes corren torrentes de sangre y se elevan pirámides formadas de cadáveres de cosacos y polacos. Taras dirige su vista al cielo y ve una bandada de buitres que cruzan el espacio. ¡Ah! Alguien se regocijará, pues. Allá abajo, una lanzada ha dado fin a Metelitza; la cabeza de Pisarenko segundo ha dado vueltas en el aire revolviendo los ojos en sus órbitas, y Okhrim Gouska ha caído pesadamente hecho trizas.

—¡Sea! —dijo Taras, haciendo una seña con su pañuelo— Eustaquio comprendió el movimiento de su padre, y saliendo de su emboscada, cargó vigorosamente contra la caballería polaca. El enemigo no sostuvo la violencia del choque; y él, persiguiéndole, sin dar cuartel, le rechazó hacia el sitio en donde se habían plantado estacas gruesas y cubierto el suelo de trozos de lanza. Los caballos empezaron a tropezar, a faltarles los pies, y los polacos a rodar por encima de sus cabezas. En tan difícil situación, los cosacos de Korsonn, que estaban de reserva detrás de los carros, viendo al enemigo a tiro de mosquete, hicieron una horrible descarga. Los polacos se desconciertan, el desorden se introduce en sus filas, y los cosacos recobran valor.

—¡La victoria es nuestra! —gritaron de todas partes los zaporogos.

Sonaron los clarines, y la bandera de la victoria tremolaba impulsada por el viento. Los polacos huían en confuso desorden en todas direcciones.

—¡No, no, la victoria no es nuestra todavía! —dijo Taras, mirando las puertas de la ciudad.

En efecto: las puertas de la ciudad se habían abierto, y un regimiento de húsares, la flor de los regimientos de caballería, salía por ellas. Todos los jinetes montaban, argamaks castaños. Al frente de los escuadrones galopaba el jinete más hermoso y apuesto de todos.

Sus cabellos negros asomaban, por debajo de su casco de bronce, y rodeaba su brazo una banda bordada por las manos de la belleza más seductora. Taras quedóse estupefacto al reconocer a su hijo Andrés; y éste, sin embargo, inflamado por el ardor del combate, ávido de merecer el presente que adornaba su brazo, precipitóse como un fogoso lebrel, el más hermoso, más veloz y más joven de la jauría. “¡Aton!” exclama el viejo cazador, y el lebrel se precipita, lanzando sus piernas en línea recta al aire, inclinando todo su cuerpo sobre el costado, levantando la nieve con sus uñas, y adelantándose diez veces a la liebre misma, en el ardor de su carrera. El viejo Taras se detuvo, contemplando cómo Andrés se abría paso, hiriendo a derecha e izquierda, y derribando a los cosacos que le interceptaban el paso.

Taras pierde la paciencia y exclama:

—¡Cómo! ¡A los tuyos! ¡A los tuyos! ¡Así los hieres, hijo del diablo!

Pero el intrépido joven no veía si los que hallaba a su paso eran de los suyos o de los otros; no veía sino rizos de sedoso cabello, largos y ondulantes, un cuello de nieve semejante al de los cisnes, blancos hombros, y todo lo que Dios ha creado para besos insensatos.

—¡Hola, camaradas! atráiganlo, atráiganlo solamente al bosque —gritó Taras.

Inmediatamente presentáronse treinta de los más ágiles cosacos para atraer al joven hacia el bosque. Enderezando sus altas gorras, lanzaron sus caballos para cortar la retirada a los húsares, atacaron de flanco a las primeras filas, las derrotaron, y habiéndolas separado del grueso de la partida, pasaron a cuchillo a unos y a otros. Entonces Golokopitenko dio a Andrés con su sable de plano, y todos, al instante emprendieron la fuga con toda la rapidez cosaca. Andrés se lanzó como un león; su joven sangre hervía en sus venas; hundiendo sus largas espuelas en los costados del noble bruto, echóse volando en persecución de los cosacos, sin volverse, y sin ver que solamente habían podido seguirle una veintena de hombres. Los cosacos, huyendo con toda la celeridad de sus cabalgaduras, daban la vuelta hacia el bosque.

Andrés, disparado como una flecha, alcanzaba ya a Golokopitenko, cuando de repente una férrea mano detuvo su caballo por la brida. El joven volvió la cabeza y vio delante de él a Taras, su padre. Un fuerte estremecimiento agitó todo su cuerpo, y se volvió pálido como un escolar sorprendido por su maestro merodeando. La cólera de Andrés se apagó como si nunca se hubiese encendido. Solo veía delante de él al terrible autor de sus días.

—¡Y bien! ¿Qué vamos a hacer ahora? —dijo Taras, mirándole fijamente.

El joven no respondió, tenía la vista inclinada hacia el suelo.

—Y bien, hijo, ¿te han prestado un gran socorro tus polacos?

Andrés continuó mudo.

—Hacernos traición de este modo, vender la religión, vender a los tuyos… Espera, baja del caballo.

Andrés, obedeciendo como un niño dócil, bajó del caballo, y se detuvo, más muerto que vivo, delante de su padre, el cual le dijo:

—Quédate ahí, y no te muevas; yo te he dado la vida, yo te la quitaré.

Y, dando un paso atrás, preparó su mosquete. El semblante del joven se cubrió de mortal palidez; sus labios se movían pronunciando un nombre; pero este nombre no era el de su patria, ni el de su madre, ni el de sus hermanos: era el nombre de la linda polaca.

Taras disparó.

Como una espiga de trigo segada por la hoz, Andrés inclinó la cabeza, y cayó sobre la hierba sin pronunciar una palabra.

El parricida, inmóvil, contempló largo tiempo el cadáver inanimado de su hijo: hasta después de muerto era hermoso. Su semblante viril, antes brillante de fuerza y de una irresistible seducción, expresaba, todavía una hermosura maravillosa. Sus cejas, negras como un terciopelo de luto, sombreaban sus pálidas facciones.

—¿Qué le faltaba para ser un cosaco? —dijo Bulba. Tenía elevada estatura, cejas negras, un semblante lleno de nobleza, y mano fuerte en el combate. ¡Y ha muerto, muerto sin gloria como un perro cobarde!

—¿Qué has hecho, padre? ¿Le has muerto tú? —dijo Eustaquio, que llegaba en este momento.

Taras hizo con la cabeza un signo afirmativo.

Eustaquio miró fijamente en los ojos del muerto, y dijo con profundo pesar:

—Padre, démosle honrosa sepultura, a fin de que los enemigos no puedan insultarle, y que las aves de rapiña no despedacen su cuerpo.

—Ya se le enterrará sin nosotros —dijo Taras— y no le faltarán llorones y lloronas.

Y durante dos minutos pensó:

—¿Es preciso arrojar su cuerpo a los lobos que husmean la tierra devastada, o bien respetar en él la valentía del caballero, que todo guerrero debe honrar en quien la posee?

—Miró, y vio a Golokopitenko galopando hacia él.

—¡Desgracia, ataman Los polacos se han fortificado, y les han llegado tropas de refresco.

Aun no había acabado de hablar Golokopitenko, cuando acudió Vovtonsenko:

—¡Desgracia, ataman Nuevas fuerzas caen sobre nosotros.

Sin concluir Vovtonsenko, llega Pisarenko corriendo, pero sin caballo.

—¿En dónde estás, padre? Los cosacos te buscan. El ataman de kouren Nevilitchki ha sido muerto ya, y también Zadorodrii y Tcherevitchenko pero los cosacos se mantienen firmes; no quieren morir sin verte por última vez, deseando que les mires en la hora de su muerte.

—¡A caballo, Eustaquio! —dijo Taras.

Y se apresuró para encontrar con vida a los cosacos, para contemplarlos por última vez, y porque pudiesen mirar a su ataman antes de morir. Pero aun no había salido del bosque con su gente, cuando las fuerzas enemigas le cercaron completamente, y por todas partes se presentaron a través de los árboles jinetes armados de sables y de lanzas.

—¡Eustaquio, Eustaquio! mantente firme —exclamó Taras.

Y, sacando su sable, atacó a los primeros que le vinieron a mano. Seis polacos rodean a Eustaquio, pero en mal hora lo hicieron: a uno le cercenó la cabeza; el otro da una voltereta por detrás; el tercero recibe una lanzada en las costillas; y el cuarto, más audaz, ha evitado la bala de Eustaquio bajando la cabeza, y la ardiente bala hace blanco en el cuello del caballo que, furioso, se encabrita, rueda por tierra, y aplasta debajo a su jinete.

—¡Bien hijo mío, bien! —exclamó Taras— vuelo a tu socorro.

Y Taras rechaza a los que le acometen, da sablazos a diestro y a siniestro y, mirando continuamente a Eustaquio, le ve luchando cuerpo a cuerpo con ocho enemigos a la vez.

—¡Tente firme, Eustaquio, tente firme! —le grita.

Pero el joven está perdido; le echan un arkan alrededor del cuello, se apoderan de él y le agarrotan.

—¡Ea, Eustaquio, ea! —gritaba Taras abriéndose paso hacia él, y hendiendo con su hacha todo cuanto se le ponla delante. ¡Ea, Eustaquio, Eustaquio!

Pero en este momento recibió como una pedrada, y todo dio vueltas ante sus ojos. Las lanzas, el humo del cañón, las chispas de la mosquetería y las ramas de los árboles con sus hojas brillaron por un instante en su mirada; después cayó a tierra como una encina abatida, y una espesa niebla cubrió sus ojos.

 

X

—Parece que he dormido mucho tiempo —dijo Taras despertando como del penoso sueño de un hombre ebrio, y esforzándose por reconocer los objetos que le rodeaban.

Una terrible debilidad había quebrantado sus miembros, pudiendo apenas distinguir las paredes y rincones de una estancia desconocida. Por fin fijóse en que Tovkatch estaba sentado junto a él, y que parecía atento a cada una de sus respiraciones.

—Sí —pensó Tovkatch— hubieras podido dormirte para siempre.

Pero no habló palabra, sino que le amenazó con el dedo haciéndole seña de que callase.

—Dime pues, ¿en dónde estoy ahora? —prosiguió Taras concentrándose y procurando recordar su pasado.

—¡Cállate pues! —exclamó bruscamente su cama— rada. ¿Qué más quieres saber? ¿No ves que estás acribillado de heridas? Dos semanas que corremos a caballo a todo escape, y que la fiebre y el calor te hacen delirar. Hoy, por primera vez, has dormido tranquilo. Calla, pues, si no quieres perjudicarte a ti mismo.

Sin embargo, Taras continuaba esforzándose en poner en orden sus ideas y en recordar lo pasado.

—¡Pero yo he sido detenido y cercado por los polacos!… ¡Me era imposible abrirme paso a través de sus filas!

—¡Te callarás de una vez, hijo de Satanás! —exclamó Tovkatch montado en cólera, como una niñera a quien los gritos de un chicuelo mimado hacen perder la paciencia. ¿Quieres saber de qué modo te has salvado?… Ha habido amigos que no te han dejado allá, y eso basta. Todavía nos queda más de una noche para correr juntos. ¿Crees que te han tomado por un simple cosaco? No, tu cabeza está puesta a precio; dos mil ducados dan por ella.

—¿Y Eustaquio? —exclamó de repente Taras que procuró incorporarse recordando cómo a su vista se habían apoderado de su hijo, cómo le habían agarrotado, y cómo se encontraba en manos de sus enemigos.

Entonces el dolor se apoderó de aquella vieja cabeza. Arrancó los vendajes que cubrían sus heridas, y los tiró lejos de sí; quiso hablar en alta voz, pero de sus labios solo salieron palabras incoherentes. La fiebre le había vuelto y le hacía delirar. Sin embargo, su fiel compañero estaba de pie delante de él, dirigiéndole crueles reprensiones e injurias. En fin, agarróle por los pies y por las manos, le fajó como se hace con un niño, volvióle a poner los vendajes, envolvióle en una piel de buey, sujetóle con cuerdas a la silla de un caballo y emprendió de nuevo el camino.

—Aunque fueses un cadáver, te conduciría a tu país. No permitiré que los polacos insulten tu origen cosaco, que hagan trizas tu cuerpo y lo arrojen al río. Si el águila ha de arrancar los ojos de tu cadáver, que sea al menos el águila de nuestras estepas, no el águila polaca, no la que viene de las tierras de Polonia. Aunque estuvieses muerto, te conduciría a Ukrania.

Así hablaba el fiel compañero, corriendo día y noche, sin tregua ni descanso, conduciéndole al fin, privado de sentidos, a la misma setch de los zaporogos. Una vez allí, curóle con simples compresas y aprovechóse de la habilidad en el arte de curar de una judía, que en el espacio de un mes le hizo tomar diversos remedios. Al fin Taras se encontró mejor. Sea que la influencia del tratamiento fuese saludable, sea que su férrea naturaleza lo hubiese vencido todo, al cabo de un mes y medio abandonó el lecho. Sus llagas se habían curado y las cicatrices hechas por el sable atestiguaban solamente la gravedad de las heridas del viejo cosaco. Sin embargo, su carácter volvióse triste y taciturno. Tres profundas arrugas se habían marcado en su frente, en donde se quedarán para siempre. Al dirigir la vista a su alrededor, todo le pareció nuevo en la setch. Todos sus antiguos compañeros habían muerto, no quedando ni uno solo de los que hayan combatido por la santa causa, por la fe y la fraternidad.

También habían sucumbido aquellos que, mandados por el kochevoi, habían ido en persecución de los tártaros; todos murieron: el uno cayó en el campo del honor; el otro había muerto de hambre y de sed en medio de las estepas saladas de la Crimea; otro murió de vergüenza en el cautiverio, por no poder sobrellevar su afrenta. El viejo kochevoi hacía mucho tiempo que también había pasado a mejor vida, así como sus antiguos compañeros, y la hierba del cementerio había ya crecido sobre los restos de esos cosacos llenos en otro tiempo de valor y de vida. Taras comprendía que en torno suyo había tenido lugar una grande orgía, una orgía ruidosa: toda la vajilla había volado hecha añicos, no quedando una sola gota de vino; los convidados y los criados se habían llevado todas las copas, todos los vasos preciosos, y el dueño de la casa permanecía solitario y triste, pensando que hubiera sido mejor que no hubiese habido fiesta. Los esfuerzos que se hacían para ocupar y distraer a Taras eran inútiles; los viejos tocadores de bandola de barba gris desfilaban en vano de dos en dos y de tres en tres por delante de él, cantando sus hazañas de cosaco; todo lo contemplaba con indiferencia; en sus facciones inmóviles y en su cabeza inclinada leíase un dolor inextinguible; Taras decía en voz baja:

—¡Mi hijo Eustaquio!

Sin embargo, los zaporogos se habían preparado para una expedición marítima. En el Dnieper fueron botados doscientos buques, y el Asia Menor había visto a esos cosacos de cabeza rapada y trenza flotante, pasar a sangre y a fuego sus floridas costas; había visto los turbantes musulmanes, semejantes a las innumerables flores de sus campos, dispersos en sus ensangrentados llanos o nadando cerca de la costa; también había visto un sinnúmero de anchos pantalones cosacos manchados de brea, y muchos brazos musculosos armados de látigos negros. Los zaporogos habían destruido todas las viñas y comido todas las uvas; habían convertido las mezquitas en lugar inmundo; servíanse, a guisa de cinturones, de chales preciosos de Persia, ciñendo con ellos sus sucios caftanes. Largo tiempo después encontraban todavía en los sitios que habían pisado, las pequeñas pipas cortas de los zaporogos. Cuando se volvían alegremente, dioles caza un buque turco de diez cañones, y una descarga general de su artillería hizo huir a sus ligeros buques como una bandada de aves. Una tercera parte de ellos había perecido en la profundidad del mar; los supervivientes pudieron reunirse para ganar la embocadura del Dnieper, con doce barriles llenos de cequíes. Nada de esto preocupaba ya a Taras Bulba. Íbase a los campos, a las estepas, como para cazar; pero su arma permanecía inactiva; dejábala junto a él, lleno de tristeza, y deteníase a la orilla del mar, permaneciendo largo tiempo sentado, con la cabeza baja, y diciendo siempre:

—¡Eustaquio, Eustaquio mío!

Delante de él el mar Negro brillaba y se extendía como una inmensa sábana; en los lejanos juncos oíase el grito de la gaviota, y sobre su encanecido bigote caían las lágrimas una tras otra.

Taras no pudo dominarse por más tiempo.

—Suceda lo que Dios quiera —dijo— iré a saber lo que ha sido de él. ¿Está vivo? ¿Ha bajado ya al sepulcro, o bien no está aún en él? Yo lo sabré, cueste lo que cueste; yo lo sabré.

Y ocho días después, hallábase ya en la ciudad de Oumana, a caballo, la lanza en la mano; el sable al lado, el saco de viaje colgado del pomo de la silla; una orza de harina de avena, cartuchos, trabas para el caballo, y otras municiones completaban su equipaje. Dirigióse enseguida a una miserable y sucia casucha cuyas deslucidas ventanas apenas se veían; el tubo de la chimenea estaba cerrado por un tapón, y el techo, agujereado por todas partes, estaba cubierto de gorriones; delante de la puerta de entrada había un montón de basura. En la ventana estaba asomada una judía luciendo una gorra adornada con perlas ennegrecidas.

—¿Está tu marido en casa? —dijo Bulba bajando de su caballo, y atando las riendas en un anillo de hierro clavado en la pared.

—Sí —dijo la judía, que se apresuró a salir con una abundante ración de trigo para el caballo y una jarra de cerveza para el jinete.

—¿En dónde está tu judío?

—Rezando, sus oraciones —murmuró la judía saludando a Bulba, y deseándole buena salud en el momento en que llevaba la jarra a sus labios.

—Quédate aquí, da de beber a mi caballo: yo iré solo a hablarle. Tengo un asunto que tratar con él.

Este judío era el famoso Yankel, el cual se había hecho arrendador y posadero, todo en una pieza. Habiéndose apoderado poco a poco de los negocios de todos los hidalguillos del contorno, había insensiblemente chupado su dinero y hecho sentir su presencia de judío en todo el país. A tres millas a la redonda, no quedaba ya una sola casa que estuviese en buen estado: todas se derrumbaban de puro viejas; la comarca entera había quedado desierta como después de una epidemia o de un incendio general. Si Yankel hubiese vivido allí una docena de años más, es probable, que expulsara de ella hasta a las autoridades. Taras entró en el aposento.

Yankel oraba, con la cabeza cubierta con un largo velo bastante sucio, y se había vuelto para escupir por última vez, según el rito de su religión, cuando notó la presencia de Bulba, que estaba en pie detrás de él. El judío no vio de pronto sino los dos mil ducados ofrecidos por la cabeza del cosaco; pero avergonzado de su avaricia, esforzóse por aplacar su eterna sed de oro.

—Escucha, Yankel —dijo Taras al judío, que se impuso el deber de saludarle y que se dirigió prudentemente a cerrar la puerta, a fin de no ser visto de nadie— te he salvado la vida: los cosacos te hubieran despedazado como a un perro. A tu vez préstame ahora un servicio.

El semblante del judío sombreóse ligeramente.

—¿Qué servicio? Si es alguna cosa que yo pueda hacer, ¿por qué no?

—No digas nada. Condúceme a Varsovia.

—¿A Varsovia?… ¡Cómo! ¿A Varsovia? —dijo Yankel; y alzó las cejas y los hombros en señal de asombro.

—No repliques. Condúceme a Varsovia. Suceda lo que suceda, quiero verle todavía una vez más, volver a hablarle.

—¿A quién?

—A él, a Eustaquio, a mi hijo.

—¿Es que su señoría no ha oído decir que ya…?

—Lo sé todo, todo; han ofrecido dos mil ducados por mi cabeza. Los imbéciles, saben lo que vale. Yo te daré cinco mil, yo. Toma ahora, estos dos mil que te entrego, y lo restante te lo daré cuando vuelva.

El judío tomó enseguida una toalla y envolvió con ella los ducados.

—¡Ah! ¡Qué hermosa moneda! ¡Ah! ¡Qué buena moneda! —exclamó, dando vueltas a un ducado entre sus dedos y probándole con los dientes— pienso que el hombre a quien su señoría ha quitado esos hermosos ducados no habrá vivido una hora más en este mundo, sino que se habrá ido derechito al río para ahogarse en él, después de haber dejado de poseer tan excelentes ducados.

—No te hubiera rogado que me acompañases, y tal vez no equivocara el camino de Varsovia; pero puedo ser reconocido y preso por esos malditos polacos, pues no estoy acostumbrado a fingir. Pero ustedes los judíos han sido creados para eso. Engañarían ustedes al diablo en persona, pues conocen todas las picardías. Por eso he venido a encontrarte. Por otra parte, nada hubiera hecho solo en Varsovia. Vamos, engancha pronto los caballos a la carreta, y condúceme a escape.

—¿Y piensa su señoría que basta sacar un animal del establo, engancharlo a una carreta y arrear? ¿Piensa su señoría que se le puede conducir así sin ocultarlo primero cuidadosamente?

—¡Pues bien! ocúltame, ocúltame como sabes hacerlo; en un tonel vacío, ¿no es verdad?

—¡Bah! ¿Piensa su señoría que se le puede ocultar en un tonel? ¿Ignora acaso que todos creerán que hay aguardiente en é1?

—¡Pues que lo crean!

—¡Cómo! ¡Que crean que contiene aguardiente! —exclamó el judío, agarrando con ambas manos sus largas y flotantes trenzas y levantándolas hacia el cielo.

—¿De qué te admiras?

—¿Ignora su señoría que el buen Dios ha creado el aguardiente para que todos puedan probarlo? La gente de allá bajo son todos muy glotones y borrachos; cualquier hidalguillo es capaz de correr veinte leguas para alcanzar el tonel, agujerearlo, y cuando vea que no sale nada, dirá en seguida: “Un judío no conducirá un tonel vacío; de seguro que hay algo dentro. ¡Que se agarre al judío, que se agarrote al judío y que se quite al judío todo su dinero y que se le meta en la cárcel!”. Eso dirán, porque cuánto hay de malo recae siempre sobre el judío; porque todo el mundo trata al judío como a un perro; porque dicen que un judío no es un hombre.

—¡Pues bien! ¡Entonces méteme en un carro de pescado!

—¡Imposible! Dios sabe que es imposible: en Polonia están ahora los hombres hambrientos como lobos; querrán robar el pescado, y encontrarán a su señoría.

—¡Pues bien! Condúceme al diablo, pero condúceme.

—Escuche, escuche, señor mío —dijo el judío bajando sus mangas sobre los puños y acercándosele con las manos separadas— he aquí lo que haremos; en todas partes se construyen ahora fortalezas y ciudades; han venido del extranjero ingenieros franceses, y por los caminos se transportan infinidad de ladrillos y piedras. Su señoría se esconde en el fondo de mi carro, y yo lo cubro con ladrillos. Su señoría es robusto, goza de excelente salud; de manera que podrá llevar algún peso encima sin inquietarse por eso; y yo haré una pequeña abertura debajo, a fin de poder alimentarle.

—Haz lo que quieras con tal que me conduzcas.

Una hora después salía de la ciudad de Oumana un carro cargado de ladrillos y tirado por dos rocines. Sobre uno de ellos se había encaramado Yankel, y sus largas melenas ondulaban por encima de su capote de judío, mientras que se sostenía sobre su cabalgadura, larga como un poste de camino real.

 

XI

En la época que tiene lugar esta historia, todavía no existían en la frontera ni aduaneros ni inspectores (ese terrible espantajo de los hombres de empresa), y todos podían transportar lo que les venía en gana. Si, por otra parte, algún individuo se tomaba el trabajo de registrar o inspeccionar las mercancías, era, las más de las veces, por puro pasatiempo, sobre todo cuando había entre ellas objetos agradables a la vista y sus puños infundían respeto a los que debía registrar. Pero los ladrillos no excitaban la envidia de nadie; así que entraron sin obstáculo en la ciudad por su puerta principal. Bulba, desde su estrecha jaula, podía oír solamente el ruido de los carros acompañado de los gritos de los conductores, y nada más. Yankel, brincando sobre su caballito cubierto de polvo, entró, después de hacer algunos rodeos, en una callejuela estrecha y sombría que llevaba el nombre de Cenagosa y Judería al mismo tiempo porque, en efecto, se encontraban reunidos todos los judíos de Varsovia. Esta calle tenía todo el aspecto de un corral; parecía que el sol no penetraba jamás en ella, y levantábanse a un lado y otro casas de madera enteramente negras, con largas estacas que salían de las ventanas y que aumentaban aún su obscuridad. De trecho en trecho veíanse, algunos lienzos de pared de ladrillos colorados, ennegrecidos en varios sitios. De distancia en distancia un trozo de muralla enyesada en su parte superior, brillaba a los rayos del sol con insoportable resplandor. Todo presentaba allí sorprendentes contrastes: tubos de chimenea, andrajo y trozos de marmitas. Cada uno arrojaba a la calle todo lo que tenía de inútil y sucio, ofreciendo a los transeúntes ocasión de manifestar sus diversos sentimientos con motivo de esos andrajos. Un hombre a caballo podía tocar con la mano las pértigas que atravesaban la calle de una a otra casa, a lo largo de las cuales pendían medias, calzones cortos y una oca ahumada. Algunas veces mostrábase en una ventana destrozada un lindo rostro de judía, rodeado de perlas ennegrecidas. Una porción de niños judíos, sucios, harapientos, de cabellos, crespos, gritaban y se revolcaban en el lodo.

Un judío de cabellos rojos y semblante lleno de pecas, que le daban la apariencia de un huevo de gorrión, asomóse por la ventana, entablando enseguida con Yankel una conversación en su lengua barrueca, y luego entró Yankel en el patio. Otro judío que pasaba por la calle se detuvo, tomó parte en la conversación, y cuando Bulba logró por fin salir de debajo de los ladrillos, vio a los tres judíos que hablaban entre sí acaloradamente.

Yankel se volvió hacia el cosaco, y le dijo que todo se haría conforme deseaba, que su hijo estaba encerrado en la cárcel de la ciudad, y que, a pesar de lo difícil que era comprar la guardia, esperaba, sin embargo, arreglárselas para procurarle una entrevista.

Bulba entró en un aposento con los tres judíos.

Estos empezaron a conversar en su incomprensible lengua. Taras los examinaba uno a uno. Parecía que alguna cosa le había en extremo conmovido; en sus facciones rudas e insensibles brillaba la llama de la esperanza, de esa esperanza que algunas veces visita al hombre cuando se halla en el último grado de la desesperación; su viejo corazón latía violentamente, como si de repente se hubiese rejuvenecido.

—Escuchen, judíos —les dijo, y su acento atestiguaba la exaltación de su alma— todo lo pueden ustedes en el mundo, un objeto perdido en el fondo del mar lo encontrarían; y dice un proverbio que un judío se robará a sí mismo, por poco que lo desee. ¡Liberten a mi Eustaquio, proporciónenle la ocasión de escaparse de las manos del diablo! He prometido doce mil ducados a ese hombre; añadiré doce más, todos mis vasos preciosos, todo el oro que tengo enterrado, mi casa, mis últimos vestidos; todo lo venderé haciendo además un contrato por el que me obligaré a partir con ustedes todo cuanto pueda adquirir en la guerra durante mi vida.

—¡Oh! ¡Imposible, querido señor, imposible! —dijo Yankel con un suspiro.

—¡Imposible! —dijo otro judío.

Los tres judíos se miraron en silencio.

—No obstante, si se probase —dijo el tercero echando sobre sus dos compañeros tímidas miradas— tal vez con la ayuda de Dios…

Los tres judíos se pusieron a conversar en su lengua. Bulba no pudo entender nada de lo que decían, a pesar de prestar toda su atención; oyó solamente pronunciar a menudo el nombre: de Mardoqueo y nada más.

—Escuche, mi señor —dijo Yankel— primero es preciso consultar a un hombre que no tiene igual en el mundo, es un hombre sabio como Salomón; y si éste no puede nada, nadie en el mundo podrá. Quédese aquí, tome la llave, y no deje entrar a nadie, absolutamente a nadie.

Los judíos salieron a la calle.

Taras cerró la puerta, y miró por la ventanita hacia esta calle sucia de la Judería. Los tres judíos se detuvieron en ella y hablaron entre sí con animación. Pronto se les reunieron dos judíos más, primero uno y después otro, y Bulba oyó repetir de nuevo el nombre de Mardoqueo. ¡Mardoqueo! Los judíos volvían continuamente sus miradas hacia uno de los lados de la calle. Por fin, por uno de los ángulos, detrás de una sucia casucha, apareció un pie calzado con zapato judío, y flotaron los faldones de un caftán corto. “¡Ah! ¡Mardoqueo! ¡Mardoqueo!”, exclamaron los judíos a una sola voz. Un judío flaco menos largo que Yankel pero mucho más arrugado, y notable por la enormidad de su labio superior, se acercó al grupo impaciente. Entonces los judíos apresuráronse a hacerle su narración, durante la cual Mardoqueo volvióse varias veces para mirar la ventanita, por lo que Taras pudo comprender que se trataba de él. Mardoqueo gesticulaba moviendo ambas manos, escuchaba, interrumpía, escupía de lado, y levantando los faldones de su traje, metía las manos en los bolsillos para sacar de ellos una especie de castañuelas, operación que permitía notar sus asquerosos calzones. Por fin, los judíos se pusieron a gritar tan fuerte, que uno de ellos, que estaba de centinela, tuvo que hacerles señas de que callasen, y Taras, empezó a temer por su seguridad; pero tranquilizóse, pensando que los judíos podían conversar libremente en la calle, sin que el mismo diablo pudiese comprender su enrevesada lengua.

Dos minutos después los tres judíos entraron a la vez en el aposento. Mardoqueo se acercó a Taras, diole un golpe en la espalda, y dijo:

—Cuando queremos hacer algo, lo hacemos en debida forma.

Taras examinó aquel nuevo Salomón que no tenía igual en el mundo, y concibió alguna esperanza. Efectivamente, su vista podía inspirar cierta confianza. Su labio superior era un verdadero espantajo; no cabía duda que había llegado a ese desenvolvimiento extraordinario por causas ajenas a la naturaleza. Quince pelos solamente componían la barba del Salomón, y todos al lado izquierdo. Su rostro llevaba las huellas de tantos golpes, recibidos por premio de sus hazañas, que sin duda hacía largo tiempo había perdido la cuenta de ellas, y se había acostumbrado a mirarlas como manchas de nacimiento.

Mardoqueo se alejó pronto con sus compañeros, admirados de su sabiduría. Bulba se quedó solo. Hallábase en una situación extraña, desconocida, y por primera vez en su vida, experimentó cierta inquietud. Su alma era presa de una excitación febril. Ya no era aquel Bulba inflexible, inalterable, fuerte como un roble; habíase vuelto pusilánime; ahora era débil. Temblaba al más ligero ruido y a cada nueva figura de judío que aparecía al extremo de la calle. En esta situación permaneció toda la mañana; no bebió ni comió, y sus ojos no se apartaron un instante de la ventanilla que daba a la calle. En fin, por la tarde, ya casi al anochecer, llegaron Mardoqueo y Yankel. El corazón de Taras desfalleció.

—¡Y bien! ¿Han conseguido su objeto? —preguntó con la impaciencia de un caballo salvaje.

Pero antes de que los judíos tuviesen tiempo de reunir su valor para responder, Taras había ya notado que a Mardoqueo le faltaba su última trenza de cabellos, la cual, aunque bastante mal cuidada, se escapaba antes rizada por debajo de su capisayo. No cabía duda que quería decir algo, pero balbuceaba de una manera tan extraña que Taras no pudo comprender nada. Yankel llevaba también a menudo la mano a su boca, como si hubiese sufrido una fluxión.

—¡Oh, mi querido señor! —dijo Yankel. Ahora es completamente imposible. ¡Dios lo ve! ¡Es imposible! Tenemos que habérnosla con un pueblo tan malo que sería preciso escupirle a la cara. Ahí está Mardoqueo que no me desmentirá. Él ha hecho lo que ningún hombre es capaz de hacer; pero Dios no ha querido ayudarnos. Hay en la ciudad tres mil hombres de tropa, y mañana se les lleva al suplicio.

Taras miró a los judíos de reojo, pero ya sin impaciencia y sin cólera.

—Y si su señoría quiere una entrevista, es necesario ir mañana de madrugada antes que el sol asome por el Oriente. Los centinelas han dado su consentimiento, y tengo la promesa de un leventar. ¡Ojalá no tengan felicidad en el otro mundo! ¡Ah weh mir!. ¡Pueblo codicioso! Ni aun entre nosotros se encuentran hombres semejantes; he dado cincuenta ducados a cada centinela y al leventar…

—Está bien. Condúceme cerca de él —dijo resueltamente Taras— y su alma recobró toda su firmeza.

Se conformó con la proposición que le hizo Yankel de disfrazarse de conde extranjero, llegado de Alemania. El previsor judío había preparado ya los trajes necesarios. Por fin llegó la noche. El dueño de la casa (ese mismo judío de pelo rojo y cutis pecoso) trajo un colchón delgado, cubierto con una especie de sábana, y lo tendió sobre uno de los bancos para Bulba. Yankel se acostó en el suelo sobre un colchón parecido al del cosaco.

El judío de pelo rojo bebió una taza de aguardiente, después se quitó su medio caftán, no conservando más que los zapatos y las medias que le daban mucha semejanza con un pollo, y se acostó al lado de su judía en una cosa que parecía un armario. Dos niños, judíos también, se tendieron en el suelo cerca del armario, como dos falderillos. Pero Taras no dormía; permanecía inmóvil, dando ligeramente en la mesa con sus dedos. Con su pipa en la boca, lanzaba nubes de humo que hacían estornudar al adormecido judío y le obligaban a taparse la nariz con el cobertor. Apenas amaneció Bulba empujó a Yankel con el pie.

—Alzate, judío, y dame tu traje de conde.

Vistióse en un minuto, y se pintó de negro las cejas, los bigotes y las pestañas; cubrióse la cabeza con un sombrerito obscuro, y se arregló de modo que ninguno de sus cosacos, ni aun los que más tratado le tenían, le hubiera reconocido. Parecía un hombre de treinta años. Los colores de la salud brillaban en sus mejillas, y sus mismas cicatrices le daban cierto aire de autoridad. Sus vestidos recamados de oro le sentaban maravillosamente.

Las calles permanecían aún silenciosas; ni siquiera un vendedor, con la cesta en la mano, se veía en la ciudad. Bulba y Yankel llegaron a un edificio que parecía una garza real descansando. Era bajo, ancho, pesado, ennegrecido, y en uno de sus ángulos se levantaba, como el cuello de una cigüeña, una alta y estrecha torre, coronada por un trozo de techo.

Este edificio estaba destinado a muchos y diversos empleos: servía de cuartel, de cárcel y hasta de tribunal criminal. Nuestros viajeros penetraron en él y se encontraron en una vasta sala o más bien en un patio cerrado por arriba: cerca de mil hombres dormían allí juntos. Enfrente de ellos había una puertecita, delante de la cual dos centinelas se entretenían en un juego que consistía en golpearse uno a otro sobre las manos con los dedos, prestando poca atención a los que llegaban; solo volvieron la cabeza cuando Yankel les dijo:

—Somos nosotros, ¿lo oyen, señores míos? Somos nosotros.

—Pasen —dijo uno de ellos, abriendo la puerta con una mano y alargando la otra a su compañero para recibir los golpes obligados.

Entraron en un corredor estrecho y obscuro que les condujo a otra sala semejante a la primera con ventanillas arriba.

—¡Quién vive! —exclamaron algunas voces, y Taras vio cierto número de soldados armados de pies a cabeza. Tenemos orden de no dejar entrar a nadie.

—¡Somos nosotros! —exclamó Yankel— ¡Dios lo ve, somos nosotros, señores míos!

Pero nadie quería escuchar. Por fortuna acercóse en este momento un hombre grueso, que parecía ser el jefe, pues gritaba más recio que los otros.

—Somos nosotros, monseñor; ¿no nos conocéis ya? y el señor conde os atestiguará su reconocimiento.

—¡Déjenles pasar! ¡Qué mil diablos les ahoguen a ustedes! ¡Pero no dejen pasar a nadie más! Y que ninguno de ustedes se quite el sable, ni se acueste en el suelo…

Nuestros viajeros no oyeron la continuación de esta elocuente orden.

—¡Somos nosotros, soy yo, somos nosotros mismos! —decía Yankel a cada uno que encontraba.

—¿Se puede ahora? —preguntó el judío a uno de los centinelas, al llegar por fin al sitio en donde terminaba el corredor.

—Se puede: únicamente ignoro si le dejarán entrar en su misma cárcel. Ian no está aquí en este momento, por haberse puesto otro en su lugar —respondió el centinela.

—¡Ay, ay! —dijo el judío en voz baja. Eso sí que es malo, mi querido señor.

—¡Adelante —dijo Taras con firmeza.

Yankel obedeció.

En la puerta puntiaguda del subterráneo estaba un jeduque adornado con un bigote formando tres líneas superpuestas: la superior le llegaba hasta los ojos, la segunda iba hacia delante, y la tercera descendía encima de la boca, lo cual le daba una singular semejanza con un carnero.

El judío se inclinó hasta el suelo, y se acercó a él casi doblado.

—¡Señoría! ¡Mi ilustre señor!

—Judío, ¿a quién dices eso?

—A usted, mi ilustre señor.

—¡Hum!… ¡No soy más que un simple jeduque! —dijo el que llevaba el bigote de tres líneas, y sus ojos brillaron de contento.

—¡Ira de Dios! ¡Yo creía que era el coronel en persona! ¡Ay, ay, ay!

Al decir estas palabras meneó el judío la cabeza y separó los dedos de las manos.

—¡Ay! ¡Qué aspecto tan imponente! ¡Si es un coronel, un coronel perfecto! ¡Un dedo más, y es un coronel! Deberíase poner a mi señor sobre un caballo padre veloz como una mosca, para que hiciese maniobrar un regimiento.

El jeduque retorció la línea inferior de su bigote, y sus ojos brillaron con una completa satisfacción.

—¡Dios mío! ¡Qué pueblo tan marcial! —prosiguió el judío:— ¡oh weh mir! ¡Qué pueblo tan arrogante! Esos galones, esas chapas doradas, todo eso brilla como un sol, y las muchachas, en cuanto ven a esos militares… ¡ay, ay!

Y el judío meneó de nuevo la cabeza.

El jeduque atusóse la línea superior de su bigote, haciendo oír entre dientes un sonido casi semejante al relincho de un caballo.

—Suplico a mi señor que nos preste un pequeño favor —dijo Yankel. El príncipe, aquí presente, acaba de llegar del extranjero, y quisiera ver los cosacos, pues no ha visto en su vida qué clase de gente son.

La presencia de condes y barones extranjeros en Polonia era bastante común, atraídos a menudo por la sola curiosidad de ver ese pequeño rincón de Europa casi medio asiático. Respecto a Moscovia y a Ukrania las consideraban como formando parte de la misma Asia. Así es que el jeduque, después de saludar respetuosamente, juzgó oportuno añadir algunas palabras de su propia cosecha.

—No sé —dijo— por qué vuestra excelencia quiere verles. Son perros, y no hombres. Y es tal su religión que nadie hace el menor caso de ella.

—¡Mientes, hijo de Satanás! —interrumpió Bulba; ¡el perro eres tú! ¿Cómo te atreves a decir que no se hace caso de nuestra religión? De tu religión herética es de la que no se hace caso.

—¡Hola, hola! —dijo el jeduque. ¡Ahora ya sé quién eres, amigo mío! Perteneces a los que están bajo mi vigilancia. Espera, voy a llamar a los nuestros.

Taras conoció su imprudencia, pero su carácter era testarudo y el despecho impidiéronle pensar en repararla. Por fortuna, en el mismo instante consiguió Yankel deslizarse entre ellos.

—¡Mi señor! ¿Cómo es posible que el conde sea un cosaco? Si lo fuese, ¿en dónde hubiera adquirido semejante traje y un aire tan noble? ¡Adelante!

Y el jeduque abría ya su ancha boca para gritar.

—¡Real majestad, calle, calle! —exclamó Yankel. ¡En nombre del Cielo, calle! ¡Le pagaremos como nadie ha sido pagado en su vida, le daremos dos ducados de oro.

—¡Dos ducados! Dos ducados no significan nada. Yo los doy a mi barbero para afeitarme la mitad de la barba… ¡Cien ducados, judío!

Aquí el jeduque retorció su bigote superior.

—Si no me das al instante cien ducados, llamo a la guardia.

—¿Por qué, pues, tanto, dinero? —dijo, en tono lastimoso el judío, que había palidecido, desatando los cordones de su bolsa de cuero.

Pero, afortunadamente para él, su bolsa solo contenía cien ducados, y el jeduque no sabía contar más arriba de ciento.

—¡Mi señor, mi señor! ¡Partamos lo más pronto posible! Vea qué mala es esa gente —dijo Yankel, después de observar que el jeduque movía el dinero entre sus manos, como arrepentido de no haber pedido más.

—¡Bien, vamos pues, jeduque del diablo! —dijo Bulba— ¿has tomado el dinero, y no piensas en hacernos ver los cosacos? No, tú debes enseñárnoslos, puesto que has recibido el dinero no tienes derecho de rehusárnoslo.

—Váyanse al demonio, si no, los denuncio al instante, y entonces… atrás les digo, y pronto.

—¡Mi señor, mi señor! —¡vámonos, en nombre de Dios, vámonos! ¡Malditos sean! —exclamó el pobre Yankel.

Bulba, con la cabeza baja, se volvió lentamente, seguido de las reconvenciones de Yankel, que se sentía devorado de pesar a la idea de haber perdido sus cien ducados por nada.

—Pero también, ¿por qué pagarle? Debíamos haber dejado ladrar a ese perro. Ese pueblo es hecho así, siempre ha de regañar. ¡Oh weh mir! ¡Qué felicidades envía Dios a los hombres! Mire: ¡cien ducados solamente habernos echado! Y a un pobre judío le arrancarán sus rizos de pelo, harán de su hocico una cosa imposible de mirar, y nadie le dará cien ducados. ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios de misericordia!

Pero aquel contratiempo había tenido sobre Bulba otra influencia; veíase el efecto en la devoradora llama que brillaba en sus ojos.

—Marchemos —dijo de repente, sacudiendo una especie de torpeza— vamos a la plaza pública; quiero ver cómo le atormentan.

—¡Oh, mi señor! ¿Para qué? Allí no podremos socorrerle.

—Vamos —dijo Bulba con resolución; y el judío le siguió exhalando un suspiro, como sigue una niñera a un niño indócil.

No era difícil encontrar la plaza en donde debía tener lugar el suplicio, pues el pueblo afluía a ella de todas partes. En aquel siglo de costumbres toscas, aquel era un espectáculo de los más atractivos, no solamente para el populacho, sino para las clases elevadas. Multitud de viejas devotas, un sinnúmero de tímidas jóvenes, que soñaban en seguida toda la noche cadáveres ensangrentados, y que despertaban gritando como puede hacerlo un húsar ebrio, aprovechaban aquella ocasión para poder satisfacer su cruel curiosidad. “¡Ah! ¡Qué horrible tormento!”, gritaban algunas de ellas con terror febril, cerrando los ojos y volviendo el rostro, y sin embargo no abandonaban su puesto. Había hombres que, con la boca abierta y las manos tendidas convulsivamente, hubieran querido encaramarse por encima de las cabezas de los otros para ver mejor. Entre las figuras vulgares, sobresalía la enorme cabeza de un verdugo, que observaba todo el espectáculo con aire conocedor, y conversaba en monosílabos con un maestro de armas a quien llamaba su compadre porque los días festivos se emborrachaban en la misma taberna. Algunos discutían acaloradamente, otros hacían apuestas pero la mayor parte pertenecían a ese género de individuos que miran el mundo entero y todo lo que pasa en él como quien ve llover. En primera fila, y junto a los bigotudos, que componían la guardia de la ciudad, estaba un hidalgo campesino, o que parecía tal, en traje militar, llevando encima cuanto poseía, de manera que en su casa solo le había quedado una camisa desgarrada y unas botas estropeadas; dos cadenas, de las cuales pendía una especie de ducado, cruzábanse sobre su pecho; había ido allí con su amante, Yousefa, y se agitaba continuamente porque no se le manchase su traje de seda. Habíaselo explicado todo con anticipación tan minuciosamente, que era imposible de todo punto añadir cosa alguna.

—Mi pequeña Yousefa —decía— todas esas gentes que ves, han venido aquí para ver ajusticiar los criminales; y aquello, querida mía, que ves allá abajo, que tiene un hacha y otros instrumentos en la mano, es el verdugo, y es él quien les ajusticiará; y cuando empiece a dar vueltas a la rueda y a darles otros tormentos, el criminal estará todavía con vida; pero cuando les corte la cabeza, entonces morirá en seguida, querida mía. Primeramente chillará como un loco, pero cuando se le haya cortado la cabeza no podrá chillar más, ni comer, ni beber porque entonces, querida mía, no tendrá ya cabeza.

Y Yousefa escuchaba todo eso con terror y curiosidad.

Los tejados de las casas estaban cubiertos de gente. En los huecos de las ventanas aparecían extraños rostros con bigotes, cubierta la cabeza con una especie de gorras. En los balcones, y resguardados por baldaquinos, estaba la aristocracia. La linda mano, brillante como azúcar blanco, de una joven risueña, apoyábase en la reja del balcón. Hidalgos, dotados de una respetable gordura, contemplaban todo eso con aire majestuoso. Un criado, con rica librea y las mangas dobladas, hacía circular bebidas y refrescos. A menudo una joven delgada, tomaba con su blanca mano dulces o frutas, y las arrojaba al pueblo. El enjambre de caballeros hambrientos se apresuraba a tender sus sombreros, y algún largo hidalguillo cuya cabeza sobresalía de la multitud, vestido con un konutousch en otro tiempo de escarlata, y enteramente recamado de cordones de oro ennegrecidos por el tiempo, tomaba las golosinas al vuelo, gracias a sus largos brazos, besaba la presa que había conquistado, apoyábala contra su corazón, y luego se la comía. También figuraba entre los espectadores un halcón, suspendido al balcón en una jaula dorada; con el pico vuelto de través y la pata levantada, contemplaba atentamente al pueblo. Pero la multitud se conmovió de repente, y por todos los ámbitos de la plaza se oyó el grito de: “¡Véanlos, allí vienen, son los cosacos!” Estos marchaban con la cabeza descubierta, con sus largas trenzas colgando, habiendo todos dejado crecer sus barbas. Adelantaban sin temor y sin tristeza, con cierta altanera tranquilidad. Sus vestidos, de preciosas telas, a fuerza de usarlos, estaban hechos jirones; no miraban ni saludaban al pueblo. Delante de todos marchaba Eustaquio.

¿Qué experimentó el viejo Taras a la vista de su hijo? ¿Qué pasó entonces en su corazón?… Contemplábale entre la multitud sin perder uno solo de sus movimientos. Los cosacos habían llegado ya al lugar del suplicio: el joven se detuvo. A él le tocaba primero apurar ese amargo cáliz. Tendió una mirada a los suyos, levantó una de sus manos al cielo, y dijo en alta voz:

—¡Haga Dios que todos los herejes reunidos aquí no conozcan de qué manera es torturado un cristiano! Que ninguno de nosotros pronuncie una palabra.

Dicho esto se acercó al cadalso.

—¡Bien, hijo, bien! —dijo Bulba dulcemente inclinando hacia el suelo su cabeza gris.

El verdugo arrancó los harapos que cubrían a Eustaquio; metiéronle los pies y las manos en una máquina hecha expresamente para este uso, y… No turbaremos el alma del lector con el cuadro de tormentos infernales cuya sola idea haría erizar los cabellos. Era el fruto de tiempos groseros y bárbaros, cuando aún llevaba el hombre una vida sangrienta, consagrada a las hazañas de la guerra, y que había endurecido completamente su alma desprovista de toda idea humanitaria. En vano algunos hombres aislados formaban una excepción en su siglo, mostrándose adversarios de esas bárbaras costumbres; en vano el rey y varios caballeros de inteligencia y de corazón hacían presente que semejante crueldad en los castigos solo servía para inflamar la venganza de la nación cosaca: el rey, con todo su poder, y las prudentes opiniones de hombres sensatos eran impotentes contra el desorden, contra la voluntad audaz de los magnates polacos, que, por una falta inconcebible de previsión y por una vanidad pueril, habían convertido su asamblea en una sátira del gobierno.

Eustaquio sufría los tormentos y las torturas con un valor gigantesco. Ni un grito, ni una queja exhalaba ni aun cuando los verdugos empezaron a romperle los huesos de los pies y de las manos, cuando el terrible ruido que se hacía al descoyuntarlos se dejó oír de los más apartados espectadores, y las jóvenes volvieron los ojos con horror; nada que se asemejase a un gemido salió de su boca; su semblante no demostró la menor emoción. Taras permanecía entre la multitud, con la cabeza inclinada, y levantando de cuando en cuando los ojos con orgullo, decía solamente en tono de aprobación:

—¡Bien, hijo, bien!…

Pero cuando se hubo acercado a las últimas torturas y a la muerte, su fuerza de alma pareció abandonarle. Paseó sus miradas a su alrededor: ¡Dios de bondad! ¡Solo vio rostros desconocidos, extraños! ¡Si al menos hubiesen asistido a su fin algunos de sus próximos parientes! No es que deseara oír los angustiosos ayes de una débil madre, o los gritos insensatos de una esposa, arrancándose los cabellos y golpeándose su blanco seno, no, lo que deseaba era ver al lado de su hijo a un hombre valeroso que le aliviase con una palabra sensata y le consolase en su última hora. Su constancia sucumbió, y en el abatimiento de su alma exclamó:

—¡Padre! ¿En dónde estás? ¿Oyes todo eso?

—¡Sí, oigo!

Esta palabra resonó en medio del silencio universal, y todo un millón de almas se estremecieron a la vez. Un pelotón de guardias de caballería se lanzó para examinar escrupulosamente los grupos del pueblo. Yankel se volvió pálido como un difunto, y cuando los soldados se hubieron alejado un poco, volvióse con terror para mirar a Bulba, pero Bulba no estaba a su lado. Había desaparecido sin dejar rastro alguno.

Pronto tendremos noticias de él.

 

XII

Ciento veinte mil hombres de tropas cosacas aparecieron en las fronteras de la Ukrania. Esto no era ya un partido insignificante, un destacamento guiado solamente por el lucro del botín o enviado en persecución de los tártaros. No, habíase levantado la nación entera, porque su paciencia se había agotado; habíanse levantado para vengar sus derechos insultados, sus costumbres convertidas ignominiosamente en objeto de burla, la religión de sus padres y sus santos usos ultrajados, sus templos entregados a la profanación; para sacudir el yugo de los nobles extranjeros, la opresión de la unión católica, la afrentosa dominación de los judíos en un país cristiano; en una palabra, para vengar todos los agravios que alimentaban y aumentaban hacía mucho tiempo el odio salvaje de los cosacos.

El hetmán Ostranitza, guerrero joven, pero de una inteligencia superior, iba a la cabeza de considerable ejército cosaco. Junto a él estaba Gouma, su antiguo compañero, de mucha experiencia. Ocho polkovniks conducían polks doce mil combatientes. Dos iésaouls generales y un bountchoug, o general de retaguardia, venían enseguida del hetmán. El abanderado general marchaba delante con la primera bandera, flotando en el aire otros varios estandartes y banderas; los compañeros de los bountchougs llevaban lanzas adornadas con colas de caballo; también había varios otros empleados de ejército y muchos escribanos de polks seguidos de destacamentos, a pie y a caballo. Contábanse casi tantos cosacos voluntarios como de tropas de línea. De todas las comarcas se habían levantado, de Tchiguirina, de Péreiaslav, de Batourina, de Gloukhoff, de las orillas inferiores del Dnieper, de sus cerros y de sus islas. Por todas partes veíanse innumerables caballos y un sinnúmero de bagajes; pero entre ese enjambre de cosacos, entre esos ocho polks regulares, había un polk superior, a la cabeza del cual iba Taras Bulba. Su avanzada edad, su mucha experiencia, su ciencia militar y, su odio contra su enemigo, más fuerte en él que en los otros, le daba una superioridad sobre los demás jefes. Su ferocidad implacable y su crueldad sanguinaria parecían exageradas hasta para los mismos cosacos. Sus labios no se abrían sino para condenar al fuego y a la horca, y su parecer en el consejo de guerra solo respiraba ruina y devastación.

¿Para qué describir todos los combates que tuvieron los cosacos, ni la marcha progresiva de la campaña, si todo eso se halla escrito en las páginas de la Historia? En Rusia saben lo que es una guerra religiosa. No hay un poder más fuerte que la religión: es implacable, terrible, como una roca levantada por obra de la naturaleza en medio de un mar eternamente tempestuoso y voluble; de entre las profundidades del Océano alza hacia el cielo sus inquebrantables muros, formados de una sola pieza entera y compacta. Se las distingue de todas partes, y por todas partes se contempla altivamente las olas que contra ella se estrellan. ¡Desventurado el buque que viene a chocar con la roca! Sus frágiles aparejos vuelan hechos pedazos; todo cuanto lleva se rompe o se hunde en los insondables abismos del mar, y el aire de su alrededor resuena con los gritos plañideros de los que perecen entre las olas.

En las páginas de los anales se lee detalladamente cómo huían de las ciudades conquistadas las guarniciones polacas; cómo se ahorcaba a los arrendadores judíos sin conciencia; cómo Nicolás Potocki, el hetman de la corona, se encontró débil contra su numeroso ejército, ante esa fuerza irresistible; cómo derrotado y perseguido, se ahogó en un pequeño río la mayor parte de sus tropas; cómo le cercaron los terribles polks cosacos en la pequeña aldea de Polonoi, y cómo, reducido al extremo, el hetman polaco prometió bajo juramento, en nombre del rey y de los magnates de la corona una entera satisfacción, así como el restablecimiento de todos los antiguos derechos y privilegios. Pero los cosacos, que sabían lo que valían los juramentos de los polacos respecto a ellos, no eran hombres que se dejasen engañar por esta promesa. Y Potocki no se hubiera pavoneado sobre su argamak de seis mil ducados, atrayendo las miradas de las damas ilustres y la envidia de la nobleza; no hubiera hecho ruido en las asambleas, ni dado suntuosas fiestas a los senadores si no hubiese sido salvado por el clero ruso que se encontraba en aquella aldea. Cuando salieron todos los sacerdotes, vestidos con sus brillantes trajes dorados, llevando las imágenes de la cruz, y a su cabeza el arzobispo en persona con el báculo en la mano y la mitra en la cabeza, todos los cosacos hincaron la rodilla y se descubrieron. En aquel momento no hubieran respetado a nadie ni aun al mismo rey, pero no se atrevieron a obrar contra su iglesia cristiana, y se humillaron ante su clero. De común, acuerdo, el hetmán y los polkovniks consintieron en dejar partir a Potocki, después de hacerle jurar que en adelante dejaría en paz a todas las iglesias cristianas; que relegaba al olvido las pasadas enemistades y que no haría ningún mal al ejército cosaco. Solo un polkovnik rehusó consentir en semejante paz: Taras Bulba, el cual arrancándose un mechón de cabellos, exclamó:

—¡Hetmán, hetmán, y ustedes polkovniks, no cometan esa acción propia tan solo de una vieja; no se fíen de los polacos, esos perros los venderán!

Entonces Bulba, cuando los escribanos del polk hubieron presentado el tratado de paz, cuando el hetmán hubo extendido su poderosa mano sobre él, desenvainó su precioso sable turco, de hoja damasquina pura y del más hermoso acero, rompiólo en dos como una caña, y tirando lejos los pedazos en dos opuestas direcciones, exclamó:

—¡Adiós, pues! ¡Así como las dos mitades de este sable no se volverán a reunir y no formarán jamás una misma arma, nosotros, compañeros, tampoco volveremos a vernos más en este mundo! ¡No olviden, pues, mis palabras de despedida!

Entonces su voz aumentó, se elevó, adquirió un poder extraño, y conmoviéronse todos escuchando sus acentos proféticos.

—¡Ya sé acordarán de mí cuando les llegue su última hora! ¿Creen ustedes haber comprado el reposo y la paz? ¿Creen que no tienen que hacer más que darse buena vida? Otras fiestas les esperan. ¡Hetmán, te arrancarán el cuero cabelludo, te lo llenarán de simiente de arroz, y durante mucho tiempo, se verá paseado por todas las ferias! Tampoco ustedes, señores, conservarán sus cabezas. Se pudrirán en cuevas frías, enterrados en muros de piedra, a menos que no les asen a todos vivos como carneros. Y ustedes, camaradas —continuó volviéndose hacia los suyos— ¿quién quiere morir de su verdadera muerte? ¿Quién quiere morir, no sobre el asador de su casa, ni sobre una cama de vieja, no borracho sobre un parral, en una taberna, como una carroña, sino de la hermosa muerte de un cosaco, todos sobre un mismo lecho, como el desposado con la desposada? A menos que quieran regresar a sus casas, volverse medio herejes, y pasear sobre sus hombros a los nobles polacos.

—¡Contigo, señor polkovnik, contigo! —exclamaron todos los que formaban parte del polk de Taras.

A estos se juntaron una porción de otros.

—¡Y bien, puesto que es conmigo, conmigo pues! —dijo Taras.

Y encasquetóse altivamente su gorra, echó una mirada terrible a los que se quedaban, aseguróse sobre su caballo y gritó a los suyos:

—¡Al menos nadie nos humillará con una palabra ofensiva!… Vamos, camaradas, de visita a casa los católicos.

Y picando espuelas, siguióle una compañía de cien carromatos, rodeados por cosacos de a pie y de a caballo, y volviéndose, desafió con una mirada llena de desprecio y de cólera a todos los que no habían querido seguirle. Nadie se atrevió a detenerlos. A la vista de todo el ejército se marchaba un polk, y largo tiempo después, volvíase aún Taras dirigiendo amenazadoras miradas.

El hetman y los otros polkovniks estaban turbados; quedáronse todos pensativos, silenciosos, como oprimidos por un penoso presentimiento. La profecía de Taras se cumplió: Todo pasó como él había predicho. Poco tiempo después de la traición de Kaneff, la cabeza del hetman y la de varios de los principales jefes fueron puestas sobre estacas.

¿Y Taras?… Taras se paseaba con su polk de uno y otro confín de la Polonia; redujo a cenizas dieciocho poblaciones, tomó cuarenta iglesias, y se adelantó hasta cerca de Cracovia. Asesinó a muchos nobles; saqueó los mejores y más ricos castillos. Sus cosacos desfondaron y vertieron los toneles de aguamiel y de los vinos añejos que se conservaban cuidadosamente en las bodegas de los nobles; desgarraron a sablazos y entregaron a las llamas las ricas telas, los trajes de ceremonia y cuantos objetos de valor encontraron en los edificios.

—¡Destruirlo todo! —repetía Taras.

Ni las jóvenes de negras cejas, ni las doncellas de blanco seno y fresco semblante, fueron respetadas: las pobrecillas ni siquiera pudieron encontrar refugio en los templos, pues Taras las quemó con los altares. Más de una mano blanca como la nieve se elevó del seno de las llamas hacia el Cielo, entre gritos plañideros que hubieran conmovido al mismo suelo, y que hubieran hecho inclinar de compasión a la misma hierba de las estepas. Pero los crueles cosacos no oían nada y levantaban a las criaturas con las puntas de sus lanzas, tirándolas a las madres que ya se veían presas de las llamas.

—¡Esos son los oficios fúnebres de Eustaquio, detestables polacos! —decía Taras.

Y en todas las poblaciones celebraba semejantes oficios, hasta que el gobierno polaco conoció que sus hazañas tenían más importancia que un simple latrocinio, y encargó a ese mismo Potocki, al frente de cinco regimientos, la captura de Taras.

Durante siete días los cosacos lograron escapar a las persecuciones, tomando caminos extraviados. Sus caballos apenas podían soportar esta incesante carrera y salvar a sus dueños. Pero esta vez Potocki se mostró digno de la misión que había recibido: no dio cuartel al enemigo, y le alcanzó en las orillas del Dniester, en donde Taras Bulba acababa de hacer alto en una fortaleza abandonada y ruinosa.

Veíasela en la cima de una roca que dominaba el Dniester, con los restos de sus destrozados glacis y de sus derruidas murallas. Aquella cima estaba enteramente cubierta de piedras, de ladrillos y de escombros siempre prontos a desprenderse y a caer en el abismo. Allí fue donde el hetmán de la corona, Potocki, cercó a Bulba por los dos lados que daban acceso a la llanura. Los cosacos lucharon y se defendieron a ladrillazos y a pedradas durante cuatro días; pero sus municiones y sus fuerzas tocaron a su fin, y Taras resolvió abrirse un camino a través de sus perseguidores. Los cosacos habíanse abierto ya paso, y tal vez sus ligeros caballos les hubieran salvado de nuevo, cuando Taras se detuvo de repente en medio de su carrera.

—¡Alto! —exclamó. He perdido mi pipa y mi tabaco, y no quiero que caigan en poder de esos polacos que el diablo confunda.

Y el viejo polkovnik se inclinó para buscar en la hierba su pipa y su bolsa de tabaco, sus dos inseparables compañeros, en mar y en tierra, en los combates y en la casa. Durante este tiempo, llegó una partida enemiga, y le agarraron por sus poderosas espaldas. Taras hizo esfuerzos para que le soltaran, pero los jeduques que lo habían apresado no rodaron ya por tierra como en otros tiempos.

—¡Oh! ¡Vejez! ¡Vejez! —dijo amargamente; y el viejo cosaco lloró.

Pero la culpa no era de la vejez, sino que la fuerza había vencido a la fuerza. Una treintena de hombres le tenían agarrado por los pies y por los brazos.

—¡Ya es nuestro! —gritaron los polacos. Solo nos falta encontrar la manera de hacer honor a ese perro.

Y le condenaron, con consentimiento del hetmán, a ser quemado vivo en presencia del ejército. Había cerca de allí un árbol desprovisto de follaje cuya cima había sido tronchada por un rayo. Allí fue atado Taras con cadenas de hierro; luego se le clavó de manos, después de alzarle todo lo posible, a fin de que el cosaco fuese visto de lejos y de todas partes; y por último, con ramas secas los polacos levantaron una hoguera al pie del árbol. Pero Taras no contemplaba la hoguera; no eran las llamas, que iban a devorarle en lo que soñaba su alma intrépida: el infortunado miraba del lado en donde combatían sus cosacos. Desde la altura en donde estaba colocado veíalo todo como sobre la palma de la mano.

—¡Camaradas! —gritó— ¡Ganen pronto la montaña que está detrás del bosque, allí no los alcanzarán!

Pero el viento se llevó sus palabras.

—¡Van a perecer, van a perecer por nada! —exclamó con desesperación.

Y echó una mirada debajo de él, en el sitio donde se reflejaba el Dniester. Un rayo de alegría brilló en sus pupilas viendo cuatro proas medio ocultas por los arbustos. Entonces, reuniendo todas sus fuerzas, exclamó con su potente voz:

—¡Al río, al río, camaradas! ¡Bajen por el sendero de la izquierda! ¡Hay buques en la orilla, tómenlos todos, para que no puedan perseguirlos!

Esta vez el viento sopló favorablemente, y todas sus palabras fueron oídas por los cosacos. Pero este buen consejo le valió un golpe de maza en la cabeza, que hizo dar vueltas a todos los objetos ante sus ojos.

Con presteza suma los cosacos se lanzan en la pendiente del sendero, pero son perseguidos muy de cerca. Miran, y ven que el sendero da vueltas, serpentea, forma mil rodeos.

—¡Vamos, camaradas, por la gracia de Dios! —exclamaron todos los cosacos.

Detiénense un instante, levantan sus látigos, silban, y sus caballos tártaros emprenden veloz carrera hendiendo los aires como serpientes, vuelan por encima del abismo y caen en medio del Dniester. Solamente dos no pudieron llegar al río: estrelláronse en las rocas pereciendo con sus caballos sin exhalar un solo grito. Los cosacos nadaban ya a caballo en el río y desataban los buques. Los polacos detuviéronse ante el abismo, asombrados, de la hazaña inaudita de los cosacos, y preguntándose si debían o no continuar en su seguimiento. Un coronel joven, de sangre ardiente, el propio hermano de la hermosa polaca que había encantado al pobre Andrés, lanzóse sin reflexionar en persecución de los cosacos, pero dio tres vueltas en el aire con su caballo, y volvió a caer sobre los agudos peñascos. Las piedras angulosas le despedazaron, el abismo se lo tragó, y su seso, mezclado con sangre, salpicó los arbustos que crecían en las desiguales pendientes del glacis.

Cuando Taras Bulba volvió en sí del golpe que le había aturdido, cuando dirigió una mirada hacia el Dniester, los cosacos estaban ya en los buques y se alejaban a fuerza de remos. Las balas llovían sobre ellos desde considerable altura, pero sin alcanzarles; y los ojos del polkovnik brillaban con el fuego de la alegría.

—¡Adiós, camaradas —les gritó desde el elevado sitio en que estaba—. Acuérdense de mí, vuelvan en la próxima primavera, y que les vaya bien!… ¿Y ustedes, polacos del diablo, qué han ganado? ¡No hay nada en el mundo que amedrente a un cosaco! Esperen un poco, pronto llegará el tiempo en que sabrán lo que es la religión rusa ortodoxa. Los pueblos vecinos y lejanos lo presienten desde ahora; ¡de la tierra rusa levantaráse un zar, y no habrá poder en el mundo que deje de sometérsele!…

Las llamas de la hoguera se elevaban ya, llegando a los pies de Taras y abrasando con su llama el grueso tronco del árbol… Pero, ¿hay fuego, torturas ni poder, capaces de domar la fuerza cosaca?

El río Dniester es pequeño, pero posee varias ensenadas, muchos sitios sin fondo, y en sus orillas crecen abundantes juncos. El espejo del río es brillante, y en él resuena el grito sonoro de los cisnes, y el soberbio gogol se deja llevar por su rápida corriente. Miríadas de chorlitos, de gallinetas ciegas.

*FIN*


“Тарас Бульба”,
Миргород , 1835


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