Tengo la soledad segunda entre mis manos
como una ciudad muerta,
como un cielo olvidado donde no van los pájaros
de la luz o del beso
a picotear los altos racimos donde cuelgan
las uvas del silencio.
Desolada y terrestre soledad en que habito:
mi Edén, mi Paraíso, mi tálamo de espadas.
Aquí ahora mi llanto más íntimo, la fuente
de desatadas aguas que me inundan por dentro,
de los ríos que viene muriendo por mis ojos.
Esta no es la ventana para mirar lo eterno,
aquello que limita mi ser y lo destruye
en dos tiempos de sombra para una misma angustia!
Prefiero la difunta ceniza de una rosa,
la huella de otro viento, de otra ciudad de nuevo
mil veces destruida.
Pero que nada sea perenne en torno mío:
ni la piedra, ni el árbol, ni el eco de su voz
lleno de eternidades.
Que nada tenga un mismo destino prefijado
de antiguo por su mano,
que el río un día de nuevo retome con sus aguas
profundas hacia arriba,
hacia el cristal desnudo de su primera gota;
que no parta el origen tan sólo de su verbo,
sino que muchas rutas distintas se eslabonen
para llegar al hombre.
No es tu mundo de objetos amables lo que quiero:
me es igual la presencia de todas tus estatuas
de luz perecedera.
Quiero algo de sangre —en mí— siendo de otro,
para que así mi llanto también tenga otros ojos.
Que cese el imperialismo americano? Ay, sí!
Pero que cesen otros imperialismos también!
|