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Toro sentado

[Cuento - Texto completo.]

Arturo Uslar Pietri

Un ruido seco como de rama quebrada. A su lado dormía la india con la cara oculta por la revuelta cabellera negra. Se levantó en silencio y atisbo por las rendijas de la ventana cerrada. Un resplandor de luna caía sobre la loma de la casa y ponía más oscura la espesura del bosque. Vio destacarse una sombra desde el borde del claro, avanzar lentamente hacia la casa. Parecía arrastrarse a cuatro patas.

De puntillas se fue al otro lado a mirar por la grieta de la puerta. Otras dos figuras humanas avanzaban también. Estaba cercado.

Lo habían seguido por las huellas, por las yerbas caídas, los tallos rotos. Tenían el instinto de los animales de presa para seguir un rastro. No había modo de perdérseles. Eran indios sioux, guerreros de Toro Sentado. Se movían en un silencio perfecto, como si nadaran en el agua invisible de la sombra y de la luna. Llegó de la arboleda el canto de un pájaro nocturno. Era canto de mal agüero. Recogió la carabina que había dejado junto a la cabecera de la cama. Movió el mecanismo para preparar el tiro. Sonó el metal secamente y despertó a la india. La mujer le habló en su lengua entrecortada y silbosa. Él sabía también la lengua de los indios. Se dio cuenta en ese momento.

La mujer entreabrió la ventana. Habían más sombras ahora que avanzaban hacia la casa. A rastras, silenciosos, con el arco en las manos.

Estaban cernidos. Iban a seguir saliendo del matorral y luego empezaría el ataque. La mujer ahora no hablaba, no se movía, parecía inmovilizada por el miedo, como un montón de trapos o de hojas.

Estaba rodeado. Entre los árboles debía estar el resto de los guerreros. No lo iba a perdonar Toro Sentado. Él lo sabía desde el primer momento. El rostro pálido que raptaba una mujer india se jugaba la vida. Sin escape posible. Hoy o mañana o dentro de años. Él se había atrevido y ahora estaban allí.

Ya llegaban a las paredes. Ya el más cercano se había puesto de pie y caminaba hacia la casa. Por el hueco de la ventana lo apuntó y disparó. Resonó el disparo llenando la habitación. Ahora gritaba la mujer y habían estallado afuera los gritos de los indios. Aullidos de jauría que iban creciendo unos de otros. Despertó bruscamente. En la luz del amanecer reconoció su cuarto. Era su casa. Su cama, su mesa, su armario, la puerta ancha que daba al patio. Un canto de pájaro, el mismo canto de pájaro, se oía. Estaba solo.

Volvió a cerrar los ojos y se tendió a dormir como si no hubiera reposado en toda la noche, hasta que la voz de su madre vino a llamarlo, ya entrada la mañana, para que se levantara.

Lo primero que hizo, como todos los días desde que tuvo la primera revelación, fue meterse rápidamente en la sala vacía y cerrada, y mirar por la celosía hacia la casa de enfrente. Ya iba a salir el indio, como todos los días. O ya habría salido, después de despedirse de la mujer.

A su espalda, en la penumbra, estaban los retratos apagados, el enorme espejo con su marco dorado y aquellos sillones cubiertos de fundas blancas y deformes como fantasmas. Por los huecos de la celosía se veía la luz de la calle, el alero, las puertas y las ventanas de la pared de enfrente. Era la frontera.

En su hora exacta salía de la casa de enfrente el indio y montaba en el viejo automóvil. Se oía el traqueteo del motor y la calle se llenaba de olor a gasolina.

La mujer se asomaba apenas al umbral de la puerta a despedirlo. Callada, vestida con una larga bata roja o azul. Las crinejas tejidas le colgaban sobre el pecho. Negro el cabello, negros los ojos, el color de la piel verdoso claro. Era joven. Demasiado joven para el hombre rechoncho, cari-redondo, bajo, que le hacía un gesto de adiós con la mano y se alejaba, en su carro ruidoso.

La mujer no tardaba en cerrar la puerta y desaparecer dentro de la casa. Seguía estando allí, pero invisible detrás de las paredes.

Entonces él se iba hacia el fondo de su casa, se metía en el estrecho cuarto que le servía de refugio, se echaba en un viejo sillón y de un rápido manotazo alcanzaba seguro aquel libro que estaba en la fila del cajón que le servía de estante. Al tomarlo en las manos se abría solo y desvergonzadamente en la página donde había quedado en la lectura.

Toro Sentado apareció en la puerta de su tienda. El consejo de los guerreros lo aguardaba. Una espesa cauda de plumas rojas, blancas y negras le cubría la cabeza y se le descolgaba por la espalda. Cuando se movía era como un aleteo de cien pájaros. Los otros indios tenían la cabeza rapada, con un largo mechón hirsuto en la coronilla. Las hachas de piedra, los cortos cuchillos y los mazos de flechas asomaban en los hombros y las cinturas. Olía a mortecina. El mismo olor de las carnicerías. Como colas de caballos, colgaban a los lados de la tienda las cabelleras de los vencidos con su pedazo de piel maloliente.

Toro Sentado iba a combatir a los Rostros Pálidos. Había pelotones de hombres a caballo que recorrían la pradera, mataban los búfalos y perseguían a los “Sioux”. A la puerta de la tienda asomaba la más joven de las esposas de Toro Sentado. Nadie la miraba. No debía mirarla nadie.

Cari-redondo, rechoncho, corto de piernas, pesado de espaldas, con la cara lampiña como una olla de cobre y aquellos ojos pequeños escondidos detrás de las pestañas. Tenía los dientes cortados triangularmente como los de los perros. No Toro Sentado sino el vecino.

Robar la mujer de un jefe indio era una empresa audaz. La venganza era segura y espantosa. Corría la noticia por los poblados, volaban por el aire las señales de humo y los exploradores a caballo comenzaban a recorrer las pistas en busca de huellas y de indicios. No había perdón, ni olvido. Al raptor lo alcanzaban las flechas, le hacían el escalpe y lo enterraban vivo con la desollada cabeza al sol. A la mujer la mataban.

Si él se llevara la mujer de un jefe indio. No la del libro que arrebataba el cazador blanco sobre su caballo, sino la que estaba en la casa de enfrente y que lograba ver por instantes cuando asomaba en las mañanas o cuando salía de compras, ido el marido, con un pañolón oscuro que le cubría media cara. Para, llevarse una mujer así se requerían muchas cosas. Un caballo, un arma, una cabaña en el monte donde ocultarla. Él no tenía sino aquel cuarto en el fondo de la casa que habitaba con su madre. Allí no hubiera sido posible.

De mirarla por la ventana cuando asomaba pasó a seguirla por la calle. No muy de cerca para que no se diera cuenta. Así podía verla, hasta que se metía en una tienda. Salía luego con un paquete de compras. Él aguardaba en la acera de enfrente. Era ese el momento propicio para llegar con el caballo y levantarla en vilo, como lo hacía el cazador blanco en el libro.

Un día se atrevió a más, después de haberla observado mucho y de conocer bien todo lo que al través de conversaciones pudo recoger. Ahora sabía que el indio tenía una plantación cercana y que a ella iba todos los días a dirigir los trabajos. Sabía también que se llamaba Yajaira.

La vio regresar de compras con una pesada cesta de provisiones y se decidió a acercársele. “Permítame que le ayude”. Ella pareció vacilar. “Tenga la bondad”. Cedió al fin y así pudo acompañarla hasta la casa. Pasaron la puerta, el zaguán, el entreportón y llegaron al corredor que daba al patio. La veía de reojo. Se había quitado el pañolón y la tenía en una proximidad agresiva.

“Yo vivo enfrente”. Puso la cesta sobre una silla y se quedó callado. Un tiempo desesperadamente largo del que no lograba salir. “Yo veo al señor”, iba a decir al indio pero se contuvo, “que sale por la mañana”. Nada le respondía. Iba a preguntarle cómo se llamaba pero se contuvo. A un indio no se le podía preguntar el nombre. No lo diría nunca. Sería uno de aquellos nombres de jefe sioux. Como Toro Sentado. El indio majestuoso y salvaje con su cascada de plumas de águila sobre la espalda. Como aquel rostro oscuro y redondo, como aquellos ojos negros y penetrantes que lo miraban desde una fotografía en la pared del corredor.

Tenía que salir de aquel silencio que no lograba romper. “Me gustaría enseñarle una cosa”. Pensaba llevarle el libro con la litografía en colores de la hermosa india. Le gustaría mostrársela para que ella se diera cuenta. Pero tenía que irse. Ya saliendo le dijo: “Se la voy a traer mañana”.

Se refugió en el cuarto de los libros. Se tendió en el sillón. Se llamaba Yajaira. La había visto de cerca. La había tenido al alcance de sus brazos.

Un gran viento rumoroso rodaba sobre la pradera. Movía los árboles y las hierbas desde las montañas azules del horizonte. Por sobre el río y las dispersas manadas de bisontes. Contra el viento iba el caballo del Rostro Pálido, a la carrera. La mujer india atravesada sobre el arzón. La carabina golpeaba sobre el costado de la silla. A cada momento había que volver la cabeza para ver si lo seguían. No se veía nadie. Tal vez todavía no habrían advertido el rapto. El retumbar del galope del caballo apagaba todo ruido. Era mala cosa que el viento viniera en su contra. Llevaría su eco y la huella de su fuga hasta el instinto y el olfato de aquellos cazadores de la soledad. Había que correr por las veredas más escondidas y apartadas, meterse por los arroyos para no dejar vestigio, ampararse de las manchas de bosque. Hasta llegar a la cabaña de troncos, escondida entre los árboles. Era lo que hacía el Rostro Pálido que había raptado la mujer india. Detenía el caballo, ayudaba a la mujer a descender, ataba la bestia a una estaca y penetraban en la choza. Debía parecerse a Yajaira. El mismo cabello, los mismos ojos, la misma actitud sorprendida.

Ya Toro Sentado o Caballo Loco o Nube Negra debía haber lanzado los guerreros en la persecución. Por las veredas y los atajos debían venir avanzando cautelosamente, buscando huellas y trazas en la tierra y en las hierbas tronchadas. Si se asomaba a la puerta nada vería. Avanzaban ocultándose como si vinieran bajo tierra o bajo agua. Hasta que rodearan la casa en la sombra o en el amanecer. Entonces caerían sobre ellos.

Toro Sentado tomaba con la mano izquierda la cabellera del prisionero. Desgonzado, herido en el pecho, con sangre en la chaqueta, no quitaba los ojos de Toro Sentado que en la mano derecha sostenía el corto cuchillo. Daba una vuelta rápida en torno a la cabeza, como para cortar un melón. Tiraba hacia arriba por los cabellos y comenzaba a desollar. Bramaba el herido. Iba apareciendo blanco y gelatinoso el cuero desprendido. Debajo, quedaba una bola zul, sanguinolenta.

Estaba atado a un poste mientras lo rodeaban los indios danzando y gritando. Había oído en el cine los aullidos de la danza de los Pieles Rojas. Era un grito agudo y entrecortado que se parecía al de algunos animales. El grito del coyote. El coyote era como un perro manchado. Se le oía aullar en la noche a lo lejos. Los exploradores que se internaban por las pistas lo oían en la penumbra. El prisionero atado al poste debía oírlos también cuando lo abandonaban moribundo, con la cabeza desollada y una capa de sangre seca sobre los hombros.

Tocaron a la puerta. Se sobresaltó. Se dio cuenta de que estaba en su casa. Escondió el libro. Miró rápidamente de nuevo la lámina iluminada de la india y salió. Era la hora de comer.

No volvió al día siguiente. No se decidía a volver a la casa de Yajaira. Varias veces tomó el libro para ir pero se detenía antes de atravesar la calle. Era como atravesar un río de peligro.

Dejó pasar algunos días hasta que una mañana, después de ver partir al indio resolvió ir. Con el libro en la mano atravesó la calle midiendo cada paso. Esperó un rato frente a la puerta y luego de pronto golpeó con fuerza.

No vino nadie. Tuvo que repetir la llamada. Resonaba el eco del golpe con profundidad como si detrás hubiera una caverna. Se puso de rodillas y miró por la rendija del quicio. Vio más allá de la sombra del zaguán la luz del patio y después unos pies que se acercaban andando menudamente debajo de una falda blanca que arrastraba por el suelo.

Tuvo tiempo de levantarse antes de que se abriera la puerta. Era ella. Oyó un gruñido hacia el fondo.

“Es el perro. Está amarrado”.

La siguió hasta el corredor. Ella se sentó en un mecedor negro donde había dejado una tela que estaba bordando. Él le tendió el libro y se quedó de pie, junto a ella.

Con torpeza iba hojeando con su mano menuda. Una de las trenzas negras tocaba las páginas. Se detenía largo rato ante las estampas. Él se acercaba a explicarle.

“Aquí el jefe de los expedicionarios, fuma la pipa de la paz con el jefe indio”. Tuvo que explicarle lo que era la ceremonia de la pipa de la paz. Ella no sabía. Esto le causó extrañeza.

“¿No lo sabía?”. Era él quien tenía que explicarle aquellas costumbres. A cada estampa iba diciendo su explicación. Le hablaba de los Pieles Rojas. Nunca había oído hablar de ellos. Las guerras de los iroqueses, los comanches, los sioux, con los blancos. Era india, sin duda, pero nada tenía que ver con aquellos del libro. Pertenecía a otros que no estaban en sus libros del Oeste. Ella misma no debía saber mucho. Pero era india, aunque ella no lo supiera.

“¿Le interesa?”. Después añadió: “¿No le parece como si los conociera?”. Poco a poco se fue metiendo en la reconstrucción del relato. La vida de la tribu, la llegada de los blancos, el rapto de la mujer. Era en ese punto donde se le hacía más difícil la explicación. “No es que se la lleve a la fuerza. Se la lleva porque ella también quiere irse con él”. El hombre blanco del libro no se parecía a él. Alto, esbelto, de larga cabellera y barba. Volvió rápidamente la página.

En la figura de la india se detuvo largo tiempo. “Se parece a usted”. Se asustó de haberlo dicho. Ella levantó los ojos y lo miró extrañada. No mostraba disgusto. “No creo que se parezca a mí”. Lo que le importaba a él ahora era que aquello durara y durara el más largo tiempo. Mirándole las manos, la frente, el cabello, el cuerpo bajo el traje.

Debió hablar largo rato describiendo la aventura del libro. Se la sabía en todos sus detalles y hasta podía añadir lances de su propia imaginación.

Con todo eso había una barrera que había que franquear, para que ella no lo viera como el muchacho del vecindario sino como un aventurero real. Para que ella llegara a descubrir y a sentir que había llegado una poderosa presencia que podía cambiar su vida.

“Tengo que hacer”, dijo ella y le tendió el libro. Pero él, más con el gesto que con las palabras, le dijo que lo guardara, que volvería y le traería otros más.

Fue así como encontró el camino y el pretexto para acercarse a ella. Cada vez que podía tocaba a la puerta y entraba a la casa con otro libro, con otras estampas y al rato, olvidado el libro, era él quien se ponía a contarle de viva voz el cuento de una nueva aventura.

Cuando contaba se iba metiendo en la invención del cuento hasta que perdía de vista todo lo que lo rodeaba menos la mujer, que a veces oía y a veces no, que a ratos se acercaba a escucharlo y en otros se perdía en el interior de la casa. También perdía de vista la casa. Podía ser un bosque o una pradera. Y el cuento que contaba lo iba haciendo en la medida en que lo decía. Lo iba viviendo. Lo iba afirmando como una acción difícil y con muchas alternativas, frente a la mujer esquiva y frente a los enemigos que podían arrebatársela.

Sentía como si estuviera atascado. Había venido ya muchas veces a verla pero nunca había pasado de aquella vuelta a los cuentos de la pradera. En todos ellos llegaba hasta aquel momento decisivo en que el extranjero rompía aquella barrera y tomaba a la mujer para llevársela. Él no lograba visualizar cómo hacerlo. No podría ser como en los libros. No era caso de raptarla y llevársela en un caballo que no tenía, para ningún lugar que tampoco conocía. Era allí, allí mismo, donde tenía que ocurrir la maravillosa transformación. Cada uno iba a ser y a ver al otro como una nueva persona.

Era más fácil imaginar la lucha con el jefe indio. Había una gradación mecánica que llevaba desde la indiferencia hasta el enfrentamiento. Desde el mirarse y hablarse hasta el sacar los cuchillos. Y una vez sacados los cuchillos toda la secuencia del combate tendía a desarrollarse simple y sueltamente. Hasta alcanzar la victoria con una cuchillada abierta en el cuello oscuro.

Pero aquel encuentro con la mujer se prolongaba sin salida en aquel punto infranqueable. En el libro todo pasaba fácilmente pero allí, en aquello que era y no era casa, frente a aquella mujer real, todo se hacía difícil y diferente. No lograba pasar más allá.

Ella no parecía darse cuenta de lo que pasaba en él. Mientras se repetía en su confusa narración sin término, la mujer entraba y desaparecía.

De pronto se daba cuenta de que nadie lo oía. Ella debía estar hacia adentro en sus quehaceres y él estaba solo en el corredor diciendo palabras como si realizara un ensalmo.

La buscaba entonces hacia el interior de la casa, sin dejar de seguir en voz alta el hilo de la narración.

“Al poner el oído en el suelo se oía retumbar el galope de los caballos, por muy lejos que estuvieran. A veces tan suave como cuando se toca con la yema de los dedos una mesa siguiendo un compás. Pero el oído del indio es muy fino. Pegaba el oído a la tierra y al rato podía saber a qué distancia iban o venían los caballos y cuántos eran. Se levantaba entonces y trataba de ver en la dirección del sonido. Más allá de los árboles y de las quebradas. En algún momento podía asomar a lo lejos la mancha borrosa del grupo montado que se acercaba”. No estaba en la galería abierta, con su cama blanca puesta en el medio. Tampoco en el segundo patio. La encontró hacia el fondo. Tendía la ropa lavada sobre una cuerda. El viento hinchaba las telas y ella aparecía y desaparecía detrás de las flotantes piezas.

Podía narrarle ahora la escena de las tiendas del campamento. Cómo se acercaba el blanco sin ser visto hasta donde se alzan las tiendas. A veces el viento las mueve y se piensa que alguien está adentro y nos ha oído. Hay que echarse al suelo, ocultarse entre malezas y esperar. Ya no era ella sino el viento quien estaba detrás de la tela. Sonaban sus pasos menudos en el piso de cemento. Siguiéndola llegaba de nuevo a la puerta. Ella abría. La luz de la calle entraba con crudeza y parecía despertarlo. Se despedía. Oía chirriar los goznes y regresaba a la calle.

Volvía a buscar en los libros las escenas de los raptos. Cómo ocurría y qué hacían los rostros pálidos en el momento de llevarse a las mujeres indias.

Las escenas eran rápidas y breves en los libros. Casi sin palabras. A lo sumo el aventurero le decía a la india sumisa: “Tú te vienes conmigo”. Era todo. A veces ni eso, sino el simple hecho de levantarla en vilo y sentarla sobre el borrén de la silla.

Casi todos los días volvía a visitarla. A veces no le abrían. Golpeaba largamente en la puerta y nadie venía. Debía de haber salido. O no quería abrirle. Volvía entonces más tarde y golpeaba con más fuerza. A ratos con desesperación.

Pensaba entonces que se había marchado, que había huido y en esa angustia estaba sin sosiego hasta la mañana siguiente cuando veía por la celosía salir de la casa al hombre y a ella despedirlo desde el umbral.

En el breve momento que duraba la salida aprovechaba para observarlo bien. A pesar del traje común que llevaba y del sombrero de fieltro oscuro tenía todos los rasgos de un jefe indio. El gesto, el paso. Caminaba como sobre las puntas de los pies y con un ligero balanceo. Y la forma de la cara y los ojos. Cara de tierra de teja. La última vez en que volvió para tratar de verla, encontró para su sorpresa que la puerta no estaba cerrada. La empujó y penetró hasta el patio. No había nadie. Llamó: “Yajaira”. No le respondieron. Siguió hacia adentro, a lo que era el segundo patio. Allí se topó con el hombre. Toro Sentado. Estaba en una silla recostado a la pared en la sombra del corredor. La blusa abierta dejaba ver el pecho lampiño. Estaba labrando un pedazo de madera con un cuchillo de monte.

Se detuvo sorprendido y tuvo un impulso de huir.

“¿Qué busca?”.

No acertó a responder. Trató de explicar que venía a traerle un libro a la señora. Pero no había traído libro.

El hombre se puso de pie. Soltó el pedazo de madera y mantuvo el cuchillo hacia arriba, tomado en la diestra.

En ese momento asomó la mujer por la puerta de la cocina. No se atrevió a saludarla.

El indio empezó a caminar hacia él. Le pareció que crecía a cada paso. Como si tuviera un penacho de plumas sobre la cabeza. Avanzaba balanceándose y tenía la boca abierta. Se le veían los dientes triangulares como una sierra.

Quiso decir algo. “Yo no…”. La mujer contemplaba lejana. Era el momento de la lucha en el libro. El duelo a cuchillo entre el jefe indio y el Rostro Pálido.

“Usted es el que…”.

Algo decía que a él le era difícil entender. Ya estaba casi junto a él.

“Sabe. Mejor es que no vuelva…”.

Estaba a punto de que lo alcanzara con la mano. Se volvió y en una carrera desesperada atravesó el patio, saltó sobre los tiestos, resbaló en el zaguán y se lanzó a la calle. Entró en su casa en tromba, tiró las puertas y se encerró en el cuarto de los libros.

Agitado y jadeante. El ruido de la sangre en las sienes no lo dejaba oír. Aguzaba el oído. No se sentía nada. Nadie había golpeado la puerta. Todo iba regresando al silencio y a la quietud.

Después se tendió en el sillón. Tomó uno de los libros y con los ojos cerrados fue arrancando una a una las páginas y desmenuzándolas en mínimos pedazos. Lentamente hasta la última. Cuando acabó con la última desgarró la cubierta.

Estuvo varios días sin asomarse a la calle. Cuando al fin salió por primera vez, se alejó de prisa, sin mirar a la acera de enfrente, como si bordeara una frontera enemiga.

*FIN*


Los ganadores, 1980


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