¡Tierra!, grita en la proa el navegante…
[Poema - Texto completo.]
Juan Antonio Pérez BonaldeA mi hermana Elodia
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 I 
¡Tierra!, grita en la proa el navegante 
y confusa y distante, 
una línea indecisa 
entre brumas y ondas se divisa; 
poco a poco del seno 
destacándose va del horizonte, 
sobre el éter sereno, 
la cumbre azul de un monte; 
y así como el bajel se va acercando, 
va extendiéndose el cerro 
y unas formas extrañas va tomando; 
formas que he visto cuando 
soñaba con la dicha en mi destierro. 
Ya la vista columbra 
las riberas bordadas de palmares 
y una brisa cargada con la esencia 
de violetas silvestres y azahares, 
en mi memoria alumbra 
el recuerdo feliz de mi inocencia, 
cuando pobre de años y pesares, 
y rico de ilusiones y alegría, 
bajo las palmas retozar solía 
oyendo el arrullar de las palomas, 
bebiendo luz y respirando aromas. 
Hay algo en esos rayos brilladores 
que juegan por la atmósfera azulada, 
que me habla de ternuras y de amores 
de una dicha pasada, 
y el viento al suspirar entre las cuerdas, 
parece que me dice: « ¿no te acuerdas?». 
Ese cielo, ese mar, esos cocales, 
ese monte que dora 
el sol de las regiones tropicales… 
¡Luz, luz al fin! Los reconozco ahora: 
son ellos, son los mismos de mi infancia, 
y esas playas que al sol del mediodía 
brillan a la distancia, 
¡oh, inefable alegría, 
son las riberas de la patria mía! 
Ya muerde el fondo de la mar hirviente 
del ancla el férreo diente; 
ya se acercan los botes desplegando 
al aire puro y blando 
la enseña tricolor del pueblo mío. 
¡A tierra, a tierra, o la emoción me ahoga, 
o se adueña de mi alma el desvarío! 
Llevado en alas de mi ardiente anhelo, 
me lanzo presuroso al barquichuelo 
que a las riberas del hogar me invita. 
Todo es grata armonía; los suspiros 
de la onda de zafir que el remo agita; 
de las marinas aves 
los caprichosos giros; 
y las notas suaves, 
y el timbre lisonjero, 
y la magia que toma 
hasta en labios del tosco marinero, 
el dulce son de mi nativo idioma. 
¡Volad, volad, veloces, 
ondas, aves y voces! 
Id a la tierra en donde el alma tengo, 
y decidle que vengo 
a reposar, cansado caminante, 
del hogar a la sombra un solo instante. 
Decidle que en mi anhelo, en mi delirio 
por llegar a la orilla, el pecho siente 
dulcísimo martirio; 
decidle, en fin, que mientras estuve ausente, 
ni un día, ni un instante hela olvidado, 
y llevadle este beso que os confío, 
tributo adelantado 
que desde el fondo de mi ser le envío. 
¡Boga, boga, remero, así llegamos! 
¡Oh, emoción hasta ahora no sentida! 
¡Ya piso el santo suelo en que probamos 
el almíbar primero de la vida! 
Tras ese monte azul cuya alta cumbre 
lanza reto de orgullo 
al zafir de los cielos, 
está el pueblo gentil donde, al arrullo 
del maternal amor, rasgué los velos 
que me ocultaban la primera lumbre. 
¡En marcha, en marcha, postillón, agita 
el látigo inclemente! 
Y a más andar, el carro diligente 
por la orilla del mar se precipita. 
No hay peña ni ensenada que en mi mente 
no venga a despertar una memoria, 
ni hay ola que en la arena humedecida 
con escriba con espuma alguna historia 
de los alegres tiempos de mi vida. 
Todo me habla de sueño y cantares, 
de paz, de amor y de tranquilos bienes, 
y el aura fugitiva de los mares 
que viene, leda, a acariciar mis sienes. 
me susurra al oído 
con misterioso acento: «Bienvenido». 
Allá van los humildes pescadores 
las redes a tender sobre la arena; 
dichosos, que no sienten los dolores 
ni la punzante pena 
de los que lejos de la patria lloran; 
infelices que ignoran 
la insondable alegría 
de los que tristes del hogar se fueron 
y luego, ansiosos, al hogar volvieron. 
Son los mismos que un día, 
siendo niño, admiraba yo en la playa, 
pensando, en mi inocencia, 
que era la humana ciencia, 
la ciencia de pescar con la atarraya. 
Bien os recuerdo, humildes pescadores, 
aunque no a mí vosotros, que en la ausencia 
los años me han cambiado y los dolores. 
Ya ocultándose va tras un recodo 
que hace el camino, el mar, hasta que todo 
al fin desaparece. 
Ya no hay más que montañas y horizontes, 
y el pecho se estremece 
al respirar, cargado de recuerdos, 
el aire puro de los patrios montes. 
De los frescos y límpidos raudales 
el murmullo apacible; 
de mis canoras aves tropicales 
el melodioso trino que resbala 
por las ondas del éter invisible; 
los perfumados hálitos que exhala 
el cáliz áureo y blanco 
de las humildes flores del barranco; 
todo a soñar convida, 
y con suave empeño, 
se apodera del alma enternecida 
la indefinible vaguedad de un sueño. 
Y rueda el coche, y detrás de él las horas 
deslízanse ligeras 
sin yo sentir, que el pensamiento mío 
viaja por el país de las quimeras, 
y sólo hallan mis ojos sin mirada 
los incoloros senos del vacío… 
De pronto, al descender de una hondonada, 
«¡Caracas, allí está!», dice el auriga, 
y súbito el espíritu despierta 
ante la dicha cierta 
de ver la tierra amiga. 
¡Caracas allí está; sus techos rojos, 
su blanca torre, sus azules lomas, 
y sus bandas de tímidas palomas 
hacen nublar de lágrimas mis ojos! 
Caracas allí está; vedla tendida 
a las faldas del Ávila empinado, 
Odalisca rendida 
a los pies del Sultán enamorado. 
Hay fiesta en el espacio y la campaña, 
fiesta de paz y amores: 
acarician los vientos la montaña; 
del bosque los alados trovadores 
su dulce canturía 
dejan oír en la alameda umbría; 
los menudos insectos de las flores 
a los dorados pístilos se abrazan; 
besa el aura amorosa el manso Guaire, 
y con los rayos de luz se enlazan 
los impalpables átomos del aire. 
¡Apura, apura, postillón, agita 
el látigo inclemente! 
¡Al hogar, al hogar, que ya palpita 
por él mi corazón… Mas, no, detente! 
¡Oh infinita aflicción, oh desgraciado 
de mí, que en mi soñar hube olvidado 
que ya no tengo hogar…! Para, cochero; 
tomemos cada cual nuestro destino; 
tú, al lecho lisonjero 
donde te aguarda la madre, el ser divino 
que es de la vida centro de alegría, 
y yo…, yo al cementerio 
donde tengo la mía. 
¡Oh, insoluble misterio 
que trueca el gozo en lágrimas ardientes! 
¿En dónde está, Señor, ésa tu santa 
infinita bondad, que así consientes 
junto a tanto placer, tristeza tanta? 
Ya no hay fiesta en los aires; ya no alegra 
la luz que el campo dora; 
ya no hay sino la negra 
pena cruel que el pecho me devora… 
¡valor, firmeza, corazón no brotes 
todo tu llanto ahora, no lo agotes, 
que mucho, mucho que sufrir aún falta: 
ya no lejos resalta 
de la llanura sobre el verde manto 
la ciudad de las tumbas y del llanto; 
ya me acerco, ya piso 
los callados umbrales de la muerte, 
ya la modesta lápida diviso 
del angélico ser que el alma llora; 
ven, corazón, y vierte 
tus lágrimas ahora! 
II 
Madre, aquí estoy: de mi destierro vengo 
a darte con el alma el mudo abrazo 
que no te pude dar en tu agonía; 
a desahogar en tu glacial regazo 
la pena aguda que en el pecho tengo 
y a darte cuenta de la ausencia mía. 
Madre, aquí estoy; en alas del destino 
me alejé de tu lado una mañana, 
en pos de la fortuna 
que para ti soñé desde la cuna; 
mas, ¡oh, suerte inhumana! 
hoy vuelvo, fatigado peregrino, 
y sólo traigo que ofrecerte pueda, 
esta flor amarilla del camino 
y este resto de llanto que me queda. 
Bien recuerdo aquel día, 
que el tiempo en mi memoria no ha borrado; 
era de marzo una mañana fría 
y cerraba los cielos el nublado. 
Tú en el lecho aún estabas, 
triste y enferma y sumergida en duelo, 
que, con alma de madre, contemplabas 
el hondo desconsuelo 
de verme separar de tu regazo. 
Llegó la hora despiadada y fiera, 
y con el pecho herido 
por dolor hasta entonces no sentido, 
fui a darte, madre, mis postrer abrazo 
y a recibir tu bendición postrera. 
¡Quién entonces pensara 
que aquella voz angélica en mi oído 
nunca más resonara! 
Tú, dulce madre, tú, cuando infelice, 
dijiste al estrecharme contra el pecho: 
«Tengo un presentimiento que me dice 
que no he de verte más bajo este techo». 
Con un supremo esfuerzo desliguéme 
de los amantes lazos 
que me formaban en redor tus brazos, 
y fuera me lancé como quien teme 
morir de sentimiento. 
¡Oh, terrible momento! 
Yo fuerte me juzgaba, 
mas, cuando fuera me encontré y aislado, 
el vértigo sentí del pajarillo 
que en jaula criado, 
se ve de pronto en la extensión perdido 
de las etéreas salas, 
sin saber dónde encontrará otro nido 
ni a dónde, torpes, dirigir sus alas. 
Desató el sollozar el nudo estrecho 
que ahogaba el corazón en su quebranto 
y se deshizo en llanto 
la tempestad que me agitaba el pecho. 
Después, la nave me llevó a los mares, 
y llegamos al fin, un triste día 
a una tierra muy lejos de la mía, 
donde en vez de perfumes y cantares, 
en vez de cielo y verdes palmas, 
hallé nieblas y ábregos, y un frío 
que helaba los espacios y las almas. 
Mucho, madre, sufrí con pecho fuerte, 
mas suavizaba el sufrimiento impío, 
la esperanza de verte 
un tiempo no lejano al lado mío. 
¡Ah del mortal ciego 
confía su ventura a la esperanza…! 
La ley universal cumplióse luego, 
y vi en el alma, presta, 
la mía disiparse, 
cual mira en lontananza 
torcer el rumbo en dirección opuesta 
el náufrago al bajel que vio acercarse. 
Bien recuerdo aquel día 
que el tiempo en mi memoria no ha borrado; 
era de marzo otra mañana fría, 
y los cielos cerraba otro nublado. 
Triste, enfermo y sin calma, 
en ti pensaba yo, cuando me dieron 
la noticia fatal que hirió mi alma. 
Lo sentí, decirlo no sabría… 
Sólo sé que mis lágrimas corrieron 
como corren ahora, madre mía. 
Después, al mundo me lancé, agitado, 
y atravesé océanos y torrentes, 
y recorrí cien pueblos diferentes, 
tenue vapor del huracán llevado, 
alga sin rumbo que la mar flagela, 
viento que pasa, pájaro que vuela. 
Mucho, madre, he adquirido, 
mucha experiencia y muchos desengaños, 
y también he perdido 
toda la fe de mis primeros años. 
¡Feliz quien como tú ya en esta vida 
no tiene que luchar contra la suerte 
y puede reposar en la seguida 
inalterable calma de la muerte; 
sin ver ni padecer el mal eterno 
que nos hiere doquier con saña cruda, 
ni llevar en el pecho el frío interno 
de la indomable duda! 
¡Feliz quien como tú, con altiveza 
reclinó para siempre la cabeza 
sobre los lauros del deber cumplido; 
cual la reclina, por la muerte herido, 
tras el combate rudo, 
risueño, el gladiador sobre su escudo! 
Esa, madre, es tu gloria 
y alta recompensa de tu historia, 
que el premio sólo del deber sagrado 
que impone el cristianismo 
está en el hecho mismo 
de haberlo practicado. 
Madre, voy a partir; mas parto en calma 
Y sin decirte adiós, que eternamente 
me habrás de acompañar en esta vida. 
Tú has muerto para el mundo indiferente, 
mas nunca morirás, madre del alma, 
para el hijo infeliz que no te olvida. 
Y fuera el paso nuevo, 
y desde su alto y celestial palacio, 
su brillo siempre nuevo 
derrama el sol por el cerúleo espacio… 
Ya lejos de los túmulos me encuentro, 
ya me retiro, solitario y triste; 
mas, ¡ay! ¿a dónde voy? ¡si no existe 
de hogar y madre el venturoso centro!… 
¡A dónde? ¡A la corriente de la vida, 
a luchar con las ondas brazo a brazo 
hasta caer en su mortal regazo 
con el alma en paz y con la frente erguida! 
1875 |  

