Negra, ruinosa, sola y olvidada, Hundidos ya los pies entre la arena, Allí yace Toledo abandonada, Azotada del tiento y del turbión. Mal envuelta en el manto de sus reyes, Aun asoma su frente carcomida; Esclava, sin soldados y sin leyes, Duerme indolente al pie de su blasón.
Hoy sólo tiene el gigantesco nombre, Parodia con que cubre su vergüenza, Parodia vil en que adivina el hombre Lo que Toledo la opulenta fue. Tiene un templo sumido en una hondura, Dos puentes, y entro ruinas y blasones Un alcázar sentado en una altura, Y un pueblo triste que vegeta al pie.
El soplo abrasador del cierzo impío Ciñó bramando sus tostados muros, Y entre las hondas pálidas de un río Una ciudad de escombros levantó. Está Toledo allí: yace tendida En el polvo, sin armas y sin gloria, Monumento elevado a la memoria De otra ciudad inmensa que se hundió.
Alguna vez sobre la noche umbría, De este montón de cieno y de memorias Se levanta dulcísima armonía…., Cruza las sombras cenicienta luz: Se oye la voz del órgano que rueda Sobre la voz del viento y de las preces; Una hora después apenas queda Un altar, un sepulcro y una cruz.
Apenas halla la tardía luna, Al través de los vidrios de colores El brillo de una lámpara moruna Colgada al apagarse en un altar; Apenas entreabierta una ventana Anuncia un ser que sufre, llora o vela; Que el pueblo sin ayer y sin mañana Yace inerme dormido ante el hogar.
Acaso al gemir del viento, Ese pueblo, en la alta noche, Alza el rostro macilento Despertando con pavor; Fingiendo en la sombra oscura La mal abierta pupila, La transparente figura De un fantasma aterrador. Entonces en su memoria Se levantan confundidas Una bruja y una historia De la santa religión, Mientra, en el polvo la frente, A la bruja, o a María Dirige indistintamente Su sacrílega oración. Y en su ignorancia grosera Mezcla acaso en un ensueño El nombre de una hechicera Con el nombre de Jehová. Con el vaticinio inmundo De un saludador infamo, El del Redentor del mundo En torpe amalgama va. La luna en tanto pasea Cruzando el azul tranquilo, Y los despojos blanquea De tanta generación; Esas páginas sin nombre, Cifras de un siglo ignorado, Que alzó la mano del hombre Del hombre para baldón. Esas santas catedrales, Cuyos pardos capiteles, Cuyos pintados cristales, Cuya bóveda ojival, Cuyo color ceniciento, Cuyo silencio solemne, Cobijan por pavimento Una losa sepulcral. Sobre ella los vivos cantan, A par de ruidosa orquesta, Cantares que se levantan Hasta los pies del Señor: Sobre ella flota el perfume Que la atmósfera embalsama, Y en oblación se consume Oro y mirra al Criador. Sobre ella en noche lluviosa, Al bramar del viento bravo, Armonía misteriosa En el templo se hace oír. Es un cántico tremendo, Ronco, vago, agonizante, Una voz que está pidiendo Por los que van a morir. Es la voz del himno santo, Del terrible Miserere, Cuyo monótono canto Miedo infunde al corazón: Y en la bóveda rodando, Saliendo al aire flotante, Al mundo va predicando Una santa religión. Y bajo la piedra helada, De los hombres que murieron Se oye la voz apagada El triste salmo decir: Y la campana sonora Remedándola en el aire, Con la voz de alguna hora La hace en el aire morir.
Duerme ¡oh Toledo! en la espumante orilla De ese torrente que a tus pies murmura, Que con agua pesada y amarilla Roe y devora tu muralla oscura, Que llora avergonzado tu mancilla, Tu perdida riqueza y tu hermosura, Y calla por piedad a las naciones Que yacen en su fondo tus blasones. Duerme, sí, con tus fábulas sagradas, Los ángeles y brujas de tus cuentos, Las danzas de los santos con las fadas, Los misterios ocultos en los vientos; Duerme, sí, con tus farsas parodiadas, Prenda de tus señores opulentos: Sepulta en barro tu diadema de oro Y canta en derredor de tu tesoro.
Hubo unos días de gloria Vanos recuerdos de ayer: Apenas hoy de esa historia Nos queda un Zocodover, U otro nombre, en la memoria. Ceñida entonces la plaza De ancho tapiz toledano, En la arena húmeda emplaza Un moro de noble raza A algún capitán cristiano. Vestidos están de flores, Que avergüenzan un jardín, Balcones y miradores; Cristales son de colores Los del Miramamolín. Sólo abierto hay un balcón, Y es el balcón del Sultán, Y armados de alto lanzón Jinetes debajo están Por respeto a la función. Y las musulmanas bellas Detrás de las celosías Muestran ocultas estrellas Sus ojos, que en tales días No hubiera luces sin ellas. ¡Bellas son las orientales! Delicados como espumas Sus prendidos y sus chales, Que mece en ondas iguales Un abanico de plumas. Por eso, celoso el moro, Tendió en sus ojos un velo, Que es más rico su tesoro Que el color azul del cielo Teñido en franjas de oro. Derraman desde la altura Aguas de olor en la arena, Que dan aroma y frescura, Y agitan el aura pura De aurora blanca y serena. Y en redes de oro, colgadas De las tres torres mayores, De luz y de aire embriagadas, Cantan y vuelan cerradas Aves de gayos colores. Gala del hombre de Oriente Era la altiva Toledo: Hoy conserva solamente Cieno en la caduca frente, Y dentro del alma miedo. La árabe Zocodover, Solitaria y carcomida, Puede apenas sostener La memoria de su vida, Amenazando caer. Hoy a las cañas de moros A lo más ha reemplazado Con una farsa de toros, Y a los adufes sonoros Con los gritos de un mercado. Y porque consuelo alguno Quedar a Toledo pueda, Robóle el tiempo importuno Hasta la alfombra de seda Del alto alcázar moruno.
III Hoy un templo de gótica estructura, Y escombros sin historias y sin nombre, En su deforme y colosal figura Su sentencia mortal muestran al hombre. Y es fama que se encienden todavía En el templo las lámparas sagradas, Y que vibrar se escuchan noche y día Del órgano las notas aceradas. Aun existe una página de roca En que leer deletreando apenas La era en que una tribu noble o loca Cesó de darnos timbres o cadenas. Aun hay mirra, hay pebetes y hay alfombras En que a través de seda y pedrería Alcanza el pensamiento entre las sombras Lo que Toledo la árabe sería. Esos son los suntuosos funerales De tanta gala, pompa y hermosura; Quedan, en vez de cantos orientales, Himnos al Dios que mora en el altura.
Ya no hay cañas, ni torneos Ni moriscas cantilenas, Ni entre las negras almenas Moros ocultos están; Hoy se ven sin celosías Miradores y ventanas, No hay danzas ya de sultanas En el jardín del Sultán. Ya no hay dorados salones En alcázares Reales, Gabinetes orientales Consagrados al placer; Ya no hay mujeres morenas En lechos de terciopelo, Prometidas en un cielo Que los moros no han de ver. Ya no hay pájaros de Oriente Presos en redes de oro, Cuyo cántico sonoro, Cuyo pintado color, Presten al aire armonía Mientras en baño de olores Dormita, soñando amores, El opulento señor. No hay una edad de placeres Como fue la edad moruna; Igual a aquella ninguna, Porque no puede haber dos; Pero hay en gótica torre De parda iglesia cristiana Una gigante campana Con el acento de un Dios. Hay un templo sostenido En cien góticos pilares, Y cruces en los altares, Y una santa religión; Y hay un pueblo prosternado Que eleva a Dios su plegaria A la llama solitaria De la fe del corazón.
IV Hay un Dios cuyo nombre guarda el viento En los pliegues del ronco torbellino, A cuya voz vacila el firmamento Y el hondo porvenir rasga el destino. La cifra de ese nombre vive escrita En el impuro corazón del hombre, Y él adora en un árabe mezquita La misteriosa cifra de ese nombre.
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