Casa digital del escritor Luis López Nieves


Recibe gratis un cuento clásico semanal por correo electrónico

Tatiana Borísovna y su sobrino

[Cuento - Texto completo.]

Iván Turguéniev

Deme su mano, querido lector; y venga conmigo de paseo. El tiempo es hermoso; el cielo de mayo reluce con un suave azul; las hojas jóvenes y suaves del sauce refulgen como si acabaran de lavarse; el camino ancho y bien cuidado está enteramente cubierto por esa hierba corta de tallos rojos que las ovejas adoran mascar; a izquierda y derecha de los alargados desniveles de las colinas bajas, el centeno verde se balancea con la brisa, en silencio; las sombras de las nubes pequeñas lo cruzan como manchas de humedad. En la distancia brillan los bosques umbríos, destellan los estanques y se destacan las aldeas amarillas; las alondras se alzan en centenares, cantan y planean en ángulos atrevidos y, estirando sus pequeños cuellos, se las ve en pequeños salientes de tierra; los grajos se detienen en mitad del camino a observarnos, se agachan para dejarnos pasar, dan un par de saltitos y se alejan volando pesadamente hacia un lado. Sobre un promontorio más allá de un valle hundido, un campesino ara la tierra; un potro gris de manchas blancas, cola corta y crin revuelta, corre sobre patas inseguras detrás de su madre, se oye su agudo relincho. Nos adentramos en un bosque de abedules; el aroma fresco y fuerte deja sin respiración. Estamos en las lindes de una aldea. El cochero se apea, los caballos resoplan, los laterales miran a su alrededor y el rocín central menea la cola y apoya la cabeza contra el arco del arnés… la verja se abre con un crujido ruidoso. El cochero vuelve a su asiento… ¡nos ponemos en marcha! La aldea está frente a nosotros. Pasamos junto a unas cinco casas, giramos a la derecha, descendemos a una cañada y cruzamos la presa. Más allá de un pequeño estanque, por detrás de las redondeadas copas de manzanos y lilas, se ve un tejado de madera antaño pintado de rojo, y dos chimeneas; el cochero elige un camino a la izquierda cercano a una valla, con la compañía de los ladridos roncos y ruidosos de tres perros muy viejos, entra por las verjas abiertas, se lanza hacia una parcela amplia más allá de los establos y los graneros, hace una reverencia picara a una vieja ama de llaves que acaba de entrar de lado por un umbral elevado hacia la despensa abierta, y por fin se detiene frente a la entrada de una casita oscura con ventanas relucientes… Hemos llegado al hogar de Tatiana Borísovna. Y ahí está ella misma, abriendo la ventanita y saludándonos… ¡Hola, tía!

Tatiana Borísovna es una dama de unos cincuenta años, de enormes ojos grises salientes, nariz redondeada, mejillas rosas y papada. Su rostro despide calor y bienvenida. En una ocasión estuvo casada pero no tardó en enviudar. Tatiana Borísovna es una dama excepcional. Vive permanentemente en su pequeña hacienda, se relaciona poco con sus vecinos y solo recibe la visita de gente joven. Era la hija de terratenientes muy pobres y no recibió educación alguna, lo que quiere decir que no habla francés; tampoco ha estado nunca en Moscú y sin embargo, a pesar de esas desventajas, se conduce con tal naturalidad y saber estar, sus sentimientos e ideas son tan libres y le afectan tan poco las habituales enfermedades de las damas de las fincas pequeñas que uno no puede evitar sentirse asombrado… ¡Y, por supuesto, una dama que vive todo el año en una aldea en medio del campo sin ocuparse de murmuraciones, ni hablar con tono agudo retorciéndose en reverencias, convirtiéndose en una histérica, atragantándose de miedo y estremeciéndose de curiosidad es algo milagroso! Suele lucir un vestido gris de tafetán y un gorro blanco del que cuelgan lazos violeta; le gusta comer pero sin exceso, y deja que su ama de llaves se ocupe de hacer las mermeladas, las conservas y las salmueras. Se preguntarán ustedes en qué ocupa su día. ¿Acaso lee? No, no lee, y, para ser sinceros, los libros no se imprimen para personas como ella. Si mi Tatiana Borísovna no tiene invitados, en invierno se sienta cerca de la ventana y se dedica a tejer medias; durante el verano da paseos por el jardín, planta flores y las riega, juega durante horas con sus gatitos y da de comer a las palomas. No se interesa mucho por la organización de la casa. Pero tan pronto como llega un invitado, algún vecino joven al que le tenga cariño, Tatiana Borísovna se anima; lo sienta, le sirve el té, escucha sus historias, se ríe, en ocasiones le palmea la mejilla, pero ella misma dice muy poco; en casos desgraciados y tristes siempre ofrece consuelo y da buenos consejos. ¡Cuántos le han confiado sus secretos más privados y domésticos, y han llorado en su hombro! Por lo general se sienta frente a su huésped, apoya el codo y lo mira a los ojos con tanta comprensión y sonriendo con tanta amabilidad, que el invitado no puede evitar pensar: “¡Qué buena persona eres, Tatiana Borísovna! Me encantará abrirte mi corazón”. En sus habitaciones pequeñas y cómodas siempre se siente una calidez especial; se podría decir que el tiempo es siempre maravilloso en su casa.

Tatiana Borísovna es una mujer sorprendente y sin embargo nadie se sorprende. Su sentido común, su firmeza y honestidad, su inmersión apasionada en las alegrías y las penas de los demás, en una palabra, todo su talento innato, los recibió al nacer y nunca le han costado ningún esfuerzo… Sería imposible imaginarla distinta, y realmente no hay nada que agradecerle. Le gusta sobre todo mirar los juegos y bromas de los jóvenes. Cruza los brazos debajo del pecho, echa la cabeza hacia atrás, entrecierra los ojos y sonríe ahí sentada, y entonces de pronto suspira y dice: “¡Oh, vosotros los jóvenes, cómo sois!”. Dan ganas de levantarse, acercarse a ella, cogerle de la mano y decirle: “¡Tatiana Borísovna, escucha, no sabes cuánto vales, tú con tu naturalidad y tan desprovista de artificio, eres simplemente una persona excepcional!”. Hasta su propio nombre suena familiar, es agradable oírlo y aún más pronunciarlo, y arranca sonrisas amigables. El número de ocasiones, por ejemplo, en las que he tenido ocasión de preguntarle a algún campesino cómo llegar hasta Grachovka, digamos, he escuchado: “Pues verá, señor, vaya primero a Viázovoie y desde allí a la casa de Tatiana Borísovna; allí cualquiera le dirá”. Y cuando pronuncia el nombre de Tatiana Borísovna el campesino mueve la cabeza de forma particular.

Ella tiene pocos sirvientes, de acuerdo con sus necesidades. La casa, la colada, la despensa y la cocina son los dominios de su ama de llaves, Agafia, su antigua niñera, la más buena de las criaturas, desdentada y de llanto fácil; está a cargo de dos robustas muchachas de mejillas firmes del color de las manzanas maduras. Las posiciones de lacayo, mayordomo y administrador las lleva el sirviente septuagenario Polikarp, un individuo muy poco común, que ha leído mucho, violinista retirado y devoto de Viotti, enemigo personal de Napoleón o “Bonapartito”, como lo llama, y cazador apasionado de ruiseñores. Siempre tiene cinco o seis en su habitación, y a principios de la primavera se pasa días enteros sentado cerca de las jaulas a la espera del primer arranque musical, y, cuando llega, se cubre el rostro con las manos y gime: “¡Oh, qué conmovedor!”, y rompe a llorar. Polikarp tiene un nieto que lo ayuda, Vasia, un muchacho de unos doce años, de pelo rizado y ojillos vivarachos; Polikarp lo adora y se pasa el día riñéndolo. También se ocupa de su educación.

—Vasia —dice—, repite: Bonapartito es un ladronzuelo.

—¿Qué me darás, abuelo?

—¿Que qué te daré? No te daré nada. ¿Quién te crees que eres? Eres un ruso, ¿no?

—Soy un amchenio, abuelo. Nací en Amchensk¹.

—¡Oh, tonto idiota! ¿Y dónde crees que está Amchensk?

—¿Y cómo voy a saberlo?

—¡Amchensk está en Rusia, tontorrón!

—¿Y qué si está en Rusia?

—¿Cómo y qué? Pues que Su Magnificencia, el difunto y llorado Príncipe Mijailo Illariónovich Goleníschev-Kutúzov de Smolensk, con la ayuda de Dios, echó a ese Bonapartito más allá de las fronteras rusas. Y por eso mismo se hizo esta canción: “Bonaparte se ha largado y ha perdido los tirantes, así no puede ya bailar…”. Él liberó a la patria, ¿lo entiendes?

—¿Y a mí qué más me da?:

—¡Oh, pero mira que eres bruto! Si su Magnificencia el Príncipe Mijailo Illariónovich no hubiera echado a Bonapartito, algún franchute te estaría dando en la cabeza ahora mismo con un palo. Vendría y te diría: Komán vu porté vu? Y entonces, ¡raca, raca! ¡Eso es lo que haría!

—¡Entonces yo le daría un puñetazo en la barriga!

—Y él te diría: Bonzbur, bonzhur, vené isí, ¡y te agarraría del pelo, eso es!

—¡Pues yo lo agarraría por las piernas! ¡Por las piernas de cabrito!

—¡Es verdad que parecen piernas de cabras las que tienen…! Pero ¿y si te atara las manos?

—¡No se lo permitiría! Llamaría a Mijéi, el cochero, que viniera a ayudarme.

—Vaya, Vasia, ¿entonces crees que Mijéi podría con un franchute?

—¡Pues claro que sí! ¡Mijéi es muy fuerte!

—Muy bien, ¿y tú que harías?

—¡Lo golpearía en la espalda, eso haría!

—Y se pondría a gritar: ¡Pardón, pardón, silvuplé!

—¡Y yo le diría, nada silvuplé para ti, franchute!

—¡Bravo, Vasia! Bien, entonces, grita: “¡Bonapartito es un ladronzuelo!”.

—¡Pues dame azúcar!

—¡Oh, hay que ver cómo eres!

 

Tatiana Borísovna se relaciona poco con las damas de la localidad. A ellas no les gusta visitarla, y ella misma no sabe cómo entretenerlas, se duerme con su charleta, entonces se espabila, se obliga a abrir los ojos y vuelve a dormirse. A Tatiana Borísovna no le gustan las mujeres en general. Uno de sus amigos, un joven decente y callado, tenía una hermana solterona de treinta y ocho años y medio, la criatura más buena, pero plagada de artificios, histérica y sentimental. Su hermano solía hablarle de su vecina. Una buena mañana, mi solterona, sin avisar a nadie, pidió que ensillaran un caballo y se dirigió a casa de Tatiana Borísovna. Entró en el zaguán con su largo vestido, un sombrero en la cabeza, un velo verde y los rizos deshechos, pasando al lado de un Vasia asombrado que la tomó por un espíritu del agua, y entró en la salita. Tatiana Borísovna se llevó un susto de muerte; intentó levantarse, pero las piernas no le respondían.

—Tatiana Borísovna —comenzó la visitante con voz suplicante—, discúlpeme el atrevimiento. Soy la hermana de su vecino, Alekséi Nikoláievich K., y he oído hablar mucho de usted y he decidido conocerla.

—Es un gran honor —murmuró la asombrada anfitriona.

La mujer se quitó el sombrero, meneó los rizos, tomó asiento junto a Tatiana Borísovna y le cogió la mano.

—Así que aquí está —comenzó con voz pensativa y afectada—, ¡aquí está la dulce, plácida, noble, santa criatura! ¡Aquí está, la dama natural pero con capacidades profundas de entendimiento! ¡Cuánto me alegro de conocerla, cuánto! ¡Cuán amigas nos haremos! ¡Por fin me quedo tranquila…! Es usted exactamente como la había imaginado —añadió en un suspiro, mirando a los ojos a Tatiana Borísovna—. Dígame la verdad, no está usted enfadada conmigo, querida mía, ¿verdad?

—En absoluto, estoy muy contenta de que haya venido… ¿Le gustaría tomar el té?

La visitante sonrió con condescendencia.

—Wie wahr, wie unreflekiert —susurró como para sí—. ¡Permítame que la abrace, querida amiga!

La solterona pasó tres horas en casa de Tatiana Borísovna sin dejar de hablar un instante. Intentaba mostrarle a su nueva conocida su propia importancia. En cuanto la inesperada invitada se hubo marchado la pobre señora se dirigió a los baños, bebió una gran cantidad de tila y se metió en la cama. Pero al día siguiente la solterona regresó, pasó cuatro horas con ella y se marchó prometiendo que visitaría a Tatiana Borísovna todos los días. Se había propuesto, verán ustedes, completar el desarrollo, o bien la educación, de un alma tan rica, como ella solía decir, y con toda probabilidad lo habría llevado a cabo hasta sus últimas consecuencias si, primero, no se hubiera desilusionado “por entero” tras un par de semanas con la amiga de su hermano, y, segundo, si no se hubiera enamorado de un joven estudiante que entró en su vida y con el cual de inmediato se enfrascó en una intensa y apasionada correspondencia. En sus cartas le ofrecía, como suele ser el caso, sus bendiciones para una vida sagrada y hermosa, le aseguraba que sacrificaría “todo” cuanto él necesitase, solo pedía que la llamara hermana; se embarcaba en descripciones de la naturaleza, mencionaba a Goethe, Schiller, Bettina von Arnim y la filosofía alemana, y terminó por volver loco al pobre muchacho. Pero el joven no se dejó amedrentar: una buena mañana se despertó en tal frenesí de odio por su “hermana y mejor amiga” que le faltó poco para propinarle un puñetazo a su ayuda de cámara, y hasta mucho tiempo después tuvo el deseo de morder al primero que mencionase, aun de pasada, el amor exaltado y desinteresado… De ahí en adelante Tatiana Borísovna comenzó a evitar todo contacto con sus vecinas mujeres, y más que antes.

 

¡Cáspita, nada es seguro en nuestra tierra! Todo cuanto les he contado sobre la vida y milagros de mi amable dama ha quedado en el pasado. La tranquilidad que imperaba en su casa ha desaparecido para siempre. Lleva ya más de un año viviendo con su sobrino, un artista de San Petersburgo. Y así fue como ocurrió.

Hará unos ocho años, Tatiana Borísovna tenía en su casa a un muchacho de unos doce años llamado Andriusha, huérfano de madre y padre e hijo de su difunto hermano. Andriusha tenía ojos grandes, brillantes y húmedos, boca pequeña, nariz recta y frente alta. Hablaba con voz tranquila y dulce, se comportaba con decoro y buenas maneras, era muy considerado con los invitados y siempre besaba la mano de su tía con la ternura que corresponde a un muchacho huérfano. Apenas uno entraba, él, ¡qué sorpresa!, ya le había acercado un sillón. No le gustaban las bromas de ningún tipo y nunca hacía el menor ruido sino que se sentaba en un rincón con un libro, tan respetuosamente que ni siquiera hacía crujir el respaldo de la silla. Un invitado aparecía y mi Andriusha ya estaba de pie, sonriendo con educación y un poco sonrojado. Cuando los invitados se marchaban, volvía a sentarse, sacaba un pequeño cepillo y un espejo de su bolsillo y procedía a cepillarse el cabello. Desde muy temprana edad le encantaba dibujar. Si se le cruzaba algún jirón de papel, de inmediato rogaba a Agafia, el ama de llaves, que le diera unas tijeras, y con cuidado lo cortaba en un perfecto rectángulo, le pintaba un borde y se disponía a trabajar, dibujando un ojo con una pupila enorme, o bien una nariz griega, o una casa con chimenea y el humo subiendo en espiral, o bien un perro en face igualito al banco de un parque, o un árbol diminuto con dos pequeñas palomas, y después lo firmaba: “Dibujado por Andréi Belovzórov en tal y tal día de tal y cual año en la aldea de Malie Briki”.

Solía afanarse sobre todo durante el par de semanas anterior al santo de Tatiana Borísovna. Era el primero en aparecer con sus mejores deseos, y llevaba consigo una cuartilla enrollada con lazo rosa. Tatiana Borísovna besaba a su sobrino en la frente, y la cuartilla era desenrollada para revelar al ojo curioso un dibujo sombreado con prisas de un templo redondo con columnas y un altar en el centro. Sobre el altar ardía un corazón y había una corona, y, por encima, en un papiro desenrollado, se leía la siguiente inscripción: “A mi tía y benefactora Tatiana Borísovna Bogdanova, de su respetuoso y amante sobrino, como muestra de mi afecto más profundo”. Tatiana Borísovna entonces lo besaba de nuevo y le entregaba una moneda. Sin embargo, ella nunca se sintió muy cercana al niño, y la actitud engatusadora de Andriusha nunca le gustó demasiado. Mientras tanto, Andriusha fue creciendo. Tatiana Borísovna comenzó a preocuparse por su futuro. Un suceso inesperado le permitió arreglar su problema…

 

Fue lo siguiente: en una ocasión, hacía unos ocho años, la había visitado un tal señor Benevolenski, Piotr Mijáilich, un consejero colegiado y caballero. El señor Benevolenski en cierta ocasión estuvo de servicio en el distrito vecino, y había visitado a Tatiana Borísovna con cierta frecuencia; más tarde se había mudado a San Petersburgo, había servido en un ministerio, había alcanzado una posición de gran relevancia y, durante uno de sus viajes oficiales, se había acordado de su antigua conocida y se había desviado para verla con la intención de descansar de las exigencias de su misión durante un par de días “en lo más profundo de la calma rural”, como dice Pushkin. Tatiana Borísovna lo recibió con sus muestras de cariño habituales, y el señor Benevolenski… Pero antes de seguir con nuestra historia, permítanme, queridos lectores, que los familiarice con este nuevo personaje.

 

El señor Benevolenski era más bien gordo, de estatura mediana y apariencia fofa, pies diminutos y pequeñas manos regordetas: solía vestir una especie de frac en estado impecable y bastante amplio, corbata alta y ancha, prendas de lino blancas como la nieve, una cadena de oro en el chaleco de seda, un anillo de camafeo en el dedo índice y una peluca rubia; solía hablar con convicción y deferencia dando silenciosas zancadas por la habitación, sonriendo de forma agradable, entornando los ojos de forma agradable y hundiendo agradablemente el mentón en la corbata: en términos generales era un hombre agradable. El Buen Señor también le había obsequiado el más generoso de los corazones. Lloraba o se emocionaba fácilmente y, sobre todo, ardía con una pasión desinteresada por el arte, y era genuinamente desinteresado, puesto que precisamente en arte el señor Benevolenski, para ser sinceros, carecía del más mínimo conocimiento. Resultaba hasta asombroso qué leyes incomprensibles y misteriosas habían logrado obrar el milagro de anidar tal pasión en su alma. Al parecer también era un hombre positivo, y bastante sencillo… A pesar de todo, en Rusia tenemos muchas personas como él.

El amor al arte y los artistas da a dichas personas una afectación inexplicable. Conocerlos y charlar con ellos es una tortura, puesto que en realidad no son más que alcornoques untados con miel. Por ejemplo, nunca se refieren a Rafael como Rafael, o a Correggio como Correggio, son siempre, como suele decirse: “¡Oh, el divino Sanzio, oh, el inimitable Allegri!”, y siempre subrayan el “oh”. A cualquier talento local, ambicioso, sobrevalorado y mediocre lo tachan de genio, nunca dejan de parlotear sobre el cielo azul de Italia, los limones del sur, los aires saludables de las orillas del Brenta. “Oh, Vania, Vania”, o bien, “Oh, Sasha, Sasha”, se dicen los unos a los otros con sentimiento, “debemos marcharnos al sur, al sur… ¡Tú y yo somos griegos de espíritu, griegos clásicos!”. Se los puede ver en las exposiciones ante las obras de los pintores rusos. (Debe notarse que, en su mayor parte, estos caballeros son patriotas redomados). Retroceden un par de pasos, echan hacia atrás sus cabezas, y de nuevo avanzan hacia el cuadro, con sus ojillos nublados de ternura. “¡Dios mío, ahí lo tienes!”, suelen decirse por fin en voces roncas de emoción. “¡Qué alma, qué alma! ¡Qué corazón, qué corazón! ¡Oh, qué alma tan inmensa ha demostrado, qué alma! ¡Oh, y cómo está ejecutado! ¡Una obra maestra!”. ¡Y aun así, qué dibujos tienen colgados en sus salitas! ¡Los artistas que reciben por las tardes, beben té con ellos y escuchan su cháchara! ¡Y las vistas que le traen de sus propias habitaciones, con una escoba a la derecha, un montón de basura sobre el suelo encerado, un samovar amarillo sobre una mesa cercana a la ventana, y el propio señor de la casa envuelto en un batín y con el gorro de dormir y un brillo dorado pintado en la mejilla! ¡Qué devotos pupilos de las Musas los visitan con sus sonrisas febriles y condescendientes! ¡Qué jóvenes damas de palidez verdosa aúllan interminables canciones en sus pianos! Porque ahora nos ocurre en Rusia que nadie se dedica a un solo arte: es todo o nada. Y por lo tanto no es sorprendente que estos caballeros aficionados demuestren también sus fuertes sentimientos de protección por la literatura rusa, especialmente por las obras teatrales… Los “Giacobo Sannazaros” de este mundo se han escrito para ellos: la pugna de estos talentos no reconocidos contra la gente, contra el mundo entero, algo que se ha contado ya miles de veces, estremece sus almas hasta lo más profundo…

 

El día después de la llegada del señor Benevolenski, Tatiana Borísovna a la hora del té pidió a su sobrino que trajera sus dibujos.

—¿Así que dibuja? —murmuró el señor Benevolenski, no sin cierta sorpresa, y se volvió hacia Andriusha con interés.

—Por supuesto que sí —dijo Tatiana Borísovna—. ¡Le encanta dibujar! Lo hace todo él solo, sin profesor.

—Muéstrame tus dibujos —canturreó el señor Benevolenski.

Andriusha, azorado y sonriente, trajo al huésped su cuaderno de dibujos.

El señor Benevolenski comenzó a admirarlo con aire de entendido.

—Muy bien, jovencito —dijo al final—. Bien, muy bien —y acarició a Andriusha la cabeza. Andriusha le besó la mano—. ¡Vaya, qué talento! Le doy la enhorabuena, Tatiana Borísovna, le doy la enhorabuena.

—Pero ya ve, Piotr Mijáilich, me es imposible encontrarle al muchacho un profesor por estos lugares. Y sale muy caro traer uno de la ciudad. Nuestros vecinos, los Artamónov, tienen un pintor y dicen que es muy bueno, pero la joven señora de allí le prohíbe dar clases a nadie más. Dice que podría estropeársele el gusto.

—Hmmm —dijo el señor Benevolenski, reflexionó un segundo y miró a Andriusha por debajo de sus cejas—. Bueno, bueno, pensemos sobre ello —añadió, frotándose las manos.

Aquel mismo día le pidió a Tatiana Borísovna permiso para una charla privada. Ambos se encerraron en una sala. Media hora después mandaron llamar a Andriusha. El niño entró. El señor Benevolenski estaba de pie cerca de la ventana con el rostro algo enrojecido y los ojos brillantes. Tatiana Borísovna estaba sentada en un rincón secándose las lágrimas.

—Bueno, Andriusha —comenzó al fin—, debes estar agradecido a Piotr Mijáilich, te va a llevar a vivir con él a San Petersburgo.

Andriusha se quedó petrificado.

—Debes decirme con sinceridad —comenzó el señor Benevolenski en tono de orgullo y deferencia—, ¿deseas ser artista, jovencito, sientes una llamada sagrada hacia el arte?

—Quiero ser artista, Piotr Mijáilich —confirmó Andriusha conteniendo el aliento.

—En ese caso me alegro mucho. Será muy duro para ti, estoy convencido —continuó el señor Benevolenski—, despedirte de tu honorable tiíta. Debes sentir por ella la más profunda gratitud.

—Adoro a mi tía —interrumpió Andriusha parpadeando.

—Por supuesto, por supuesto… Es muy comprensible y te honra. Pero, por otra parte, imagínate la alegría que le darás en cuanto… Con tu éxito…

—Abrázame, Andriusha —murmuró la buena mujer. Andriusha se le echó al cuello—. Bueno, ahora dale las gracias a tu benefactor.

Andriusha abrazó al señor Benevolenski por la tripa, se puso de puntillas y le alcanzó la mano, la cual, es cierto, el benefactor estaba a punto darle pero no de inmediato, como si dijera: uno debe acceder a los deseos de los niños y satisfacerlos, pero también tomarse tiempo para divertirse. Un par de días después el señor Benevolenski se marchó con su nuevo protégé.

 

En el curso de los primeros tres años de separación, Andriusha escribió muy a menudo y en ocasiones adjuntaba dibujos a sus cartas. De cuando en cuando el señor Benevolenski también añadía algunas palabras, en su mayor parte expresando su aprobación. Después las cartas se volvieron menos frecuentes, y al final dejaron de llegar. Durante todo un año el sobrino guardó silencio, y Tatiana Borísovna comenzó a preocuparse, cuando de repente recibió una misiva con el siguiente contenido:

 

¡Querida tiíta!

Hace tres días falleció Piotr Mijáilich, mi protector. Un cruel síncope me ha privado de su apoyo hasta el final de mi aprendizaje. Por supuesto, tengo ya casi veinte años. En el transcurso de estos siete años he logrado cierto éxito. Tengo muchas esperanzas en mi talento y en que me será posible vivir gracias a él. No me siento desdichado, pero pese a todo, si te es posible, envíame cuanto antes doscientos cincuenta rublos en billetes. Te beso la mano y continúo siendo, etcétera, etcétera.

 

Tatiana Borísovna envió doscientos cincuenta rublos a su sobrino. Un par de meses después se repitió la petición. Ella juntó todo el dinero que le quedaba y se lo envió. Habían transcurrido seis semanas desde ese envío cuando llegó una tercera petición de dinero, al parecer para comprar pinturas para un retrato que le había encargado la Princesa Terteresheneva. Tatiana Borísovna se negó. “En ese caso”, le escribió el joven, “mi intención es viajar al campo contigo por mi salud”. Y en efecto, en mayo de aquel mismo año, Andriusha regresó a Malie Briki.

Al principio Tatiana Borísovna no lo reconoció. A partir de sus cartas había esperado a alguien demacrado y enfermo, pero lo que tenía ante ella era un grueso joven de aspecto fornido, rostro amplio y enrojecido y pelo rizado y abundante. El delgaducho y pálido Andriusha se había convertido en el fortachón Andréi Ivánich Belovzórov. No era solo su aspecto lo que había cambiado. La puntillosa timidez, cuidado y pulcritud de sus años anteriores se habían convertido en la arrogancia desconsiderada de la juventud, y en un insoportable desaliño. Se balanceaba a derecha e izquierda cuando caminaba y se arrojaba sobre los sillones, se dejaba caer sobre las mesas con descaro, bostezaba a gritos. Era maleducado con su tiíta y con los sirvientes. Era como si estuviera diciendo: “¡Soy un artista, libre como un Cosaco! ¡Deberíais saber cómo nos comportamos!”. Durante días enteros no tocaba un pincel. Cuando le sobrevenía la así llamada inspiración, se daba aires como si estuviera bebido, cansado, inepto y ruidoso. Las mejillas le brillaban enrojecidas y los ojos se le cubrían de una pátina cristalina. Entonces se ponía a perorar sobre su talento, sus éxitos, sobre cómo nunca dejaba de mejorar y progresar… Resultó que sus habilidades se limitaban a la realización de unos cuantos retratos decentes. Era un completo ignorante y nunca leía, porque, ¿de qué le sirve leer a un artista? La naturaleza, la libertad, la poesía, ahí estaba en su elemento. Todo lo que tenía que saber era cómo sacudir los rizos y cantar como un ruiseñor y aspirar tabaco de Zhíkov. La audacia rusa está bien, aunque solo unos pocos pueden realmente llevarla con decencia; para los artistas sin talento y de segunda fila de este mundo no es posible.

Andréi Ivánich se acomodó en casa de su tía porque la comida y la estancia gratis evidentemente correspondían a sus gustos. Aburría soberanamente a todos los invitados. Solía sentarse al piano (Tatiana Borísovna tenía uno) y comenzaba a tocar con un dedo “Qué rápida era la troika”, o bien tocaba acordes martillando las teclas; o bien durante horas enteras se dedicaba a torturar las canciones de Varlamov “Pino solitario”, o bien, “No, doctor, no vuelva…”, con los ojos nadando en la grasa de sus relucientes mejillas tensas como panderetas… De pronto soltaría un “¡Márchate, pasión inmunda!”, y Tatiana Borísovna se estremecía.

—Es increíble —me comentó en una ocasión— la clase de canciones que se escriben hoy día, tan sentimentalonas. En mi época eran distintas. Eran canciones tristes, pero sin embargo gustaba oírlas. Por ejemplo la que decía:

 

Ven, ven a la pradera,
Donde te espero en vano;
Ven, ven a la pradera,
Donde mis lágrimas fluyen…
Ay, vendrás a verme en la pradera,
¡Pero llegarás demasiado tarde, amigo mío!

 

Tatiana Borísovna sonrió, astuta.

—Cuánto su-u-u-fro, cuánto su-u-u-fro —se quejó su sobrino en la habitación contigua.

—Ya basta, Andriusha.

—Mi espíritu sabe que te has marcha-a-a-do —continuó el incansable cantarín.

Tatiana Borísovna meneó la cabeza con desaprobación.

—¡Oh, Señor, estos artistas!

 

Ha pasado un año desde entonces. Belovzórov todavía vive con su tiíta y aún planea regresar a San Petersburgo. Ha crecido más a lo ancho que a lo alto desde que llegó al campo. Su tía, ¿quién lo habría pensado?, no puede ayudarlo cuanto desea, y las jóvenes de la región empiezan a enamorarse de él…

Muchos de sus antiguos amigos han dejado de visitar a Tatiana Borísovna.

*FIN*

 

Nota del Autor:

1. Entre la gente del pueblo la ciudad de Mtsensk se llama Amchensk, y sus habitantes amchenios. Los amchenios son tipos animados; no es por nada que decimos a nuestros enemigos que enviaremos “un amchenio a su casa”.


“Татьяна Борисовна и её племянник”,
Современник
, 1848


Más Cuentos de Iván Turguéniev