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El virrey de los milagros

Tradiciones peruanas - Segunda serie

[Cuento - Texto completo.]

Ricardo Palma

Crónica de la época del décimo virrey del Perú

I

Donde el autor echa un cuarto a espadas sobre historia

El Excmo. Sr. D. Gaspar de Zúñiga Acevedo y Fonseca, conde de Monterrey, mereció el apodo de Virrey de los milagros, no porque fuese facedor de ellos (aunque no falta panegirista que se los atribuya, atento a su ascetismo, gran caridad y otras ejemplares virtudes), sino porque en su breve período de mando estuvieron de moda las maravillas y prodigios en estos reinos del Perú. Las crónicas se encuentran llenas de sucesos portentosos, tales como la conversión en el Cuzco del libertino Selenque que, como el capitán Montoya de la leyenda de Zorrilla, asistió sin saberlo a sus propios funerales; rarezas del terremoto de 25 de noviembre de 1604 en Arequipa, fenomenales efectos de los rayos, resurrección de muertos, arrepentimiento de un fraile cuya barragana dejaba como las mulas las huellas del herraje, apariciones de almas de la otra vida que venían a dar su paseíto por estos andurriales, y pongo punto a la lista que, a seguirla, sería cuento de nunca acabar. No es que yo, humilde historietista y creyente a macha martillo, sea de los que dicen que ya Dios no se ocupa de hacer milagros y que el diablo nunca los ha hecho, sino que en estos tiempos se realizaron dos, tan de capa de coro y estupendos, que no he podido resistir a la comezón de sacarlos a plaza en pleno siglo XIX, para edificación de incrédulos, solaz de fieles y contentamiento universal.

El conde de Monterrey, cuya hija fue mujer del famoso conde-duque de Olivares, pasó del virreinato de México al del Perú, y entró en Lima el 18 de noviembre de 1604. Su salud hallábase tan quebrantada que poco o nada pudo atender al gobierno político del país; y pasaba las horas en que sus dolencias le permitían abandonar el lecho, visitando las iglesias y repartiendo en limosnas todas sus rentas. Su caridad lo condujo a pobreza tal, que habiendo fallecido en 16 de marzo de 1606, no dejó prenda que valiera algunos roñosos maravedises y fue sepultado, a costa de la Real Audiencia, en la iglesia de San Pedro, poniéndose en su lápida esta inscripción: Maluit mori quam fœdari.

Las armas de la casa de Fonseca son cinco estrellas de gules en campo de oro; y las de los Acevedo, escudo cuartelado, primero y cuarto en oro con un acebo de sinople, segundo y tercero en plata con un lobo de sable, bordura de gules con ocho sautores en oro.

Los únicos sucesos notables de su época fueron la fundación del Tribunal de Cuentas y descubrimiento de la isla de Otahiti, y con él la certidumbre de que existía la parte del globo llamada Australia u Oceanía. Esta empresa marítima, que tuvo éxito desgraciado, fue muy protegida por el conde de Monterrey. Las naves se equiparon en el Callao, y el jefe de la flotilla fue el ilustrado y valeroso marino Quirós.

En este tiempo florecían en Lima Santo Toribio, San Francisco Solano y Santa Rosa, y el padre Ojeda, de la recoleta dominica, escribía los primeros versos de su inmortal poema La Cristiada. No es de extrañar, pues, que los milagros anduviesen bobos y a mantas.

Por entonces -dice un cronista- sucedió aquel célebre milagro del Santo Cristo de la Columna, milagro que yo tengo de contar rápidamente y a mi manera.

Oía un confesor el desbalijo de culpas que le hacía un penitente, y tal rabo tendrían ellas que, escandalizado el buen sacerdote, le dijo en voz alta:

-No te absuelvo.

-Absuelve a ese hombre que no te costó a ti lo que a mí -exclamó el Cristo extendiendo el dedo índice.

Y el milagro está, no en que hablara el Cristo, que sobre eso podría haber su más y su menos, sino en que el dedo no volvió a tomar la posición primitiva.

Pero no es este prodigio, que incidentalmente se me ha venido a la pluma, objeto de mi tradición, sino los que en otros capítulos verá el lector; prodigios a que no osaré asignar año determinado, pues los cronistas que he consultado, aunque uniformes en lo substancial de los hechos, no lo están en cuanto a las fechas.

II

De cómo puesta en la balanza una cuartilla de papel de Alcoy resultó pesar mil duros de a ocho

Pues, señor, in diebus illis vivía una vida perra y de miseria por estos mundos de Dios una señora que había venido a menos por muerte de su marido, quien, al irse al hoyo, la dejó sin un cuarto ni estaca en pared, pero con dos mocetonas de buena estampa, a las que la pobreza ponía en riesgo de echar por la calle de en medio y entrar en camino de perdición. La madre y las hijas se ocupaban en trabajos de aguja; pero antaño, como hogaño, la costura no cunde ni da para fantasías y es amago permanente de tisis y otras dolamas. Vivían, como dice el refrán, boca con rodilla y en la mano la almohadilla.

A las muchachas no les faltaba su respectivo cuyo, oficial de carpintero el uno y covachuelista o aprendiz de escribano el otro, mozos honrados a carta cabal, pero sin blanca ni amarilla. Mientras Dios no mejorase sus horas, el casorio in facie ecclesiœ era punto menos que imposible. El cura de la parroquia no era hombre de gastar saliva leyendo la epístola de San Pablo gratis et amore.

En esta tribulación, ocurriósele a la madre solicitar la protección de un acaudalado comerciante que gozaba fama de generoso y compasivo. fue la viuda al estanco, compró un pliego de papel de hilo, partiolo por mitad, pidió prestados al catalán de la esquina tintero de cuerno y pluma de ganso, escribió la misiva, espolvoreó sobre lo escrito un puñado de tierra, cerrola con migaja de pan, y un chico de la vecindad, adiestrado en el oficio, marchó a las volandas de correo.

Hallábanse a la sazón de tertulia en el almacén o bodega del comerciante varios de sus amigos, gente toda de rumbo y de riñón bien cubierto. Recibió el dueño el billete, y riéndose lo mostró a los demás. La misiva decía ad pedem litterae, y perdonen ustedes la ortografía, que una costurera de tres al cuarto no está obligada a pespuntes gramaticales.

«Muy señor mío y mi dueño de todo mi corazón: doña Juanita Riquelme, la confesada del padre definidor, pide a vuesamerced cuyas Manos Besa que la socorra en una necesidad mandándolo de Limosna lo que pese este papelito y que Dios se lo pague y se lo aumente y no soy más que su humilde criada».

Rieron no poco los tertulios con lo original de la petición, y el vanidoso comerciante puso la carta en un platillo de la balanza, y en el otro una onza de oro. ¡Cosa de brujería! El platillo no se rindió. Maravilláronse los amigos, y a porfía empezaron a echar onzas y más onzas, y… ¡nada!, como si tal cosa. El platillo de la carta no subía.

Aquello era caso de Inquisición o milagro de tomo y lomo.

Por fin, el papelito se dio por vencido tan luego como en la balanza se hallaron depositadas onzas por valor de mil pesos de a ocho reales, con cuya suma dotó la viuda a sus hijas, que tuvieron larga prole y murieron cuando les llegó la hora.

Paréceme que el milagro no es anca de rana. Pues allá va el otro.

III

De cómo las benditas ánimas del purgatorio fueron rufianas y encubridoras

Esto sí, esto sí que no pasó en Lima, sino en Potosí.

Y quien lo dude no tiene más que echarse a leer los Anales de la villa imperial, por Bartolomé Martínez Vela, que no me dejarán por mentiroso.

Diz que el sobrino del corregidor Sarmiento, a quien no tuvo el lector la desdicha de conocer ni yo tampoco, era gran aficionado a la fruta de la huerta ajena. ¡Habrá pícaro! Andaba, pues, el tal a picos pardos con la mujer de un prójimo, cuando una noche éste, que estaba ya sobre aviso, llegó tan repentinamente que el galán no tuvo tiempo sino para esconderse, más doblado que abanico, bajo un mueble del dormitorio, mientras su atribulada cómplice, temblando como azogada, exclamaba:

-¡Válganme las ánimas benditas del purgatorio!

Entró Otelo furioso, puñal en mano y daga al cinto, resuelto a hacer una carnicería que ni la del rastro o matadero; y de pronto se detuvo en el dintel de la puerta, se inclinó cortésmente, y dijo:

-Buenas noches, señoras mías.

Y siguió su camino para otra habitación, convencido de que en su honra no había la más leve manchita, y de, que era un vil calumniador el caritativo quídam que le había dado el amargo aviso.

Cuando más tarde se halló a solas con su mujer, la preguntó:

-¿Qué buenas mozas eran las que tenías de visita?

Y la muy zorra contestó sin turbarse:

-Hijo, eran unas amiguitas que me querían mucho, y a quienes yo correspondo su cariño.

Y la señora quedó firmemente persuadida de que debía su salvación a la complacencia de las benditas ánimas del purgatorio, que se prestaron a desempeñar en obsequio suyo el poco airoso papel de terceras. Puso enmienda a sus veleidades amorosas, y se hizo tan devota de las amiguitas del otro mundo que no economizaba agasajarlas con misas y sufragios, para tenerlas propicias, si andando los tiempos volvía a encontrarse en atrenzos idénticos.

Y si éste no es milagro de gran fuste, que no valga y que otro talle; pues lo que soy yo me lavo las manos como Pilatos, y pongo punto final a la tradición.

FIN


Tradiciones peruanas – Segunda serie, 1874


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