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Todos los días son domingos

[Cuento - Texto completo.]

Mario Benedetti

Quand on est mort, c'est
tous les jours dimanche.
Jean Dolet

La campanilla del despertador penetra violentamente en un sueño vacío, despojado, en un sueño que solo era descanso. Cuando Antonio Suárez abre los ojos y alcanza a ver la telaraña de siempre, aún no sabe dónde está. En el primer momento le parece que la cama está invertida. Luego, lentamente, la realidad va llegando a él, y le impone, objeto por objeto, su presencia. Sí, está en su habitación, son las once de la mañana, es viernes cuatro.

El sol penetra a través de la celosía y forma impecables estrías sobre la colcha. Inexorable y rutinaria, la pensión organiza su ruido. Doña Vicenta discute con el cobrador del agua y sostiene que no puede haber consumido tanto.

—Tal vez haya una pérdida —dice el cobrador.

—Pero para ustedes es una ganancia, ¿no? —contesta ella, enojada, afónica, impotente.

Alguien tira de la cadena del cuarto de baño. A esta hora no puede ser otro que Peralta, quien siempre ha sostenido con orgullo: “En esto soy un cronómetro”. El avión de propaganda pasa y repasa: suautoloespera endelasovera. Por qué no te morís, dice, a nadie, Antonio, también como parte de la rutina. Se sienta en la cama y el elástico cruje. Se despereza violentamente, pero debe interrumpirse porque tiene un calambre en el pie derecho. Al detenerse, tose. La boca está amarga. El pijama, limpio pero arrugado, queda sobre la cama.

Hoy no se va a bañar, no tiene ganas. Además, se bañó ayer, antes de ir al diario. Ufa con el calambre. Apoya el pie sobre la cama y se da unos masajes. Por fin se calma. Mueve un poco los dedos antes de meter el pie en la zapatilla. Camina hasta la mesita donde está el primus. Le pone alcohol y lo enciende. Coloca encima la caldera que anoche dejó con agua.

Está desnudo frente al espejo. Se pasa los dedos a los costados de la nariz, como alisando la piel. Advierte un granito y, con ayuda de la toalla, lo revienta. Abre la canilla. Entre el jabón verde y el jabón blanco, elige el verde. Se enjabona enérgica y rápidamente la cara, el pescuezo, las axilas. Luego abre al máximo la canilla y se enjuaga, mientras da grandes resoplidos y desparrama bastante agua. Se fricciona con la toalla y la piel queda enrojecida. Se lava los dientes y las encías le sangran.

Antes de empezar a vestirse, llena el mate y echa un poco de agua, para que la yerba se vaya hinchando. Recoge el diario que alguien deslizó por debajo de la puerta y lo arroja sobre la cama. Abre a medias una persiana. No hace mucho calor y en cambio hay viento, así que cierra la ventana. Aparta un poco el visillo y mira hacia afuera. Por la vereda de enfrente pasa un cura. Después, un tipo con portafolio. Ahora una muchachita con la cartera colgada del hombro. Pero la imagen es estorbada por la masa de un ómnibus. Seguramente un expreso. Por la calle Marmarajá no pasa ninguna línea. Después del ómnibus ya no hay más muchacha.

Antonio se sienta sobre la cama y se pone los calcetines, luego los zapatos. Siempre igual. Todas las mañanas se pone los zapatos antes que los calzoncillos y después éstos se le ensucian al pasar los tacos. Todas las mañanas se propone invertir el orden. Ahora ya es tarde, paciencia. La ropa interior está sobre la silla. En invierno la camiseta le aprieta las axilas. Por eso es mejor ahora, en otoño; no hace falta camiseta. Pero hoy se pondrá camisa y corbata. Antes de ir al diario, tiene que pasar por el cementerio. Se cumplen cuatro meses.

—Antonio, tiene gente —dice, desde el patio, doña Vicenta.

Él da vuelta la llave, abre la puerta, y se hace a un lado para que pase un hombre de estatura mediana, semicalvo, fornido.

—¿Qué tal?

El recién llegado le tiende la mano y se acomoda en una de las dos sillas, la que tiene almohadón.

—¿Querés un mate?

—Bueno.

—¿A qué hora te fuiste ayer?

—Hice dos horas extra. Se armó un pastel de la gran siete.

—Por suerte yo no tuve que quedarme. Estaba reventado.

El recién llegado chupa a conciencia la bombilla. Chupa hasta que la yerba se queja.

—Está fenómeno —dice, al alcanzarle el mate a Antonio—. Vengo por encargo de Matilde.

—¿Está bien Matilde?

—Sí, está bien. Dice si querés venir a comer con nosotros el domingo.

Antonio se concentra en la bombilla.

—Mirá, Marcos, no sé. Todavía no tengo ganas de andar saliendo.

—Tampoco te podés quedar aquí, solo. Es peor.

—Ya sé. Pero todavía no tengo ganas.

Antonio se queda un rato mirando en el vacío.

—Hoy se cumplen cuatro meses.

—Sí.

—Voy a ir al cementerio.

—¿Querés que te acompañe? Tengo tiempo.

—No, gracias.

Marcos cruza la pierna y aprovecha para atarse los cordones del zapato.

—Mirá, Antonio, vos dirás que qué me importa. Pero lo peor es quedarse solo. Le empezás a dar vuelta a los recuerdos y no salís de ahí. Qué le vas a hacer. Vos bien sabés cómo queríamos nosotros a María Esther. Matilde y yo. Vos bien sabés cómo lo sentimos. Ya sé que tu caso no es lo mismo. Era tu mujer, carajo. Eso lo entiendo. Pero, Antonio, qué le vas a hacer?

—Nada. Si yo no digo nada.

—Eso es lo malo, que no decís nada.

Antonio abre un cortaplumas y se pasa la hoja más pequeña bajo las uñas.

—Es difícil acostumbrarse. Son veinte años juntos. Todos los días. Yo hablo poco. Ella también hablaba poco. Además, no tuvimos hijos. Éramos ella y yo, nada más. Del trabajo a casa, y de casa al trabajo. Pero ella y yo juntos. No importaba que no habláramos mucho. Una cosa es estar callado y saberla a ella enfrente, callada, y otra muy distinta estar callado frente a la pared. O frente a su retrato.

Marcos no puede evitar una mirada al portarretrato de cuero, con la sonrisa de María Esther.

—Está igualita.

—Sí, está igualita.

—La colorearon bien.

—Sí, la colorearon bien. Me la regaló cuando cumplimos quince años de casados.

Por un rato solo se escucha el ruido de la yerba, cada vez que el mate se queda sin agua.

—¿Sabés cuál fue mi error? No haber aprendido nada más que mi oficio. No haberme preocupado por tener otro interés en la vida, otra actividad. Ahora eso me salvaría. Claro que después de una jornada de linotipo, uno queda a la miseria. Además, nunca se me pasó por la cabeza que fuera a quedarme viudo. Ella tenía una salud de roble. Yo, en cambio, siempre tuve algún achaque. Sí, la salvación hubiera sido tener otra actividad.

—Siempre estás a tiempo.

—No, ahora no tengo ganas de nada. Ni siquiera de entretenerme.

—Y al fútbol ¿no vas nunca?

—No iba ni de soltero. Qué querés, no me atrae.

Antonio pone otra vez la caldera sobre el primus, a fuego lento.

—¿Por qué no usás un termo?

—Se me rompió la semana pasada. Tengo que comprar.

Marcos vuelve al ataque.

—¿Realmente te parece conveniente seguir viviendo en la pensión?

—Son buena gente. Los conozco desde que era chico. No habrás pensado que fuera a conservar el apartamento. Allí sería mucho peor. Menos mal que el dueño me rescindió el contrato.

—A él le convino. Ahora debe estar sacando el doble.

—Pero yo se lo agradecí. No quería volver más. No he pasado ni siquiera por la esquina.

Marcos descruza las piernas. Empieza a silbar un tango, despacito, pero enseguida se frena.

—No precisa que te lo repita. En casa, el altillo está a tu disposición. Tiene luz. Y enchufe. Y o es frío. Además, tendrías toda la azotea para vos.

—No viejo. Te lo agradezco. Pero no me siento con ánimo de vivir con nadie. Ustedes no me arreglarían. Y yo los desarreglaría a ustedes. Fijate qué negocio.

Marcos echa un vistazo al despertador.

—Las doce ya.

Se pasa la mano por la nuca.

—¿Supiste que la semana pasada estuvo el viejo Budiño en el taller? Fue en la noche que tenés libre.

—Algo me contaron.

—Se mandó el gran discurso. Aquello de poner el hombro y yo me siento un camarada de ustedes. Siempre hay alguno nuevo a quien le llena el ojo. Yo lo miraba a ese botija que entró de aprendiz. Tenés que ver cómo abría los ganchos. Parecía que estaba escuchando a Artigas. A la salida lo pesqué por mi cuenta. Pero me miraba con desconfianza. No hay caso. Eso no se puede aprender con la experiencia de otros.

—¿Viste el editorial de hoy?

—Qué hijo de puta.

—Me tocó componerlo a mí. Le encajé una errata preciosa, pero ya vi que la corrigieron.

—Tené ojo.

—Ese crápula no afloja ni cuando está enfermo.

—¿Será cierto que está enfermo?

—Dicen que si. Algo en las tripas.

—Ojalá reviente.

Marcos deja el mate sobre la mesita, junto al primus.

—¿Te vas?

—Sí, ya que no querés que te acompañe, me voy a casa.

—¿Hoy tenés libre?

—Si.

—Bueno, dale saludos a Matilde y decile que voy a pensar lo del domingo.

—Animate y vení, hombre.

 

—De aquí al domingo, hay tiempo. Te contesto en el diario.

Después que cierra la puerta. Antonio se queda un rato tirado en la cama, con los pies afuera para no manchar la colcha. Media hora después, se pone el saco y se va.

Camina sin apuro hasta Agraciada; luego, por Agraciada hasta San Martín. No recuerda si el ómnibus es 154 o 155. Una lástima no haber tenido un hijo. Aunque hubiese sido callado, tan callado como él y María Esther. Por lo menos, ahora tendría a alguien que respaldara su silencio. Edmundo Budiño. Una bazofia. Será un síntoma de vida, una probabilidad de recuperación, sentir aún esta rabia tranquila? Cuando los editoriales del viejo Budiño llegan a su linotipo y no tiene más remedio que componerlos, se le revuelve el estómago. Esa capacidad para despreciar, esa insensibilidad para mentir, ese encarnizamiento para venderse, qué asco.

Es el 154: Cementerio del Norte. Tiene que hacer un esfuerzo para subir con el ómnibus en movimiento. Desalentadamente, el guarda estimula a que se corran en el pasillo. Antonio trata de avanzar, pero no puede. Una mujer ancha, con un chico en brazos, obstruye sus buenas intenciones. El chico tiene como doce años. Un hombre de overol, que ocupa un asiento, mira de pronto hacia arriba, ve aquel conglomerado humano y encuentra además la mirada compulsiva de la mujer, una mirada que exige un asiento. El hombre ríe, con la boca cerrada y soplando por la nariz.

—Tome asiento, señora —dice al levantarse.

La mujer se sienta y coloca al muchacho sobre sus rodillas. Las robustas piernas del chico cuelgan hacia el pasillo. El mismo hombre de overol aprovecha para vengarse.

—¿Adónde lleva al nene? ¿A que lo afeiten?

Las risas de los treinta y dos pasajeros sentados y los veintiocho pasajeros de pie que autoriza el reglamento municipal cubren totalmente la acusación de guarango que, enardecida, formula la mujer. También Antonio se ríe, pero la vergüenza del muchacho le inspira lástima.

Al llegar a Larrañaga, consigue asiento. No trajo el diario. Últimamente lee apenas los títulos, además de lo que le toca componer en el taller. Pero no es lo mismo. Tantos años de oficio; al final, todo se vuelve mecánico. Le da lo mismo componer Sociales que Deportes, Policía que Gremiales. Lo único que atrae su atención es la letra enorme, nerviosamente construida con lápiz de carbonilla, de los editoriales. Siempre vienen llenos de manchas, probablemente de grasa. Lo revuelven, pero lo atraen. En varios aspectos, son los originales más sucios que Antonio ha compuesto en su vida.

Bajan varias mujeres. Menos mal. Para descender, espera que el ómnibus se detenga totalmente. En la puerta del cementerio, se acerca al puesto de flores.

—Éstas ocho pesos y éstas doce —dice el hombre por el costado del cigarrillo.

Naturalmente, es un robo. Pero no puede hacerle eso a María Esther. No puede ponerse a regatear.

—Deme las de doce.

Avanza por el camino central, a pasos largos. La tierra está húmeda y él no trajo zapatos de goma. Son tan parecidas las lápidas. Esa que dice: A Carmela, de su amante esposo, es casi igual a la que él busca y encuentra. Nada más que esto: María Esther Ayala de Suárez. ¿Para qué mas? Antoni deposita los cartuchos. Después introduce las manos en los bolsillos del pantalón. A su izquierda, a cinco o seis metros de distancia, una mujer de saco negro llora en silencio. Por un momento Antonio sigue con interés aquellos estremecimientos. Después vuelve a mirar la lápida. María Esther Ayala de Suárez. ¿Qué más? Por la avenida central está entrando lentamente un cortejo. Ocho, diez, doce coches. Todo aquí va despacio. Aun las paladas de aquellos dos peones que preparan un pozo. María Esther Ayala de Suárez. La zeta negra no sigue la línea, ha quedado más abajo que el resto de las letras. Las mayúsculas son lindas. Sencillas, pero lindas. ¿Qué más? En este instante toma la resolución de no volver. María Esther no está con él, pero tampoco está aquí. Ni en un cielo lejano, indefinido. No está, simplemente. ¿A qué volver? No sirve de nada. La mujer del saco negro se suena ruidosamente la nariz.

Antonio saca las manos de los bolsillos y empieza a caminar hacia la avenida central. Otro cortejo desemboca en la entrada. Se va acercando lentamente. Desde el interior de uno de los autos, una chiquilina, flaca y de trenzas, mira a Antonio y le muestra la lengua. Antonio espera que cierre la boca a ver si sonríe. Al fin, ella guarda la lengua, pero se queda seria.

Solo ahora, Antonio se fija en las iniciales que ostenta la carroza: E.B. Por un instante le salta el corazón. No sabía que aún tuviese semejante vitalidad. Trata de serenarse, diciéndose a sí mismo que no puede ser, que esas iniciales no pueden corresponder a Edmundo Baudiño. No es un entierro suficientemente rico. Además, cada clase tiene su cementerio y la de los Budiño no corresponde precisamente al Cementerio del Norte.

Con todo, se acerca a uno de los coches que está momentáneamente detenido y pregunta al chofer de la funeraria:

—¿Quién?

—Barrios —dice el otro—. Enzo Barrios.

*FIN*


La muerte y otras sorpresas, 1968


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