Tobías
[Cuento - Texto completo.]
Félix Pita RodríguezUno puede clavarse las cosas en la cabeza o en el corazón. De las dos maneras está bien y son ya de uno, le pertenecen. Hay, sin embargo, una pequeña diferencia: las que se clavan en la cabeza, aquí dentro, donde la luz de Dios se mete en palabras y nos sirve para comprender un poco lo que nos rodea, ésas, pueden aflojarse con la humedad del tiempo, como las estampas en la pared. Y una ventana abierta cuando hay viento afuera, un poco de arena muerta que se desprende, y la estampa cae, o se olvida uno de lo que parecía tan bien clavado. Sería loco pensar que eso está bien o está mal. Y más loco todavía decirlo, porque la mayor locura es ésa: decir cosas y creer que pueden servir a los demás porque en ese momento son para nosotros como el zapato al pie.
¿Qué es lo que tiene uno para garantizar algo? Y aquí es donde está la diferencia entre las cosas que uno se clava en la cabeza y las que se clava en el corazón. Porque el corazón no entiende de razones, ni tiene nada que hacer con las palabras, pero está hecho de un material que debe ser hermano de aquel con el que se hizo, en la mañana más clara del mundo, la carne, única que no puede ser morada de gusanos, del mismo Dios. Vayan mirando bien, y digan luego lo que se les antoje, que eso no va a cambiar en nada lo que yo estoy diciendo. Esa es otra de nuestras locuras: creer que con las palabras que son de uno, que no pueden ser más que de uno, sea posible convertir en otras las palabras que encierran la luz de Dios metida en la cabeza ajena. Pero de esto no vamos a hablar ahora. El caso es que hay una diferencia entre las cosas clavadas en la cabeza y las cosas clavadas en el corazón. Y que en el corazón, los clavos se doblan por la punta y hacen un garfio. Y como no hay arena, sino del puro material de la carne de Dios, las cosas no pueden caerse, si no es cuando el mismo corazón se deja ir de un lado o del otro, para quedarse quieto después. Eso es lo que me pasa con la historia del viejo Tobías; que se me clavó en el corazón, hizo un garfio, y ya no se irá de lo de adentro de mí, mientras el corazón no se incline de un lado o del otro, para quedarse quieto después. Y no sé, no sé. Tal vez todavía, cuando todo lo que yo soy ahora comience a hervir allá abajo, por donde las raíces buscan su camino para encontrar el jugo con que se hacen las flores y las frutas, tal vez todavía luego, lo que me contó el viejo Tobías siga clavado con su garfio, quien sabe hasta cuándo.
Fue en la cochina cárcel de San Pedro Sula y allá por el año veintiséis, un año feo para mis huesos. De tumbo en tumbo, y como con los ojos cerrados, yo había ido dando traspiés y recibiendo patadas en el trasero. Ustedes no pueden saber. Una patada en el trasero siempre lo pone a un mal por dentro y con ganas de hacer daño. Pero el escozor pasa y se puede cargar a la cuenta de las injusticias de la vida. No queda nada dentro de la botella y la sonrisa no se pierde. Pero cuando un puntapié llega cuando todavía el otro no ha dejado de doler, y a ese viene como de cola otro, y luego otro, y otro más, la desolladura llega hasta adentro y entonces uno sabe claramente si lo que tiene allí es un perro sarnoso, una serpiente, o un tigre.
Primero yo llegué a pensar que lo mío por dentro era un perro sarnoso, de esos que huyen hasta de su sombra flaca. Pero un par de puntapiés más me sacaron al tigre. Y se me fue el cuchillo en el garito de un Ambrosio Esquivel. Había un hombre delante y que Dios le perdone sus pecados.
Por eso me tenían allí, esperando la hora de mandarme no sé adónde. Era como un agujero entre cuatro muros, con la tierra debajo de los pies y un olor a demonio metiéndose por la narices. No había más luz que el chorro que caía desde un ventanuco alto y con barrotes, cuando el sol estaba en medio del cielo. Por eso era de día en la mitad del calabozo, cuando en la otra mitad era como noche. Y luego al revés.
Había dos indios, sentados una hora tras otra, en un rincón, con las cabezas clavadas en el pecho y muy juntos, como si el sentirse vivir mutuamente les diera ánimo para resistir. A veces se cogían de la mano y se miraban. Y nada más.
Y estaba Tobías.
No se puede saber si un hombre lo es de veras, mientras no le haya pasado por encima la rueda del sufrir. Se pueden hacer historias y contarlas, y hasta contarlas tan bien que los demás se quedan pensando que el que habló fue un hombre. Pero cuando uno estuvo una vez en la cochina cárcel de San Pedro Sula y conoció a Tobías, a ése no se le pueden contar historias rellenas de paja, como las cajas de botellas. Yo lo sé.
El gendarme, un indio con cara de cabra y los calzones en hilachas, borracho como un perro, me hizo entrar a cuatro pies con el empujón. Cuando levanté la cabeza, vi a Tobías. Para decir mejor, le vi los ojos, porque eso era lo que lo agarraba a uno en su cara cuando lo miraba: dos moneditas azules, cortadas por el párpado muy abajo, por la costumbre de estar evitando el humo del cigarrillo. Dos moneditas azules y como vistas por la ranura de una alcancía. Si yo hubiera querido decir por qué en aquel momento, no hubiera podido, pero el caso fue que me gustó enseguida. Luego, el hablar largo durante meses me explicó la simpatía. Pero en aquel momento, cuando me estaba levantando después del empujón del gendarme con cara de cabra, no había razón. Y sin embargo, fue. Él estaba haciendo algo con una cuchillita en un pedacito de tronco de Campeche. Después, pero mucho rato después, fue cuando vi que era un velero de dos palos, con bauprés y cordajes, y un hombrecito del tamaño de un frijol parado en la cubierta. Y todo no más grande que la palma de su mano. Porque Tobías no era capaz de vivir mucho tiempo lejos del mar, y aquella era la única manera de lograrlo, allí dentro del calabozo, en la cárcel de San Pedro Sula. Pero todo esto lo supe después, y hay que ir por orden para que las cosas queden claras, en las historias como en todo. También todo esto lo aprendí con Tobías.
«Apenas uno ha nacido y ya se empieza a morir. Cincuenta, sesenta, ochenta años, pero todo es agonía, todo es irse muriendo poco a poco, como se gasta un jabón, sin que se caigan los pedazos. De pronto un ramito de espuma se desprende y permanece. Son los recuerdos. No están en ninguna parte, no tienen cuerpo ni alma, nadie puede verlos y son duros como el hierro. Si queremos saber de qué madera estamos hechos, hay que mirarse en ellos como en un espejo». Así me dijo Tobías y añadió: «Gracias a que sabemos cómo fuimos, es que somos. Si no fuera por los recuerdos, no estaríamos aquí, ni estaríamos en ninguna parte. El camino recorrido, ése es camino. El que estamos recorriendo no es más que un pedazo de tierra debajo de los pies.»
Esto me dijo al cuarto día de haber llegado yo a la cárcel de San Pedro Sula, cuando terminó de labrarle el ancla al velero con la punta de un alfiler. Yo me estaba quejando de lo que había pasado en el garito de Ambrosio Esquivel, pero no por el muerto, que a fin de cuentas ni era mi hermano ni lo hubiera podido ser nunca.
— Un muerto no sería más que un hombre que se sale del baile y no vuelve a entrar— dijo Tobías, alejando en la palma de su mano al velero para verlo mejor —. No sería más que eso si no fuera por los recuerdos, que se quedan dando vueltas alrededor del hueco que dejó en el aire el hombre muerto. Ahí está lo malo, en esos recuerdos a los que no se pueden matar. Entonces es cuando uno se da cuenta de lo que significa un hombre. Uno estaba creyendo que no era más que eso: una cabeza con lo que está dentro de ella asomando por los ojos, unas manos moviéndose como ramas delante del pecho, y unos pies que sirven para no estar siempre mirando lo mismo. Y no era así. No era así, porque todo aquello empieza a convertirse en carroña quieta, y, sin embargo, el hombre sigue vivo —con su sonrisa y sus hambres, y su modo de decir que tiene frío o que le gusta fumar en ayunas— en los recuerdos de la gente. Tú no puedes matar el modo que tenía aquel hombre de poner la mano sobre la cabeza de sus hijos, mientras queden las cabezas de los hijos caminando por el mundo. Ni pueden matar el modo con que agarraba el cigarrillo entre los labios, y que su mujer sigue viendo, como si él estuviera allí, fumando.
— Bueno, Tobías —le dije—, todo eso debe ser verdad, aunque yo no lo comprendo muy bien. Pero eso no saca al muerto del cementerio.
— No —me contestó como si estuviera lejos—, no, desde luego. Se queda fuera y sigue viviendo.
Se me llenó la cabeza de ideas extrañas, porque aquel diablo de Tobías tenía un modo de decir las cosas, que parecía que estuviera pintando con palabras de colores delante de uno, y uno viera las imágenes saltando frente a los ojos, como en un cuadro. Y me creí muy listo cuando le respondí.
— Pero si fuera así, Tobías, el mundo sería chiquito para que cupieran en él todos los muertos que no están muertos. Ponte a pensar, desde Adán para acá. ¿Cómo lo explicas?
— Acuéstate boca arriba en un prado, una noche de muchas estrellas, y ponte a pensar en lo que se te está metiendo en los ojos. Ponte a pensar en las nubes, y en las estrellas, y en todo ese hueco sin nada que está arriba de ti y verás si puedes explicarte algo mejor.
Me dejó como un barril vacío al que le están pidiendo que siga soltando aguardiente.
Bueno, bueno, Tobías…
— Si quieres enderezarte todos los alambres que tienes debajo del pellejo, tienes primero que tener un alicate para hacerlo. Si no tienes el alicate y quieres hacerlo, pierdes el tiempo. Así andaba yo cuando era grumete en el María Victoria y salía a pescar en el Golfo. Y luego, cuando pasé a marino y me hicieron el primer tatuaje en un brazo, igual. No tenía alicate y los alambres se me hacían una maraña endemoniada cada vez que quería explicarme algo.
Se puso a retocar el mástil del velero raspándolo con la cuchillita y pensé que aquello era el punto final. Todavía yo no sabía que dentro de la cabeza de Tobías las palabras no dejaban nunca de nacer y reunirse y formar cosas, aunque Tobías se estuviera callado. Al rato lo comprendí.
Un día, ya no sé por qué, me puse a pensar en eso de los recuerdos. Y se me fue ocurriendo poco a poco que estaba como ciego para ver las cosas que valen la pena. El mar me ayudó mucho en aquel momento y en todos los momentos que siguieron. ¿Tú no sabes que hay por ahí libros que dicen que el primer hombre era un animalito del mar, tan chiquito como la punta de la pata de una mosca? Debe ser por eso que el mar nos llama tanto.
El humo del cigarro que me estaba fumando se me fue por el camino equivocado con la risa y me hizo toser.
— A la verdad, Tobías, que nunca se me había ocurrido pensar que mi abuelo fue un calamar.
— Tu abuelo fue tu abuelo y no tiene nada que hacer aquí. Yo te estoy hablando de los tiempos en que Adán estaba todavía muy lejos de mudarse para el Paraíso. Pero bueno, hay que ir con orden si queremos ver aunque no sea más que por una rendija. Y estoy sacando los pies del plato. Te quería decir que fue mirando al mar, mientras era marinero en el María Victoria, cuando se me ocurrió que nadie se moría por entero, pero no como dice el cura, porque el alma sale de su almario y la agarran allá arriba y la etiquetan y le dan una entrada para los depósitos de almas del cielo, sino porque se queda en los recuerdos, y tal vez de alguna otra manera que no sé, dando vueltas alrededor del hueco que dejó su cuerpo en el aire, cuando lo acostaron debajo de ocho palmos de tierra.
— Bueno, Tobías, pero, ¿y lo del alicate? Eso no me entra en la cabeza con claridad.
— El alicate fue aquello, el modo de ver las cosas. No se ve igual desde un lado que desde el otro. Uno tiene que aprender a colocar los ojos para mirar. Aunque escoja el lado malo, no importa. La cosa es no andar saltando para tratar de abarcar más, porque entonces se tienen siempre los pies en el aire. Cuando a mí se me ocurrió que un muerto no podía ser más que un hombre que sale del baile para no volver a entrar, ya había encontrado una grieta para poner los ojos. Lo demás vino luego, poco a poco.
Empezó a sacar hilos de su chaqueta raída para trenzarlos y hacer con ellos los cordajes de su velero. Yo me salí de sus palabras que seguían zumbándome en los oídos, para ponerme a pensar en lo que iban a hacer conmigo a causa del muerto en el garito de Ambrosio Esquivel.
«Mira —oí de pronto sus palabras otra vez—, si no hubiera sido así, yo no estaría aquí ahora, trenzando la cuerdas del velero». No se me había ocurrido imaginar por qué estaba Tobías en la cárcel de San Pedro Sula, y se lo dije.
Por una muerte —dijo.
Me le quedé mirando alelado.
No había dicho: «Maté a un hombre» o «maté a una mujer». Había dicho: «Por una muerte». Era lo mismo, pero me sonó tan diferente en las orejas, que era como si hubiese dicho otra cosa. Por una muerte. Aquello alejaba al muerto, lo borraba, oscurecía la forma del hombre y dejaba sola a la muerte, como si fuera una muerte sin hombre en el medio. Pero todo esto lo pensé después. Lo primero que me vino a la cabeza fue una confusión, una pelea entre la tuerca y el tornillo, entre el zapato y el pie. ¿Cómo imaginar a Tobías, que estaba allí, calibrando con el ojo entornado a su velero de tronco de Campeche, cómo imaginarlo con un cuchillo en la mano, saltando sobre un hombre con la furia de matar en el corazón? Se me desajustaba el pensamiento y no podía reunir a Tobías con lo que acababa de decir. Pero ya Tobías estaba hablando otra vez.
— Yo iba camino de la costa después de unos meses tierra adentro. No tenía prisa y me iba comiendo los maizales con los ojos. Eran lindos, y el cielo arriba, liso como un papel azul, descansaba y hacía feliz. Con esto te quiero decir que estaba contento. Cuando llegué frente a la cabaña de Villalba, debía ser mediodía. Era un viejo, pequeñito y delgado, como gastado por el vivir. Del indio que andaba por su sangre, no le quedaba más que el ojo chino y levantado hacia la sien. Me dio la bienvenida en el nombre de Dios y enseguida se puso a prepararme unas tortilla con no recuerdo qué, como aquel que sabe que cuando un hombre llega al final de un camino, tiene que tener hambre. No más que de mirar un poco dentro de la cabaña, supe que vivía solo, en medio de su maizal. Cuando le oí hablar al sinsonte que gorjeaba en la jaula, colgado de la viga, junto a la puerta, me convencí de su soledad.
A lo mejor usted viene de Tegucigalpa.
Esto fue lo primero que me dijo, después de la bienvenida y el ofrecimiento de las tortillas. Parece nada, ¿verdad? Pues allí en aquellas palabras que no eran siquiera una pregunta, estaba toda su vida.
Pues no —le dije—, no de tan lejos. Vengo de los potreros de “La Estrella”. Andaba de faena por allá.
¡Ah, de “La Estrella”!
No entonó las palabras con tristeza, no las dijo de un modo o de otro, y sin embargo, me di cuenta de que le había causado pena. Es tremenda la fuerza de las palabras cuando son del corazón. Me le quedé mirando callado, por temor a lastimarle otra vez aquello que yo no sabía lo que era.
Siempre pregunto lo mismo, usted sabe. Los caminantes vienen a veces de muy lejos y a lo mejor llega uno que venga de Tegucigalpa.
¿Tiene algo que saber de por allá? — me atreví.
— Pues sí, tengo allá a Gilberto.
Parece mentira, pero yo no necesité preguntarle para saber que Gilberto era su hijo. Había dicho «tengo», y aquello me fue bastante para comprender enseguida. Por los ojos en aquel momento le adiviné la nostalgia y el sueño y algo que era como tristeza sin serlo de una vez.
Se fue, ya va para diez años. Andaba cumpliendo los veinte cuando me dijo que quería estudiar y salir de la esclavitud de los maizales. Remigio, el hijo de Don Suárez, fue quien le dio la idea por tanto hablarle de Tegucigalpa. ¿Cómo iba yo a decirle que no, si estaba queriendo mejorar su vida? ¿No le parece?
Claro, claro —le dije.
Se sentó en el petate, a mi lado, después de ponerme el plato en las rodillas.
Hubiese hecho mal si no le dejo. Por no quedarme solo, le hubiese cortado su vida. Si uno echa una semilla en la tierra, no tiene derecho a ponerle encima una piedra que no la deje salir al aire y convertirse en planta, ¿verdad? Eso fue lo que pensé.
Estoy seguro de que hizo bien —le dije—. Cuando se piensa con la buena intención, siempre se hace lo mejor.
¿Verdad que sí? —Su pregunta era alegre y en la mirada estaba el contento—. La prueba está en que arregló su vida y se me hizo un señor por allá. No lo veo y desde hace mucho tiempo no tengo una carta, pero ganó la pelea, estudió, y hoy es hombre de mucha importancia. ¡El doctor Villalba! ¿Se imagina?
Me pareció que crecía con el orgullo.
Claro que yo estoy aquí solo y me gustaría darle un abrazo y hablar con él un poco antes de morirme, pero comprendo. ¡Un doctor es un hombre harto atareado! No tiene tiempo para escribir cartas, pero yo sé que no me olvida y que el día menos pensado voy a saber de él y hasta a lo mejor viene a verme. Oyéndole, yo pensaba en el doctor Villalba, pensaba en Tegucigalpa, tan lejos de aquella tierra de maizales, pensaba en que me gustaría estar frente a él, para decirle de mala manera que él era la semilla y que su padre se había quedado sin corazón, por no ponerle encima una piedra que le estorbara el salir al aire y convertirse en planta. Pero claro que no le dije nada de esto. Seguimos hablando un rato y siempre de aquel hijo que no estaba allí y que sin embargo llenaba la caña, cubría todo el maizal, ocupaba el viento todo el hueco enorme entre la tierra y el cielo. Hablando estábamos, cuando la puerta se movió dejando entrar una cinta de sol y apareció aquel hombre. Con verle los ojos y el mover de los labios mientras pedía a Villalba algo de comer, bastó para que no me gustara. Dijo que iba hacia la costa y que llevaba muchos días de camino. Pedir no es feo cuando uno necesita, pero hay muchas maneras de hacerlo. Y él pedía de un modo que parecía que estaba poniéndose de rodillas y diciendo que le tuvieran lástima. No lo decía, pero era así. Villlalba hizo como conmigo. Le preparó un plato con los restos de su fogón y enseguida le preguntó si por un azar no vendría de Tegucigalpa.
No —le dijo aquel hombre—, vengo de Santa Bárbara. Tuve un lío por allá y me encerraron tres meses. Cosas del aguardiente. Pero estuve en Tegucigalpa hace ahora un año.
Vi en los ojos del viejo un resplandor de alegría tan fuerte, que era como si de pronto volviera a tener veinte años.
— ¡Oh! —le dijo—, entonces usted tiene que saber de él. Todo el mundo lo conoce allá en Tegucigalpa.
— ¿A quién? —preguntó el hombre.
— A mi hijo. Al doctor Gilberto Villalba. Es un abogado famoso, de mucho nombre por allá.
Yo tengo una mera de sentir las cosas, que nunca he podido explicármela. Es como si alguien me dijera por dentro lo que va a pasar. Pues bien, cuando vi la cara de aquel perro mientras el viejo le explicaba, tratando de acercarle la imagen del hijo para ayudarle en el recuerdo, sentí que algo malo iba a pasar. Y no me equivocaba. —Gilberto Villalba— dijo sonriendo
— Gilberto Villalba. Bueno, conocí allá uno de ese nombre, y ha de ser el mismo, porque en la cárcel le decían “el Doctor”.
—¿En la cárcel? —la voz del viejo se rompió en la pregunta, pero enseguida se volvió atrás, sonriendo.
— No. Eso no puede ser. Mi hijo es un abogado de mucho nombre. En su última carta me decía que era hasta amigo del señor Presidente.
Yo empecé a temblar por dentro y me hubiese muerto gustoso si con ello hubiese podido cerrar la boca de aquel hombre. Pero una cosa es lo que uno quiere y otra lo que pasa. —Tiene que ser el mismo— decía el hombre.
— Tiene que ser el mismo. Ese nombre no abunda y además, ya le digo que le apodaban “el Doctor”, porque era astuto y pícaro como un picapleitos.
— Mire amigo —le corté la palabra—, mire que Villalba es un apellido que abunda en Tegucigalpa. Y ese hombre del que usted habla no puede ser el hijo del señor.
— Podrá no serlo —me dijo sonriendo—, pero lo de que abunde no es verdad. Y sería demasiada casualidad que le dijeran “el Doctor”.
— Ese no puede ser Gilberto —opuso débilmente el viejo—, no puede ser.
Yo hice un esfuerzo desolador para arreglar las cosas.
— Bueno —le dije—, aún suponiendo que lo fuera. La política lleva a muchos hombres a la cárcel. Y los que valen tienen enemigos.
Lo dije mirando a los ojos del hombre y poniendo en la mirada todo lo que tenía por dentro, para que comprendiera, pero su respuesta fue una carcajada.
— ¡La política! ¡Qué cosas se le ocurren, amigo! “El Doctor” estaba allí por haber matado a un hombre, que ya era el tercero en su cuenta. Y en sus papeles del juzgado había de todo, además, robos, estafas, escándalos por el aguardiente, juego prohibido…¡Cuando yo les digo que es una joya el “Doctor”!
Hacía la lista de las condenas con un gozo, que me arrancó la última esperanza de poder arreglar las cosas. Pero, además, ya era tarde. El viejo Villalba se había vuelto como de piedra y estaba allí, más pequeñito y consumido que nunca, embrutecido por el dolor. ¿Ves tú? Cuando me tropiezo con hombres como aquél, es cuando pienso que el hombre no comenzó siendo un animalito de mar, tan pequeño como la punta de la pata de una mosca, sino que nació entero y ya hecho, de la entraña sucia del tigre. La naturaleza no puede haber trabajado tanto para eso. Pero bueno, la sangre me estaba ardiendo en las venas con la rabia, cuando él sacó su último argumento como un puñal. Y lo soltó sonriendo.
— Mire, para aclarar de una vez, ¿no tenía su hijo un lunar, grande como un centavo, aquí mismo, en el cuello, por el lado derecho?
Las fuerzas de Villalba no le alcanzaron para responder con palabras, pero movió la cabeza de arriba abajo, afirmando.
— ¡Pues ya ve, es el mismo! ¡Mire usted que venir a encontrarme aquí con el padre del “Doctor”! —dijo soltando la risa—. Si alguna vez me lo vuelvo a encontrar por ahí, se lo contaré.
—¡No —salté yo, ya con el cuchillo en la mano—, no le vas a contar nada a nadie, maldito perro de los caminos! Ya contaste más de lo que le está permitido contar un hombre en este mundo.
Tobías calló y se uso a retocar con el alfiler el ancla del velero. Yo le miraba a las manos que acariciaban el pedacito de tronco de Campeche y me sentí contento por dentro.
Se llamaba Juan Aguinaldo —dijo Tobías al cabo de un momento.
¿Quién? —le pregunté.
— Aquel perro —me dijo—. Y no me explico, porque es un nombre muy bonito para que lo llevara encima aquella carroña sucia, que entró con el sol en la cabaña de Villalba. ¿No te parece?
— Verdad que sí —le dije—, verdad que sí. Juan Aguinaldo es un nombre muy bonito para que lo usara semejante puerco.
Bueno, ya no lo usa —terminó Tobías atando los últimos cordajes al bauprés—, ya no lo usa. Y a lo mejor lo recoge cualquier día un hombre, que no sea capaz de entrar en la cabaña de un viejo y romperle con sus zapatos sucios todas las cosas hermosas que tenga dentro de su cabeza.
No se puede saber si un hombre lo es de veras mientras no le haya pasado por encima la rueda del sufrir. Se pueden hacer historias y contarlas, y hasta contarlas tan bien, que los demás se queden pensando que el que habló fue un hombre. Pero cuando uno estuvo una vez en la cochina cárcel de San Pedro Sula y conoció a Tobías, a ése no se le pueden contar historias rellenas de paja, como las cajas de botellas. Yo lo sé.
*FIN*