Te miraba,
bailábamos, Mary Anna,
en ese lugar llamado en Saint Louis todavía «La casa de la cima»,
y cuando un insensato mexicano tocaba en su lentísimo piano
una canción que me parecía cada vez más triste
(ya no sé si norteamericana o de otro lado del mundo)
y yo te decía en mi inglés imposible
que había escrito un poema mientras cantabas,
tú me decías que era muy bello todo eso, sin entender
¿pero por qué tenías que entenderlo, Mary Anna, Mariana?
si lo que te estaba diciendo era otra de las cosas
que tú decías en tu canto
como si eso fuera para la muerte,
y eso era nuestra única vida de esa noche
y el tuyo un rostro que debía mirar hasta agotarlo
ahora, de una vez,
para no dejar que la memoria haga su juego, ni el oído siquiera,
cuando vuelva a escucharte en una ciudad distinta
y ya no seas tú ni «La casa de la cima».