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Toinette (1658)

[Cuento - Texto completo.]

Manuel Mujica Lainez

Toinette vuelve en sí de su desmayo y aunque quiere no logra incorporarse. Tarda un minuto en darse cuenta de que por más que se esfuerce no lo conseguirá. La viga central de su cámara, desplomada con parte del artesonado de querubes y sirenas esculpidas, le aprisiona la cintura. En torno reina la confusión. La bala española que partió el trinquete de La Maréchale fue seguida por otras del barco holandés de Isaac de Brac, que barrieron la cubierta e incendiaron la popa. Una de ellas alcanzó a la cámara de Toinette destrozando su labrada techumbre. Despatarráronse con escándalo los muebles orgullosos; rasgóse el tapiz que cubre el muro; los espejos se hicieron añicos, y Toinette creyó que había llegado su último instante. Hasta que la viga cedió. Ahora vuelve a abrir los ojos en ese aposento de pesadilla. El madero suntuoso la oprime como un cepo. En un rincón, el fuego desatado en la popa aviva una hoguera violenta.

Afuera, el estruendo no decrece. La Maréchale zozobra bajo las andanadas de sus enemigos y responde con sus baterías. Se oyen los gritos desesperados de los franceses. Pero, mon Dieu, mon Dieu! ¿dónde está Monsieur de Fontenay y cuándo vendrá a liberarla? ¿La dejarán morir allí, sola, entre sus grandes sillones volcados, sus despanzurrados cofres, sus ropas esparcidas? Toinette siente un dolor punzante en el pecho. Alarga los brazos cuanto puede, en busca de un apoyo, y no lo encuentra. Los dedos de su mano derecha rozan la arqueta de sus joyas. Gira la cabeza y la ve, al resplandor inseguro de las llamas distantes. Se estira desesperadamente, pero es inútil. Apenas si araña la tapa de bronce que encierra sus pendientes de perlas, su broche de esmeraldas, su collar de zafiros, su ancha pulsera de diamantes, todos los regalos de Monsieur de Fontenay; los regalos que la tentaron a emprender el viaje maldito.

¿Y Maroc? ¿Dónde andará Maroc en medio de este infierno? Le llama, convulsa: —¡Maroc! ¡Maroc!

El negrillo no puede haber muerto. Posee una agilidad gatuna y su cuerpo aceituna se le habrá escurrido a la Muerte entre las falanges.

—¡Maroc! ¡Maroc! ¡Timothée! ¡Timothée!

Nadie le responde: ni el africano ni el señor de Fontenay. Un sudor frío empapa la frente de Toinette. Solloza, angustiada:

—¡Maroc! ¡Maroc!

¿Por qué, por qué abandonó la calma de su casita francesa, en Béziers, para lanzarse a esta aventura loca? ¿Por qué escuchó a Timothée d’Osmat, cuando acudió a seducirla con fabulosas promesas? ¡Todo parecía tan fácil entonces, tan simple! Monsieur de Fontenay le aseguró que el viaje sería un paseo triunfal, con escolta de tritones y delfines, como en los cuadros de Rubens. Fondearían ante Buenos Aires y la ciudad se rendiría de inmediato. ¡Una aldea, apenas una aldea diminuta! Casi podrían llevársela a Luis XIV, de regreso, sobre una bandeja de plata. Y ahora…

El viaje de los tres navíos fue una maravilla. Surcaron el mar gallardamente, henchidos los velámenes, rítmicos los galeotes, danzando sobre las cofas los gallardetes azules sembrados de flores de lis. A Toinette la mimaron como a una reina. ¿Cuándo había conocido tales esplendores? No en casa de su padre, por cierto: el modesto escribano se debatía en la pobreza, cuando Timothée d’Osmat empezó a cortejar a su hija única. El señor hizo decorar el vasto alcázar de La Maréchale, para ella. Lo tendió de tapices flamencos; lo alhajó de muebles dorados y de espejos de Venecia, misteriosos, como el agua de los canales. Su lecho, cuyas colgaduras dan pena ahora, parecía el trono de una favorita, radiante, empenachado. Frente al aposento, prolongándolo sobre cubierta, Monsieur de Fontenay hizo armar un pabellón color de naranja, fijo en el frente delantero sobre dos alabardas con borlas. Allí transcurrieron las tardes de Toinette. Echada en los cojines, leía Le Grand Cyrus, de Mademoiselle de Scudéry, porque en su pintoresca ciudad del Hérault se las daba de mujer de letras y es un libro que no se debe ignorar. Volvía perezosamente las páginas del novelón inmenso e imaginaba que su destino se confundía con el de la heroína, para quien Ciro conquistó el Asia. Ciro era Monsieur de Fontenay, quien de tanto en tanto se aproximaba a besarle la mano, a ofrecerle un refresco. Magnífico, este Monsieur de Fontenay, a pesar de que ya es bastante maduro. ¡Y qué bien se coloca el sombrero de plumas sobre el pelucón enrulado!

En el puente, los estampidos se multiplican. La Santa Águeda de Ignacio de Males y la nao holandesa de Brac no aplacan su acometida. Un fragor terrible detiene el corazón de la muchacha. La Maréchale comienza a tumbarse sobre un costado. En la cámara ruedan los muebles; el lecho golpea contra un muro y las llamas se apoderan vivamente de él. Toinette no logra zafarse. Enloquecida, ruega:

—¡Timothée! ¡Timothée! ¡Maroc! ¡Maroc!

Maroc es un esclavo de quince años. El caballero se lo obsequió al zarpar. Un turbante escarlata le envuelve la cabeza y su única misión consiste en obedecer al ama: presentarle los frascos de perfumes; hacerle aire con un abanico de palmeras los días de calor ecuatorial; prepararle los sorbetes; acurrucarse a sus pies como un perro; sonreírle con los dientes blancos. Sus ojos no la abandonan ni un segundo. Pero ahora, cuando más lo necesita, la ha abandonado.

Ábrese la puerta de la habitación y la silueta de Timothée d’Osmat se recorta en el dintel, con un fondo de llamas. Ha perdido la peluca y el sombrero. Parece mucho más viejo así, casi un anciano. Le brilla la calva sudorosa.

Toinette se estremece de alegría. Monsieur de Fontenay da un paso hacia ella y cae pesadamente. La sangre que le mana de la boca moja los folios de Le Grand Cyrus.

La muchacha redobla sus esfuerzos. La espanta la vecindad del muerto. ¿El muerto? De repente cantan en su memoria los versos que oyó, dos años atrás en Béziers, cuando la compañía de Monsieur Molière estrenó Le Dépit Amoureux. Los decía Mascarille, el criado de Valère haciendo muecas bufonas:

 

Eh! monsieur mon cher maître, il est si doux de vivre!
On ne meurt qu’une fois et c’est pour si longtemps!

 

Pero los alejandrinos burlescos resuenan hoy en su mente en eco trágico: “¡Solo se muere una vez y es para tanto tiempo!”.

Pour si longtemps!, pour si longtemps!”. ¿Tendrá que morir ella también? ¡Maroc! ¡Maroc! ¡Qué miedo, qué miedo atroz de morir para siempre! El terror le ciñe la garganta. ¿Morirá allí a los veintidós años, con su frescura de flor, con sus labios rojos? ¡Ay! ¿por qué, por qué escuchó a Timothée y se dejó raptar en el sonoro coche que les arrastró a través de Francia hacia el puerto del demonio? Monsieur de Fontenay le puso al cuello los zafiros; le colgó de los lóbulos, con mil coqueterías, los pendientes de perlas de su madre; le juró que a su regreso el superintendente Fouquet le nombraría virrey del Río de la Plata. Se casarían. La presentaría en la Corte. Toinette haría su reverencia delante de Luis XIV que solo cuenta veinte años y es bello como un Apolo de mármol. ¿Por qué escuchó al cortesano insinuante?

—¡Maroc! ¡Maroc!

Las otras dos naves de Timothée d’Osmat habrán emprendido la fuga, y alrededor de La Maréchale tumbada, flamígera, estrecharán el cerco las embarcaciones de los españoles y de los holandeses.

Toinette aguza el oído. En la costa retumban los alaridos victoriosos de los guaraníes que los padres jesuitas enviaron desde el norte, velozmente, para ayudar a proteger la ciudad.

¡Buenos Aires! ¡Cuánto, cuánto la odia! Al fondear frente a ella, en el estuario, Timothée se la mostró con un largo ademán, revoleando los puños de encajes de Malinas:

—¡He aquí vuestra capital, Marquesa de Buenos Aires!

Ella, con una sonrisa, había tomado el catalejo y no pudo contener un mohín decepcionado. Apenas cuatrocientas casas de barro forman la aldea, sin muro, sin foso, ni más baluarte que un fuerte pequeño. En la redondez del cristal de su anteojo, Toinette vio, como una miniatura, la frágil construcción, con sus cañoncitos. Detrás, en la llanura, apiñábanse los patios y las huertas, con la gracia de los naranjos, de los limoneros, de los perales, de los manzanos, de las higueras.

Debieron atacar en seguida pero no lo quiso Timothée. Antes recorrerían el río. Le gustaba jugar con la presa que no se podría defender. Por eso yace ahora de bruces, en el alcázar, con el rostro aquilino hundido en las páginas de Le Grand Cyrus.

—¡Maroc! ¡Maroc!

¿Dónde se esconderá Maroc, Maroc que permanecía de hinojos durante horas, junto al sillón de damasco de su ama, como ante una imagen, acariciándola con los ojos ardientes? ¿Habrá huido en alguna de las otras naves? El africano nada como un pez…

La torpeza de Monsieur de Fontenay dio tiempo a la ciudad para pertrecharse; para apremiar a los indios fieles; para requerir el socorro de la flota de mercaderes de Holanda que cargaban cueros de toro. Y ahora… Ya no habrá virreinato para Toinette, ni fiestas en el castillo de Vaux, donde triunfa la gloria del superintendente Fouquet y las fuentes dibujan palacios de vidrio sobre las copas de los árboles. Ya no habrá reverencias delante del monarca que, por un momento, deja a su adorada María Mancini, sobrina del Cardenal Mazarino, para admirar a la muchacha de labios rojos. Ya no habrá nada…

—¡Maroc! ¡Maroc!

La lucha ha cesado casi por completo. Solo algunos disparos de mosquetería la prolongan. El fuego cubre como otro tapiz crepitante un muro entero de la cámara. Pronto lamerá la viga que aprieta el pecho joven y la cintura de Toinette. Entonces… Pero no hay que pensar en eso; es imposible. Hay que pensar en Le Grand Cyrus y en Monsieur Molière, con sus extraños bigotes y su peluca, cuando representaba en Béziers delante de los Estados. ¿Qué papel era el suyo? ¡Ah sí!, el del padre, el de Albert, en Le Dépit Amoureux, ¡y con qué osada elegancia! Pero no, no debe recordarlo, porque entonces:

On ne meurt qu’une fois et c’est pour si longtemps!

Maroc entra de un salto gimnástico, como un niño bailarín. Maroc, sin turbante, sin babuchas, sin la faja verde. Maroc, desnudo como un adolescente salvaje, negrísimos los ojos, erizado el pelo crespo. Se llega a ella, indeciso. Luego se inclina, se pone de rodillas, como cuando la cuidaba en la tienda anaranjada del puente. Acerca a la cara blanca la suya morena, ansiosa; acerca a los labios rojos su boca que tiembla. La besa largamente, hondamente. En medio de su pavor, desde el cepo que la tortura entre el moblaje fastuoso, Toinette siente ese beso de hombre. Es un beso distinto de los que le ha dado Monsieur de Fontenay, que hasta en el amor guarda un recato de ceremonia.

Maroc le besa el cuello; le besa la piel lisa y perfumada. De otro salto se pone de pie y toma la arqueta de joyas. Se detiene junto al cadáver de Timothée d’Osmat. Le alza la cabeza por una oreja, como si fuera un animal muerto, y le escupe en la mejilla. Luego la deja caer sobre el volumen abierto de Mademoiselle de Scudéry.

—¡Maroc! ¡Maroc!

Y ya está afuera. Ya se zambulle en el río. Ni siquiera se ha vuelto a mirar a la mujer que grita de horror.

Las llamas avanzan lentamente sobre la viga que aplasta el torso nacarado de Toinette.

*FIN*


Misteriosa Buenos Aires, 1950


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