El Peje chico
Tradiciones peruanas - Segunda serie
[Cuento - Texto completo.]
Ricardo PalmaCrónica de la época del quinto virrey del Perú
I
Por los años de 1575 existió en Trujillo, ciudad amurallada que fundó Francisco Pizarro, un indio conocido entre los conquistadores con el nombre de D. Antonio Chayhuac, y entre los naturales como el heredero de Chimu-Chumamanchu, último gran cacique de Mansiche.
El inca Pachacutec, llamado el reformador, que gobernó el imperio más de cincuenta años, se distinguió, no sólo como legislador, sino como guerrero.
En 1378, imposibilitado por la carga de los años para las fatigas de una campaña, encomendó al príncipe heredero Yupanqui que con treinta mil soldados continuase la conquista de la costa. Sabido es que Capac, hermano del Inca, había realizado la de los valles del Rimac, Chancay, Huaraz, Conchucos, Huamachuco, Cajamarca, Ica, Nasca, Lunahuaná, Yauyos y Huarochirí. La empresa que iba a acometer Yupanqui era reducir a la obediencia del soberano del Cuzco al curaca del Gran Chimu, reyezuelo poderoso e indómito, cuya jurisdicción se extendía desde las márgenes del Santa hasta los ricos valles de Virú y Chicama.
La guerra fue larga y desastrosa. Yupanqui pidió a su padre un refuerzo de veinte mil cuzqueños que, unidos a las tropas que enviaron los caciques de los pueblos conquistados por Capac, alcanzaron al fin en 1384, que el soberano del Gran Chimu aceptase la honrosa capitulación que constantemente le había propuesto su generoso y bravo adversario. Hablando de esta guerra, dice Garcilaso que fue la más sangrienta que los Incas habían tenido hasta entonces.
Basta de digresión y volvamos a1 cacique de Mansiche.
D. Antonio, cuyo padre había aceptado con entusiasmo el nuevo culto, se entregó también fervorosamente a las prácticas devotas. El cacique, lejos de vivir con el fausto de sus antepasados, hacía ostentación de pobreza, y trabajaba personalmente en el cultivo de unas pocas fanegadas de terreno.
Por entonces, y ejerciendo el oficio de buhonero, hacía un joven español frecuentes viajes de Lima a Trujillo. Garci-Gutiérrez de Toledo, que tal era su nombre, era huésped obligado del cacique, a quien siempre obsequiaba con lo mejor de su pacotilla. El trato engendra cariño, y el indio llegó a experimentarlo muy cordial por el buhonero español, Garci-Gutiérrez de Toledo, que alcanzó a ser padrino de dos de los hijos del cacique.
Mal pergeñado venía todas las tardes el vendedor de baratijas a casa de su compadre. El español era ambicioso, y su comercio no prometía sacarlo nunca de pobre. D. Antonio le aconsejaba perseverancia y resignación; pero su consejo era sermón perdido. Garci-Gutiérrez deseaba monedas y no palabras.
Una noche platicaban los dos compadres, al rayo de la luna, en la puerta de la choza del cacique. El español estaba de un humor endiablado y maldecía de su fortuna. De pronto lo interrumpió D. Antonio diciéndole:
-Pues bien, compadre: ya que fundas tu felicidad en el oro, voy a hacerte el hombre más rico del Perú. Pero júrame no enorgullecerte con tu cambio de fortuna, ejercer la caridad con los pobres y aplicar la cuarta parte del tesoro con que voy a brindarte al culto de Dios y de su Santa Madre. Ten sobre todo en acuerdo, compadre, que nadie hostiliza a la araña mientras ella se está quieta urdiendo su tela en la pared; pero cuando la araña se aventura a pasear por las alfombras, todos se disputan la satisfacción de aplastarla con el pie.
Garci-Gutiérrez pensó, en el primer momento, que su compadre el cacique se burlaba; pero la codicia se sobrepuso en su ánimo a todo recelo, y juró por Cristo señor nuestro y por la porción que le estuviera reservada en el paraíso llenar las condiciones que D. Antonio le imponía.
El viajero que por el lado del mar se dirija hoy a Trujillo, verá a dos millas de distancia de la ciudad las ruinas de una gran población de la época de los Incas. Esas ruinas fueron la capital del Gran Chimu.
D. Antonio condujo al español a una huaca, escondida en el laberinto de las ruinas, y después de separar grandes piedras que obstruían la entrada, encendió un hachón, penetrando los compadres en un espacio donde se veían hacinados ídolos y objetos de oro macizo.
Garci-Gutiérrez estuvo a punto de enloquecer. Iba de un sitio a otro, reía, lloraba y abrazaba al indio.
En el centro de la sala y sobre un andamio de plata había una figura que representaba un pez. El cuerpo era de oro, y los ojos lo formaban dos esmeraldas preciosísimas. El español quedó extático contemplando el ídolo.
-Pues todo es tuyo -le dijo don Antonio-; hoy te obsequio la huaca del Peje chico. Sé feliz, y si cumples tu juramento, algún día te llevaré a la huaca del Peje grande.
Quien lea el libro impreso en Madrid en 1763, titulado Relación descriptiva que de la ciudad de Trujillo hace D. Miguel Feyjóo de Sosa, corregidor que fue de dicha ciudad, encontrará las siguientes líneas, que comprueban la fabulosa importancia del tesoro obsequiado al buhonero español por el cacique de Mansiche.
«Consta en los libros de las cajas reales de Trujillo que el año de 1576, Garci-Gutiérrez de Toledo, hijo de Alonso Gutiérrez Neto, dio a su majestad de quintos por extracción del Peje pequeño de la huaca del Gran Chimu, cincuenta y ocho mil quinientos veintisiete castellanos de oro. Consta igualmente que, algunos años después, dio también por quinto el mismo Garci-Gutiérrez, en diferentes figuras de peces y animales que extrajo de la misma huaca, veintisiete mil y veinte castellanos de oro».
Pero antes de que veamos cómo cumplió el español su juramento, no nos parece fuera de propósito que echemos, lector, una mano de historia.
II
El Excmo. Sr. D. Francisco de Toledo, hijo segundo del conde de Oropesa, comendador de Asebuche, mayordomo de S. M. D. Felipe II y quinto virrey del Perú, tuvo indudablemente dotes de gran político, y a él debió en mucho España el afianzamiento de su dominio en los pueblos conquistados por Pizarro y Almagro. Después de una visita por el virreynato en la que gastó cerca de cinco años, se contrajo a legislar con pleno conocimiento de las necesidades públicas y del carácter de sus súbditos. Las famosas ordenanzas del virrey Toledo son, hoy mismo, apreciadas como un monumento de buen gobierno. A la sombra de ellas, los hasta entonces oprimidos indios empezaron a disfrutar de algunas franquicias, y el virrey se hizo para ellos más querido que los indiófilos de nuestros asendereados tiempos de república constitucional.
La paz se consolidó bajo el paternal gobierno de Toledo. Las letras y las ciencias empezaron a brillar, fundándose la Real y Pontificia Universidad de San Marcos, cuyo primer rector fue el médico Meneses. Desgraciadamente, con la erección de este santuario de la inteligencia coincide el establecimiento de la Inquisición en el Perú.
Fue por entonces el célebre proceso, que existe en el archivo nacional, entre Francisco Cortés y Alonso Vélez, introductor el primero de los capullos de gusano de seda, y daño el segundo de la única plantación de moreras que en Lima existiera. Cortés se allanaba a comprar las hojas precisas para el alimento del gusano, pero Vélez se negaba a venderlas, exigiendo que, pues el otro no podía mantener la cría, se la cediese por poco precio. Cuando terminó el litigio no quedaba ya un gusano para muestra.
En esta época del coloniaje fue cuando un indio de Izcuchaca descubrió el poderoso mineral de cinabrio en Huancavelica, fundando Toledo esta ciudad bajo el nombre de Villarrica de Oropesa, a la vez que Pedro Fernández de Velasco publicaba el secreto de beneficiar la plata con azogue.
Después de trece años y dos meses de buen gobierno, D. Francisco, agobiado por los achaques inherentes a setenta y cinco diciembres, decidió regresar a España. Los cuatro virreyes que lo antecedieron habían encontrado un fin más o menos triste en América; Blasco Núñez de Vela y el conde de Nieva perecieron de un modo trágico; el marqués de Cañete murió loco, y D. Antonio de Mendoza falleció, casi súbitamente, a los pocos meses de mando. El quinto virrey ambicionaba morir en la tierra donde nació.
Llegado a España, fue víctima de la calumnia y de la envidia. Se le confiscó la fortuna que llevaba, y que excedía de doscientos mil pesos. Y para colmo de agravio, el ingrato Felipe II, reconviniéndolo por la ejecución del inca Tupac-Amaru, que tuvo lugar en 1579, lo dijo: «Idos a vuestra casa, D. Francisco, que yo no os envié al Perú para matar reyes, sino para servir a reyes».
D. Francisco de Toledo, a quien la historia llama el Solón peruano, no sobrevivió mucho tiempo al desaire del monarca.
El escudo de la casa de Toledo es quince escaques de plata y azur, formando un tablero de ajedrez.
Volvamos a Garci-Gutiérrez.
III
Desde que Garci-Gutiérrez se vio rico renegó de su origen plebeyo. ¡Debilidad humana!
Como hemos dicho, el virrey D. Francisco de Toledo gastó cinco años en recorrer el país, y regresó a Lima en 1575, precisamente cuando acababa el buhonero español de exhibirse como dueño de un tesoro.
El virrey, según pública fama, era extremadamente avaro, vicio que deslustra ante la historia sus grandes cualidades como hombre de estado. Garci-Gutiérrez fue a visitarlo, y le obsequió por valor de veinte mil pesos en curiosidades de oro.
-No mire vuecelencia en mi agasajo -le dijo- más que el cariño del deudo. Toledo es vuecencia, y yo soy Garci-Gutiérrez de Toledo.
-Que sea por muchos años, pariente- le contestó D. Francisco con amabilidad.
Garci-Gutiérrez estaba satisfecho, pues el virrey lo había reconocido en público por su deudo. En cuanto a su excelencia, pensaba que bien se podía reconocer por más que pariente a quien, en vez de pedir, se mostraba tan largamente dadivoso. «Lluevan primos como éste -se dijo-, que yo no he de demandarles su árbol genealógico».
Por la plata baila el perro, y el gato sirve de guitarrero.
Corrían los años, y Garci-Gutiérrez, que se llenaba la boca hablando de su primo el virrey y que se trataba a cuerpo de príncipe, veía rápidamente desaparecer su fortuna en banquetes espléndidos y en regalos a sus amigos de la nobleza. En cuanto a hacer obras de caridad y dar limosnas para el culto divino, como lo había jurado, no hay para qué empeñarse en probar que así pensó en ello como en inventar la brújula. «El que en gastos va muy lejos, no hará casa con azulejos», dice el refrán, o lo que es lo mismo, «el que gasta a chorro, poco luce el morro».
Llegó a la postre un día en que se vio per istam, y entonces se acordó de su compadre el cacique de Mansiche. Emprendió viaje a Trujillo, y avistándose con D. Antonio, le dijo:
-Compadre Antonio, estoy arruinado.
-No me extraña la nueva, compadre Garci-Gutiérrez. Lo barrunté, desde que al cabo de tantos años, es ahora cuando se le ha venido a las mientes el santo de mi nombre. ¿Y en qué puedo servirlo, señor compadre?
-Dándome la huaca del Peje grande.
-No estoy loco todavía y no hablemos más de ello. Mi secreto irá conmigo a la tumba.
Garci-Gutiérrez suplicó, lloró y apeló a todo recurso; pero sus esfuerzos se estrellaron ante la estoica tenacidad del indio. Después de tres meses de lucha, el ex buhonero perdió la esperanza de ablandar las entrañas de roca de su compadre, y volvió a Lima confiado en la largueza de su primo el virrey. Pero la fortuna volvía la espalda a Garci-Gutiérrez. Hacía una semana que su excelencia había partido para España.
Nuestro hombre no conocía el mundo. Ignoraba que en los días de prosperidad abundan los amigos y que en las horas de la desgracia desaparecen. Al verlo pobre, sus antiguos compañeros de festines le huían miserablemente; y como Garci-Gutiérrez había renegado de su origen, se encontró también justamente despreciado por los plebeyos.
Hastiado por las decepciones, enfermo del alma y del cuerpo, viejo ya y sin fuerzas para el trabajo, Garci-Gutiérrez obtuvo por caridad una celda y un pan en el convento de los buenos padres franciscanos.
IV
Los historiadores están uniformes en que Atahualpa ofreció a Pizarro pagarle en oro su rescate. Al efecto, el Inca envió emisarios por todo el imperio; y ya existía depositada en Cajamarca gran parte del rescate, cuando Pizarro se decidió a manchar su gloria dando muerte al soberano.
Tan luego como tuvieron noticia de este crimen muchos de los emisarios, que se hallaban en camino para Cajarnarca, resolvieron enterrar los tesoros de que eran conductores.
Tal fue el origen de las huacas del Peje grande y del Peje chico.
En la primera se han emprendido, aun en nuestros días, serios trabajos para arrancarla el secreto del cacique de Mansiche; pero siempre ha quedado burlada la codicia de los hombres. Y como si la Providencia tuviera empeño en azuzarla, acontece que de vez en cuando, entre las ruinas del Chimu, se descubre algún objeto de oro.
FIN