Casa digital del escritor Luis López Nieves


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Tempestades

[Cuento - Texto completo.]

Isak Dinesen

I. La visión de la tempestad

 

Había una vez un viejo actor y director de teatro llamado Herr Soerensen. En sus tiempos de juventud había actuado en los teatros de Copenhague; incluso había llegado a hacer de Aristófanes en la tragedia de Adam Oehlenschlaeger, Sócrates, en el mismo Teatro Real. Pero era un hombre de carácter fuerte e independiente que exigía para sí la creación y el control del mundo que giraba a su alrededor. De pequeño le habían llevado a vivir durante un tiempo a Noruega con unos familiares de su madre, y conservó una pasión profunda, imperecedera, por aquella tierra de rocosas montañas que en su mente se recortaban, inmensas y barridas por los vientos, como telón de fondo y bastidores para el Hakon Jarl y para la Escocia de Macbeth y de Ossian. Leyó al poeta noruego Wergeland y oyó hablar del anhelo que el pueblo noruego sentía por el gran arte, y su alma se revolvió inquieta dentro de él. Se sentía lleno de visiones y de voces que le prometían una corona y le pedían que emprendiese viaje hacia el norte. Años más tarde arrancó sus raíces del blando suelo de Copenhague para volverlas a plantar en terreno pedregoso, y en la época en que los vapores empezaban a navegar con regularidad frente a la costa noruega —hará un centenar de años— viajó con su pequeña compañía de pueblo en pueblo por los fiordos.

Sus amigos de Copenhague comentaron la lamentable caída que sin duda suponía para un actor del Royal Copenhagen aparecer en escenarios provincianos con un reparto a medio entrenar ante un público semibárbaro. Pero Herr Soerensen gozaba con esta libertad; su ser florecía en las olas y el viento, en vestuarios hechos de toscas tablas, en las corrientes de aire y entre velas de sebo. En las noches de gala, era embajador apreciado de los grandes poderes, resplandeciente de estrellas y de favor real; otras, gimiendo en su estrecha litera, atenazado en el barco por las manos despiadadas del mareo, era el sufrido profeta Jonás en el vientre de la ballena. Pero siempre, y en todas partes, era el elegido, el trotamundos a cuestas con su vocación.

Herr Soerensen tenía en su naturaleza una especie de duplicidad capaz de confundir y turbar su entorno, y que podía incluso calificarse de demoníaca, pero con la que lograba coexistir en armonía. Era por un lado un negociante avispado, astuto e incansable, con ojos en el cogote, fino olfato para el provecho, y un concepto completamente práctico y desapasionado de su público y de la humanidad en general. Y al mismo tiempo era el dócil servidor de su arte, el sacerdote viejo y humilde del templo, con las palabras Domine, non sum dignus grabadas en el corazón.

En sus contratos, no se dejaba estafar un solo penique. Mientras se ajustaba la máscara delante de un espejo oscuro y mellado, podía tener de repente una idea brillante que le permitiese aventajar a otras personas. Representaba muchas farsas groseras (que por entonces se llamaban Possen), haciendo que el corazón de su auditorio sintiese deseos de brincar, rugir y gesticular desenfrenadamente, agradeciendo sus ensordecedores aplausos con una mano en el corazón y la más dulce de las sonrisas en los labios… sin dejar de pensar en las cuentas de la noche, hasta el artículo más pequeño.

Pero cuando, avanzada la noche, después de disfrutar de su modesta cena, con un vasito de schnapps de añadidura, subía a su habitación, vela en mano, por una escalera tan estrecha y empinada como una escala de gallinero, subía en espíritu tan alto como un ángel por la escala de Jacob. Allí se sentaba otra vez a la mesa con Eurípides, con Lope de Vega y Molière, con los poetas del Siglo de Oro de su propio país, y con el que le parecía más humano que ninguno: el mismísimo William Shakespeare. Los espíritus inmortales eran sus hermanos y le comprendían como él a ellos. En su compañía podía abandonarse libre y jubiloso, o podía derramar lágrimas del más profundo Weltschmerz.

Herr Soerensen había sido calificado a veces por aquellos con quienes había tenido relaciones financieras como un descarado especulador. Pero en sus relaciones con los inmortales era tan casto como una virgen.

Solo unos cuantos amigos íntimos conocían su teoría: que mucho de lo que es indigno en la vida humana podría evitarse si la gente se acostumbrara a hablar en verso. «No se trata exactamente de la rima —decía—. En realidad, no se debería hacer rima. El verso rimado a la larga es un ataque solapado al verdadero ser de la poesía. Pero deberíamos expresar nuestros sentimientos y comunicarnos en verso libre. El yambo inclina suavemente la parte tosca de nuestra naturaleza hacia el noble valor y separa celosamente el parloteo, la tontería y el infundio del oro y la plata de la palabra humana». En los grandes momentos de su existencia, el propio Herr Soerensen pensaba en yambos.

Solo el registrador general de Nacimientos y Defunciones de Copenhague —que se había mostrado sumamente renuente a la idea— conocía la existencia de un codicilo de su testamento, de acuerdo con el cual su viejo cráneo sería pulido un día y figuraría en épocas futuras en el escenario como calavera de Yorik.

Ahora bien, sucedió un año que Herr Soerensen, al hacer sus cuentas, descubrió que su última temporada había sido más provechosa que ninguna de las anteriores. El viejo director comprendió que los grandes poderes de lo alto le habían mirado favorablemente y que en retribución debía él hacer algo por ellos. Decidió poner en práctica el sueño de su vida. Representaría La tempestad, y él mismo haría el papel de Próspero.

No bien hubo tomado tal decisión, se levantó de la cama, se vistió y salió a dar un largo paseo bajo la noche. Contempló las estrellas por encima de él y pensó en cómo había sido guiado por extraños caminos. «¡Las alas por las que toda mi vida he suspirado —se dijo— me son concedidas ahora, a fin de que pueda plegarlas! Doy gracias a aquellos en cuyas manos he estado y estoy».

 

II. La asignación de un papel

 

Muchas noches pasó en vela cambiando a sus hombres y mujeres de aquí allá, en el reparto de la obra, como si fuesen piezas de ajedrez. Finalmente, salvo una figura, tuvo en sus manos la distribución entera de los papeles y se sintió satisfecho. Sin embargo, no había encontrado todavía un Ariel, y se mesaba los cabellos con desesperación por su impotencia. Había probado ya mentalmente a sus mejores artistas y los había descartado con exasperación una y otra vez, cuando un día su mirada cayó en una joven que se había incorporado hacía poco a la compañía y se había ganado un modesto aplauso en un par de pequeños papeles.

«¡Señor y Juez mío! —exclamó Herr Soerensen en su corazón en el mismo instante—, ¿dónde tenía yo los ojos? ¡He estado aquí de rodillas, implorando al Cielo que me enviase un servicial espíritu del aire! ¡He estado a punto de perder toda esperanza y de renunciar! ¡Y durante todo el tiempo rondaba de un lado para otro bajo mis narices el más exquisito Ariel que el mundo ha conocido, sin que yo lo reconociese!». Tan conmovido se sentía, que no reparó en el sexo de su discípula.

—Muchacha —dijo a la joven actriz—. Tú vas a hacer de Ariel en La tempestad.

—¿De verdad? —exclamó ella.

—Sí —dijo Herr Soerensen.

La joven a la que se dirigía era alta, con un par de ojos claros e intrépidos, pero con una especial dignidad y reserva en su actitud. Herr Soerensen, que, en lo que a la moral de sus jóvenes actrices se refería, había observado siempre las altas tradiciones del Teatro Real de Copenhague, reparó en ella precisamente porque parecía difícil de abordar. Era una muchacha bonita, y para una naturaleza caballeresca como la de Herr Soerensen había algo conmovedor o patético en su rostro. Sin embargo, ningún director de teatro, a menos que tuviera el ojo del genio, la habría imaginado jamás en el papel de Ariel.

«Está algo flaca —pensó Herr Soerensen— porque ha tenido que vivir a media ración, pobre criatura. Pero le va bien, porque la estructura de su esqueleto es excepcionalmente noble. Si es cierto (como mi director de Copenhague, de feliz memoria, me decía a menudo) que la mujer es al hombre lo que la poesía a la prosa, entonces las mujeres con las que nos tropezamos de cuando en cuando son poemas leídos en voz alta. Leídos con gusto unas veces, y entonces nos deleitan el oído; y mal otras, y entonces chirrían y desentonan. Pero esta muchacha mía de ojos grises es una canción».

—Bueno, pequeña —dijo Herr Soerensen encendiendo uno de los gruesos cigarros que eran el único lujo que se permitía—, ahora vamos a ponernos los dos a trabajar, y a trabajar en serio. Aquí estamos para servir a William Shakespeare, al Cisne del Avon. Sin pensar en nosotros, porque no somos nada en absoluto. ¿Estás dispuesta a olvidarlo todo por él?

La joven lo pensó detenidamente, se ruborizó y dijo:

—¡Ojalá no fuese tan alta!

Herr Soerensen la observó de pies a cabeza y dio una vuelta a su alrededor una vez más a fin de cerciorarse.

—¡Al diablo las arrobas! —exclamó—. Au contraire, aún podría necesitar que fueses más corpulenta. Porque eres luz en ti misma, y a manera de globo de gas, que cuanto más lleno está, más alto sube. Además, sin duda nuestro William es lo bastante hombre como para neutralizar la manida ley de la gravedad.

»Y ahora mírame. Soy un hombre pequeño en mi monótona rutina diaria. Pero ¿crees que una vez envuelto en la capa de Próspero parezco el mismo? Al contrario, el peligro estará entonces en que el escenario se volverá demasiado exiguo para mi estatura; el resto del reparto lo encontrará un poco justo. ¡Y cuando encargue un nuevo traje (que bien sabe el Señor que me hace falta), el sastre, que habrá ocupado una butaca de patio, me aumentará el precio porque comprenderá que va a necesitar más cantidad de tela a causa de mi tamaño!

»Me doy cuenta —prosiguió muy serio, después de una larga pausa— de que hay directores de teatro que tienen el valor (y los medios) de hacer que Ariel descienda al escenario suspendido con un alambre de las alas. ¡Al diablo todo eso! Para mí, esas cosas son una abominación. Son las palabras del poeta lo que hace volar a Ariel. ¡Por qué íbamos a confiar nosotros, siervos de nuestro William, en un trozo de alambre más que en sus divinas estrofas! Eso solo se hará en este escenario pasando primero por encima del cadáver de Valdemar Soerensen.

»Eres un poco lenta de movimientos —prosiguió—. Y así es como debe ser. Ariel es una criatura viva y bulliciosa. Y cuando contesta a Próspero:

 

Cortaré el aire y habré vuelto
antes de que tu corazón dé dos latidos

 

el público la creerá. Por supuesto que la creerá. Pero no será porque piense: “Sí, quizá pueda hacerlo, por la celeridad en que se mueve”. No; ellos no deberán dudarlo siquiera una fracción de segundo, porque instantáneamente se estremecerán complacidos en sus corazones y gritarán: “¡Ah, qué brujería!”.

»Además, te diré algo, muchacha —prosiguió Herr Soerensen, un momento después, llevado impetuosamente por su propia fantasía—. Suponiendo (porque podemos suponer lo que sea) que hubiese venido al mundo una joven con un par de alas en la espalda, y que acudiese a mí para pedirme un papel en una obra de teatro, le contestaría: “En las obras de los poetas hay un papel para cada hijo de vecino; ergo, lo hay para ti también. ¡Y, en efecto, encontraríamos más de una heroína en ese tipo de comedias que nos toca representar hoy en día que podría venirle muy bien, con un poco menos de avoir du poids! El Señor te bendiga; cualquiera de esos papeles lo puedes representar. ¡Pero no el de Ariel, porque ya tienes alas en la espalda, y porque en la pura realidad y sin poesía eres capaz de volar!”.

 

III. Hija del Amor

 

La muchacha que debía hacer de Ariel sabía desde algún tiempo que sería actriz.

Su madre hacía sombreros de señora en un pueblecito del fiordo, y la hija se sentaba a su lado y sentía con vértigo que los impulsos de su corazón eran como un oleaje. A veces pensaba que la matarían. Pero no sabía más sobre los embates del corazón que sobre los del mar. Y cogía el dedal y las tijeras con el rostro descolorido.

Su padre había sido un escocés llamado Alexander Ross, capitán de un barco que, veinte años atrás, había sufrido una avería cuando se dirigía a Riga y había tenido que permanecer amarrado todo un verano en el puerto del pueblo. Durante estos meses de verano aquel hombre alto y apuesto, que había navegado por el mundo y tomado parte en una expedición al Antártico, había causado sensación e inquietud entre los ciudadanos. Y a toda prisa, como lo hacía todo, se había enamorado fervientemente y se había casado con una de las jóvenes más bellas de la ciudad, hija de un aduanero, de diecisiete años. La joven se había defendido con dulce emoción y confusión, pero acabó convirtiéndose en señora Ross antes de darse cuenta de dónde estaba. «Es el mar el que me ha traído a ti, mi corazón —le había susurrado él con su noruego imperfecto, extraño, adorable—. Deja de golpear, deja de latir».

Hacia el final del verano, el barco del capitán quedó listo; abrazó y besó éste a su joven esposa, puso un montón de monedas de oro sobre su mesita de trabajo y le prometió volver antes de Navidad para llevársela consigo a Escocia. Ella fue al muelle, envuelta en el precioso chal de la India que él le había regalado, y le vio alejarse. El capitán había estado unido a ella: ahora lo estaba a su nave. Desde ese día nadie volvió a verle ni a saber nada de él.

A la primavera siguiente, tras una espera larga y terrible durante los meses de invierno, la joven esposa comprendió que su barco se había hundido y que ahora era viuda. Pero la gente del pueblo comenzó a murmurar: el capitán Ross jamás había tenido intención de volver. Poco después dijeron que ya tenía esposa en su casa de Escocia; que su propia tripulación lo había insinuado. En el pueblo había quienes censuraban a la joven por haberse precipitado en arrojarse en brazos de un capitán extranjero. Otros sentían compasión por la joven abandonada, y habrían querido ayudarla y consolarla. Pero ella percibía algo en sus ayudas y consuelos que no le gustaba o no podía soportar. Aun antes de que naciese su hija, con el dinero que su amante le había entregado al marcharse, abrió una pequeña sombrerería. Guardó uno de los soberanos para que la criatura que naciese tuviera un recuerdo de oro puro de su padre. Y a partir de entonces se alejó de su propia familia y de sus antiguas amistades de la ciudad. No tenía nada contra ellos; pero no la dejarían pensar en Alexander Ross. Cuando empezó a asomar de nuevo el color verde en el fiordo dio a luz a una niña que en los años venideros, pensaba ella, la ayudaría en su trabajo.

Madam Ross había puesto a su hija el nombre de Malli porque su marido solía cantar una canción sobre una joven escocesa llamada Malli, perfecta en todos los sentidos. Pero decía a todas las clientas que se asomaban a mirar a la criaturita acostada en su cuna, en la tienda, que era un nombre corriente en la familia de su marido; la madre de él se llamaba Malli. Y ella misma acabó creyéndolo también.

Durante los meses en que había estado esperando con creciente ansiedad, y después, por así decir, sumida en profunda negrura, el ser que llevaba en las entrañas había sido la prueba irrefutable de que su marido vivía. Crecía y pateaba dentro de ella; de modo que no podía ser hija de un hombre muerto. Ahora, tras los rumores que le llegaron sobre su marido, la hija se convirtió poco a poco en la prueba cierta de que había muerto. Porque una criatura tan saludable, hermosa y dulce no podía ser regalo de un seductor. Cuando Malli creció, comprendió, sin que su madre se lo dijese nunca con palabras ni fuera capaz de expresarlo, qué importancia poderosa, mística, trágica y dichosa a la vez tenía su existencia para esa madre dulce y solitaria. Así vivían las dos juntas, maravillosamente tranquilas y aisladas, y muy felices.

Cuando la niña se hizo mayor y empezó a salir de vez en cuando entre la gente, oyó hablar de su padre. Era una muchacha despierta y tenía oído para captar el tono y el silencio; y no tardó en comprender la clase de fama que el capitán Ross tenía en el pueblo. Nadie llegó a saber lo que ella pensaba de aquello. Pero fue tomando el partido de su madre frente al mundo entero con creciente vigor. Montó guardia en torno a Madam Ross como un centinela armado, y se volvió exageradamente cauta y grave en todo lo que hacía. Sin planteárselo de manera verdaderamente clara a sí misma, en su joven corazón decidió que jamás encontraría la gente, en la conducta de la hija, confirmación alguna de que la madre se había dejado seducir por un malvado.

Pero cuando Malli estaba sola, se abandonaba, feliz, a los pensamientos de su alto y apuesto padre. Para ella, podía haber sido un aventurero, un capitán corsario, como aquellos de los que se oía hablar de los tiempos de guerra; ¡o incluso un pirata! Por debajo de su actitud sosegada había una alegría y una arrogancia vital, oculta; con su desprecio hacia la gente del pueblo se mezclaba cierta indulgencia para con su madre. Malli, y el propio Alexander Ross, sabían más que todos ellos.

Madam Ross estaba orgullosa de su hija obediente y solícita, y a los ojos de la ciudad se volvió algo ridícula con su maternal vanidad. Había hecho que Malli aprendiese inglés con una vieja solterona que vivía en el pueblo del fiordo desde que llegara en calidad de institutriz de las hijas del barón Loewenskiold. En la pequeña habitación que la vieja y reseca inglesa tenía encima de una tienda de comestibles aprendió Malli la lengua de su padre. Y aquí tuvo lugar un encuentro decisivo para la muchacha: un día leyó también a Shakespeare. Con voz temblorosa y lágrimas en los ojos la vieja solterona le leyó en voz alta los versos del bardo, la exiliada hizo valer su linaje y riqueza y presentó a la hija de la sombrerera, con majestuosa dignidad, a un círculo de nobles y brillantes compatriotas. Desde entonces Malli vio a su héroe Alexander Ross como un héroe shakespeariano. En su corazón, exclamó con Philip Faulconbridge:

 

 

Señora, no quisiera un padre mejor.
Algunos pecados tienen su privilegio en la tierra,
como ocurre con los vuestros…

 

 

Malli, de niña, había sido alta para su edad, pero tardó en desarrollar. Aunque recibió la confirmación a los dieciséis años, parecía un chico larguirucho. Cuando pasó la pubertad se volvió bella. Ningún ser humano tiene una experiencia más rica que la muchacha desgarbada y torpe que en el curso de unos meses se convierte en una hermosa joven. Es una sorpresa gloriosa y una expectación realizada, a la vez que un favor y una bien merecida promoción. El barco ha podido estar en calma, o sufriendo los embates de las corrientes tormentosas; pero ahora ya las blancas velas se hinchan y zarpa rumbo a mar abierto. La misma velocidad le da firmeza a la quilla.

Malli navegaba con rumbo altivo y poderoso tan osada y firmemente como si el capitán Ross en persona fuese al timón. Los jóvenes se volvían a mirarla en la calle, y había quienes imaginaban que su posición excepcional la haría presa fácil. Pero en esto se equivocaban. La joven podía consentir muy bien en ser la hija de un corsario, pero de ningún modo estaba dispuesta a ser presa de ninguno de ellos. De niña había sido bondadosa; de joven era despiadada. «No —se decía a sí misma—; ellos son quienes serán mis víctimas». De todas formas, la desusada admiración, la nueva defensiva y ofensiva, trajeron inquietud a los primeros años juveniles. Y como aquí lo que se está escribiendo y leyendo es la historia de Malli, uno es libre de imaginar que, de alargarla más, se habría convertido en lo que los franceses llaman une lionne, una leona. En la historia misma, no es más que un cachorro de león, un poco cachorro en sus movimientos y, hasta el último capítulo, insegura a la hora de calcular su propia fuerza.

 

IV. Madam Ross

 

Y ocurrió que una noche, en el pequeño teatro del pueblo, Malli vio representar a la compañía de Herr Soerensen una función. Todo el vigor y el anhelo que había en ella, enérgicamente reprimidos durante años, se liberaron con toda claridad y beatitud, exactamente como si la hubiese herido una flecha divina justo en el corazón. Antes de que concluyese la función había llegado ella a una decisión irrevocable: sería actriz.

Mientras regresaba andando del teatro, la calle se henchía y oscilaba bajo sus pies y a su alrededor. Quitó los libros de su pequeña habitación y la convirtió en una noche estrellada sobre Verona y en una cripta. Se volvió verde y llena de dulces canciones y músicas del bosque de Arden, y profundas olas mediterráneas rodaron azules alrededor de Chipre. En secreto, con el corazón tembloroso como si se enfrentase al Juicio Final, se encaminó poco después al pequeño hotel donde se alojaba Herr Soerensen, fue admitida a su presencia y recitó para él algunos de los papeles que había aprendido por sí misma.

Herr Soerensen la escuchó, la miró, la volvió a mirar y se dijo: «¡Esta chica vale!». Tanto, que no la dejó que se fuese, sino que la contrató con una pequeña retribución por tres meses. «Dejémosla —pensó—, que madure en la sombra, en el ambiente del escenario. Luego, ya veremos». Malli pudo ahora revelar su decisión a su madre, y pronto supieron también los vecinos la noticia.

Para la gente del pueblo, la vida y la vocación de una actriz eran algo absolutamente extraño y dudoso en sí mismo. Además, la especial situación de Malli hacía que se la juzgase severamente o se la ridiculizase. Pero tan segura de sí misma estaba la muchacha, que aunque hasta ahora había sido consciente de lo que el pueblo pensaba y opinaba, y había tomado buena cuenta de ello, ahora hizo caso omiso y no le importó lo más mínimo. Le sorprendió sinceramente la consternación de su madre el día en que le expuso su plan.

Madam Ross nunca había necesitado forzar la naturaleza de su hija y carecía de la usual autoridad materna. Ahora, en este conflicto con su hija, se sintió como trastornada de angustia y de horror, mientras que, por su parte, Malli se mostró inflexible. Hubo un par de escenas desagradables entre las dos, y una de ellas pudo haber terminado arrojándose al fiordo.

En este trance, Malli recibió apoyo de donde menos podía haberlo esperado. Su desaparecido o difunto padre se convirtió en su aliado.

Madam Ross había amado a su marido y había creído en él sin haberle comprendido nunca. Ahora, en castigo o recompensa, debía creer y amar por toda la eternidad lo que no comprendía. De haberse planteado los propósitos de Malli en el ámbito de sus propias ideas, podía haber encontrado un medio de combatirlo. Pero enfrentada a esta locura inconsciente y descabellada se sintió arrastrada vertiginosamente por dulces, extraños recuerdos y asociaciones. Mientras luchaba contra la obsesión de su hija revivió inexplicablemente su breve matrimonio. Experimentó, día tras día, las mismas sorpresas y emociones: una fuerza desconocida, rica y arrebatadora, que en otro tiempo la había empujado a la tormenta, la rodeó de nuevo por todas partes. La actitud de Malli se volvió tan insinuante y atractiva como la de su amante veinte años atrás. Madam Ross recordó que Alexander, el marino fuerte y apuesto, se había arrodillado ante ella y le había susurrado: «¡Ah!, deja que me eche aquí. Éste es el mejor sitio de todos». Madam Ross se enamoró de su hija como se había enamorado del padre, de forma que olvidó que habían pasado los años y que su cabello se había vuelto gris. Se ruborizó y palideció en presencia de Malli, y tembló al dejarla la muchacha; sintió la impotencia de su propia voluntad ante la mirada y la voz de la hija, y hubo en esta impotencia una dicha soñada, resucitada.

Cuando finalmente, en una entrevista tempestuosa y lacrimosa, le dio su bendición, para ella fue como si se casara otra vez. En adelante fue incapaz de sentir la aflicción o el temor que el pueblo esperaba que tuviese. El día en que Malli se marchó con la compañía de Herr Soerensen, madre e hija se despidieron con pleno y amoroso entendimiento.

 

V. Maestro y discípula

 

Ahora, Malli se aprendió de memoria el papel de Ariel, y Herr Soerensen tomó sobre sí la tarea de perfeccionar su actuación. No la dejaba en paz ni de día ni de noche. Renegaba y maldecía, se burlaba con inspirada crueldad de la expresión de su rostro y de su entonación, le pellizcaba los brazos delgados haciéndole cardenales, y un día incluso le dio una sonora bofetada.

Los otros miembros de la compañía, que habían sido testigos estupefactos del súbito ascenso de la tímida muchacha y podían haber tenido celos por esta razón, sintieron lástima de ella. La primera dama de la compañía, Mamzell Ihlen, una belleza de pelo largo y negro que debía hacer de Miranda, se atrevió una o dos veces a protestar al director a propósito de Malli. El jeune premier, un joven de pelo rubio y piernas flacas, esperaba más sumisamente entre bastidores para consolar a la novicia cuando salía tambaleante de su ensayo. Pero si no intentaban acercarse a la víctima de Herr Soerensen en el escenario o fuera de él, ni hablaban demasiado de ella, no era por falta de simpatía; estaban tan perplejos ante lo que sucedía delante de sus ojos como la gente que ve cómo crece un arbolito bajo el hechizo del faquir. Tal relación puede despertar admiración o inquietud; en cualquier caso, conjura toda discusión o condena.

Pero Herr Soerensen era más feliz a cada nueva lección, y Malli comprendió que se enfurecía por su bien, y que era todo amor. Ocurrió también que al recitar ella unos versos, el viejo actor contuvo súbitamente su furia mirando de manera inquisitiva a su discípula. «Dilo otra vez», le pidió con sosegada humildad. Y cuando Malli repitió:

 

Os he vuelto locos.
Y aun con ese valor ahorcan y ahogan los hombres
su propio ser

 

Herr Soerensen se quedó inmóvil durante un momento, como la persona que encuentra difícil dar crédito a sus ojos y oídos, hasta que por último aspiró profundamente y encontró la liberación en uno de los versos de Próspero:

 

Valerosamente la figura de esta arpía
has desempeñado, mi Ariel.

 

Asintió ella, y siguió con la lección.

Rebosante de orgullo y de gozo, le daba también algunas palmaditas paternales en la espalda y, más para sí que para ella, elaboraba teorías sobre la belleza femenina.

—¿Cuántas mujeres —decía— tienen las nalgas donde debieran? ¡A algunas, Dios las asista, les llegan a los talones! ¡Tú, querida —añadía alegremente, con el cigarro en la boca—, eres larga de piernas! No te harán caer los pies. ¡Más aún, tus piernas son dos columnas nobles y rectas, y elevan orgullosas, vayas andando o no, toda tu preciosa persona hacia el cielo!

Un día, Herr Soerensen dio unas palmadas por encima de la cabeza y exclamó:

—¡Y yo que pensaba tener a una muchacha correteando en zapatillas de seda! ¡Qué estúpido, qué estúpido! ¿Quién no sabía que eran las botas de siete leguas lo que calzaban esos pies?

 

VI. Una tempestad

 

Así, día tras día, Malli se iba volviendo más Ariel, del mismo modo que, día tras día, Herr Soerensen se iba volviendo más Próspero; y ya se había fijado la fecha del 15 de marzo para la primera representación de La tempestad en Christianssand, cuando un suceso inesperado y fatal vino a conmocionar a Herr Soerensen y a Malli, y a toda la compañía teatral. Este suceso fue tan tremendo que no solo se convirtió en tema de conversación único y general, sino que también pasó a la letra impresa, en la primera página del Christianssand Daily News, de esta manera:

 

 

Una heroína

Durante el temporal que se desató la pasada semana a lo largo de la costa, ocurrió en nuestra vecindad un desastre que, según todas las estimaciones, podía haber supuesto la pérdida lamentable tanto de vidas humanas como de un vapor costero de muy buenas cualidades marineras, si no hubiera encontrado en el último momento, poco menos que gracias al providencial valor de una muchacha, una solución feliz. A continuación ofrecemos a nuestros lectores el relato del drama.

El miércoles 12 de marzo, el barco de pasajeros Sofie Hosewinckel zarpó de Arendal rumbo a Christianssand. La visibilidad era escasa, con nieve, y soplaba una brisa persistente del sudeste. Hacia el atardecer, el viento adquirió una fuerza de vendaval y, como todos saben, sufrimos uno de los peores temporales que, según se recuerda, han azotado nuestras costas. El Sofie Hosewinckel llevaba a bordo dieciséis pasajeros, entre ellos el conocido y respetado director de teatro Herr Valdemar Soerensen, con su compañía, que iba a dar una representación en Christianssand.

Nuestro vapor se había abierto paso dificultosamente hasta Kvasefjord cuando la tormenta estalló con todo su rigor. Entonces se vio obligado a ponerse al pairo; sin embargo, fue arrastrado hacia los arrecifes que hay frente a Randsund, sin que les fuese posible a los tripulantes desembarcar a causa de la cellisca, y porque el casco se hundía incesantemente de proa a popa en el oleaje.

A las ocho de la tarde, las rocas sumergidas asomaban a ambos costados del Sofie Hosewinckel, con el mar rugiente rompiendo en olas arboladas. Tuvo suficiente suerte como para cruzar los arrecifes exteriores, adentrándose en aguas algo menos turbulentas a sotavento de un pequeño islote; pero aquí enfiló hacia una roca sumergida, embarcando a continuación gran cantidad de agua. Durante la tormenta habían resultado heridos el capitán y dos miembros de su tripulación, y ahora le era muy difícil al piloto mantener el orden a bordo. Descubrieron uno de los botes salvavidas completamente destrozado por las olas; pero nuestros esforzados marineros lograron lanzar el otro bote, que pudo cargar a veinte personas. Tomaron asiento en él los pasajeros y los hombres de la tripulación necesarios para manejar el bote, dispuestos a bogar hasta la isla. Solo una muchacha de diecinueve años, Mamzell Ross, de la compañía de teatro de Herr Soerensen, decidió permanecer a bordo, cediendo con noble valor de mujer su plaza en el bote a uno de los marineros malheridos.

El plan era que el piloto regresase al barco con el bote para desembarcar a los que aún quedaban a bordo. Pero durante el desembarco en la isla, la frágil barquichuela quedó completamente destrozada. La gente que iba en ella alcanzó la costa sin peligro, pero era imposible volver al vapor, que los desembarcados divisaban ahora a duras penas a través de la nieve y los rociones. Poco más tarde, los de la isla vieron claramente que el mar lo levantaba sobre su lecho rocoso, y no pudieron suponer otra cosa sino que había sonado la última hora.

Los de a bordo vieron claro también el inminente peligro de que el barco se llenase de agua y se fuera rápidamente al fondo. Los diez hombres de la tripulación que quedaban en él fueron presa del pánico y casi renunciaron a seguir luchando contra los elementos. Como última posibilidad de salvar la vida pensaron dejar que el viento empujara al Sofie Hosewinckel y lo acercara a la costa. Con la espesa oscuridad reinante esto habría supuesto muy probablemente la perdición total.

Fue en ese momento cuando Mamzell Ross, la única mujer a bordo del barco en peligro, como obedeciendo a la llamada de poderes superiores, infundió valor en el pecho de los tripulantes con su intrepidez. En primer lugar, la joven bajó a la sala de calderas y convenció al jefe de máquinas y a los fogoneros para que volvieran a dar toda la presión. Ella misma ayudó en la peligrosa tarea de poner en marcha las bombas; después de esta hazaña, y durante toda la noche, mientras el barco se mantenía al pairo soportando los embates del agua, y cada vez más hundido, siguió incansable junto a los timoneles de las sucesivas guardias.

Es comprensible que el espíritu indomable de una joven, en ese trance, prevaleciera sobre el de nuestros esforzados marineros y les diera ánimos. Pero es inconcebible que esa muchacha, no avezada en la vida de la mar, mostrara una fortaleza tan grande. Un joven marinero llamado Ferdinand Skaeret merece aquí especial mención. Desde el primer instante trabajó hombro con hombro con Mamzell Ross, y durante toda la tormentosa noche se dedicó a ejecutar cada una de sus órdenes. Por encima del rugiente estrépito del temporal podía oírse a la joven llamarle a menudo por su nombre.

Hacia las primeras horas del jueves 13 de marzo el temporal disminuyó. Al amanecer fue posible remolcar el Sofie Hosewinckel dentro del fiordo de Christianssand y encallarlo, semihundido como iba, en Odder Island, en donde pudo ser puesto a flote sin dificultad. Y en el momento de llegar esta crónica a la redacción, el armador del vapor, nuestro honrado conciudadano Jochum Hosewinckel, así como las esposas y madres de nuestros buenos marineros, estarán dando gracias en el fondo de sus corazones, después de haberlo hecho a Dios, a nuestra heroica joven por el salvamento del barco.

 

VII. Por valentía

 

Durante la noche de tormenta descrita en el Christianssand Daily News hubo luces encendidas en todas las ventanas del primer piso de la elegante casa amarilla de la plaza del mercado donde vivía el armador Jochum Hosewinckel.

El propio armador se paseaba de arriba abajo por las habitaciones, se detenía, escuchaba la tormenta y reanudaba sus paseos. Su pensamiento estaba puesto en los barcos que tenía en el mar esa noche, y sobre todo en el Sofie Hosewinckel, que venía de Arendal. Este barco llevaba el nombre de su hermana predilecta, muerta hacía mucho tiempo a la edad de diecinueve años. Ya de madrugada se quedó dormido en la butaca del abuelo, junto a la mesa; y al despertarse tuvo la convicción de que el barco había zozobrado.

En ese momento su hijo Arndt, que tenía sus habitaciones en un ala de la casa, entró con el pelo y el abrigo blancos de nieve; venía directamente del puerto y le dijo a su padre que el Sofie Hosewinckel se había salvado y estaba en Odder Island. Un pescador había traído la noticia al amanecer. Jochum Hosewinckel apoyó la cabeza sobre sus manos plegadas en la mesa y lloró.

A continuación, Arndt le contó cómo se había realizado el salvamento del barco. Entonces la alegría del armador fue tan grande que sintió la necesidad de hablar de la proeza con toda la hermandad de la mar. Cogió a su hijo del brazo y se dirigió con él al puerto, y del puerto, a recorrer el pueblo. La noticia fue acogida en todas partes con asombro y alegría, repitiendo él una y otra vez todos los pormenores, y bebiéndose más de un vaso en honor del salvamento y a la salud de Mamzell Ross. Jochum Hosewinckel, tras una noche terrible e interminable, sentía ligeros el corazón y la cabeza como no los había sentido en su vida. Envió instrucciones a su esposa para que cuando llegase la noble joven al pueblo la llevasen a su casa y le preparasen la habitación que en otro tiempo había pertenecido a Sofie.

Cuando, entrada la tarde, atracó la barca de pesca que traía a los náufragos de Odder Island, medio Christianssand estaba allí. Las gentes saludaron al armador con caras radiantes; una circunstancia especial, una tradición o leyenda en la familia de Jochum Hosewinckel, añadía un matiz casi religioso a estas felicitaciones.

Era un atardecer desapacible, turbulento. Había cesado de nevar, el cielo estaba oscuro y había solo una franja de luz a lo largo del horizonte. El sol se ocultaba; un extraño resplandor cobrizo iluminaba las aguas tremendamente alborotadas y encendía las caras de la multitud congregada en el muelle.

La barca fue recibida con esas aclamaciones que la nación marinera tributa a los héroes de la mar. Todos los ojos buscaron a la joven que había salvado al Sofie Hosewinckel, a quien la imaginación atribuía forma de ángel. No la descubrieron inmediatamente porque había cambiado sus ropas mojadas por un jersey, un pantalón y unas botas de marinero; y enfundada en este equipo, demasiado grande para ella, parecía más bien un grumete. Durante un segundo, el desencanto y la ansiedad cundieron en la multitud. Pero un hombre rechoncho de la barca levantó a la muchacha y gritó a los de tierra:

—¡Aquí tenéis un tesoro!

En el instante en que el ángel se reveló bajo la forma de un joven marinero, como uno de ellos, los corazones se fundieron en uno. Estalló un impresionante hurra, se agitaron las gorras en el aire y todos los agrupados en torno a la barca manifestaron su alegría. Sin embargo, había muchos que lloraban al mismo tiempo.

A la joven se le había caído el sueste al ser levantada, y el pelo, esparcido y ondulado por el agua salada y la nieve, se transformó, al sol de la tarde, en un halo alrededor de su cabeza. Al verla vacilar sobre sus pies, un joven la cogió en brazos y se la llevó. Era Arndt Hosewinckel. Malli le miró a la cara y pensó que nunca había visto un rostro tan hermoso. Él la miró también; estaba muy pálida y tenía oscuras ojeras alrededor de los ojos y la boca temblorosa. Sintió el cuerpo de ella, dentro de las toscas ropas, contra el suyo; un bucle de sus cabellos le rozó la boca y lo notó salado; era como si el mar la hubiese arrojado a sus brazos.

Por un momento, la joven no tuvo conciencia de lo que significaba la masa negra que tenía delante; sus ojos claros, muy abiertos, buscaron los de Arndt. Un instante después oyó que gritaban su propio nombre, de una forma que hacía vibrar el aire. Entonces se abandonó completamente —con la inmensa oleada de sangre que le subió a la cara, con una mirada grande y aturdida y con un único movimiento— a la multitud que la rodeaba, complacida y llena de gozo como la misma multitud. Arndt tenía el rostro radiante cerca del suyo; la besó.

La muchedumbre se abrió para dejar paso al viejo armador, que, con la cabeza descubierta y la voz sonora y profundamente conmovida, dirigió unas breves palabras a la joven y a los reunidos. Arndt, sonriente, la protegía contra los abrazos de todo Christianssand. Cuando la multitud se dio cuenta de que el propietario del barco salvado se llevaba a la muchacha a su propia casa, lo escoltaron hasta la verja entre vítores.

El joven marinero Ferdinand, que para las mentes de los acompañantes era, junto a la muchacha, el héroe del gran drama feliz, tenía su casa en el pueblo, donde vivía su madre viuda. Y hacia allí le llevaron en hombros.

Poco más tarde trajeron a otras personas desembarcadas en la isla, y la gente tuvo ocasión de seguir con su humor festivo. Herr Soerensen, como un relámpago, se hizo cargo de su situación. No pensó más en sus sufrimientos, sino que brilló al reflejo de la gloria de su discípula, y confirmó con su autoritaria y poderosa actitud el hecho de que él la había creado y que era suya. Aparte de esto, nada había claro para él; sobre todo, lo que pasaba o dejaba de pasar en el mundo que le rodeaba. En el transcurso del día se le había ido poniendo ronca la voz, luego la había perdido completamente, y los días subsiguientes al naufragio se los pasó con varias bufandas alrededor del cuello y sumido en completo mutismo. En el pueblo corría el rumor de que, en la tormenta, el pensamiento del peligro de Mamzell Ross le había vuelto blanco el cabello. La verdad era que se le había caído la peluca color castaño al mar cuando iba en el bote salvavidas. Afrontó su pérdida con regio aplomo, consciente de que a cambio de una posesión temporal había ganado una experiencia eterna y también que supliría tal pérdida en cuanto le trajesen a tierra su equipaje.

Poco después desembarcaron también los demás miembros de la compañía teatral, pálidos y semiinconscientes, pero todos orgullosos e impávidos. En la barca, Mamzell Ihlen dejó que su larga cabellera la cubriese como una capa. Al día siguiente del rescate, el primer galán de la compañía escribió una oda al viento del norte y consiguió que se la aceptase el periódico local, aunque la mayoría de los lectores que entendían del tiempo comprendieron que no se puede esperar que un poeta tenga a la vez agudeza para la versificación y para los puntos cardinales.

Hubo que aplazar por el momento las representaciones. No obstante, en el curso de la semana, algunos de los actores dieron fragmentos del programa, a modo de anticipación, en el pequeño salón del hotel Harmonien. El propietario, dadas las especiales y conmovedoras circunstancias, accedió magnánimamente a alojar a la compañía por un precio reducido. Y cuando se supo que el agua del mar había dañado los vestuarios que iban a bordo del Sofie Hosewinckel, se organizó una colecta en pro de los damnificados. Ésta les reportó una espléndida recompensa, y Herr Soerensen, postrado en la cama con su mudez, tuvo tiempo de meditar sobre la valoración pública de los esfuerzos de un artista en el arte y en la vida.

La imponente casa de la plaza del mercado había abierto sus puertas a Malli y las había cerrado tras ella, con sincera gratitud hacia la solitaria muchacha que había arriesgado la vida por uno de sus barcos.

Entre los que viven del mar y para el mar, la realidad y la fantasía se entretejen extrañamente. Durante los días siguientes a la llegada de la muchacha el semblante de los que habitaban la casa, cuando se volvía hacia ella, reflejaba una especie de temor. No estaban seguros de que el mar, esa fuerza suprema eternamente inescrutable, la hubiera dejado ir. ¿No retrocederían las siguientes olas, que alzaban tan alto las embarcaciones del puerto, llevándola, de modo que cuando entrasen en su habitación la encontrarían vacía, con un oscuro rastro de agua de mar y de algas a lo largo del suelo, como dejan detrás los espectros marinos? Unos días después, no obstante, la casa se sintió más segura de ella. Entonces la vieron como un símbolo: como un trasunto del Sofie Hosewinckel, que había estado a punto de naufragar; como trasunto también de la propia joven Sofie Hosewinckel, que en otro tiempo floreció en estas mismas habitaciones.

Jamás en su vida había estado Malli en una casa tan magnífica. Contemplaba las arañas de cristal que colgaban del techo, las cortinas de encaje, los retratos de familia con marco de oro en las paredes y los cofres de madera de alcanforero, y le daba la impresión de que debía hacer una reverencia ante todo ello. Y en esta casa era tratada con mucho cariño: le servían café con bollos en la cama y encontraba jabón con perfume de violetas junto al aguamanil.

Malli todavía era tímida y no tenía mucho que decir. De su gran hazaña no contó más que lo que ya había dicho al contestar las preguntas de los demás. Pero era feliz; vivía sonriente, rodeada de sonrisas. Notaba que la casa, al día siguiente de su llegada, estaba sorprendida de encontrarla hermosa. Había entrado con la cara sucia y pálida y con ropas feas; pero rodeada por la casa, Malli se iba volviendo más bonita cada día según comprobaba ella misma en el espejo. Y ante este hecho, la vieja casa, que la había juzgado una joven simple, aunque en realidad era encantadora, sonreía. Y Malli, con la aprobación de la misma casa, dio un pasito más, y miró en torno suyo a la gente que vivía en ella.

Se sentía muy a gusto en compañía del viejo armador. Era porque durante mucho tiempo había carecido de padre, pensó ella, por lo que le gustaba estar con los hombres, y se daba cuenta de que tenía en su mirada, en su postura y en su voz muchas cosas que podía ofrecerles. Con la dueña de la casa era más tímida. La señora Hosewinckel era una mujer solemne, con vestido de seda negro y una larga cadena de oro sobre el pecho. Tenía un rostro ancho, delicadamente sonrosado y blanco; Malli pensó que se parecía a la reina Thora de Axel y Valborg. La señora Hosewinckel no hablaba mucho; y la reina Thora de la tragedia solo interviene con un verso que dirige a su hijo: «¡Que Dios te perdone!»; sin embargo, los espectadores saben que es amable y majestuosa, y que quiere el bien de los nobles personajes. De Arndt, el hijo de la casa, Malli solo sabía o creía que su cara había sido prodigiosamente hermosa cuando la bajó a tierra en sus brazos.

 

VIII. La casa de la plaza del mercado

 

Jochum Hosewinckel y su mujer eran personas temerosas de Dios; su casa era la más decorosa del pueblo y la más caritativa con los pobres. Se habían casado jóvenes y habían vivido felices; pero durante mucho tiempo el matrimonio había estado sin hijos. En la familia Hosewinckel existía la tradición de que, aunque se tributara respeto a la Providencia en la iglesia los domingos y se rezaran las oraciones diariamente por la mañana y por la noche, ninguno debía lanzarse a hacer peticiones personales. Solo mediante una vida estricta y honrada había hecho esta pareja que el Todopoderoso conociese su anhelo. Una pregunta pequeña y turbadora se ocultaba bajo su silencio: ¿no estaba el Todopoderoso, en este asunto, limitando su propia luz? Dieciocho años después de su casamiento fue oída su súplica no formulada y les vino al mundo el hijo. Y se sintieron libres para expresar abiertamente su gratitud. En el bautizo del niño se hicieron grandes donaciones que llevaban el nombre de Arndt Jochumsen Hosewinckel. A partir de entonces, la casa hizo gala de una generosa hospitalidad.

Pero el armador y su esposa, con el paso de los años, se sintieron casi inquietos por su buena fortuna.

Pues el hijo, desde su más tierna infancia, fue tan radiantemente precioso que la gente se detenía y se callaba al verle. Y cuando creció se hizo inteligente, vivo en aprender y aventajó en nobleza y valentía a los demás chicos. Cuando, de joven, fue enviado a Lübeck y a Ámsterdam a aprender la profesión naval, su despejada cabeza, sus modales agradables y su conducta recta le granjearon en todas partes la confianza y el afecto de quienes estaban por encima de él. A la edad de veintiún años se convirtió en socio de su padre en la compañía naviera, revelando asombrosos conocimientos de los barcos y la navegación. Mejoraba todo aquello en lo que ponía las manos, y tanto los marineros como los escribientes se mostraban contentos de estar a su servicio. Tenía especial afición a la música y tocaba y cantaba bien.

En los últimos años, una sombra oscureció la felicidad de sus padres: no parecía que Arndt Hosewinckel pensara en el matrimonio. En la familia había habido muchos miembros que habían muerto jóvenes sin casarse, como si hubiesen sido demasiado buenos y delicados para que se mezclase la naturaleza del mundo con la de ellos. ¿Iba a ocurrir lo mismo en el caso de su único, tardío y precioso hijo? Sin embargo, no iban los ancianos a atormentarse inútilmente. Al fin y al cabo, su hijo era honrado, recto y caballeroso con todas las jóvenes de Christianssand, y podía elegir entre ellas cuando lo desease.

Todas las que ahora miraban a Arndt Hosewinckel demoraban sus ojos con honda e inconsciente complacencia en la belleza, la fuerza y el encanto de su cuerpo, en la notable perfección de sus facciones y la expresión peculiar de su rostro, a la vez franca y pensativa, convencidas de que este joven de Christianssand había recibido en su cuna todo aquello que el ser humano puede desear y casi más de lo que cualquiera puede asumir con facilidad.

Había recibido incluso más de lo que ellas creían. Poseía una naturaleza receptiva y reflexiva y había adquirido experiencia en la vida.

Cuando Arndt tenía quince años, la hija de un pescador de Vatne, llamada Guro, había entrado como doncella en casa de sus padres. Era un año mayor que el hijo de la casa; pero el apuesto muchacho, con su riqueza y la admiración del pueblo rodeándole la cabeza como un halo, había despertado en el pecho semisalvaje de la joven una irresistible emoción. Incapaz de ocultarle su pasión, fueron amantes antes de que se diesen cuenta. Él era tan joven que no se sintió culpable. Jamás había tenido el temor de que lo que él quería por naturaleza pudiese estar en conflicto con la nobleza de su conducta o de su modo de pensar, ni había razón para ello. Una dulzura y deseo desconocidos, un juego que era tanto más delicioso cuanto que era secreto, habían nacido entre él y Guro. Se sonreían el uno al otro; se deseaban el bien el uno al otro desde el fondo de sus corazones. De su padre y su madre —si es que alguna vez le venían al pensamiento— pensaba el muchacho: «No entenderían esto». Eran mucho más viejos; siempre habían sido personas serias, desde que él tenía uso de razón, mientras que él se sentía lleno de espíritu y de energía. Difícilmente le cabía en la cabeza que en otro tiempo hubiesen podido conocer el mismo juego.

El secreto amorío en casa del armador duró seis semanas. Luego, una noche de primavera, Guro echó los brazos alrededor del cuello de su joven amante y exclamó, llorando desconsolada: «¡Soy una criatura perdida por haberte conocido y haberte mirado, Arndt!». A la mañana siguiente había desaparecido, y dos días más tarde la encontraron flotando en el fiordo.

Arndt volvió a ver a Guro cuando la entraban en la casa: blanca, fría, con el agua salada chorreándole de las ropas y del pelo. El motivo de su desesperada acción se conoció bien pronto: Guro estaba embarazada. Pasaron tres días, durante los cuales el muchacho se consideró el único culpable de la desgracia y la muerte de la joven. Después, los padres de la muchacha fueron al pueblo a recoger su cadáver y la casa se enteró de que le habían ido mal las cosas desde antes de entrar a su servicio. Había tenido un novio en Vatne; éste la había dejado; luego se lo había pensado mejor y había ido al pueblo dos veces a buscarla, y pedirle que se casara con él. Pero entonces Guro no quiso saber nada de él. El señor y la señora de la casa se sintieron consternados ante el oscuro y doloroso suceso que había tenido que ocurrir bajo su techo. No querían hablar de ello delante del hijo; sin embargo consideraron que era inevitable, incluso un deber, decirle escuetamente la verdad, añadiendo unas breves y solemnes consideraciones sobre los pagos del pecado.

La revelación que Arndt escuchó de labios de sus padres le liberó de su propia culpa. Pero le pareció que al mismo tiempo le habían quitado todo lo demás, de forma que se sintió con las manos vacías. No le quedó sino un anhelo que durante muchos días le sorbía el corazón y que se debía menos a la muchacha misma y la felicidad que ella le había proporcionado que a su propia fe en ambas cosas. Se le había revelado una secreta felicidad en la vida y había probado su existencia; luego, inmediatamente después, se había disipado, haciéndole ver que jamás había existido. Y las últimas palabras de Guro resonaron en sus oídos como una profecía fatídica, según la cual era una desdicha conocerle y mirarle, aun para aquellos a quienes él más quería. «¡Soy una criatura perdida por haberte conocido!», se había lamentado ella con el rostro bañado en lágrimas contra el suyo. Todas estas cosas las había soportado su vida, en el curso de unos meses, sin que una sola alma tuviese conocimiento de ello. Así que para él, hijo tiernamente vigilado, fue como si hubiese conocido cuanto hay que conocer en el mundo en completo aislamiento.

Esto había ocurrido hacía doce años. Desde entonces había mirado en torno suyo y había tenido que vérselas con muchas gentes y circunstancias. Había hecho amigos en muchos países y había conocido a jóvenes que eran tan bonitas y fieles como la hija del pescador de Vatne. Dejó de pensar en ella; y no recordaba cómo decidió mantenerse a cierta distancia de la gente, no fuera que se perdiesen por su causa.

 

IX. Un baile en Christianssand

 

Ahora las damas y los señores de la mejor sociedad del pueblo acudían a la casa de la plaza a ver y presentar sus respetos a Mamzell Ross. Pensaron organizar un baile en su honor en el salón del Harmonien. Malli, hasta ese día, había vivido en la rica casa con su ropa modesta, a la que no había dedicado un solo pensamiento; jamás había tenido un vestido de baile. Pero, para este acontecimiento, la señora Hosewinckel ordenó a su modista que hiciese a toda prisa, para la joven invitada de la casa, un vestido de tul con volantes y un cinturón ancho. La señora se quedó sorprendida, la noche del baile, al ver lo fácil y noblemente que la hija de la sombrerera vestía sus galas, y no pudo por menos de preguntarse si no hacían mal, ella y todo el pueblo, en tratar a la heroína como un juguete en retribución a su heroica proeza. Podía haberse ahorrado su preocupación. Tal tratamiento podía haber hecho perder la cabeza a otra muchacha; pero aquí se las veían con una persona que aceptaba con gratitud que se la tratase como un juguete y que podía tratar a su vez a todo el pueblo, con su puerto, sus calles, su ayuntamiento y sus ciudadanos, como si también fuesen sus propios juguetes.

Así que Malli fue al baile, pero no pudo tomar plenamente parte en él porque no sabía bailar. Una de las señoras del comité organizador le pidió entonces que cantase para los asistentes. Malli lo hizo encantada, y todos escucharon con placer su voz clara y pura; los señores reunidos en torno a las mesas de juego alzaron sus vasos de ponche hacia ella cuando Malli les obsequió con una canción marinera de sus tiempos. Una joven sugirió a continuación que cantase algo que los demás pudiesen bailar. Malli vaciló; luego, como un pájaro en un árbol, con un deleite largamente contenido, se puso a cantar su propia canción, la canción de Ariel:

 

 

Venid a estas arenas amarillas,
cogeos luego de las manos:
después de los saludos y los besos
se aplacan las olas violentas;
pisadlas graciosamente,
dulces duendes, llevando vuestro compás.

 

 

El baile siguió el ritmo de la canción, y Malli, en medio del brillante salón, observaba sus evoluciones y giros de acuerdo con el compás que ella marcaba. Ferdinand había sido invitado al baile, y Malli esperaba con ilusión verle y hablar con él, ya que no se habían visto desde la noche de la tormenta. Pero él envió recado de que no podría acudir. Ahora la cantante fijó los ojos en Arndt Hosewinckel.

Arndt había estado hablando con un grupo de viejos comerciantes; pero al empezar Malli a cantar dejó de hablar para escucharla; y cuando cantó para que bailasen, Arndt se sumó al baile. Malli pudo ver lo bien que lo hacía, y con una sola mirada comprendió lo que él quería dar a entender, y lo que las jóvenes y encantadoras señoritas que sabían bailar pensaban de él. Pero la sencilla muchacha, que había comprado la entrada al único baile de su vida poniendo en peligro su vida misma, al ver bailar al primer joven del pueblo comprendió algo más. Pensó: «¡Dios mío!, ¡qué necesitado está! —y a continuación—: Yo puedo ayudarle. ¡Puedo ayudarle en su necesidad y salvarle!».

Al regresar a casa, Malli no se acostó, sino que permaneció sentada largo rato con su tenue vestido delante del espejo iluminado con velas. Arndt Hosewinckel tampoco se acostó, sino que salió a dar un largo paseo. No era raro que saliese de noche a pasear hasta el puerto y los depósitos de mercancías, y más lejos aún, por el fiordo.

 

X. Intercambio de visitas

 

Malli quería visitar al enfermo Herr Soerensen, y Arndt Hosewinckel la acompañó para enseñarle el camino del hotel y presentar sus respetos al hombre que, junto con la muchacha, había vivido el accidente a bordo del Sofie Hosewinckel.

Herr Soerensen había abandonado la cama; estaba sentado en una butaca, pero aún no podía hablar. La relación entre este viejo y la muchacha estaba tan condicionada por las tablas que Malli, una vez adaptada a la situación, convirtió inmediatamente la entrevista entera en una pantomima, igual que si su viejo maestro, debido a la pérdida de la voz, se hubiese vuelto sordo también. Maestro y discípula se estimulaban el ingenio en mutua compañía, y Malli comprendió enseguida que la belleza de Arndt había conmovido hondamente al viejo director y que pensaba: «¡Ah, ojalá tuviese un primer galán así!». No sabía que al mismo tiempo se sentía maravillado ante el aspecto de ella y que se preguntaba: «¿Cómo puede el pecho de esta muchacha haber adquirido esas curvas en tan poco tiempo?». Todos sus movimientos eran suaves y redondos mientras explicaba, mediante gestos de mimo, con cuánta simpatía se había tropezado desde que iban juntos.

Cuando llegó el momento de despedirse ella y Arndt, Herr Soerensen le cogió la mano a Malli, se la apretó lo mejor que pudo y le susurró, o jadeó débilmente:

—¡Bueno, mi exquisito Ariel! ¡Te echaré de menos!

A lo que Malli, recobrando la voz, exclamó:

—¡Y yo a usted! —sin darse cuenta de que no habían hablado de separarse.

Herr Soerensen se quedó solo, y durante varios días estuvo profundamente afectado y conmovido. Comprendía la actitud de su joven discípula, o lo había captado en sus miradas fugaces, y se sentía impresionado. Había aquí una tarea extraordinaria: el mundo entero, la vida corriente y diaria llevada a escena y fundida en ella. ¡Hágase tu voluntad, William Shakespeare, así en la escena como en el salón de una dama! Aquí, en efecto, su Ariel extendía las alas y se elevaba en el aire ante sus ojos. Súbita, extrañamente, le vino a la memoria cómo en otro tiempo había soñado él, joven actor de corazón exuberante, con una apoteosis así. Y ahora, durante las dos o tres primeras noches siguientes a la visita de Malli, se vio a sí mismo, durante una serie de sueños en la estrecha cama de su habitación, como compañero de ella en la aventura del naufragio; una de las veces como Próspero en una visita de suegro a los jóvenes reyes de Nápoles; otra, como el loco en la casa Hosewinckel. Pero al despertar desechaba tales ideas. En el curso de su larga vida había adquirido experiencia e intuición; y para cualquier persona de experiencia e intuición, para todo el mundo menos para una joven actriz enamorada, el proyecto de llevar la vida a escena era paradójico, blasfemo en su esencia. Porque era más probable que la vida diaria redujese la escena a su propio nivel que no que la escena lograra mantener la vida a su altura, y el orden entero del mundo podía acabar muy bien en confusión.

Después pensó que iba a perder a su Ariel y que la gran empresa de su vida no se realizaría jamás. Esto le apesadumbró. ¿Por qué, se preguntaba, había venido a estallar la odiosa y húmeda tempestad de Kvasefjord en medio de La tempestad, de William? ¿Acaso la había invocado la voluntad de aquella criatura enérgica, audaz y formidable?

Sin embargo, tan pronto como el viejo director hubo recuperado en cierta medida el registro modulado de su voz, devolvió la visita a la casa del armador. Para tal ocasión se compró un par de guantes color lavanda que chocaban con su vieja levita y su raído sombrero de copa, pero que armonizaban con su carruaje y el tono de su voz. Sus modales eran tan corteses y atentos que Fru Hosewinckel, que no estaba acostumbrada a hombres tan cohibidos, se mostró casi tímida. Herr Soerensen hacía una inclinación a cada minuto y era incansable en sus alabanzas a cuanto había en las habitaciones. Si se percataba de que había pasado por alto cualquier objeto sencillo, se apresuraba a subsanar el descuido, como si presentase las más humildes excusas por su olvido a los suntuosos espejos colocados entre las ventanas o a la perspectiva del mercado. Y exclamaba:

—¡Qué preciosas y magníficas posesiones… costosamente coleccionadas en la vieja Europa! ¡Qué tesoros traídos de China y de las Indias! ¡Ah, qué arañas más maravillosas… y brillantes pinturas de barcos majestuosos!

Herr Soerensen y Malli se quedaron solos unos momentos en el salón. Herr Soerensen se llevó un dedo a los labios, le lanzó un besito y le anunció solemnemente:

—¡Muchacha, eres la favorita de la Fortuna!

Al mirarle Malli directamente con sus ojos claros y firmes, él desvió su mirada, se sacó un viejo pañuelo de seda del bolsillo de la levita, se enjugó la frente y concluyó en tono algo apagado, más para sí que para ella:

 

¡Mi Pegaso es perezoso,
hace el vago cuanto puede!
Pero aguarda, viejo penco;
que soy tu amo.
(Ya te enseñaré quién es el hombre.)

 

Cuando se hubo marchado, tras una serie de obsequiosas reverencias, Malli se quedó de pie junto a la ventana, dejando que sus ojos siguiesen su figura mientras caminaba orgulloso por la plaza, se hacía más pequeño cada vez y desaparecía.

 

XI. Historia de un compromiso

 

La idea o pensamiento de que Malli, en vez de continuar el viaje con Herr Soerensen y su compañía, se quedase en el pueblo y acabase perteneciendo a él surgió primeramente entre las gentes que la habían aclamado cuando la barca entró en puerto. Puede decirse que tal idea o pensamiento se propagó en espiral en la comunidad; a medida que sus anillos se hacían más estrechos, se fue elevando más y más, social y emocionalmente. Cuando alcanzó por último a aquellos sobre los que giraba, llegó también a su cenit de tensión y de destino.

En una pequeña comunidad donde no suceden muchas cosas, por lo general circulan muchos rumores. Un compromiso matrimonial es aquí tema supremo de conversación y de discusión, y cuanto más interés previo hay en los jóvenes que se cree que van a prometerse más vivos son esos rumores. Así que quizá merezca la pena consignar que en este caso se dijo muy poco. Arndt Hosewinckel era el mimado del pueblo y su mejor partido; Malli era su heroína. Pero a medida que se acercaban más el uno al otro y se unían a juicio del pueblo, parecía como si sus figuras eludiesen toda mirada. Hondos suspiros de comprensión recorrían la ciudad; pero los nombres se pronunciaban menos frecuentemente que antes.

La gente llana del pueblo se complacía en la idea de que Arndt Hosewinckel y Mamzell Ross podían hacer pareja. Era, una vez más, el final feliz, a la vez sorprendente y previsto, del viejo cuento en el que Cenicienta se casa con el príncipe. Su pueblo, en recompensa por tan hermosa acción, le otorgaba hermosamente lo mejor que le podía dar. Que la casa amarilla de la plaza del mercado abriese sus puertas a una nuera pobre, hija de un capitán ahogado, alegraba y conmovía a las esposas de los marineros; y en su gozo no había malevolencia alguna hacia el armador o su esposa. Pues ¿no se había proclamado en el mismo puerto que aquella novia era un tesoro? En la medida en que simbolizaba el mar, sostén de la familia y destino de todos, unía, incluso como el mismo mar, a las gentes humildes del pueblo con sus más ricos ciudadanos.

La idea o pensamiento se elevó en su trayectoria espiral hasta un círculo más estrecho y llegó a las casas de la mejor sociedad. Entonces el buen nombre de Malli vaciló durante un día o dos en el borde de un abismo. Porque aquí se preguntaron si no sería la heroína, en realidad, una aventurera que confiaba en la admiración y la gratitud del pueblo para conseguir casarse por encima de su condición social. Pero había algo en el retrato de la muchacha que casi inmediatamente inclinaba la balanza a su favor. Los viejos caballeros presentes en el baile fueron los primeros en absolverla. Sus esposas, que eran personas honradas y a menudo temblaban por la suerte de los barcos y las tripulaciones, analizaron la conducta de Malli en la noche de la tormenta y reconocieron que no había habido nada que pudiese interpretarse como cálculo.

Posiblemente cada una de las hijas de los burgueses, para cuyo baile había cantado Malli, razonaba que si no conseguía ella misma a Arndt Hosewinckel, a la única chica a la que estaba dispuesta a cederle el puesto era a la joven del naufragio. O tal vez era que esas muchachas, que se conocían desde los tiempos del calzón largo y la peineta, se sabían demasiado bien sus mutuos defectos. De una joven belleza, especialmente admirada por sus pies pequeños, sabían que gastaba zapatos de una medida menor, por lo que se le había formado un callo. De otra joven encantadora sabían que sus trenzas de oro brillante eran postizas. De la desconocida, las jóvenes hermosas sabían que era pobre, que iba mal vestida, que era demasiado alta para ser elegante y que no sabía bailar. Pero había en su especial actitud de timidez tanta confianza y tanto reconocimiento de cuanta belleza la rodeaba que todas la consideraban más bella. Sucedió también que, de pronto, notaron que la joven del mar poseía una risa distinta de las demás. Había resonado a través de la tormenta o la había acompañado.

Y el pensamiento o idea llegó a la casa de la plaza. Encontró respaldo en toda la servidumbre antes de que llegase al primer piso, y aquí se le atribuyó la mayor importancia. El salón de los criados acabó por aceptar a Malli; incluso creó un círculo de silencio en torno a la joven y futura señora de la casa, que poseía solo un vestido y tres blusas y que cantaba tan dulcemente.

El pensamiento o idea subió, y llegó al suntuoso salón de los cuadros de barcos majestuosos y lo llenó de tenso silencio. En su curso había alcanzado las regiones más elevadas; aquí era el futuro mismo.

Encontró la atmósfera del salón dispuesta o expectante, como el instrumento templado para la melodía. El viejo señor de la casa estaba a la sazón de buen humor, con un leve tono sonrosado en las mejillas, cuello alto, y traía regalos de encajes para su señora y dulces para Malli. Con el milagroso rescate de su barco en medio de la tempestad se había introducido algo heroico en su vida regulada con suma precisión: un soplo de vendaval, una canción del viento en las velas. Sería muy apropiado que, como suegro, fuese arrastrado al final por la tormenta a causa de una heroína. Quizá se considere algo peligroso extender el entusiasmo por una acción heroica a la vida cotidiana, y quizá el experimentado armador podía muy bien haberse sentido algo incómodo con una nuera heroica, aunque se hubiese tratado de la propia Doncella de Orleáns, cuyas hazañas habían sido llevadas a cabo en tierra. Pero Malli había ganado su aureola en el mar, debatiéndose en medio de las olas saladas y los rociones de espuma. Jochum Hosewinckel, en su temprana juventud, había sufrido un naufragio en uno de los barcos de su padre. No le importaría tener una nuera en cuya presencia tendría una vez más dieciocho años.

El oscuro origen de Malli podía haber arrojado una sombra sobre su joven figura que iba y venía por la casa. Pero una vez que el mar se había revelado aliado de la joven, se dio por sentado que la armonía entre los dos era perfecta, y que Alexander Ross, que se había hundido con su barco, era un hombre honorable. En efecto, la intrepidez de su hija en el Sofie Hosewinckel, de alguna forma mística, daba prueba de este hecho. Jochum Hosewinckel recordó el nombre de un viejo comandante Ross, sueco, uno de los amigos de su padre, también de origen escocés, sobre cuya figura había habido cierto misterio. Muy bien pudiera ser que dicho comandante hubiese sido pariente del desaparecido capitán, y estuviese tratando aquí con una familia de héroes.

Fru Wencke Hosewinckel, mujer de pocas palabras, se maravillaba sin decir nada de la prontitud con que los hombres eran capaces de adoptar un punto de vista frente a los acontecimientos de la vida. Observaba la cara de su hijo, escuchaba su voz y esperaba el momento oportuno.

El pensamiento o idea llegó por último a su final o culminación: los jóvenes propiamente dichos que debían ser la feliz pareja. Les cogió a los dos como una idea sorprendente y brillante del mundo exterior que habían olvidado. Durante algunas semanas habían vivido entre los poderes inmortales. Cuando el mundo de los mortales les dio también su bendición la aceptaron, y en adelante su eternidad podría convertirse en algo cotidiano.

Para Malli esto llegó a ser cumbre y remate de su ascensión poderosa. En otro tiempo se le habían dado alas: le habían crecido milagrosamente y se había podido elevar, siempre hacia arriba, hasta esta gloria inefable. Se encontraba a unas alturas vertiginosas, pero podía lanzarse desde ahí a cualquier sitio, porque en cualquier sitio encontraría los brazos de Arndt que la acogerían y la sostendrían. Ahora se iba a convertir también en su mujer, a llevar su apellido y a hacer suya su casa; iba a

 

compartir cuanto posee
teniéndole y haciéndose igual a él.

 

Malli había soñado temblorosamente con hacer el papel de Julieta, y ahora la vida le daba un papel tan delicado como el de Julieta. ¡Y era la doncella de Arendal que no consentiría en ser presa de nadie!

La felicidad de Arendal era de distinto carácter. Promesas de mucho tiempo atrás, que su propio pensamiento había rechazado, se alzaban ahora otra vez y encontraban cumplimiento. El mundo se mostraba agitado, desorganizado, vacío. Lo contemplaba una joven, y bajo su mirada cobraba coherencia y se convertía en un cosmos.

El joven Arndt había recibido en el pueblo a la valerosa y desheredada joven que había salvado uno de los barcos de la casa. Tal doncella era el último ser humano al que podría desear él la desgracia: no se convertiría en su destino. La había besado, y para compensar el beso se había mantenido alejado de ella en casa de sus padres. Pero un día Malli le había mirado con ojos luminosos y cálidos, lo bastante significativamente como para hacerle comprender que ni él ni nadie en el mundo la harían desdichada. Esto le pareció al joven rico una burla por parte del Destino; y volvió a mirar a la muchacha, se acercó a ella y le habló. Y he aquí que él mismo vio entonces un destino: ojos claros, generosos, sin arrière-pensées.

Sí, era una heroína, una doncella con corazón de leona, como todos decían. Pero lo era de forma distinta a como todos creían. Ella no tenía por qué temer, ya que donde estaba no corría peligro. Aún había naufragios, desdichas e infortunios. Pero los naufragios, desdichas e infortunios habían cambiado, y se habían convertido en una prueba de la omnipotencia y la misericordia de Dios.

Por la noche, extrañamente, Arndt veía el cuadro de sí mismo tal como había sido antes de que Malli llegase. Y pensó: «Tiene el poder de resucitar a los muertos».

Poco antes de amanecer, le vino también la imagen de Guro, en la que no había vuelto a pensar desde hacía muchos años. Y recordó que habían sido amigos y felices juntos, ricos en deseos y ternuras durante las noches de primavera, en noches como ésta. Recordó que en la última noche de primavera el mar se había llevado a Guro en su abrazo poderoso, en el que había fuerza y amor, indulgencia y olvido.

«¡Y dulces duendes llevan la carga!», resonó en torno suyo, por la casa.

Es razonable suponer que Arndt le pidió a Malli que fuese su esposa, a la manera de todo pretendiente normal, y que ella contestó «sí» como toda muchacha ordinaria. Pero la pregunta fue formulada y contestada como si se decidiera en ella la salvación eterna del uno y el otro.

Se abrazaron fuertemente sostenidos y arrastrados por la misma ola. Pero no se besaron; el beso no era apropiado en este instante de eternidad.

Un rato después, sentados en el sofá junto a la ventana, preguntó ella despacio, con gravedad:

—¿Eres feliz?

Y él contestó despacio:

—Sí, soy feliz. Pero no es felicidad lo que tú eres, Malli. Eres vida. No estaba seguro de encontrar vida en alguna parte del mundo. La gente decía: «Eso es cuestión de vida o muerte», y yo pensaba: «Entonces, ¡qué importante es!». De mí, pensaba que lo sabía todo y que auguraba la ruina. ¡Oh, Malli, hoy soy un enigma para mí mismo y un precursor de la dicha para el mundo!

Cuando calló, Malli se postró ante él, y al tratar Arndt de levantarla, ella se lo impidió posando sus manos juntas sobre sus rodillas.

—No; deja que esté aquí, en el suelo —dijo—. Éste es el sitio más apropiado de todos.

Su rostro dulce, arrobado, humilde, resplandeció al mirarle.

—Sí —prosiguió muy despacio—. Sí. «Yo soy la resurrección y la vida» —dijo Malli—. «El que cree en mí, aunque muera, vivirá. Y el que viva y crea en mí no morirá jamás, sino que gozará de vida eterna.»

Arndt tenía que ir a Stavanger en representación de la compañía. A causa de una súbita quiebra habían puesto en venta un barco. Emprendió el viaje dos días después, por la mañana temprano.

No sabía cuánto le costaría separarse de Malli; ahora, en el último momento, tuvo que hacer un esfuerzo para irse. Por su parte, Malli se había tomado alegremente esta separación de unos días; casi sentía que necesitaba recobrar aliento. Pero en el instante de la partida le vio tan pálido que palideció ella también. Algo terrible podía sucederle en el viaje. Tenía que haberle impedido que se marchase, o haberle acompañado, a fin de conjurar el infortunio que le acechaba. Esa fría mañana de primavera, Malli estuvo en la escalinata de la puerta, con el chal indio que su madre le había dado, viendo alejarse la calesa.

«¡Dios mío! —pensó—. ¿Y si le ocurre lo mismo que a mi padre? ¿Y si no vuelve nunca más?».

 

XII. Ferdinand

 

Sucedió (el día después de marcharse Arndt) que un par de señoras del pueblo fue a hacerle una visita a Fru Hosewinckel; y cuando estaban sentadas en torno a la mesa de café, entró Malli con la capa y el sombrero puestos, radiante de felicidad, dispuesta a salir. Fru Hosewinckel le preguntó adónde iba, y ella contestó que a ver a Ferdinand. Las señoras se callaron y se miraron mutuamente. Fru Hosewinckel se levantó de la silla, se acercó a Malli y le cogió la mano.

—Mi querida muchacha —dijo—, ya no podrás ver más a Ferdinand.

—¿Por qué? —preguntó Malli con sorpresa.

—¡Ah!, Ferdinand ha muerto —dijo Fru Hosewinckel.

—¡Ferdinand! —exclamó Malli.

—Sí; nuestro pobre y buen Ferdinand —dijo Fru Hosewinckel.

—¡Ferdinand! —repitió Malli.

—Ha sido voluntad de Dios —dijo Fru Hosewinckel.

—¡Ferdinand! —gritó Malli por tercera vez, como para sí.

Las dos señoras del pueblo dijeron que lo sentían muchísimo y luego procedieron a informarla con detalle de lo que le había sucedido a Ferdinand. La noche de la tempestad había recibido un golpe a bordo del Sofie Hosewinckel, al caerse un trozo de verga, y había sufrido graves daños internos. Al principio no parecían serios; pero había muerto el día anterior.

—De modo que, en definitiva, ha sido la tempestad —dijo una de las señoras— la que ha matado a ese valeroso joven.

—¡La tempestad! —exclamó Malli—. ¡La tempestad! No, ¿cómo pueden pensar ustedes eso? Debo ir a verle. ¡Ya verán como están ustedes completamente equivocadas!

—Por desgracia, no hay ninguna duda sobre eso —dijo la otra señora—. Y su casa es muy humilde. ¿Cómo se las arreglará ahora su pobre madre? ¡Ah, no, Mamzell Ross, no hay ninguna duda!

Malli se quedó inmóvil, de pie, meditando.

—Sí la hay —dijo de pronto, con energía—. ¡Estaba en cubierta conmigo! Estuvimos juntos toda la noche. Por la mañana, en la cabaña del pescador, fue el que me ayudó a cambiarme de ropa. Y ustedes mismas vieron —prosiguió, volviendo los ojos hacia las señoras— que bajó a tierra conmigo. ¡No; Ferdinand no está muerto! —se quedó callada otra vez—. ¡Debo ir a verle enseguida! —gritó—. ¡Dios! Pensar que no he ido antes.

Las señoras no sabían qué hacer ante tan insensata y turbada agitación, de modo que permanecieron en silencio y dejaron a la muchacha que se fuese.

Malli entró en casa de Ferdinand precisamente cuando acababan de colocar al joven en el ataúd. La madre, los hermanos pequeños y unos cuantos parientes que les habían ayudado estaban a su alrededor con ropas negras, y llenaban la pequeña y lóbrega habitación. Todos le abrieron paso a la muchacha.

La madre del joven muerto la saludó, la cogió de la mano y la acercó para que viese a Ferdinand por última vez.

Malli había corrido por las calles como un vendaval y jadeaba a causa de la carrera: ahora parecía petrificada. El rostro joven de Ferdinand estaba sereno sobre la almohada de viruta, como si estuviese dormido. El sufrimiento y la angustia habían pasado para él, habían desaparecido, dejándole, por así decir, una honda y solemne experiencia. Malli jamás había visto un cadáver; ni había visto tan inmóvil a Ferdinand.

Los desconocidos de la habitación iban a marcharse cuando llegó ella; ahora se despidieron, y Malli les estrechó la mano uno a uno, con ojos dilatados y torpes. La madre de Ferdinand acompañó a los visitantes hasta la puerta; Malli se quedó a solas con él.

Cayó de rodillas junto al ataúd.

—¡Ferdinand! —llamó muy suavemente, y repitió—. ¡Ferdinand! ¡Querido Ferdinand!

Como no contestaba, alargó la mano y le tocó la cara. El frío de la muerte le penetró a través de los dedos; lo sintió directamente en el corazón y retiró la mano. Pero poco después la volvió a posar en él, la dejó descansar en la mejilla del joven, hasta que le pareció que se le quedaba tan fría como la mejilla misma; y empezó a acariciar lentamente la cara inmóvil. Tanteó los pómulos y las cuencas de los ojos con las yemas de los dedos. Su propio semblante, entretanto, adquirió la expresión del rostro del marinero muerto: los dos llegaron a parecerse como hermano y hermana.

La madre de Ferdinand entró en la habitación otra vez e hizo sentar a Malli en una silla. Empezó a hablarle de Ferdinand y de lo bueno que había sido siempre para ella. Le refirió su corta vida, contándole pequeños detalles e incidentes de su niñez y su juventud; y al hacerlo, las lágrimas le corrían por las mejillas. Pero cuando le contó cómo Ferdinand reservaba casi toda la paga para dársela a su madre al llegar a casa dejó de llorar. Se limitó a suspirar profundamente, y comentó lo dura que sería la vida ahora para los hermanos de Ferdinand y para ella misma.

—A Ferdinand —dijo con aflicción— le habría apenado mucho ver nuestra situación.

Malli lo oyó, y en lo más hondo de su corazón reconoció este gemido sumiso de mujer. Era la ansiedad de su propia madre por el pan de ella y de su hija. Miró en torno suyo; ahora reconoció también la habitación menesterosa y estrecha. Era la habitación de su propia casa; aquí había crecido ella. El viejo mundo desnudo y familiar volvió a su memoria, extrañamente afable e ineludible.

Era como si una mano —¿la mano del propio Ferdinand, sobre la cual acababa de posar la suya?— la agarrase del cuello; sentía que el vértigo se apoderaba de ella y que se hundía, o que se hundía cuanto había a su alrededor. La anciana la miró, y con el tacto sereno de los pobres cambió de conversación. Empezó a hablarle de lo orgulloso que se había sentido Ferdinand de ser amigo de la joven señorita. Había oído la historia del naufragio de labios del propio Ferdinand, y había seguido los pasos de Malli, de cubierta a la sala de máquinas y de la sala de máquinas al timón. Junto al lecho de su hijo enfermo había tenido que leerle innumerables veces la noticia del Christianssand Daily News, que ahora se sabía de memoria. Una leve sonrisa se dibujó en su cara agobiada por las tribulaciones al explicar cómo, por complacerla, ella misma había tenido que repetir el grito de la joven en medio del fragor y el estrépito de la tempestad: «¡Ferdinand!».

Al oírlo, Malli se levantó de la silla, pálida como la muerte. Miró el banco sencillo, la mesa, un pobre jarrón con flores que había en la ventana y las ropas raídas de la mujer. Por último, se volvió hacia el rostro mudo del ataúd. Pero ahora no se atrevió a acercarse. Solo tendió las manos crispadas un instante, en dirección suya, en un gesto que fue como un alarido. Luego le estrechó la mano a la madre de Ferdinand y se marchó.

Al regresar, buscó a Fru Hosewinckel y le dijo:

—Sí, Ferdinand ha muerto. Y la casa es muy pobre. ¿Cómo se las arreglará ahora su madre?

Fru Hosewinckel se sintió apenada por la pálida muchacha.

—Querida Malli —dijo—, no olvidaremos la lealtad de Ferdinand. Nosotros ayudaremos a esa pobre madre.

Malli se quedó mirándola como si no comprendiese lo que le decían y esperase algo más inteligible.

—Mi querida criatura —dijo Fru Hosewinckel—. Ésa es la dicha de tener riqueza: el poder ayudar a los muy necesitados.

Cuando Malli bajó a la mañana siguiente, estaba tan cambiada que los demás habitantes de la casa se asustaron. Una vez más era la muchacha de rostro blanco, oscuras ojeras y articulaciones paralizadas que habían traído del naufragio. Ahora había enmudecido también, como le ocurrió entonces a Herr Soerensen. No quiso salir, pero tenía miedo de permanecer dentro de la casa; se levantaba de una silla para sentarse en otra. Fru Hosewinckel sugirió llamar al médico de la familia, pero Malli le suplicó con tanta angustia que no lo hiciese, que desistió. La familia entonces, perpleja, la dejó en paz; solo la dueña de la casa siguió atenta al semblante afligido del joven rostro.

 

XIII. El paño de altar

 

Durante el tiempo que Arndt estuvo en la casa, a Fru Hosewinckel le había sido difícil ver a Malli tal como era, debido a la luz viva con que el amor de su hijo la había rodeado. Estoicamente, casi había esperado que se ausentara él, a fin de tener tiempo y paz para observarla. El súbito y presagioso cambio del rostro y la actitud de Malli la asustaron, y no supo qué pensar. Durante unos días, su hijo estuvo aún tan presente que siguió viendo a Malli con los ojos de él. De modo que la muchacha era para ella una preciosa posesión y trataba de ayudarla y consolarla en lo que podía.

Ahora se reprochó también, más seriamente que la noche del baile, el haber consentido irreflexivamente que Malli fuese objeto de tanta curiosidad y homenaje por parte de la gente. Esta jovencísima muchacha había mirado de frente a la muerte, había sido trasladada a continuación a un ambiente, nuevo y rico, y allí, con toda probabilidad, se había decidido el curso de su vida. Se requería fortaleza, pensaba la vieja mujer, para permitir que la fortuna se mostrase siempre tan bondadosa. Ahora había que poner fin a las reuniones y fiestas, y Malli debía pasar desapercibida y tranquila, bajo la protección de la casa.

Al comunicar Fru Hosewinckel su decisión a la propia Malli, fue como si por primera vez desde la muerte de Ferdinand hubiese comprendido verdaderamente lo que se le decía.

—Sí, desapercibida —susurró Malli—. ¡No estar sometida a otra mirada que a la suya y la mía, e invisible a los demás ojos! ¡Qué adorables palabras!

Pero poco después, otra vez volvió a ponerse pálida e inquieta, a ser presa de la aflicción.

La madre de Arndt conocía tan poco a Malli que no lograba adivinar la causa de su angustia. Observó que lo que menos podía soportar la joven era oír el nombre de su hijo; cada vez que se pronunciaba era como si le hiriesen en el corazón. Un terrible pensamiento se apoderó de pronto de Fru Hosewinckel. ¿Sería que esta muchacha había perdido el juicio? Nadie había llegado a conocer verdaderamente a su padre; ¡quién sabe a qué espectros de tiempos olvidados habían admitido en casa, junto con la valerosa joven! Sin embargo, hasta ahora, nadie había notado ningún trastorno mental de Malli; de modo que desechó tal temor. ¿Había algo más que atormentaba el espíritu de la muchacha? Y si lo había, ¿qué era?

Recordó que era la noticia de la muerte de Ferdinand lo que había hundido a Malli en la desesperación. ¿Qué podía haber habido entre la muchacha y el joven marinero? Mientras pensaba en todo esto, recordó que, cuando su compromiso con Jochum Hosewinckel era todavía un secreto, ella misma había tenido otro pretendiente que le había pedido la mano, cosa que la había hecho sentirse muy desgraciada. Malli, en medio del fragor de la tormenta, podía haberse prometido a Ferdinand, y quizá ahora se sentía apenada por no haberse librado de ese compromiso a tiempo. Poco a poco Fru Hosewinckel se abría camino a tientas hacia la idea, a veces asombrada ante la insólita audacia de su propia fantasía. ¿Imaginaba ahora la muchacha, se preguntaba, que el joven marinero muerto podía salir de su tumba para pedirle cuentas? Las chicas tienen ideas extrañas, capaces de ocasionarles casi la muerte. Pero para poderse liberar alguien de una aflicción secreta es preciso que la exponga a la luz del día. Tendría que convencer u obligar a Malli a que hablase.

Durante unos días se dedicó a interrogar cautamente a la muchacha sobre su infancia y sobre el tiempo en que iba con la compañía de Herr Soerensen. Malli contestaba ingenuamente a todas las preguntas; en su pasado no había secretos. Fru Hosewinckel siguió mencionando el nombre de Ferdinand; pero parecía claro que Ferdinand jamás había causado otra congoja a Malli que la de su muerte. La vieja señora casi perdió la paciencia con la joven que sufría y no se dejaba ayudar. Entonces pensó que en este mundo hay fuerzas más grandes que la voluntad humana y decidió recurrir a ellas con miras a la salvación de Malli.

Como ya se ha dicho, Fru Hosewinckel no solía molestar al Cielo con peticiones directas; ésta era quizá la primera vez que elevaba una súplica personal. Pero lo hacía por su único hijo, y porque había llegado tan lejos en este asunto que ya no tenía retirada. Ni podía pasarle esta tarea a nadie más. Su marido era tan piadoso como ella, y durante más de cuarenta años habían rezado juntos las oraciones de la noche. Pero del mismo modo que no acababa de creer —aunque en su interior esperaba estar equivocada— que un hombre pudiese alcanzar la vida eterna, tampoco podía imaginar del todo que una persona del sexo masculino pudiese exponer un asunto ante Dios en forma de plegaria.

Por tanto, al domingo siguiente fue a la iglesia y se recogió para elevar su súplica. No pidió fuerza ni paciencia; sabía proporcionarse ambas cosas en la cantidad necesaria. Lo que pidió fue inspiración para encontrar claridad en este caso, y ayuda para la joven afligida, ya que se daba cuenta de que ella misma no tenía mucha inspiración. Regresó a casa desde la iglesia con una lucecita de esperanza.

Fru Hosewinckel, en su gratitud por el rescate del Sofie Hosewinckel, había deseado regalar a la iglesia un nuevo paño de altar, fina labor de hilo a base de cuadrados que se bordaban por separado y se unían una vez terminados. Ella misma hizo una pieza de éstas y pidió a Malli (a quien su madre había enseñado a hacer punto) que hiciese otra; y esta ocupación, como un retorno a días pasados, es lo único que reportó cierto placer a la muchacha; trabajó con constancia, casi sin levantar la vista. El domingo por la tarde, la señora de la casa y su joven invitada se sentaron junto a la mesa del salón a coser; en la gran estancia en penumbra, el lienzo brillaba con una blancura delicada bajo el resplandor de la lámpara de parafina. Poco después, el dueño de la casa entró en la habitación y se sentó con ellas.

 

XIV. Gente vieja y cuentos viejos

 

El viejo Jochum Hosewinckel había estado viviendo bajo la sombra creciente de una fatalidad difícil de soportar porque le parecía que no estaba exenta de una especie de culpa o vergüenza; nunca había hablado de ello con nadie. Sin embargo, no se trataba de un castigo personal o individual, sino de la participación en un estado común a todo el género humano: cuando los hombres viven suficientemente, llegan a comprenderlo. Había empezado a sentir el peso de la vejez. La gente de su familia era longeva; había visto envejecer a su padre y a su abuelo de manera esperada y respetada, volverse duros de oído y por último sordos como tapias, rígidos de espalda y de modo de pensar, caminando como monumentos honorables y honrados a lo largo de una larga ristra de años y experiencias. En él, al parecer, la vejez se estaba manifestando de manera distinta, y en su fuero interno culpaba a la madre de su madre, que procedía del lejano norte de Noruega. En realidad, no era él quien se había vuelto rígido o pétreo; sino que el mundo entero, con él incluido, parecía perder peso y disolverse de día en día. La materia y las ideas cambiaban de color como cambia la capa de pintura de una barca expuesta al viento y a la intemperie. Tal vez el matiz de las tablas de la barca se vuelve casi más bonito que antes y tenga un nuevo tono de color; sin embargo, no es como debería ser, y uno tiene que pintar la barca nuevamente. Se le hacía difícil llevar las cuentas, determinar si las cosas que sucedían a su alrededor eran ventajosas o indeseables, alegres o tristes, y si en el libro de contabilidad de su conciencia debían registrarse en el debe o en el haber. A veces tenía la impresión de que ya no era capaz de distinguir rectamente entre el pasado y el presente; su cabeza prescindía con gusto de las cosas próximas para retroceder a tiempos pretéritos; los juegos de niño y las travesuras de chico se volvían más vivos para él que los fletes y los tipos de cambio. Tenía miedo de que los que le rodeaban descubriesen el deterioro que se estaba operando en él, y se volvió muy cauto en sus comunicaciones con sus capitanes y su personal de oficina. Respecto a su mujer, estaba menos preocupado, puesto que ella le había aceptado tal como era de una vez por todas, y ahora no le miraba mucho por lo general; en cambio, evitaba a veces la compañía de su hijo. En sí mismo, era capaz de sentirse feliz y hasta eufórico sumergido en una existencia sin acontecimientos; pero esto, para un viejo que procedía de una antigua familia, y cuya lucha en la vida había consistido en mantener separados el activo y el pasivo, resultaba inquietante; y se pedía cuentas a sí mismo. Hasta tal punto, que la incertidumbre vivida en los días del naufragio del Sofie Hosewinckel le produjo una momentánea sensación de alivio; porque aquí uno podía distinguir con claridad entre la buena y la mala suerte.

Luego llegó Malli: una criatura joven cuya idea del universo no cabía esperar que incluyese fronteras estrictas, y no obstante, en contra de la opinión de gentes competentes, había navegado derecha hacia una meta y había salvado su propio barco; una criatura que merecía ser mimada y celebrada. Un feliz entendimiento y confianza nació entre el viejo anfitrión y la joven invitada; como si, dentro de la casa, se perteneciesen el uno al otro. Ella le acompañaba en sus paseos matinales al puerto y los almacenes de mercancías; se esforzaba en recordar canciones de otros tiempos y se las cantaba; un día que él le trajo un pájaro, Malli le besó en las dos mejillas.

Como ahora Malli estaba cada vez más enferma o melancólica, y se retraía de los demás, el entendimiento entre los dos se fortaleció y encontró especial expresión. Malli detestaba oír hablar de temas y sucesos de actualidad, pero le encantaba escuchar relatos de otros tiempos, incluso simples cuentos de niños. Y a su viejo aliado y protector, con su rostro afable y huesudo y sus blancas patillas, le encantaba contarle una y otra vez experiencias e historias de niñez que más de sesenta años atrás le habían contado a él los criados de la casa, los viejos patrones y pescadores, o la madre de su madre. De modo que se convirtió en una especie de costumbre en la casa Hosewinckel que, cuando se sentaban las damas a coser por las tardes alrededor de la mesa, salía el señor de su despacho, se arrellanaba en la butaca de su abuelo y les refería alguna historia. En esas horas no le importaba que su mujer le oyese entregarse a extrañas fantasías. Podía imaginarse a sí mismo y a Malli corriendo, cogidos de la mano, hacia el crepúsculo, hacia una oscuridad propia. Pero no estéril: era una oscuridad plagada de luces nórdicas, en la que vivían multitud de seres: osos pesados y peludos que caminaban y exhalaban bocanadas de vapor, lobos que corrían por las llanuras formando largas hileras en medio de la ventisca, viejos finlandeses conocedores de la brujería, que reían vendiendo vientos favorables a los marineros. El viejo Jochum Hosewinckel sonreía, sentado en su butaca como si estuviese en un refugio, al abrigo de la vida, en donde no se admitía una mala conciencia.

Este domingo por la noche entró en la habitación con una historia preparada para Malli, y pasó a contarla a continuación.

—Esta noche, Malli —dijo—, te voy a contar el gran peligro que amenazó una vez a la casa en la que estás ahora. Dios la proteja de otro peligro así. Y también te hablaré de Jens Aabel, el abuelo de mi abuela. A mí me la contaron cuando era niño.

 

XV. La historia de Jens Aabel y su buen consejo

 

—Este viejo Jens Guttormsen Aabel —empezó a contar Jochum Hosewinckel; la luz de la lámpara, que no llegaba a darle en la cara, iluminaba sus grandes y viejas manos entrelazadas— vino de Saeterdalen, en donde las gentes de aquel entonces eran todavía medio paganas, aunque él era buen cristiano. Y se había convertido en una persona acomodada y respetada por todo el pueblo, y ya metida en años, cuando en febrero de 1717 se declaró el gran incendio de Christianssand.

»Fue un tremendo desastre: en seis horas quedaron reducidas a cenizas más de treinta casas. Se dijo que el resplandor del fuego que se elevaba al cielo podía verse desde Lillesand y desde los barcos fondeados frente a Mandal. Aquella noche sopló un ventarrón del noroeste, de forma que el incendio, que se inició en Lillegade, se propagó directamente hacia la casa de mi tatarabuela y los depósitos de mercancías de Vestergade, y todo parecía indicar que dichos edificios estaban predestinados.

»Ya los criados y dependientes de Jens Guttormsen habían empezado a sacar los cofres del dinero y los libros de contabilidad. La multitud se había congregado en el otro extremo de la calle y algunas personas lloraban por el hombre bueno que iba a ver reducido a la nada cuanto había conseguido reunir en la vida. Tan cerca estaba el fuego, contaban los viejos del pueblo, que en pleno invierno hacía más calor en la calle que en una tahona.

»Entonces, muchacha —prosiguió el viejo armador—, Jens Aabel salió con su balanza en la mano derecha y su vara de medir en la izquierda. Se plantó en la calle y gritó, de forma que todos lo oyeron. Dijo: “¡Aquí estoy yo, Jens Guttormsen Aabel, comerciante de este pueblo, con mi balanza y mi vara! ¡Si he hecho mal uso de estas cosas en mi vida, entonces que el viento y el fuego prosigan contra mi casa! Pero si las he usado rectamente, entonces, furiosos servidores de Dios, perdonad mi casa, de suerte que en los años venideros puedan servir a los hombres y mujeres de Christianssand como hasta ahora”.

»Y en ese momento —contó Jochum Hosewinckel—, tan pronto como hubo terminado de hablar, toda la gente de la calle vio cómo menguaba el viento, y un instante después, cesaba por completo, de forma que el humo y las chispas cayeron sobre ellos. Pero a continuación roló de noroeste a norte, y el fuego se alejó de Vestergade y de la plaza del mercado. De esta forma, la casa de Jens Aabel quedó fuera de peligro, y pudieron entrar otra vez las cosas que habían sacado.

El gran reloj de la habitación dio lentamente las ocho, y el viejo narrador y la joven que escuchaba se quedaron callados, absortos en la historia, como si estuviesen en Vestergade, en aquella noche de invierno.

—Habrás visto, Malli —Jochum Hosewinckel, que no conseguía regresar a la vida cotidiana, retomó el relato otra vez—, habrás visto la gran biblia que hay sobre la mesa de mi despacho. Es la biblia de Jens Aabel, que ha venido a parar a la familia a través de la madre de mi padre. Tiene la particularidad de que si alguien de la casa, en una situación en la que no sabe qué hacer, acude a ella en busca de consejo y la abre al azar, encuentra en sus páginas la respuesta exacta a lo que pregunta.

Fru Hosewinckel miró a Malli desde el otro lado de la mesa, y en aquel momento le pareció que su oración había sido escuchada. Estaba sentada en el sofá, inmóvil, pero seguía atentamente la conversación.

—Te voy a contar —dijo el marido— cómo yo mismo pedí consejo a la biblia de Jens Aabel. Pero coge una vela y ve a traérmela aquí, de forma que pueda encontrar el texto correcto. Es pesada; tendrás que cargarla con los dos brazos y dejar la vela allí hasta que devuelvas el libro a donde estaba.

Malli fue con la vela y regresó con el libro, transportándolo con ambos brazos, y lo dejó sobre la mesa delante del anciano caballero que la estaba esperando.

Sacó éste sus lentes, dudó un instante, se echó hacia atrás en su silla y contó:

—Una vez, hace muchos años, mi primo Jonás vino a convencerme de que fuese a medias con él en la compra de un barco. Me sabía mal decirle que no por mi buena tía, su madre; pero pensando en el hombre mismo, me daban menos ganas aún de decirle que sí, porque era una persona poco de fiar en sus transacciones y ya me había engañado otras veces. Y le tenía sentado en el sofá, impaciente por saber mi respuesta, y yo paseaba arriba y abajo, preocupado y sin saber qué contestarle, cuando mis ojos repararon en la biblia.

»“Veamos, Jens Aabel —pensé—, dame tu consejo”; y fui y la abrí, haciendo como que buscaba algo entre los papeles de la mesa.

»Esa vez se abrió por el capítulo 24 del Eclesiástico. Y te voy a leer lo que leí aquella noche, hace más de treinta años.

Se puso los lentes y se mojó el dedo para pasar las páginas del libro; y cuando encontró el pasaje, leyó despacio:

—«Muchos tienen el préstamo como hallazgo, y causan molestias a quienes les ayudaron.»

»“Esto —pensé— le cuadra al primo Jonás, aquí a mi espalda, bastante bien”. Luego seguí: “… Pero en el momento de devolver, da largas al tiempo, responde con palabras de desgana y culpa a las circunstancias”.

»“Exacto”, pensé otra vez. Iba a cerrar el libro y volverme hacia él cuando se me reveló el siguiente versículo sin yo pretenderlo, que rezaba así:

»“No obstante, sé paciente con el humilde; no te hagas de rogar por su limosna. Pierde dinero por un hermano y amigo, y te aprovechará más que el oro.”

»Entonces me quedé un momento paralizado. “¿Esto dices tú? ¿Eso dices tú, Jens Aabel?”, pregunté.

»Pues bien, muchacha, terminaré el relato diciéndote que el buen barco The Attempt que compramos Jonás y yo hizo en su primer viaje una pesca de arenque tan excepcional que me amortizó de una sola vez el dinero que había puesto.

»Pero en el segundo viaje —concluyó el anciano tras un breve silencio, y con una expresión nueva en el semblante, o incluso con un semblante nuevo: el semblante del narrador— ocurrió que mi primo Jonás se cayó por la borda frente a Bodoe, tras una noche de juerga en tierra. De esta forma, su madre se ahorró más disgustos por culpa suya.

El viejo caballero guardó silencio un rato, ensimismado en sus recuerdos.

—Pon el libro donde estaba, Malli —dijo—; también Arndt debe poder encontrar consejo en él un día, cuando alguien quiera engañarle, y no obstante deba ser paciente con el humilde.

Fru Hosewinckel alzó la mirada otra vez hacia la joven figura de Malli, cuando ésta se levantaba, y la siguió hasta la puerta.

Minutos más tarde, el marido y la mujer oyeron desde el salón un pesado golpe en el suelo de la habitación contigua. Encontraron a la muchacha delante de la mesa, como si estuviese muerta, y el libro abierto encima de la mesa.

Fru Hosewinckel no olvidó jamás que en aquel instante le pareció oír la voz de su hijo: «¿Es eso lo que queréis?».

Levantaron a Malli y la depositaron en el sofá de crin de caballo. La joven abrió los ojos, pero no pareció ver nada. Al cabo de un rato alzó la mano y acarició el rostro del anciano.

—He sufrido un desvanecimiento, Arndt —susurró.

Fru Hosewinckel llamó a las doncellas; trasladaron a Malli arriba y ordenó que la metiesen en la cama.

Cuando bajó al despacho otra vez, su marido estaba donde le había dejado, mirando a la luz de la vela la biblia abierta sobre la mesa. Alzó los ojos hacia ella y cerró el libro. Fru Hosewinckel hizo un gesto para detenerle; pero él procedió a abrochar los pesados cierres.

 

XVI. Discípula y maestro

 

Por la mañana temprano, antes de que la casa Hosewinckel se despertase, Malli se levantó calladamente, se vistió, bajó por la escalera de servicio y salió a la calle por la puerta de atrás. Un día antes habría tenido que andar buscando el camino del hotel de Herr Soerensen; ahora iba derecha como paloma que regresa al palomar.

Durante las largas horas de la noche había estado deseando que amaneciera. Ahora, mientras caminaba presurosa, veía cómo el mundo adquiría luz y color. Salían a su encuentro las fragancias, y una suave brisa; y pensó: «Todo es diferente de como era cuando llegué; es porque ha empezado la primavera. Después vendrá el verano». De pronto recordó, casi palabra por palabra, el sueño de Arndt de cómo irían los dos ese verano, en uno de los barcos de su padre, al norte, donde nunca se pone el sol.

Mientras sus pensamientos discurrían por estos derroteros, llegó a la verja del hotel, subió por la pequeña escalera de Herr Soerensen y, sin llamar, como si supusiese que la esperaban, abrió la puerta.

Herr Soerensen, como de costumbre, estaba levantado antes que el resto de la gente y estaba ocupado en su meticuloso aseo matinal. Al ver entrar a Malli se retiró detrás de un biombo, y desde allí le ordenó que se sentase en una silla junto a la ventana. Sin embargo, ella no obedeció enseguida, sino que se entretuvo por la habitación mirando un cuadro de la coronación del rey Carl Johan y la vieja bolsa de viaje de Herr Soerensen apoyada contra el armario. Luego, sin prisa, se quitó el sombrero y el abrigo como dando a entender que había venido a quedarse, y se dejó caer en la silla que le habían indicado.

Herr Soerensen asomó la cabeza por encima del biombo tres veces, en distintas fases de su enjabonado y afeitado, y la observó con atención. Pero no dijo una sola palabra.

Al final salió a la habitación recién afeitado y con la peluca puesta, con una bata cuyo acolchado se iba prendiendo aquí y allá. Malli se levantó y se echó en sus brazos; temblaba tan violentamente que no podía hablar. Herr Soerensen no hizo intento alguno por calmarla; ni siquiera la rodeó con los brazos, sino que la dejó que se agarrara a él como la persona que se está ahogando y se agarra a un tronco.

Durante la conversación que tuvo lugar después, Malli se separaba de cuando en cuando para observar su rostro, y luego se volvía a apretar contra él como si buscase un oscuro refugio donde no tuviera necesidad de ver nada.

Exclamó angustiada, con voz ronca, sobre el pecho de él:

—¡Ferdinand ha muerto!

—¡Sí! —dijo Herr Soerensen grave, dulcemente—. Sí, ha muerto.

—¿Lo sabía usted? —exclamó ella, como antes—. ¿Se lo han dicho? ¿Y lo creyó?

—Sí —contestó él—. Sí lo creí.

Malli se serenó; recobró el dominio de su voz, se desprendió de él y retrocedió un paso.

—¡Arndt Hosewinckel me ama! —dijo con acento lleno y resonante.

La mirada de Herr Soerensen observó el cambio de su rostro.

—¿Y tú, le amas a él también? —preguntó. Y como la pregunta era muy semejante a un verso de una tragedia muy querida, repitió, esta vez con palabras de la tragedia—: ¿Y tú, le amas a él también, doncella?

Malli recordaba también pasajes de esta tragedia, y replicó enseguida con fuerza:

 

… sol y luna.

La estrellada hueste, los ángeles, el propio Dios y los hombres pueden oírlo: ¡soy firme en mi amor por él!

 

—Bien —dijo Herr Soerensen—. Bien —repitió, tras una pausa—. ¿Y ahora qué, Malli?

—¿Ahora? —Malli profirió un grito de aflicción, como un ave marina en medio de las olas—. Ahora debo marcharme. ¡Dios mío; debo irme antes de que les haga desdichados!

Se retorció las manos, que le colgaban entrelazadas ante sí.

—No quiero hacer desgraciado a nadie —dijo—. ¡No quiero! ¡No quiero! ¡Bien sabe Dios que yo ignoraba lo que hacía! ¡Yo creía, Herr Soerensen, que no había dicho mentiras ni cometido equivocaciones!

»Ahora debo marcharme; ¡no puedo permanecer aquí más tiempo! —exclamó otra vez, de repente, como si le informase de una nueva decisión que acababa de tomar—. No puedo; usted sabe que no puedo volver a la casa de la plaza, a menos que sepa pronto, lo más pronto posible, que puedo volver a marcharme. Porque me han enseñado la puerta, Herr Soerensen. Un hombre justo, que jamás ha hecho mal uso de su balanza y su vara de medir, me enseñó la puerta anoche. Las personas justas pueden detener el temporal y hacerlo rolar de noroeste a norte. ¡Pero yo! —se lamentó—; nuestro temporal de Kvasefjord vino directamente a donde yo estaba. Sin embargo, jamás le pedí a Dios que lo enviara; le juro que jamás se lo pedí.

»La hermana de mi abuela —empezó Malli de repente, como si buscase un nuevo curso de pensamientos; pero tropezó con la aflicción de su madre— se enfadó tanto con mi madre por casarse con mi padre, que no quiso poner los pies en su casa. Pero un día me encontró a mí en la calle; me hizo entrar en su habitación y me habló de mi padre. Me dijo: “Tu padre, Malli, no venía de Escocia ni era un marinero corriente. Era ese del que ha oído hablar mucha gente y al que le han puesto mote: el Holandés Errante”. ¿Cree usted que es cierto, Herr Soerensen?

—No; no lo creo.

Malli, por un momento, pareció encontrar consuelo en esta afirmación; luego, en su retroceso, la ola de desesperación la hundió otra vez.

—De todas formas —exclamó—, ¡los he traicionado a todos, como traicionó mi padre a mi madre!

Herr Soerensen meditó otra vez unos instantes, y dijo a continuación:

—¿A quién has traicionado tú, Malli?

—¡A Ferdinand! —exclamó Malli—. ¡A Arndt! Cuando esté lejos —dijo—, entonces encontraré valor para escribir a Arndt contándole mi situación. Pero no puedo, no me atrevo a decírselo a la cara.

Al evocar la cara de él, guardó silencio. Luego, una vez más, se retorció las manos.

—Debo marcharme —dijo ella—. Si no me voy, le traeré la desgracia. ¡Oh, la desgracia y el dolor, Herr Soerensen!

Aquí dio un breve paso atrás y le miró con sus ojos claros, muy abiertos.

—Puede creerme, Herr Soerensen —dijo—, porque hablo como quien tiene un espíritu familiar, por intuición.

Hubo un largo silencio en la habitación.

—Sí —dijo Herr Soerensen—. Te creo completamente, Malli. Porque, mi pequeña Malli, he estado casado.

—¿Ha estado casado? —repitió Malli sorprendida.

—Sí —dijo él—. En Dinamarca. Con una mujer buena y encantadora.

—¿Dónde está ella ahora? —preguntó Malli, y miró en torno suyo perpleja, como si la ausente Madam Soerensen pudiera encontrarse en la pequeña habitación.

—Gracias a Dios —dijo Herr Soerensen—, gracias a Dios, está casada ahora con un hombre bueno. En Dinamarca. Tienen hijos. Ella y yo no llegamos a tener familia.

»Me fui —prosiguió— sin decirle nada a ella, en secreto. La última noche que estuvimos sentados juntos en nuestro pequeño hogar (teníamos una preciosa casita, Malli, con cortinas y una alfombra) me dijo: “Todo lo que haces en la vida, Valdemar, lo haces para que yo sea feliz. Eres muy bueno conmigo”.

—¡Oh, sí! —exclamó la muchacha, como tocada en el corazón—. Así es como nos hablan; eso es lo que creen de nosotros.

Herr Soerensen, por tercera vez, se quedó pensativo; luego le cogió la mano y dijo:

—¡Chiquilla mía! —y se quedó callado como antes—. Sentémonos y hablemos un rato —dijo al final, y la llevó a un pequeño sofá con el tapizado roto.

Se sentaron el uno al lado del otro sin decirse nada. Pero al cabo de un rato, Malli, necesitada de simpatía humana, y como para aplacar a un juez, o como en un intento de consolar a otra persona infeliz bajo la misma sentencia que ella, empezó a manosearle los hombros, el cuello y la cabeza a Herr Soerensen. Dejó correr sus dedos por su peluca, hasta que quedaron prendidos al final en un mechón o dos. Y mientras le suplicaba o acariciaba, no alzó la mirada hacia él, para evitar que al poner los dedos suplicantes en los ojos o en la boca tuviera que apuntar con la cabeza y dar suaves topetazos en el aire a derecha e izquierda.

Herr Soerensen, que estaba acostumbrado a que le obedeciesen y admirasen pero no a que le acariciasen, permitió que la situación se prolongara varios minutos; y después de que Malli dejara caer las manos, siguió sentado. Al principio le dio la impresión de que estaban asumiendo la personalidad del viejo y desdichado rey y de su hija adorada. Luego, el centro de gravedad se desplazó, y recobró plena conciencia de su autoridad y responsabilidad: no era un fugitivo; era su joven discípula quien había huido a él en busca de ayuda. Volvió a ver una vez más, el hombre poderoso que estaba por encima del resto de los hombres: era Próspero. Y con el manto de Próspero alrededor de los hombros, sin que disminuyese su piedad por la desventurada joven que tenía a su lado, alcanzó una conciencia creciente y feliz de plenitud y unión. No abandonaría esta preciosa posesión: aún era suya, la muchacha seguiría con él y vería realizado el gran proyecto de su vida.

Por último, dijo:

 

… Ahora me levanto.
Sigue sentado y oye el final de nuestra desventura marina.

 

Se levantó y, erguido y con paso firme, fue a una mesa pequeña y desvencijada que había junto a la otra ventana de la habitación que le servía de escritorio. Sacó unos papeles del cajón y se enfrascó en ellos, ordenándolos, tomando notas, volviendo a guardar algunos y sacando otros. Así estuvo un rato; y cuando Malli se movió, la miró sin volver la cabeza. Al final apartó los papeles y los lápices, pero siguió sentado de espaldas a ella.

—Cancelaré —dijo— las representaciones de Christianssand.

Malli no contestó.

—Sí —prosiguió él con voz firme—. Sí. Mandaré que anuncien en el pueblo que cancelo mis representaciones y que me voy a Bergen. Por supuesto —declaró como si ella hubiese puesto objeciones—, me costará caro. Podríamos haber tenido un éxito enorme en este pueblo. Por ti, mi pobre muchacha. Será una pérdida. Pero no tan grande como me temía. La colecta pública lo compensará no poco. En la vida, Malli, uno debe mantener abierta la cuenta de los beneficios y las pérdidas. Primero —dijo— nos iremos tú y yo secretamente. El resto nos seguirá más adelante, a instrucciones mías.

Oyó a Malli levantarse, dar un paso hacia él y detenerse.

—¿Cuándo se marcha? —preguntó la voz temblorosa de Malli detrás de él.

—Estoy seguro de que hay un barco el miércoles —y brevemente, con la autoridad de un almirante en cubierta, remachó—: El miércoles.

—El miércoles —brotó de Malli como un eco largo y lastimero entre los cerros.

—Sí —dijo Herr Soerensen.

—¡Pasado mañana! —volvió a brotar de ella.

—Pasado mañana —dijo él.

Al pronunciar esta orden sintió dilatarse su propia figura; pero al mismo tiempo percibió un profundo silencio tras él; silencio que siempre le resultaba difícil soportar. Como si tuviese un par de ojos penetrantes detrás de la cabeza, la veía de pie, en medio de la pequeña habitación, mortalmente pálida a causa de las duras experiencias, como la tarde siguiente al naufragio, en la barca de pesca. El espíritu de Herr Soerensen vaciló unos momentos, en este conflicto entre la conciencia de su fuerza y su compasión, y también se meció un poco en su silla. Por último, se dio la vuelta, apoyó los brazos en el respaldo de la silla y la barbilla sobre ellos, dispuesto a mirar de frente la aflicción del mundo entero.

Malli abandonó el sitio donde se había quedado inmóvil y se acercó a él, despacio pero con fuerza, como una ola que avanza hacia la costa. Todo en la siguiente conversación brotó de ella lentamente, cada frase más lenta que la anterior, no muy alto pero con el timbre claro y profundo de una campana. Dijo:

 

Te ruego
que recuerdes que te he hecho grandes servicios;
no te he mentido, no he cometido errores, te he servido
sin una sola queja ni protesta.

 

Herr Soerensen siguió inmóvil en su silla; y pensó: «¡Que Dios me proteja, cómo brillan los ojos de esta muchacha! No me mira a mí; tal vez ni me ve. ¡Pero cómo le centellean los ojos!».

Hubo una breve pausa; luego, lentamente, prosiguió:

 

¡Salve, gran señor! ¡Grave caballero, salve! Vengo
a satisfacer tu mejor deseo; ya tenga que volar,
nadar, bucear en el fuego, cabalgar
sobre rizadas nubes: a tus órdenes rigurosas
se pone Ariel con todo su poder.

 

Hizo otra pausa. Y continuó:

 

Tanto podrían
los elementos de que están hechas vuestras espadas
herir los vientos, o con vanas cuchilladas
matar unas aguas que vuelven a juntarse, como
menguar un ápice las barbas de mi pluma.

 

Herr Soerensen no se desconcertó por que Malli saltase de un pasaje del drama a otro; se sentía tan a gusto en el texto como ella, y también podía saltar.

Ahora Malli le miró a los ojos, con gran sosiego en la mirada y en la voz, y habló de nuevo, tan dulce y mansamente, y con tanta franqueza, que a Herr Soerensen se le derritió el corazón en el pecho y le asomaron las lágrimas a los ojos:

 

Mi cuerpo yace a cinco brazas,
de coral se han hecho mis huesos,
esas perlas fueron mis ojos,
no hay nada en mí que se disuelva
sino que cambia, por transformación marina,
en algo rico y extraño.
Las nereidas, cada hora, tocan a muerto por mí.
¡Escuchad! Ahora oigo… el ding dong de sus tañidos.

 

Hubo un último silencio, muy largo.

Pero Herr Soerensen no podía dejarse vencer así en el intercambio. Alzó la cabeza, extendió su brazo derecho directamente hacia ella, por encima del respaldo de la silla y, despacio, como ella, declamó:

 

Ariel, mi polluelo, vuelve a los elementos,
¡sé libre, y adiós!

 

Malli permaneció inmóvil un instante; luego buscó con la mirada su capa y se la puso; Herr Soerensen observó que era su vieja capa de siempre. Cuando Malli se la hubo abrochado, se volvió hacia él.

—Pero ¿por qué —preguntó— las cosas nos han de venir así?

—¿Por qué? —repitió Herr Soerensen.

—¿Por qué las cosas nos han de venir tan desastrosamente, Herr Soerensen? —dijo ella.

Herr Soerensen estaba sumamente exaltado e inspirado después de las últimas palabras de Próspero; comprendió que ahora debía contestarle con la experiencia de su larga vida, y dijo:

—¡Ah, muchacha, calla! No debemos preguntar; son otros los que han de preguntarnos a nosotros; nuestro privilegio es contestar (¡oh, respuestas sutiles!, ¡oh, respuestas maravillosas!) a las preguntas de una humanidad desconcertada y dividida. Pero nunca preguntar.

—Sí —dijo Malli tras un momento o dos—. ¿Y qué conseguimos a cambio?

—¿Qué conseguimos a cambio? —repitió él.

—Sí —insistió ella—. ¿Qué conseguimos a cambio, Herr Soerensen?

Herr Soerensen meditó lo que habían hablado hasta aquí, y luego pensó en esa vida larga desde la que debía contestarle.

—¿A cambio? ¡Ay, mi pequeña Malli! —exclamó con voz completamente cambiada, esta vez sin darse cuenta de que seguía en su lengua sagrada y escogida—: «A cambio tenemos la desconfianza del mundo… y nuestra pura soledad. Nada más».

 

XVII. La última carta

 

Cuando, el viernes por la noche, regresó Arndt Hosewinckel de Stavanger, le entregaron una carta que contenía una moneda de oro. La carta decía así:

Queridísimo Arndt:

Te escribo hecha un mar de lágrimas. Cuando leas esto, yo estaré lejos, y no nos volveremos a ver. Yo no soy para ti, porque te he engañado y he sido desleal contigo.

Sí, te engañé antes de que nos conociéramos y de que me sacaras en brazos de la barca. Pero te juro que yo no lo sabía, y que no comprendía mi situación. Y otra cosa más te juro que también debes creerme: que mientras viva, te seguiré queriendo.

Tengo que contarte un secreto en esta carta. Sé que me quieres, Arndt; y tal vez cuando te haya contado este secreto me perdones y me digas que todo vuelve a ser igual que antes. Pero no es posible. Porque llevo dentro de mí esa deslealtad para contigo. Y la llevaré a donde vaya. Yo creía que en el mundo no había nada más fuerte que nuestro amor. Pero mi deslealtad respecto a ti es aún mayor.

La primera vez que comprendí esto fue al saber que Ferdinand había muerto. Porque ha muerto; aunque tú, en Stavanger, no has podido enterarte. Cuando le vi tendido en su ataúd y oí las dolorosas palabras de su madre, adiviné, como si alguien me lo dijese desde muy lejos, que su muerte venía a separarnos a ti y a mí. Sin embargo, no me di cuenta completamente de la situación; al contrario, incluso me pareció que quizá ahora todo podría ser hermoso para mí, como antes; ¡ah, muy hermoso!

Pero había algo más, ya que me sentía desasosegada y triste, y no sabía qué creer en el fondo. Y el domingo por la noche, cuando estábamos sentados en el salón, tu padre, para distraerme, me contó la historia de Jens Aabel y el incendio. Después me dijo que cuando una persona en situación desesperada necesitaba un buen consejo, debía dejar abrirse por sí sola la biblia de Jens Aabel, y allí lo encontraría. Sumida en mi aflicción, cogí y la abrí. Pero lo que ponía era terrible.

Esta noche me he traído la biblia a mi habitación: la tengo delante. He buscado el texto para escribírtelo. Así, es como si te escribiese en presencia de ese hombre bueno y digno que fue Jens Aabel. Y cuando lo leas, imaginarás también que ha estado junto a mí mientras te escribía.

Lo que me salió fue un pasaje del capítulo 29 del libro de Isaías, que empieza así:

«¡Ay, Ariel, Ariel!… ¡Estarás tan abatida que hablarás desde la tierra… y tu voz saldrá, como la de un espectro, del suelo, y tus palabras brotarán del polvo como un susurro!»

Estas palabras del profeta Isaías me llenaron de gran temor. Sin embargo, hasta que no seguí leyendo no comprendí por qué no había esperanza para mí. Porque decía en el octavo versículo:

«Sucederá, pues, como cuando el hambriento sueña estar comiendo; pero despierta, y siente vacío el estómago; o como cuando sueña el sediento que está bebiendo, pero despierta, y he aquí que se siente desfallecido y con la garganta sedienta.»

Sí, Arndt; eso es lo que te sucedería si me tuvieras a tu lado, y no otra cosa. Por eso te digo que no pienses en perdonarme: eso es algo que no se puede hacer.

Somos jóvenes; yo más que tú. Pero en esto, te hablo como si fuese tan vieja como el profeta Isaías, porque lo soy en este momento. Y como si tuviese la misma sabiduría que él, porque la tengo en este momento. Y me parece como si, en mi insondable desventura, encontrara sin embargo palabras para consolarte un poco. Nunca llegará a valerte de nada, Arndt, el haberme conocido. Ni me valdrá de nada a mí que te aflijas por mi causa.

Te confesaré, también, que esta noche he escrito un poema. Nunca había escrito poesías, de manera que ésta tiene mucho valor. Pero quiero que la leas, y que la tengas en el pensamiento cuando me recuerdes. Dice así:

 

Te he hecho pobre, mi dulce amor.
Estoy lejos de ti cuando estoy cerca.
Te he hecho rico, mi corazón.
Estoy cerca de ti cuando estoy lejos.

 

Y ahora que he recobrado el valor, voy a contarte mi secreto:

Has de saber, Arndt, que cuando estaba en medio de la tormenta de Kvasefjord, en el Sofie Hosewinckel, no tenía miedo en absoluto.

La gente de Christianssand me llama heroína. Pero heroína es la mujer que ve el peligro y siente miedo, y aun así lo desafía. Yo, en cambio, no veía ni comprendía que había peligro.

¡Ay, Arndt! En aquellos momentos, tu buen padre andaba angustiado por el Sofie Hosewinckel, y la madre de Ferdinand tenía muchísimo miedo por su hijo. Y ahora comprendo, y veo claramente, que es hermoso que un ser humano tenga miedo; también que quien no lo tiene está solo y se ve separado y rechazado por los demás. Pero yo, yo no tenía ni el más mínimo miedo.

Porque pensaba o creía algo que jamás podrás imaginar, y que voy a explicarte. Pensé que el temporal era la otra Tempestad en la que iba yo a hacer pronto un papel, el cual me había leído más de un centenar de veces. En ella hago de Ariel, espíritu del aire; y un poderoso mago, Próspero, es mi señor. Esa noche, yo estaba convencida de que si se hundía el Sofie Hosewinckel podría abandonarlo volando con mis alas. Cuando oí gritar a la tripulación: «¡Estamos perdidos!», reconocí las palabras, y pensé que nuestro naufragio era el naufragio de la primera escena. Y cuando gritaron angustiados: «¡Misericordia!», reconocí esas palabras también. Y, que Dios me perdone, me reí de ellos en medio de la tormenta.

Dicen que durante esa noche llamé muchas veces al pobre Ferdinand. Pero fue también por la misma razón, y porque el héroe de la obra se llama príncipe Ferdinand. De modo que, a bordo del Sofie Hosewinckel, yo era Ariel llamando al príncipe Ferdinand en medio del fragor de la tormenta.

En esta obra hay también una isla encantadora llena de voces, sonidos y dulce música, de la que al final son rescatados todos los náufragos. Y pensé, en medio de la tormenta de nieve, que esta isla no estaba lejos.

Sí; ahora ya lo sabes todo. Por esa razón no puedes conservarme contigo, ya que pertenezco a otro lugar y debo ir allí. Es posible, lo sé, que olvides lo sucedido. Pero eso no cambiará lo ocurrido entre tú y yo. Sí; es como cuando el hambriento sueña estar comiendo, pero despierta, y siente vacío el estómago. O como cuando sueña el sediento que está bebiendo, pero despierta, y he aquí que se siente desfallecido y con la garganta sedienta.

Voy a poner una moneda de oro para ti en esta carta, por la que puedes recordarme. Era de mi padre, y es de oro puro.

Ahora me quedaré sentada aquí, tranquila, y dejaré transcurrir una hora antes de cerrar la carta. Así, tengo una hora más en la que no te revelo nada, y en la que nada ha terminado entre los dos. Pero soy tu amor, y voy a casarme contigo.

Ya ha transcurrido esa hora. Durante ese rato he pensado dos cosas.

La primera es que tan pronto como el barco me aleje de aquí, puede desencadenarse una tormenta como la de Kvasefjord. Pero entonces comprenderé claramente que no es una representación teatral, sino la muerte. Creo que entonces, en el último instante antes de hundirnos, podría ser tuya de verdad. Y estoy pensando que sería grande y hermoso dejar que un golpe de mar ahogara el del corazón. Y decir en ese momento: «¡Me he salvado, porque te he conocido y te he mirado, Arndt!».

Pero la otra cosa que he pensado es: ¡Ojalá oyese ahora tus pasos en la escalera del despacho, y entraras en la habitación en mi busca! Creo que el momento en que oyese tus pasos en la escalera sería el más feliz de mi vida. ¡Entonces me dolerían tanto los brazos de ganas de posarlos alrededor de tu cuello, que gritaría! ¡Ah, cómo me duelen!

Así que adiós. Adiós, Arndt.

Tu desleal y rechazada en la tierra, pero eternamente fiel en la muerte y la resurrección,

Malli

*FIN*


“Tempests”.
Anecdotes of Destiny, 1958


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