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Tommy, una persona nada sentimental

[Cuento - Texto completo.]

Willa Cather

—Tu padre dice que no tiene ningún tacto para los negocios, ¡menuda mala suerte!

—¿Para los negocios? —respondió Tommy—. Para los negocios es igual que un niño; lo único que sabe hacer bien es peinarse la raya y llevar un clavel blanco en el ojal. Se los envían de Hastings dos veces por semana, con la misma regularidad que el correo, pero los cheques que hace efectivos continúan en la caja fuerte hasta que se pierden o alguien los encuentra. Yo la abro de vez en cuando y mando los paquetes de su parte. Contesta a las notas en seguida, pero las cartas comerciales… Creo que las rompe sin abrir para sacudirse la responsabilidad de contestarlas.

—No entiendo cómo puedes tener tanta paciencia con él, Tommy, su actitud no puede ser más censurable.

—Bueno, que un hombre o una mujer te caigan bien o no, desgraciadamente no depende en absoluto de sus conocimientos o cualidades. Te gustan o no, y ya está. Para comprender por qué, tendrás que recurrir a un oráculo más sabio. Jay es muy simpático, y ésa es su única virtud; aunque, después de todo, me parece una virtud muy envidiable.

—Sí, es muy simpático —contestó la señorita Jessica, mientras apagaba deliberadamente el mechero de gas y procedía a ordenar sus artículos de tocador. Tommy la observó con atención y después se alejó con expresión perpleja.

Huelga decir que Tommy no era un chico, aunque sus ojos grises y penetrantes y su frente despejada fueran poco femeninos, y tuviese la figura larguirucha de un muchacho en pleno crecimiento. En realidad se llamaba Theodosia pero, como durante las frecuentes ausencias de Thomas Shirley ella se ocupaba del banco y de la correspondencia firmando como “T. Shirley”, todo el mundo en Southdown la llamaba “Tommy”. Esta clase de familiaridades son muy frecuentes en el Oeste, y están cargadas de buena intención. Allí a nadie le extraña que una chica tenga talento para los negocios, y es algo que todos respetan muchísimo. No hay duda de que Tommy lo tenía y, de no haber sido así, habría reinado el caos en el Southdown National. Pues Thomas Shirley tenía muchas tierras en Wyoming que le alejaban constantemente del hogar, y su cajero, el pequeño Jay Ellington Harper, era —según decían en la ciudad— un cero a la izquierda en el banco. Era hijo de un amigo del viejo Shirley que había mandado a su vástago al Oeste porque su paso por la universidad era un desastre, dilapidaba el dinero y llevaba una vida demasiado alocada en el Este. El entorno cambió la existencia del joven caballero, pues era de todo punto imposible vivir de forma pródiga o acelerada en Southdown, pero no logró influir sustancialmente en sus hábitos mentales o inclinaciones. Le nombraron cajero del banco de Shirley porque su padre compró la mitad de las acciones, pero era Tommy quien hacía su trabajo.

La relación entre los dos jóvenes era bastante peculiar; Harper le estaba muy agradecido, a su manera, por impedir que cayera en desgracia ante su padre y se lo demostraba con centenares de pequeñas atenciones, que eran nuevas para ella y que la compensaban con creces del fastidioso trabajo que hacía para él. Tommy era consciente de que le había cogido mucho cariño a Harper, y se sentía al mismo tiempo completamente ridícula por ello. Como solía decir, no era su tipo ni lo sería nunca. Y no es que pensara muy a menudo en ese asunto, pero, cuando lo hacía, veía las cosas con claridad, y su intelecto era tan poco femenino que llegaba siempre a una conclusión lógica. Pero Jay Ellington Harper le seguía gustando de todas formas. Y era el único hombre superficial que se contaba entre sus amistades. Conocía a un montón de hombres de negocios, jóvenes y activos, y de enérgicos rancheros como los que abundan en una animada ciudad del Oeste, pero no se interesaba especialmente por ellos, tal vez porque eran prácticos y sensatos y demasiado parecidos a ella. No tenía casi ninguna amiga, pues en aquellos tiempos apenas había mujeres en Southdown que fueran interesantes en algún sentido o que se interesaran por algo que no fueran bebés y ensaladas. Sus mejores amigos eran los viejos compañeros de negocios de su padre, hombres de edad y con mucho mundo que adoraban a Tommy y estaban orgullosos de ella. Veían en la joven una rectitud y una honradez que Jay Ellington Harper nunca percibía o que, de hacerlo, era incapaz de apreciar, pues no comprendía su singularidad. Aquellos viejos especuladores y hombres de negocios se habían sentido siempre un poco responsables de la hija de Tom Shirley, y habían ocupado en cierto modo el lugar de su madre, aconsejándola sobre muchas cosas de las que los hombres rara vez osan hablar a las mujeres. Tommy era uno más en el grupo: jugaba al whist y al billar con ellos, y les preparaba cócteles, sin desdeñar tomarse alguno de vez en cuando. Lo cierto es que los cócteles de Tommy eran famosos en Southdown, y los barmans profesionales la saludaban siempre respetuosamente como si vieran en ella a una temible rival.

Pues bien, todo esto disgustaba y sorprendía a Jay Ellington Harper, y Tommy lo sabía perfectamente, pero se aferraba a sus viejas costumbres con verdadera obstinación, y sentía de algún modo que cambiarlas sería absurdo y desleal con los muchachos. Mientras duró esa situación, sus viejos amigos le pidieron que pasara más tiempo con ellos, pues casi todos eran muy perspicaces, y no llevaban cincuenta años en el mundo para no haber aprendido un poco y haber desaprendido mucho más. Y, mientras Tommy, ingenuamente, creía interpretar a la perfección su papel de mujer indiferente, ellos sospechaban lo que ocurría y se preguntaban cuál sería el desenlace. Con todo, su fe en la joven no se vio debilitada lo más mínimo, y Joe Elsworth le dijo a Joe Sawyer una noche mientras jugaban al billar: “Supongo que podemos confiar en la sensatez de Tommy”.

Eran demasiado juiciosos para hablar con ella, pero comentaron el asunto con Thomas Shirley padre, y acordaron ponerle las cosas muy difíciles al señor Jay Ellington Harper.

Finalmente, sus relaciones con Harper fueron tan tirantes que el joven comprendió la conveniencia de abandonar la ciudad, así que su padre lo colocó en Red Willow, en un pequeño banco de su propiedad. Pero Red Willow no era distancia suficiente, pues estaba a tan solo treinta y ocho kilómetros al norte, en las montañas Rocosas, y Tommy solía encontrar alguna disculpa para acercarse en su carruaje y enderezar el trabajo de su amigo. Por ese motivo, cuando decidió de pronto pasar un año en un internado del Este, su padre suspiró con alivio. Pero sus siete viejos amigos movieron la cabeza preocupados: no les gustaba en absoluto que la chica viajara al Este. Era una señal de debilidad, comentaron, y mostraba cierta inclinación a probar otra clase de vida, la de Jay Ellington Harper.

Pero Tommy fue a un internado donde, según todas las calificaciones, se comportó con suma corrección. No preparó más cócteles, ni jugó más al billar. No se tomó demasiado en serio las asignaturas, pero destacó en deportes, algo que en Southdown era mucho más valioso que la erudición.

Todos advirtieron cuánto le alegraba regresar a Southdown. Se paseó por la ciudad estrechando la mano a todo el mundo, con el rostro saludable e inteligente —tan parecido al de un muchacho— rebosante de felicidad. Como le dijo una mañana al viejo Joe Elsworth, mientras conducían un carruaje tirado por un semental a través de un bosquecillo de álamos que crecían desordenadamente entre los riscos abrasados por el sol:

—Todo es precioso en el Este, y las montañas son muy altas, pero se echa de menos este cielo de color azul intenso, ¿sabes?; los cielos allí son pálidos y grisáceos. Y este viento, este viento tan odiado y querido, que siempre llega como una carga de caballería y jamás amaina ni deja de soplar… ¡Oh, Joe, cómo añoraba este viento! Era incapaz de dormir en medio de tanta quietud.

—¿Y qué me dices de los habitantes, Tom?

—Son buena gente, Joe, pero muy distinta a nosotros; nunca llegaremos a parecernos.

—¿Lo has visto con claridad?

—Con toda claridad, Joe.

Tommy se rió un poco forzadamente, y Joe fustigó su caballo. Lo único malo de su regreso fue que vino acompañada de una joven con la que se había encariñado en el internado, una criatura lánguida, pálida y delicada que olía a perfume de violetas y llevaba una sombrilla. A sus viejos amigos les pareció una mala señal, la peor señal del mundo, que una joven tan rebelde como Tommy se mostrara dulce y amable con una persona de su sexo.

En cuanto su nueva amiga llegó a la ciudad surgió una nueva complicación. No hubo ninguna duda sobre la impresión que ésta causaba en Jay Ellington Harper. Era obvio que veía en ella todas esas pequeñas muestras de educación que podían conmover a un joven tímido y angustiado que no estaba en su elemento. Los sentimientos de él resultaron evidentes, y los corazones de los siete amigos se llenaron de inquietud. Joe Elsworth le dijo al otro Joe:

—El muy sinvergüenza se ha enamorado de esa chiquilla apocada siguiendo el orden natural de las cosas. Pero tenemos a Tommy con esa ceguera que quizá no pueda curarse, y será terrible para ella. Es inútil, no puedo ayudarla, me marcharé una temporada a Kansas City. No puedo quedarme aquí y presenciar su espantoso sufrimiento.

Pero no se marchó.

Había otra persona que comprendía tan bien como Joe lo desesperado de la situación, y ésta era Tommy. Es decir, comprendía la actitud de Harper. En cuanto a la señorita Jessica, no lo sabía a ciencia cierta, pues la señorita Jessica, a pesar de ser pálida, lánguida y aficionada a las sombrillas, era una joven de lo más discreta. Cualquier conversación sobre el tema concluía normalmente sin mayor información sobre sus sentimientos, y a veces Tommy se preguntaba si sería capaz de tener alguno.

Finalmente, el desastre que Tommy llevaba tanto tiempo profetizando golpeó de lleno a Jay Ellington Harper. Cierta mañana recibió un telegrama de su amigo suplicándole que intercediera ante su padre; todo el mundo quería sacar dinero del banco y necesitaba su ayuda antes del mediodía. Eran las diez y media y el único tren que iba todos los días a Red Willow había salido lentamente de la estación una hora antes. Thomas Shirley padre no estaba en casa.

—Lo cual es una suerte para Jay Ellington, su corazón no sería tan blando como el mío —exclamó Tommy, mientras cerraba el libro de contabilidad y se volvía hacia la aterrorizada señorita Jessica—. Desde luego, somos su única posibilidad de salvación; nadie más movería un dedo por él. El tren ha salido hace una hora y Harper dice que llega a Red Willow hacia el mediodía. Es el único banco de la ciudad, así que no arreglamos nada enviando un telegrama. Solo me queda ir pedaleando. No sé, tal vez lo consiga. Jess, corre a casa y saca mi bicicleta, quizá tengas que mirarle las ruedas. Voy dentro de un minuto.

—Theodosia, ¿puedo ir contigo? ¡Tengo que hacerlo!

—¿Venir conmigo? Como quieras. Aunque ya sabes lo que te espera: treinta y ocho kilómetros de terreno accidentado cuesta arriba, y solamente una hora y cuarto para recorrerlo.

—¡Soy capaz de cualquier cosa, Theodosia! —exclamó la señorita Jessica, abriendo su sombrilla y echando a correr.

Tommy sonrió mientras empezaba a meter billetes en una bolsa de lona.

—Quizá lo seas, querida, y quizá no —dijo.

La carretera que une Southdown con Red Willow no es en modo alguno una de las preferidas de los ciclistas; está llena de baches, es muy empinada y sube de manera ininterrumpida desde la vega del río hasta la cima de las Rocosas, serpenteando blanca y tórrida entre los maizales agostados y los pastos donde el ganado tejano de cuerno largo pace en las viejas charcas de los búfalos. La señorita Jessica pronto comprendió que, con tanto pedaleo, apenas quedaba tiempo para las emociones o sensibilidad para algo que no fuera el calor sofocante que debían soportar. Abajo en el valle, los lejanos riscos parecían vibrar bajo el sol; el ganado, medio asfixiado, se escondía en las orillas en declive de los riachuelos, y los perros de las praderas se refugiaban en lo hondo de sus madrigueras, las cuales, según se dice, llegan hasta el agua. El canto de las cigarras era el único signo de vida, y sus chirridos se repetían como si solo los avivara y estimulase aquel calor abrasador. El sol parecía un metal al rojo vivo, y el viento que soplaba del sur era aún más caluroso. Pero Tommy sabía que el viento era lo único que podía ayudarlas. La señorita Jessica empezó a sentir que, a menos que se parara y bebiese un poco de agua, no seguiría mucho tiempo en este valle de lágrimas. Se lo insinuó a Tommy, pero ésta se limitó a mover la cabeza.

—Perderíamos demasiado tiempo.

Y se inclinó sobre el manillar, sin levantar los ojos del camino que tenía delante. La señorita Jessica comprendió de pronto que Tommy, además de ser muy poco amable, se sentaba de un modo horrible en la bicicleta y tenía un aire agresivamente masculino y profesional cuando se agachaba y pedaleaba de aquella forma. Pero justo en ese momento la señorita Jessica encontró más dificultades que nunca para respirar, y al otro lado del río los peñascos empezaron a formar espirales y a bailar la danza de las faldas*, y otras consideraciones más urgentes y personales ocuparon la cabeza de la joven dama.

Cuando llevaban más de medio camino, Tommy sacó su reloj.

—Tienes que correr más, Jess, no puedo esperarte.

—Estoy agotada, Tommy —dijo entre jadeos la señorita Jessica, bajándose de la bicicleta y sentándose en un pequeño montículo al borde de la carretera—. Continúa tú, y dile… dile de mi parte que espero que el banco no quiebre, y que haría cualquier cosa para salvarlo.

Para entonces la discreta señorita Jessica tenía los ojos llenos de lágrimas, y Tommy asintió con la cabeza mientras desaparecía colina arriba riéndose para sus adentros.

“Pobre Jess, cualquier cosa menos la que Harper necesita. Bueno, las chicas de tu clase soléis llevar las de ganar, pero en pequeños asuntos como éste las de mi clase somos superiores. Se nos dan mejor que bailar. Menos mal que las cosas están un poco repartidas.”

A las doce en punto, cuando Jay Ellington Harper —con el cuello de la camisa arrugado y empapado en sudor, el monóculo empañado, el cabello húmedo sobre la frente, e incluso con las puntas del bigote goteantes— intentaba razonar con un montón de bohemios* indignados, Tommy entró sigilosamente por la puerta con la bolsa de lona en la mano. Fue derecha al otro lado de la reja y, oculta tras la mesa del contable, le pasó el dinero a Harper y se volvió hacia el portavoz de los bohemios.

—¿Qué ocurre, Anton? ¿Acaso os ponéis ahora de acuerdo para venir al banco?

—Queremos nuestro dinero, queremos nuestro dinero, y él no lo tiene, ni puede dárnoslo —gritó el enorme bohemio aficionado a la cerveza.

—Vamos, Harper, deje de tomarles el pelo. Deles el dinero y líbrese de ellos; necesito hablar con usted —dijo Tommy con desenfado mientras entraba en su despacho.

Cuando el joven se reunió con ella media hora más tarde, después de que las aguas volvieran a su cauce, lo único que quedaba de su aspecto inmaculado de siempre era el monóculo y la flor blanca del ojal.

—¡Ha sido horrible! —exclamó con voz entrecortada—. Señorita Theodosia, nunca podré agradecérselo lo suficiente.

—No —le interrumpió Tommy—, nunca podrá, y tampoco quiero que lo haga. Pero ¡qué situación tan comprometida! Cuando he entrado, parecía usted un fantasma. ¿Por qué han venido?

—No lo sé. Aparecieron de repente, como lobos en un redil. Se acercaron como en un baile de fantasmas.

—Y, como es natural, no tenía usted reservas. Le dije que algún día ocurriría esto; con sus encantadores métodos, era algo inevitable. Por cierto, Jess le manda sus disculpas y dice que haría cualquier cosa por salvarlo. Partió conmigo, pero se ha quedado a mitad de camino… No se asuste, no está herida, solo sin aliento. La dejé hecha un ovillo al borde de la carretera, como un conejito blanco. Creo que nuestra escapada fue demasiado prosaica para ella: su naturaleza es esencialmente romántica. Si hubiéramos venido en fogosos corceles cubiertos de sudor, habría conseguido llegar; pero una bicicleta hería su dignidad. Y ahora yo me ocuparé del banco; será mejor que usted coja la bicicleta y vaya a buscar a Jess para consolarla. Y, tan pronto como sea posible, Jay, desearía que se casara con ella y acabara con este asunto. Tengo ganas de olvidarlo.

Jay Ellington Harper se desplomó en una silla y palideció un poco.

—Theodosia, ¿qué quiere decir? ¿No se acuerda de mis palabras del otoño pasado, la víspera de marcharse al internado? ¿No se acuerda de lo que le escribí?

Tommy se sentó a su lado en la mesa y le miró a los ojos con enorme seriedad y franqueza.

—Vamos, Jay Ellington, nuestro juego ha sido muy agradable, pero ha llegado el momento de dejarlo. Algún día hay que madurar. Está usted de lo más nervioso y preocupado por Jess, ¿a qué negarlo? Ella es de su clase, y está completamente loca por usted, así que solo queda una cosa por hacer. Nada más.

Jay Ellington se enjugó la frente, consciente de no estar a la altura de la situación. Tal vez se sintiera más conmovido que nunca en el fondo de su insensible corazón. Contestó a Tommy con voz queda y temblorosa:

—Ha sido usted muy buena conmigo. Nunca pensé que una mujer pudiera ser tan amable e inteligente. Ha conseguido casi convertirme en un hombre.

(“Bueno, no hay duda de que he fracasado en eso. En cuanto a ser buena con usted, es una falsa impresión, ¿sabe?; mi naturaleza es afable, pero, después de todo, soy humana. Desde que le conozco, no he sido nada buena, sea cual sea la acepción de esta palabra, y mucho me temo que ni siquiera he sido inteligente. Y ahora tenga piedad de Jess… y de mí…, y márchese. ¡Vamos! El paseo en bicicleta empieza a afectarme. Ha sido un gran esfuerzo. Gracias a Dios que por fin se ha marchado y ha tenido el suficiente sentido común para no añadir nada. La situación se ponía cada vez más crítica. Y, como ya le había dicho, no soy ninguna supermujer.”)

Cuando Jay Ellington Harper se hubo marchado, Tommy se quedó a solas en el oscuro despacho, contemplando el batir de las persianas; tenía las libretas bancarias delante y de pronto vio una flor blanca en el suelo. Era la que Jay Ellington Harper llevaba en su abrigo y, presa de la agitación, había perdido. La recogió y la sostuvo unos instantes, mordiéndose el labio. Después la arrojó a la chimenea, y se dio la vuelta encogiendo sus delgados hombros.

—La mitad de ellos son terriblemente imbéciles, y no ven más allá de su plato de comida. Pero ¡qué barbaridad, cuánto nos gustan!

*FIN*


“Tommy, the Unsentimental”,
Home Monthly, 1896


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