Casa digital del escritor Luis López Nieves


Recibe gratis un cuento clásico semanal por correo electrónico

Todo el mundo lo sabe

[Cuento - Texto completo.]

Eudora Welty

I

 

Madre, me gustaría hablar contigo, dondequiera que estés. Madre dijo:

«—¿Dónde has estado, hijo?

»—En ningún sitio, madre.

»—Me gustaría que no parecieras tan desgraciado, hijo. Podrías volver a MacLain y vivir conmigo.

»—No puedo, madre. Sabes que debo quedarme en Morgana.

 

Cuando cerré con estrépito la puerta del banco me bajé las mangas y estuve un rato mirando los campos de algodón que hay detrás de la casa del señor Wiley Bowles, al otro lado de la calle, hasta que me adormecí; me devolvió a la realidad un resplandor que iluminó mi cara. Woodrow Spights llevaba unos cuantos minutos fuera. Me metí en el automóvil y subí la calle para dar la vuelta en la entrada del camino de coches de Jinny (más allá iba Woody) y volví a bajar. Di la vuelta en nuestro antiguo camino de coches, donde la señorita Francine tenía puesta la manguera de aspersión, y volví a hacer el mismo viaje. Lo que hacen todos a diario, pero no a solas.

Allí estaba Maideen Sumrall, en la puerta de la tienda, agitando un pañuelito verde. No me acordé de parar y vi que bajaba el pañuelo. Volví atrás para recogerla, pero ya se había ido con Red Ferguson.

Así que me fui a mi habitación. Bella, la perrita de la señorita Francine, jadeaba sin parar; estaba enferma. Yo siempre salía al jardín trasero para hablar con ella. «Pobre Bella, ¿cómo estás, señorita? ¿Hace calor, te dejan en paz?»

Madre me dijo por teléfono:

«—¿Has estado fuera, hijo?

»—Solo para tomar un poco de aire.

»>—Noto que estás algo destemplado. Y sé que no me lo cuentas todo, no lo comprendo. Eres igual que Eugene Hudson. Ahora tengo dos hijos que me ocultan cosas.

»—No he estado en ningún sitio, ¿adónde voy a ir?

»—Si volvieras conmigo al juzgado de MacLain, todo iría bien. Sé que no comerás en la mesa de la señorita Francine, no su comida.»—Es tan buena como la de Jinny, madre.

Pero Eugene está a salvo en California, eso es lo que creemos.

 

Cuando el banco abrió, la señorita Perdita Mayo se acercó a mi ventanilla y gritó: «Randall, ¿cuándo piensas volver con tu encantadora esposa? Tienes que perdonarla, ¿me oyes? No se debe guardar rencor. Tu madre jamás le tuvo rencor a tu padre, y él le hizo la vida muy difícil. Te pregunto, ¿qué clase de vida le hizo llevar? No le guardó jamás rencor. Todos somos humanos en este mundo. ¿Dónde está el bueno de Woodrow esta mañana, llega tarde al trabajo o es que le has hecho algo? Todavía le recuerdo cuando era niño, con sus bombachos y su pelo de paje, montado en aquel poni, aquel poni de lujo que costó cien dólares. Woodrow: un poco vulgar, pero muy listo.

Felix Spights nunca cobró de más a ningún cliente y la señorita Billy Texas valía mucho antes de convertirse en lo que es ahora; y Missie siempre tocó el piano mejor que la mayoría. Y en cuanto a la hermana pequeña, es demasiado joven para saber cómo será. ¡Ah!, no he salido nunca del pueblo, pero sé mucho de la vida, y te digo que a todos nos da sorpresas de vez en cuando. Pero tú, a volver con tu mujer, Ran MacLain, ¿me oyes? Es cosa de la carne, no del espíritu, todo pasa. Jinny se habrá olvidado dentro de tres o cuatro meses. ¿Me oyes? Y al volver sé más considerado».

«Hoy hace más calor, ¿no te parece?»

Recogí a Maideen Sumrall y dimos una vuelta por la calle. Era de Sissum. Tenía dieciocho años.

«¡Mira! ¡De ciudad!», dijo volviendo las dos manos hacia mí; llevaba guantes nuevos de algodón. A Maideen le gustaba sentarse a mi lado en el coche y hablarme de cosas que me importaban un comino: la Seed and Feed, donde trabajaba de vendedora y de contable. Del viejo Moody, que era su jefe, y del cambio que representaba estar trabajando en Morgana después del campo y del colegio. Era su primer trabajo: su madre no se había acostumbrado aún a la idea. Y la gente solía ser tan simpática: gente como yo, que a veces la llevaba a casa, en lugar de tener que ir en el camión de refrescos con Red Ferguson. Me dijo: «Al principio creí que no me veías, Ran. Había guardado los guantes, porque solo me los pondré si me llevan en coche a casa».

Le conté que tenía mal la vista. Me dijo que lo sentía. Era tan formal como todas las campesinas y le gustaba tener temas de conversación en los que pudiera lamentarse de algo. Seguí conduciendo, sin rumbo, subiendo y bajando unas cuantas veces más. El señor Steptoe llevaba a rastras la saca de correspondencia hacia la oficina de correos; él y Maideen se saludaron con la mano. En la iglesia presbiteriana Missie Spights tocaba «Will There Be Any Stars in My Crown?», y Maideen escuchó.

Y en la calle, los de siempre, en sus puertas o en sus coches, nos saludaron al pasar Maideen saludaba con su pañuelito azul. Los saludaba como me había saludado como me había saludado a mí.

«No me sorprendería que estar tanto tiempo contando dinero fuera malo para los ojos, Ran.» Lo dijo por hablar de algo.

Ella sabía lo que todos en Morgana le contaban; y cuatro o cinco tardes después de la primera vez que la recogí, dimos unas vueltas por la calle y luego la invité a un refresco en el bar de Johnny Loomis y la llevé a su casa, que estaba por Old Forks y la dejé; siempre me decía cosas agradables, como aquello de contar dinero. Era bondadosa; estar con ella resultaba casi tan agradable como estar solo.

La llevé a su casa y volví a Morgana, a la habitación que tenía en la pensión de la señorita Francine Murphy.

 

La vez siguiente, allí donde termina el asfalto, giré por el camino que va a casa de los Stark. No lo resistía más.

Maideen no dijo ni una palabra hasta que llegamos al final del camino y nos detuvimos.

—¿Ran? —exclamó. No era una pregunta. Lo único que quería era recordarme que no estaba solo, pero eso ya lo sabía. Bajé y rodeé el coche para abrirle la portezuela—. ¿Quieres llevarme allí?

—dijo—. Por favor, prefiero que no lo hagas. Bajó la cabeza. Vi la raya blanquísima que partía su melena.

—Vamos a entrar y ver a Jinny. ¿Por qué no? —dije.

No lo resistía más, era por eso.

—Voy a entrar y vendrás conmigo.

 

No era que el señor Drewsie Carmichael no me dijera todas las tardes: «Vuelve a casa conmigo, muchacho —insistía mientras se encasquetaba aquel gran panamá (como el tuyo, padre) en la cabeza—, no tiene sentido que no duermas fresco, con uno de nuestros ventiladores enfocado hacia ti. Mamie está enfadada contigo por estar ahí asándote en esa habitación de la casa de enfrente; tardarías cinco minutos en mudarte. Mira, Ran, escucha: Mamie tiene algo que decirte; yo no». Y esperaba un minuto en la puerta antes de marcharse. Permanecía de pie y con el bastón en la mano —el que Woody Spights y yo le compramos cuando lo eligieron alcalde—junto a su cabeza, para amenazarme con aquella comodidad, hasta que le contestaba: «No, gracias, señor».

Maideen estaba a mi lado. Cruzamos el reseco jardín de los Stark hasta el porche delantero, pasando bajo las pesadas cabezas de los mirtos, con sus flores demasiado vivas que colgaban como fruta a punto de caerse. La madre de mi esposa (la señorita Lizzie Morgan, padre) acercó el rostro a la ventana del dormitorio enseguida. Sería la primera en saberlo si yo volvía, desde luego.

Separando las cortinas con una aguja de acero para ganchillo, miró hacia abajo a Randall MacLain, que se acercaba a su puerta, y se preguntó quién sería la que iba con él.

«Qué vienes a hacer aquí, Ran MacLain?»

Como yo no levanté la vista, se puso a dar golpecitos en la ventana con su aguja.

«Nunca he estado en la casa de los Stark», dijo Maideen, y yo comencé a sonreír. Me sentía curiosamente ligero. Florecían lirios en algún lugar cercano y aspiré su olor a éter: podía desvanecerme o no. Abrí la puerta de tela metálica. Desde algún lugar de arriba, la señorita Lizzie llamaba: «¡Jinny Love!», como si Jinny tuviera una cita.

Jinny —que no había salido a jugar al cróquet— estaba de pie, con las piernas separadas, cortándose los rizos frente al espejo del recibidor. Los rizos se cayeron a sus pies. Llevaba zapatillas de esparto especiales, de las que hay que encargar, y pantalones cortos de chico. Levantó la mirada hacia mí, al acercarme, y me dijo: «Llegas a tiempo para decirme cuándo debo parar». Se había cortado el flequillo. Su sonrisa me hizo pensar en un niño que abre mucho la boca, pero que no grita hasta que ve a la persona que le interesa.

Y volviéndose hacia el espejo siguió cortando. «Sigue tu impulso.» Había visto a Maideen, pero siguió cortándose el cabello con aquellas tijeras en forma de cigüeña. «Pasa tú también, y quítate los guantes.»

Claro que sí; ella sabía, con su intuición que parecía presciencia, que, primero, yo volvería cuando no resistiera más el verano, y segundo, que preferiría hacerlo con una persona desconocida, si es que podía encontrarla, que no estuviera muy al tanto y que entrara conmigo en la casa cuando me presentara.

Padre, ¡tenía tantas ganas de volver!

Miré la cabeza de Jinny con sus puntitas irregulares y entonces apareció la señorita Lizzie. Tardó porque se cambió de zapatos, por supuesto. Porque vaya zapatos se puso, ¡parecían de desfile! Una vez reunidos, fuimos caminando por el pasillo desde el sitio donde nos habíamos encontrado, sin formar parejas, y por encima de los nombres de los demás, o lo que fuera que estábamos diciendo, Jinny le gritó a Tellie que llevara refrescos. Nos contó con el dedo. Volví a sentir aquella sensación de ligereza. Solo con pisar la estera, que siempre estaba un poco ondulada, en la que los cabellos de Jinny se habían esparcido como plumas, podía haber levitado, subiendo y bajando.

Nos sentamos en las mecedoras —en el porche trasero—, pero no todos nos mecimos. Los sillones de mimbre blanco estaban recién pintados —por enésima vez, pero la primera capa nueva desde que había dejado a Jinny—. El resplandor de fuera —como una lámina de luz blanca— me daba en los ojos. Los helechos que nos rodeaban languidecían en sus tiestos, y eso que acababan de regarlos. Podía escuchar a las mujeres y oír retazos de la historia de lo que nos había ocurrido, desde luego, pero preferí escuchar a los helechos.

No importa, lo estaba contando. No era la voz de la señorita Lizzie la que sonaba, porque no lo hubiera hecho nunca, ni tampoco la de Jinny, sino la voz clara de Moldeen, que nada sabía; tanto peor, porque la voz nunca ponía en entredicho lo que iba diciendo, repetía únicamente las difusas y trilladas palabras pueblerinas.

Contó lo que le habían dicho, repitió lo que escuchaba; las jovencitas son como pajaritos parlantes. Les puedes enseñar todos los días a cantar una canción que inventa la gente… Hasta la señorita Lizzie volvió la cabeza para escuchar a Maideen.

La dejó plantada, cogió su ropa y se fue al otro extremo de la calle. Ahora todo el mundo espera a ver si vuelve. Se dice que Jinny MacLain invita a Woody a comer a su casa, tiene un año menos que ella, recuerden cuándo nacieron. Le invita ante las narices de su mamá. Seguro, es a Woodrow Spights a quien ella invita. ¿Qué otro habría en Morgana para Jinny Stark después de Ran, ahora que también Eugene MacLain se ha ido? Es pariente de los Nesbitt. Nadie dice cuándo empezó, ¿quién lo sabe? En el círculo, en la escuela dominical, en casa de la señorita Francine, se dice que ella se va a casar con Woodrow; Woodrow está encantado, pero Ran le mataría antes. Y no olvidemos al papá de Ran y su manera de ser, ¿no recuerdan, no recuerdan? Y Eugene, que a veces podía dominarle, se ha ido. ¡Pobre Snowdie!, vaya cruz. Antes era agradable, pero siempre ha sido de la piel del diablo; Ran es así. Va a hacer algo malo. No se divorciará de Jinny, pero va a hacer algo malo. Tal vez los matará a todos. Se dice que Jinny no le teme. Tal vez ella bebe y esconde la botella, ya conocen a la familia de su padre. Y va más remilgada que nunca por la calle. Fíjense, cada día se encuentran los tres. ¡Qué remedio! ¿cómo podrían evitarlo, aquí, en Morgana? No puedes escaparte en Morgana. Es imposible, ustedes ya lo saben.

¡Padre! No escuchaste.

Y Tellie estaba enfadada con todos nosotros. Seguía con la bandeja en la mano, la sostenía más o menos tres dedos demasiado alta. Cuando Maideen aceptó su refresco con su guante blanco, le dijo a la señorita Lizzie: «Estoy hecha una birria de trabajar todo el día en la tienda para ir de visita a una casa desconocida».

«Estás más fresca que nadie aquí, querida.»

¿Quién que conociera a Maideen le había oído hablar de algo que no fuera ella misma?

Pero se parecía a Jinny. Era como una copia infantil de ella. La primera mirada directa que me lanzó Jinny, justo entonces, lo hizo evidente. (Oh, su mirada siempre hacía evidente la contaminación. O más evidente.) Me di cuenta de aquel parecido post mortem, por así decirlo, e hizo que me sintiera contento de mí mismo. No quiero decir que en el rostro de Maideen hubiera algo de burlón —no—, pero había algo de Maideen en el rostro de Jinny, algo que se remontaba a mucho antes, a un tiempo que, bien lo sabía, no volvería nunca para mi Jinny.

La lenta corriente procedente del ventilador del techo —sus viejas aspas escarchadas como una tarta, con las moscas montadas encima— levantaba como si les pasaran la mano los cabellos de las chicas, la melena castaña de Maideen, que llegaba a sus hombros, y los cortos cabellos castaños de Jinny, destrozados, destrozados por ella misma, como le gustaba hacer. Maideen se mostraba incluso más cortés que cuando estaba conmigo, y a veces, como los helechos goteantes, ofrecía parte de sí misma y nos hablaba de su vida y de Seed and Feed; sin embargo, rebosaba de algo de lo que no era consciente, aún, en aquella habitación con Jinny. Y Jinny todavía no se mecía, con su sonrisa astuta, como si no escuchara.

Mis ojos fueron de Jinny a Maideen y de nuevo a Jinny, y casi esperé algún cumplido, un cumplido de alguien (¡padre!) por mi perspicacia, mi visión. Pero me tocó a mí, después de todo, hacérmelo. No había nada salvo el tiempo entre ellas.

Aquellos ruidos molestos seguían fuera: la gente y el cróquet. Terminamos los refrescos. La señorita Lizzie se quedó allí sentada; tenía calor. Todavía llevaba la aguja de ganchillo en la mano, recta como una regla, y nadie fue apuñalado, ni muerto. Jinny se puso de pie y nos invitó a jugar al cróquet.

Pero ya era hora de que nos marcháramos.

Avanzaron lentamente por la sombra del jardín trasero; Woody, Johnnie y Etta Loomis, Nina Carmichael y el primo de Jinny, Junior Nesbitt, y un muchacho de catorce años al que habían dejado jugar; Woody Spights golpeó la pelota para que pasara bajo el aro. Era mucho más joven que yo y nunca me había fijado realmente en él antes de este año; iba prosperando. Miré a través del jardín y parecía haber disminuido un poco la pandilla de siempre. No podía recordar quién faltaba. Jinny bajó hasta allí. Era yo.

Madre dijo: «Hijo, estás caminando por un sueño».

 

La señorita Perdita vino y me dijo: «Me dicen que fuiste ayer y no abriste la boca y te marchaste otra vez. Mejor que no hubieras ido. Pero no se te ocurra ponerte nervioso y hacer algo que luego lamentaremos todos. Sé que no lo harás. Conocí a tu padre, me encantaba tu padre, me alegraba cada vez que venía, me entristecía cuando se marchaba, y quiero a tu madre. La gente más encantadora del mundo, la pareja más feliz del mundo, cuando estaban juntos en casa. Díselo a tu madre cuando la veas. Y tú, a volver con tu preciosa esposa. Volver y tener unos cuantos chicos. En mi círculo se dice que Jinny se va a divorciar de ti para casarse con Woodrow. Les respondí: ¿Por qué? Es cosa de la carne, dije a la gente de mi círculo, no va a durar. Mi hermana dijo que tú le matarías, y yo le dije: Hermana, ¿de quién estás hablando? Si hablas de Ran MacLain, al que yo conozco desde que iba en su cochecito de bebé, no va a hacer semejante locura. Y la pequeña Jinny.

¿Quién le va a decir a Lizzie que debe darle un par de azotes? No puedo hacer sino reírme de Jinny; dice ella: ¡Es asunto mío! Coincidimos en la ferretería, el viejo Holifield de un humor de perros.

Dije: ¿Cómo ocurrió, Jinny?, cuéntaselo a la vieja señorita Perdita, tontuela, y ella dijo: Oh, señorita Perdita, haga como yo. Haga como yo, como si nada hubiera ocurrido. La reprendo, y ella me dice que sus cheques son del banco de Morgana, y Woody Spights trabaja allí, solo están él y Ran, así que va a Woody a cobrarlos. Y digo: Hija, aunque quisierais, ¿cómo os vais a escapar el uno del otro? Es imposible. Pero es una lástima que hayas tenido que ir corriendo a un Spights. Me digo a veces, ¡ojalá hubieran existido unos chicos Carmichael! Pero no importa quién seas, es un círculo sin fin. Eso es lo que es una cosa de la carne, un círculo sin fin. Y ni siquiera puedes huir de ello en Morgana. Ni siquiera en nuestra pequeña ciudad.

»Muy bien, le dije al viejo Moody hace poco, mira: Jinny le fue infiel a Ran, ese es el meollo del asunto. De eso es de lo que se trata. Ahí está todo el intríngulis. Enfréntate con ello, le dije a Dave Moody. Como hace Lizzie Stark, ella es valiente. Y aunque está a siete millas al sur de aquí, Snowdie MacLain es otra valiente. La pobre Billy Texas Spights no se entera de nada. Eres el hombre de las semillas y de los piensos de aquí y también el alguacil, pero no parece que te preocupe demasiado.

»Jinny nunca tuvo miedo de nada, ni siquiera del mismísimo diablo, cuando era niña, así que a sus veinticinco años menos lo va a tener. Es igual que Lizzie. Y Woodrow no piensa dejar el banco nunca, ¿no? Es mucho más limpio que la tienda y de todos modos acabará heredándola. Así que, Ran, depende de ti.

»¡Y vuelve con tu esposa legítima!

La señorita Perdita puso las dos manos en los barrotes de mi ventanilla y levantó la voz. «Ni siquiera tú, ni yo, ni el hombre de la Luna tenemos por qué dormir en esa calurosa y diminuta habitación de la segunda planta que da al oeste, en casa de la señorita Francine, aunque tengamos todo el orgullo del mundo, ¡no en el mes de agosto! Aunque sea la casa donde tú creciste. Y escúchame. No destroces la vida de una muchacha campesina, encima. Tómatelo como quieras.»

Se marchó caminando hacia atrás con las manos extendidas, como si estuviera tirando del aire, como si yo estuviera flotando sobre mi oído, suspendido, hipnotizado, y ella pudiera marcharse.

Pero se fue solo hasta la ventanilla de al lado, la de Woody Spights.

Volví a la habitación que tenía en casa de la señorita Francine Murphy. Padre, antes era el cuarto de los baúles. Había colchas de retazos hechas por mamá y su traje de novia y una terrible acumulación de cosas que tú no habrás visto nunca.

 

Después de trabajar cortaba el césped o algo por el estilo en el jardín trasero de la señorita Francine, para que estuviera más fresco para Bella. Entonces no la atacaban tanto las pulgas. No servía de mucho. El calor seguía.

Me atreví a ir a casa de Jinny después, por la tarde. Los hombres jugaban, seguían jugando al cróquet, con una niña, y las mujeres estaban todas juntas en el porche. Lo hice sin Maideen.

Era una larga tarde de Mississippi, a la espera de que refrescara lo suficiente para cenar. Llegaba la voz de la señorita Lizzie. Era como el zumbido de la desmotadora de algodón, estaba allí, pero la tarde aún seguía tranquila, muy calurosa y tranquila.

Alguien me llamó diciendo: «¿Quieres matar a Woody?». Era la pequeña Williams, con sus trenzas.

Tal vez contesté con una broma. Me sentía ligero, no iba en serio en absoluto, lo estaba haciendo por la niña, cuando levanté el mazo, el que tiene la banda roja, que siempre ha sido mío. Pero tumbé a Woody Spights con él. Se tambaleó y sacudió la tierra. Sentí cómo se levantaba el aire. Luego le pegué. Le pegué por todo el cuerpo y le abrí la cabeza, que tenía suaves cabellos de muchacha y tantas ideas, le golpeé sin parar hasta que le rompí todos los huesos, incluido los numerosos huesecitos de los pies. No terminé con Woody Spights hasta entonces. Y demostré que el cuerpo del macho humano tiene una forma demasiado positiva, demasiado especial, sabes, para no hacerle daño; se le puede destrozar con bastante rapidez. Solo hacen falta unos cuantos golpes seguidos. Es mejor que Jinny lo sepa.

Miré a Woodrow allá abajo. Y sus ojos azules eran nítidos. Tan nítidos como las pompas de jabón que hace un niño, las cosas más impermeables; ves unas briznas de hierba pasar por unas pompas y siguen reflejando el mundo, te lo reflejan intacto. Aseguro que Woodrow Spights estaba muerto. «Ahora verás», dijo él.

Habló sin demostrar dolor. En su voz solo había un matiz de reto. Siempre fue un tonto ambicioso. Para mí la ambición siempre fue un misterio, pero ahora le tocaba engañarnos, a mí y a él. No comprendo cómo pudo abrir de nuevo Woody Spights su mandíbula rota, pero lo hizo. Le oí decir: «Ya verás».

Estaba muerto sobre la hierba destrozada. Pero se levantó. Solo para llamar la atención le dio un azote en el trasero a la gordita niña de los Williams. Vi el azote, pero no lo oí, el sonido más familiar del mundo.

Y debí gritar entonces. ¡Todo es desgracia! Los gritos de los seres humanos han de poder dilatarse si pueden hacerlo los de las cigarras, al final de una tarde como esta, y cruzar la hierba del jardín trasero, con tal que unas cuantas de ellas griten. A nuestros pies las sombras borraban la luz hasta que no quedaba sombra y las langostas cantaban en grandes oleadas, O-E, O-E, y la desmotadora de algodón seguía zumbando. Nuestra hierba en agosto es como el fondo del mar, y la pisamos lentamente jugando y el cielo se torna verde antes de oscurecer, como sabes, padre. El sudor corría por mi espalda y bajaba por mis brazos y piernas, formando ramas como un árbol al revés.

Luego: «¡Todos adentro!». Llamaban desde el porche, las lámparas familiares se encendieron de repente. Nos llamaron con sus voces de mujeres que llaman, voces disfrazadas salvo la de Jinny.

«¡Sois unos tontos por jugar en la oscuridad! —dijo—. Por si a alguien le importa, la cena está preparada.»

El porche estaba iluminado, me pareció, como un barco sobre el río; un barco de excursiones donde yo no estaba. Iba a la casa de la señorita Francine Murphy, como todo el mundo sabía.

Todas las tardes, para evitar a la señorita Francine y las tres maestras, pasaba a toda prisa por el porche y el recibidor como un hombre que pasa ante un edificio en llamas. En el jardín trasero, con sus higueras negras iluminadas a veces por la luna, Bella abría sus ojos y se miraba. Sus ojos reflejaban la luna. Si bebía agua, la vomitaba; sin embargo, iba con esfuerzo hacia su platito para beber por mí. La sostenía. Pobre Bella. Pensaba que tenía un tumor, y me quedé con ella casi toda la noche.

 

Madre dijo: «Me alegré mucho de verte, pero me di cuenta de que llevabas aquella vieja pistola de tu padre metida en el bolsillo de tu bonita chaqueta, ¿para qué la quieres? A tu padre no le gustaba, se marchó y la dejó aquí. Que yo sepa, nadie piensa robar un banco en Morgana. Hijo, si ahorraras un poco de dinero, podrías hacer un viaje hasta la costa. Iría contigo. Casi siempre hay brisa en Gulfport».

Donde termina el camino de coches de la casa de Jinny, hay unas yucas y el jardín delantero, donde solo hay un árbol, que se bifurca; lo rodea un banco, como los que se ven en los patios de recreo de los colegios, el edificio al fondo. No hay más que punzantes y exuberantes yucas, con telarañas colgando de ellas como trapos. Puedes pasar por debajo de árboles hasta llegar a la casa si das la vuelta al jardín y abres el viejo portalón que conduce al cenador. En un lugar, a la sombra, hay una estatua de los tiempos de Morgan, que representa a una muchacha danzando, el dedo bajo la barbilla, llena de agujeros, con algunas iniciales en las piernas.

A Maideen le gustaba la estatua, pero me dijo: «¿Me llevas adentro otra vez? Creí que no lo ibas a hacer».

Vi mi mano apoyada en el portalón y dije: «Espera. He perdido un botón». Le enseñé la manga a Maideen. De repente me sentí tan raro que estuve a punto de echarme a llorar.

«¿Un botón? Si me llevas a mi casa, te lo coseré», dijo Maideen. Eso es lo que quería que dijera, pero tocó mi manga. Un camaleón corrió por una hoja y se quedó parado jadeando. «Entonces mamá podrá conocerte. Estaría encantada si te quedaras a cenar.»

Abrí el viejo portalón. Percibí fugazmente el agrio olor de las peras en el suelo, el olor de agosto.

Nunca le había dicho a Maideen que iría a cenar, o a conocer a su mamá, por supuesto; pero es que olvidaba las antiguas costumbres, la eterna cortesía de la gente que no quieres conocer.

«¡Oh!, Jinny puede coserlo ahora», dije.

«¡Ah! ¿Tú crees?», dijo Jinny. Desde luego había estado escuchando desde el cenador todo el tiempo. Salió, sola, con una vieja cesta de mimbre rota llena de peras. No me dijo que me fuera y cerrara el portalón.

Llevé la cesta bamboleante y caminamos delante de Maideen, pero sabía que ella iba detrás de nosotros; no podía hacer otra cosa. Allí, entre los macizos de flores, paseaban los mismos petirrojos.

La manga de aspersión goteaba. Una vez más entramos en la casa por la puerta trasera. Nuestras manos se tocaron. Habíamos pisado la mata de menta de Tellie. El gato amarillo esperaba para entrar con nosotros, el picaporte estaba tan caliente como la mano y sobre el escalón, entre los pies de las dos personas que entraban juntas, había tarros de vidrio llenos de esquejes metidos en agua.

«¡Cuidado con las cosas de mamá!» Habíamos entrado mil veces. De la misma forma que mil abejas habían zumbado y picado en las peras que había en el suelo.

La señorita Lizzie se encogió dando un grito y comenzó a subir abruptamente por la escalera trasera con el pecho levantado; su sombra subía trotando, el zócalo a su lado como un oso narigudo.

Pero no llegó hasta arriba; se volvió. Bajó despacio y levantó un dedo hacia mí. Debía tener cuidado. Era la escalera por donde se había caído y roto el cuello el señor Comus Stark, una noche, cuando trató de subirla borracho. ¿Hice algo? Jinny se escapó.

«Randall. No puedo menos que contarte una partida que jugamos ayer. Mi pareja era Mamie Carmichael, y sabes que juega su propia mano con tan poca consideración hacia su pareja como tú.

Bueno, abrió con una espada y Etta Loomis dobló. Me mantuve: una espada, cinco bastos al rey-reina, cinco corazones al rey y dos pequeños diamantes. Dije dos bastos. Parnell Moody dijo dos diamantes, Mamie dos espadas; todos pasaron. Y cuando yo enseñé mi mano, Mamie dijo: ¡Oh, y tú eres mi pareja! ¿Por qué no declaraste corazones? Dije que para qué, al nivel de tres y con los oponentes doblando por un farol. Resultó, por supuesto, que ella tenía sota doble-seis espadas para el comodín y cuatro corazones para el comodín diez, también para mi as de bastos. Ya ves, Randall.

Hubiera sido tan fácil para Mamie declarar tres corazones para la segunda ronda… ¡Pero no! No veía más que su propia mano y nos rebajó dos, cuando podíamos haber tenido cinco corazones. ¿Te parece a ti que yo debía haber declarado tres corazones?»

Dije: «Estaba justificado el no hacerlo, señorita Lizzie».

Comenzó a llorar en la escalera. Las lágrimas se pegaron a su cara empolvada. «Vosotros, los hombres. Siempre nos ganáis. Tal vez me estoy haciendo vieja. ¡Oh, no es eso! Porque puedo decirte dónde nos ganáis siempre. Os conocemos como la palma de la mano pero nunca sabemos lo que os reconcome. No me mires así. Por supuesto veo lo que está haciendo Jinny, la muy tonta, pero tú fuiste el primero en reconcomerte. Sencillamente, te está respondiendo, Ran.» Luego me miró fijamente otra vez, se volvió y subió las escaleras.

Y lo que me reconcome no lo sé, padre, aunque quizá tú lo sepas. Todo el tiempo estuve de pie, con las peras para cocinar en las manos. Luego puse la cesta en la mesa.

Jinny estaba en el pequeño estudio de la parte trasera, la «oficina de mamá», empapelado con un paisaje y el viejo escritorio del señor Cornus cubierto de correspondencia de la Unión de Hijas de la Confederación y mapas de sus campos que crujían corno truenos cuando les llegaba el aire del ventilador. Ella le gritaba a Tellie. Tellie entró con la cesta de costura y luego esperó, mirándola fijamente.

«Ponlo ahí, Tellie. La voy a usar después. Ahora vete. Y mantén la boca bien cerrada, ¿me oyes?»

Tellie dejó la cesta y Jinny la abrió y comenzó a hurgar en ella. Cayeron las tijeras en forma de cigüeña. Encontró un botón que había sido mío y esperó a que Tellie se fuera.

«He oído que estás hecha un lío.» Tellie se marchó.

Jinny me miró y no le dio importancia. Yo sí. Le disparé a quemarropa a Jinny, más de una vez.

Estaba muy cerca, casi no había sitio entre nosotros para la pistola. Y ella permaneció allí mirando ceñudamente a la aguja; pero yo ya había olvidado para qué la quería. Su mano nunca se desvió, nunca tembló con el ruido. El reloj oscuro que había en la repisa dio la hora, la pistola no ahogó aquel ruido. Miré a Jinny y vi sus pechos infantiles, ensayos de pechos, acribillados por mis balas.

Pero Jinny no se dio cuenta. Enhebró la aguja. Puso cara de haberlo conseguido. Siempre acertaba a pasar el hilo por el ojo.

«¿Quieres estarte quieto?»

Nunca aceptaba el dolor: cualquier cosa, salvo la tristeza y el dolor. Cuando yo no podía darle algo que me pedía, canturreaba. En nuestra habitación su voz sonaba baja y suave, llena de desprecio. Entonces la quería mucho. La pequeña tramposa. Esperé mientras clavaba la aguja y tiraba de mi manga, la manga de mi mano desamparada. Era como contar las veces que respiraba. Solté mi furia y aspiré el puro desánimo: ella no estaba muerta en el suelo.605

Mordió el hilo magníficamente. Cuando separó la boca por poco me caigo. La tramposa.

No me atreví a decir adiós a Jinny otra vez. «Bueno, ya puedes jugar al cróquet», me dijo. Y subió también la escalera.

La vieja Tellie escupió una gota de nada en la estufa y dio un golpe con la tapadera cuando pasé por la cocina. Maideen estaba fuera en el columpio, sentada. Le dije que bajara al campo de cróquet, donde jugamos todos al juego de Jinny, sin Jinny.

Al ir hacia mi habitación vi a la señorita Billy Texas Spights fuera, en bata, sacudiendo las flores para que florecieran. ¡Padre! Dios santo, bórralo todo. Bórralo, bórralo. Como si no hubiera ocurrido.

 

Al final la señorita Francine me arrinconó en el pasillo. «Hazme un favor, Ran. Hazme un favor y sacrifica a la pobre Bella. Ninguna de las maestras tiene valor para hacerlo. Y mi amigo que viene a cenar tiene el corazón demasiado tierno. Hazlo tú. Hazlo tú y no me cuentes nada después, ¿entiendes?»

«—Dónde has estado, hijo, es tan tarde…

»—En ningún sitio, madre, en ningún sitio.

»—Si volvieras bajo mi techo —dijo madre—. Si Eugene no se hubiera marchado también. Él se ha ido y tú no quieres escuchar a nadie.

»—Hace demasiado calor para dormir, madre.

»—He estado despierta al lado del teléfono. El Señor nunca quiso que nos separáramos. Que nos fuéramos cada cual por su lado. Separados unos de otros, cada cual en su habitacioncita.»

«Recuerdo tu boda —dijo la vieja señorita Jefferson Moody, frente a mi ventanilla, moviendo la cabeza al otro lado de los barrotes—. Nunca me imaginé que acabaría como ha acabado, la boda más bonita y más larga que he visto nunca. ¡Mira! Si todo ese dinero fuera tuyo, podrías marcharte de aquí.»

Y yo estaba cansado, muy cansado de que Maideen me esperara. Me sentía acorralado cuando ella me contaba, todavía amable como siempre, lo de Seed and Feed. Porque desde que nací el viejo Moody tenía sus sacos llenos de granos de maíz y cosas que parecían perdigones. El escaparate estaba tan sucio que parecía vidrio de color. Ella lo limpió para él y quedaron a la vista los barriles, los botes, los sacos y los recipientes con cosas, y el viejo Moody con una visera sentado en una banqueta, haciendo cunitas, y ella dándole comida al pájaro. Había flores de algodón adornando el escaparate y la puerta, y luego pondría caña de azúcar, y me contó que ya estaba pensando en el árbol de Navidad. Dios sabrá lo que pensaba colgar en el árbol de Navidad del viejo Moody. Y luego me dijo el apellido de soltera de su madre. ¡Que Dios me ayude!, el apellido era Sojourner, y me lo puso sobre la cabeza como culminación de una tambaleante pila de cosas que debía recordar.

Nunca olvidaré, nunca, el apellido Sojourner.

Y luego siempre tenía que llevar a la pequeña de los Williams por la noche. Sabía jugar al bridge. Era un juego que Maideen no había podido aprender. Maideen: nunca la había besado.

Pero cuando llegó el domingo la llevé a Vicksburg.

Ya en la carretera empecé a echar de menos mi partida de bridge. Podíamos reunirnos los de siempre: Jinny, Woody, yo y Nina Carmichael o Junior Nesbitt, o los dos y uno como suplente. La señorita Lizzie, por supuesto, no se quedaba nunca con nosotros ahora, nunca quería participar como cuarta jugadora, no defendía lo que nosotros habíamos hecho; para empezar, no podía ver a los Nesbitt. Yo siempre era el vencedor. Nina solía ganar antes, pero todo el mundo se daba cuenta de que estaba demasiado nerviosa debido a Nesbitt para jugar bien, y a veces ni ella ni él venían a la partida, y teníamos que recurrir a la pequeña de los Williams y llevarla a casa.

Maideen no decía ni una palabra que interrumpiera nuestro silencio. Se sentaba con una revista femenina en la mano. De vez en cuando pasaba una página, mojando antes el dedo, como hacía mi madre. Cuando me miraba yo no levantaba la vista. Todas las noches me hacía con el dinero de los otros. Luego, en casa de la señorita Francine, vomitaba; me iba fuera para que las maestras no se enteraran.

«Ya es hora de que lleves a las dos a casa. Sus madres se van a preocupar.» Era la voz de Jinny.

Maideen se ponía en pie con la pequeña de los Williams para marcharse a casa y yo pensaba que pasara lo que pasase podía fiarme de ella.

Se quedaba como embobada de sueño. Se inclinaba cada vez más en el sillón de los Stark. Nunca tomaba ron y Coca-Cola con nosotros, sino que estaba, simplemente, muerta de sueño. Dormía sentada en el coche cuando íbamos hacia su casa, donde su mamá, de grandes ojos, cuyo apellido de soltera era Sojourner, permanecía sentada escuchando. Despertaba a Maideen y le decía dónde estábamos. La niña de los Williams iba detrás, charlando sin parar, hasta allí y luego hasta su casa, más despierta que un búho.

 

Vicksburg: diecinueve millas sobre grava, trece puentecillos y el río Grande Negro. Y de repente volvieron todas las sensaciones.

Yo llevaba demasiado tiempo contemplando Morgana. Hasta que la calle era una marca de lápiz contra el cielo. La calle estaba allí igual que siempre, festones de ladrillo rojo, dos torres, el depósito de agua y árboles frondosos, pero si la contemplaba no era con amor, era una mancha de lápiz contra el cielo que saltaba con las vibraciones de la desmotadora de algodón. Cuando pasaba por delante de algunas falsas fachadas de un rojo indeleble, que parecían en conjunto un pequeño tren de juguete, ya no pensaba en mi niñez. Vi al Viejo Holifield de espaldas, sus tirantes parecían muy cruzados.

En Vicksburg detuve el automóvil a un lado de la calle que está bajo el muro, cerca del canal.

Había una luz deslumbrante, veteada de agua. Desperté a Maideen y le pregunté si tenía sed. Alisó su vestido y levantó la cabeza al oír los sonidos de una ciudad, el tráfico sobre los adoquines justamente al otro lado del muro. Esperamos que viniera a recogernos el taxi acuático, que se mecía por el canal como un caballo de madera.

—Agacha la cabeza —aconsejé a Maideen.

—¿Quieres decir?

Atardecía. La isla estaba muy cerca, al otro lado del agua, una extensión de sauces, hilos amarillos y verdes tejidos de un modo muy holgado, como una cesta que dejaba pasar la luz a raudales. Todos nos pusimos en pie, con las cabezas gachas dentro de la diminuta cabina, y protegimos nuestros ojos. El negro que pilotaba la embarcación de motor nunca decía «Entren» ni «Salgan». «¿Adónde vamos?», preguntó Maideen. Al cabo de dos minutos llegamos a la barcaza.

No había nadie dentro, salvo el cantinero; era un lugar silencioso y apartado como un establo, viejo y cansado. Le dije que nos llevara Coca-Cola con ron a una mesilla en la parte trasera, donde había dos sillones de mimbre. Aquel lugar estaba al descubierto. El sol bajaba por la parte de la isla donde nosotros estábamos sentados y hacía que Vicksburg apareciera más nítidamente. Veíamos el este y el oeste.

—No me obligues a beber eso. No quiero beberlo —dijo Maideen.

—Pruébalo.

—Bébelo tú si te gusta. Pero no esperes que lo beba yo. —Bebe tú también.

Tomó un poco, sentada con la mano sobre los ojos. Había avispas que salían de un avispero sobre la vieja puerta de tela metálica y rozaban sus cabellos. Olía a pescado y a las raíces flotantes que bordeaban la isla, al hule que cubría nuestra mesa y a innumerables negocios. Un grupo de negros llegaron en el taxi acuático y bajaron, todos de color amarillo azufre, cubiertos de polvo de semilla de algodón. Desaparecieron en la barcaza para negros que había en el otro extremo, en fila india, llevando sus cubos, como si estuvieran sentenciados a quedarse dentro.

—Definitivamente, no quiero beberlo.

—Mira, bébelo, y si después no te gusta, echaré las dos copas al río.

—Será demasiado tarde.

A través de la puerta de tela metálica veía la oscura cantina. Habían entrado dos hombres con gallos negros bajo el brazo. Sin hacer ruido pusieron cada cual una bota embarrada en el reposapiés y bebieron; los gallos estaban absolutamente quietos. Salieron de la barcaza por el lado de la isla y se perdieron en un instante dentro del caluroso borrón de sauces. Tal vez nadie volviera a verlos jamás.

El calor vibraba en el agua por un lado y por el otro en el borde de los viejos edificios blancos, en los bloques de hormigón y en el muro. Desde la barcaza, Vicksburg parecía la imagen de sí misma en algún viejo espejo, era como un retrato en un momento triste de la vida.

Entraron un vaquero bajito y su chica, que caminaban al unísono. Dejaron caer una moneda de níquel en la máquina de discos y se enlazaron.

No se veían olas, pero el agua temblaba bajo nuestros asientos. Era tan consciente de ello como del fuego de una chimenea en una habitación en invierno.

—Nunca bailas, ¿verdad? —comentó Maideen.

Estuvimos allí durante mucho rato. Cada vez había más gente en la gabarra. Allí estaba el viejo Gordon Nesbitt bailando. Cuando nos marchamos, tanto la barcaza de los blancos como la de los negros estaban hasta los topes, y ya era noche cerrada.

Las luces de la orilla eran escasas; cobertizos y almacenes, largas paredes que necesitaban ser apuntaladas. En lo alto de la ciudad sonaban algunas antiguas campanas de hierro.

—¿Eres católica? —le pregunté de pronto, y ella negó con la cabeza.

Nadie era católico, pero la miré de un modo que parecía insinuar que había decepcionado alguna esperanza mía, y que lo había hecho allí, ante mí, mientras sonaba en el aire una campana extranjera.

—Somos baptistas. ¿Eres católico? ¿Lo eres?

Sin tocarla, salvo por casualidad con la rodilla, la hice andar delante de mí por la calle empinada e irregular donde estaba aparcado mi automóvil. Una vez dentro no pudo cerrar su portezuela. Me quedé fuera y esperé; la portezuela era pesada y ella había bebido todo lo que le eché. No la podía cerrar.

—Ciérrala.

—Me caeré. Me caeré en tus brazos. Si me caigo, cógeme.

—No. Ciérrala. Tienes que cerrarla. Yo no puedo. Con todas tus fuerzas.

Por fin. Me apoyé contra la portezuela cerrada y me quedé allí un momento.

El coche subió chirriando las empinadas cuestas, giré y seguí el camino del río a lo largo de la barranca; luego volví a girar para tomar el camino de tierra lleno de profundos surcos que sigue las orillas escabrosas, padre, el oscuro camino que serpentea y desciende.

—No te apoyes en mí —dije—. Será mejor que te incorpores y respires hondo.

—No quiero.

—Echa la cabeza para atrás. —Casi no entendía lo que me decía—. ¿Quieres tumbarte?

—No quiero tumbarme.

—Necesitas aire.

—No queremos hacer nada, Ran, ¿no es cierto?, ni ahora ni nunca.

Bajamos curva tras curva. Se oían los sonidos del río al moverse transportando su gran carga, su carga de basura. Retumbaba como una muralla movediza y en él había peces, reptiles, árboles arrancados de cuajo y desperdicios arrojados por los hombres, que chocaban unos con otros y se mezclaban entre sí produciendo un chapoteo que era como la inocencia. El olor del río me azotaba la cara como una gran ola. El camino bajaba tanto que casi se convertía en un túnel. Estábamos en el suelo del mundo. Los árboles se juntaban y sus ramas se enredaban sobre nosotros, los cedros se unían, y a través de ellos las estrellas de Morgana parecían tamizadas y finas como semillas, tan altas, tan lejanas. En la distancia se oyó el ruido de un disparo.

—Por ahí está el río —dijo, y se incorporó—. Lo veo, el Mississippi.

—No lo ves. Solo lo oyes.

—Lo veo, lo veo.

—¿Es que no habías visto el río antes? Eres una chiquilla.

—Creía que seguíamos en la barca. ¿Dónde estamos? —Donde termina el camino. Puedes verlo.

—Sí, lo veo. ¿Por qué llega hasta aquí y se acaba?

—¿Cómo lo voy a saber?

—¿Por qué viene aquí la gente?

—Hay toda clase de gente en el mundo. A lo lejos, alguien estaba quemando algo.

—¿Quieres decir mala gente? ¿Negros?

—¡Oh, no! Pescadores. Hombres del río. Ves, ya estás despejada.

—Creo que nos hemos perdido —dijo.

 

Madre dijo:

«—Si algún día volvieras con esa Jinny Stark, no podría resistirlo.

»—No, madre, no voy a volver.

»—Todo el mundo sabe lo que te hizo. Es diferente si lo hace el hombre.»

—Soñaste que nos habíamos perdido. No importa, puedes dormir un poco.

—No puedes perderte en Morgana.

—Después de dormir un poco te sentirás mejor. Iremos a algún lugar donde puedas descansar bien.

—No quiero dormir.

—¿A que no creías que mi coche pudiera subir una cuesta tan empinada como esta marcha atrás?

—Te matarás.

—Te apuesto a que nadie ha visto nunca semejante locura. ¿Crees que alguien ha hecho antes una cosa así?

Subíamos casi verticalmente, padre, colgando del muro del barranco, y la parte trasera del coche traqueteaba arriba y abajo como si quisiera volar, elevándonos y dejándonos caer. Por fin salvamos marcha atrás el borde, como una abeja que se retira del botón de una flor, y derrapamos un poco.

Sin aquella última copa, quizá no hubiera llegado a hacerlo.

Recorrimos una larga distancia. A través de la oscuridad, siempre las mismas viejas estatuas y mansiones, los rifles de piedra apuntando una y otra vez hacia las colinas; nos perdíamos y volvíamos a empezar. Las torres abandonadas, las torres de observación; nos perdíamos y volvíamos a empezar.

Posiblemente estaba desorientado, pero buscaba la luna, que debía de estar en su último cuarto.

Allí estaba. El aire no era oscuridad, sino luz débil y sonido flotante. Era el aliento de toda la gente en todo el mundo que respiraba mirando a la luna, que conocía su cuarto. Y durante todo aquel tiempo sabía que corría por un mundo abierto y me orientaba por las estrellas.

Pasamos por bosques enmarañados bajo la luna que se levantaba. Maideen estaba despierta, porque la oí respirar débilmente, como si anhelara algo para sí. Un mapache, blanco como un fantasma, pegándose contra el suelo como un enemigo, cruzó la carretera.

Cruzamos una carretera y vimos una luz encendida en un árbol blanqueado. Más allá del musgo que colgaba de él se veía un semicírculo de cabañas blanqueadas, a oscuras y circundadas por una pálida empalizada. Un chiquillo negro se apoyó en la puerta donde le enfocaron nuestros faros; llevaba un gorro de maquinista de tren. Sunset Oaks.

El negrito saltó al estribo del automóvil y pagué. Llevé a Maideen cogida por los hombros.

Después de todo, se quedó dormida.

«Hay un escalón», le dije en la puerta.

 

Nos quedamos dormidos como muertos, con la ropa puesta, sobre la cama de hierro.

Una bombilla colgaba muy baja en la habitación y en nuestro sueño, pendiente de un largo cordón con las hebras casi deshilachadas. Después de pasar algún tiempo, Maideen se levantó y apagó la luz, y la noche descendió como un cubo que baja por un pozo; entonces me desperté. No había suficiente oscuridad, el inmenso cielo fulguraba con la luz de agosto, entraba en las habitaciones más vacías, en las ventanas más solitarias. El mes de las estrellas fugaces. Aborrezco esta época del año, padre.

Vi que Maideen se quitaba el vestido. Se inclinó sobre él con cuidado, alisó la falda, la sacudió y, finalmente, lo colocó en la única silla de la habitación con la misma ternura que hubiera mostrado hacia cualquier silla, aunque no fuera aquella. Me incorporé presionando con mi espalda en los barrotes de la cama. Suspiré, un suspiro profundo tras otro. Me escuché a mí mismo. Cuando ella se dirigió hacia la cama, le dije: «No te acerques a mí».

Y le enseñé la pistola. Le dije: «Quiero toda la cama». Y que ella no tenía por qué estar allí. Me tumbé en la cama y le apunté con la pistola, sin mucha esperanza; me encontraba en la misma situación que se establecía cuando me quedaba medio dormido por las mañanas, y sospechaba que ella obraría del mismo modo que Jinny al tratar de despertarme.

Maideen se situó en el espacio delante de mis ojos, vulgar en la noche iluminada. Tenía los brazos desnudos. Iba despeinada. Estaba manchada de sangre, sangre y desgracia. O quizá no. Por un momento la vi doble. Pero le apunté con la pistola lo mejor que pude. «No te acerques», dije.

Entonces, mientras me hablaba, pude oír todos los ruidos de aquel lugar donde estábamos: las ranas y los pájaros nocturnos de Sunset Oaks, y el pequeño negro idiota que corría a lo largo de la empalizada, arriba y abajo, hasta donde terminaba, y vuelta a empezar, golpeándola con un palo.

«No, Ran. No lo hagas, Ran. Por favor, no lo hagas.» Se me acercó, pero cuando habló no oí lo que decía. Leí sus labios, como la gente que se esfuerza para entender algo a través de las ventanillas de un tren. Fuera, estaba seguro de que el negrito de la puerta iba a seguir con su juego, sin importar lo que hiciera yo o cualquier otro; daría golpes en la empalizada mientras corría arriba y abajo, hasta donde terminaba, y volvería a empezar.

Luego cesó el ruido. Sigue corriendo, pensé. La empalizada ha terminado, pero él sigue corriendo sin darse cuenta.

Eché hacia atrás la pistola y la dirigí hacia mí. Puse el cañón de la pistola en mi boca. Mi instinto es rápido, ardiente y ávido, y no pierdo el tiempo. Maideen seguía allí, se me acercaba, se me acercaba en combinación.

«No lo hagas, Ran. Por favor, no lo hagas.» Siempre lo mismo. Lo hice, hice el horrible ruido.

Y ella dijo: «Bueno, ya ves. No se ha disparado. Dámela. Dame ese trasto. Me haré cargo de él».

Me la quitó. Con su habitual delicadeza, la llevó hasta la silla, y aunque seguía tan remilgada como siempre, parecía tener mucha experiencia con las pistolas; la envolvió en su vestido. Volvió a la cama y se dejó caer.

Al cabo de un minuto levantó de nuevo la mano, pero con un gesto diferente, y la apoyó sin remilgos sobre mi hombro. Y la poseí en un santiamén.

 

Podía estar dormido entonces. Estaba tumbado.

«Eres tan presumido», dijo.

Permanecí echado, y pasado un momento la volví a oír. Estaba tumbada a mi lado, llorando por sí misma. Esa clase de sollozos que son suaves, pacientes, meditativos, como los de un niño después de un largo castigo.

Así que me dormí.

¿Cómo iba a saber que se iría y se haría daño a sí misma? Hizo trampa, ella también hizo trampa.

¡Padre! ¡Eugene! Lo que habéis buscado y encontrado, ¿era mejor que esto?

¿Y dónde está Jinny?

*FIN*


“The Whole World Knows”,
The Golden Apples, 1949


Más Cuentos de Eudora Welty