Te vi ayer, erizado iridiscente, inmóvil
detrás de los barrotes de una vasta jaula.
No estabas mirando a la gente pequeña que te miraba.
Firme sobre las garras de acero,
ojos desesperados a la oscuridad del cielo,
el cielo… -Un escenario te hicieron de rocas,
para engañarte: porque todavía crees que estás en casa,
entre la cantería de cuevas y avalanchas,
entre protecciones de acantilados y cíclopes de templos,
suspendidos en la parte superior de los precipicios,
frente al viento que en procella sisea.
-Pero no te engañes. -Mira los bares,
sabes que se acabó. Quieres una historia ahora,
te digo de los sabios, que tu propia mano
ha moldeado su jaula de adopción,
-el oro o hierro- casi siempre de oro:
y muy bien el estado de ánimo,
y se crea inaccesible, y allí se encierran,
y luego se quejan de estar en prisión,
mirando el mundo con los ojos de odio
vano y vana desesperación.
Al menos fuiste arrebatado por la trampa,
fuiste herido, tú, en la feroz batalla,
antes de ser como un trapo
innoble entre la mano de tu enemigo.
Y estás sin esperanza y sin un gemido,
cobardes; y quien pasa puede creerte muerto
o navegando en bronce, tan inmóvil y libre,
te pones tenso, encerrado en un
indomable desprecio por todo lo que no es
la embriaguez de la libertad perdida.
Y, si entendiste, con un tiro
de tribuna lacerar te enfrentarías
a todos aquellos que te ofenden con su piedad.
Dal profundo, 1910
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