La monja de la llave
Tradiciones peruanas - Segunda serie
[Cuento - Texto completo.]
Ricardo PalmaCrónica de la época del sexto y séptimo virreyes del Perú
I
Corría el mes de mayo del año de gracia 1587.
Media noche era por filo cuando un embozado escalaba, en la calle que hoy es plaza de Bolívar, un balcón perteneciente a la casa habitada por el conquistador Nicolás de Ribera el Mozo, a quien el marqués don Francisco Pizarro había favorecido con pingües repartimientos y agraciado Carlos V con el hábito de Santiago. Quien lea el acta de fundación de Lima (18 de enero de 1535) encontrará los nombres de Nicolás de Rivera el Viejo y Nicolás de Rivera el Mozo. Por la época de esta tradición la mocedad de Rivera el Mozo era una pulla, pues nuestro poblador de la ciudad de los Reyes rayaba en los ochenta diciembres.
No se necesita inspiración apostólica para adivinar que era un galán el que así penetraba en casa de Rivera el Mozo, y que el flamante caballero santiagués debía tener hija hermosa y casadera.
Doña Violante de Rivera, dicho sea en puridad, era una linda limeña de ojos más negros que una mala intención, tez aterciopelada, riza y poblada cabellera, talle de sílfide, mano infantil y el pie más mono que han calzado zapaticos de raso. Contaba entonces veinticuatro abriles muy floridos; y a tal edad, muchacha de buen palmito y sin noviazgo o quebradero de cabeza, es punto menos que imposible. En vano su padre la tenía bajo la custodia de una dueña quitañona, más gruñidora que mastín de hortelano e incólume hasta de la sospecha de haberse ejercitado en los días de su vida en zurcir voluntades. ¡Bonita era doña Circuncisión para tolerar trapicheos, ella que cumplía con el precepto todas las mañanas y que comulgaba todos los domingos!
Pero Violante tenía un hermano nombrado don Sebastián, oficial de la escolta del virrey, el cual hermano se trataba íntimamente con el capitán de escopeteros Rui Díaz de Santillana; y como el diablo no busca sino pretexto para perder a las almas, aconteció que el capitancito se le entró por el ojo derecho a la niña, y que hubo entre ambos este dialoguito:
-¿Hay quien nos escuche? -No.
-¿Quieres que te diga? -Di
-¿Tienes un amante? -¡Yo!
-¿Quieres que lo sea? -Sí.
La honrada doña Circuncisión acostumbrada cada noche hacerse leer por su pupila la vida del santo del día, rezar con ella un rosario cimarrón mezclado de caricias al michimorrongo, y, oyendo, a las nueve las campanas de la queda, apurar una jícara de soconusco acompañada de bizcochos y mantecados. Pero es el caso que Violante se daba trazas para, al descuido y con cuidado, echar en el chocolate de la dueña algunas gotas de extracto de floripondios, que producían en la beata un sueño que distaba no mucho del eterno. Así, cuando ya no se movía ni una paja en la casa ni en la calle, podía Díaz, con auxilio de una escala de cuerda, penetrar en el cuarto de su amada sin temor a importuna sorpresa de la dueña.
«Madre, la mi madre,
¿guardas me ponéis?
Si yo no me guardo
no me guardaréis».
dice una copla antigua, y a fe que el poeta que la compuso supo dónde tenía la mano derecha y lo que son femeniles vivezas. Y ya sabemos que
cuando dos que se quieren
se ven solitos,
se hacen unos cariños
muy rebonitos.
En la noche de mayo de que hablamos al principio, apenas acabó el galán de escalar el balcón, cuando un acceso de tos lo obligó a llevar a la boca su pañuelo de batista, retirándole al instante teñido en sangre, y cayendo desplomado en los brazos de la joven.
No es para nuestra antirromántica pluma pintar el dolor de Violante. Mal huésped es un cadáver en la habitación de una noble y reputada doncella.
La hija de Rivera el Mozo pensó, al fin, que lo primero era esconder su falta a los ojos del anciano y orgulloso padre; y dirigiéndose al cuarto de su hermano don Sebastián, entre sollozos y lágrimas, lo informó de su comprometida situación.
Don Sebastián principió por irritarse; mas, calmándose luego se encaminó al cuarto de Violante, echó sobre sus hombros al muerto, se descolgó con él por la escala del balcón, y merced a la obscuridad ya que en esos tiempos era difícil encontrar en la calle alma viviente después de las diez de la noche, pudo depositar el cadáver en la puerta de la Concepción, cuya fábrica estaba en ese año muy avanzada.
Vuelto a su casa, ayudó a su hermana a lavar las baldosas del balcón, para hacer desaparecer la huella de la sangre; y terminada tan conveniente faena, la dijo:
-¡Ira de Dios, hermana! Por lo pronto, sólo el cielo y yo sabemos tu secreto y que has cubierto de infamia las honradas canas de Ribera el Mozo. Apréstate para encerrarte en el convento, si no quieres morir entre mis manos y llevar la desesperación al alma de nuestro padre.
En aquellos tiempos se hilaba muy delgado en asunto de honra.
Y en efecto, algunos días después Violante tomaba el velo de novicia en la Encarnación, única congregación de monjas que, por entonces, existía en Lima.
Y por más honrar en la persona de su hija al caballero santiagués, asistió a la ceremonia como padrino de hábito el virrey del Perú, conde de Villardompardo.
No será fuera de oportunidad apuntar aquí que, a la muerte de Rivera el Mozo, fue demolida la casa, edificándose en el terreno la famosa cárcel de la Inquisición, tribunal que hasta entonces había funcionado en la casa fronteriza a la iglesia de la Merced.
II
Echemos, lector, el obligado parrafillo histórico, ya que incidentalmente nombramos al conde de Villardompardo, a quien las traviesas limeñas llamaban el Temblecón, aludiendo a la debilidad nerviosa de sus manos.
Gobierno bien fatal fue el del Excmo. Sr. D. Fernando de Torres y Portugal, conde de Villardompardo, séptimo virrey del Perú por S. M. don Felipe II. Sucediendo a don Martín Enríquez, de la casa de los marqueses de Alcañices, y que antes había sido virrey de México, diríase que éste le legó también su desgracia en el mando; pues sabido es que don Martín apenas gobernó veintiún meses, si es que puede llamarse gobierno el de un hombre cuyas dolencias físicas no le permitían más que prepararse a bien morir.
En cuanto a obras públicas, parece que ambos virreyes sólo proyectaron una: «Adoquinar la vía láctea».
El terremoto que en 1582 arruinó a Arequipa, y el que en 1585 dejó a Piura y Lima en escombros; el tercer Concilio limense presidido por el santo arzobispo Toribio de Mogrovejo y que se disolvió con grave escándalo; los desastres de la flota que condujo quinientos treinta hombres para colonizar Magallanes y que sucumbieron todos, menos veinte, al rigor de las privaciones y del clima; los excesos en el Pacífico del pirata inglés Tomás Cavendish; una peste de viruelas que hizo millares de víctima en el Perú; la pérdida de las sementeras, que trajo por consecuencia una carestía tal de víveres que la fanega de trigo se vendió a diez pesos; y, por fin, la nueva del destrozo sufrido por la invencible escuadra, destinada contra la reina virgen Elisabeth de Inglaterra: ved en compendio la historia de don Martín Enríquez, el Gotoso, y de su sucesor don Femando de Torres, el Temblecón.
En los tres años de su gobierno no hizo el conde Villardompardo sino amenguar el patronato, entrar en querellas ridículas con los inquisidores, dar pábulo a las disensiones de la Audiencia, dejar sin castigo a los defraudadores del fisco y permitir que en todas las esferas oficiales se entronizase la inmoralidad. Relevado con el segundo marqués de Cañete, retirose el de Villardompardo a vivir en el conventillo franciscano del pueblo de la Magdalena, hasta que se le proporcionó navío para regresar a España.
III
Ajusticiado en la plaza de Lima, en diciembre de 1554, el capitán don Francisco Hernández Girón, que había alzado bandera contra el rey, su viuda doña Mencía de Sosa y la madre de ésta, doña Leonor Portocarrero, fundaron en 25 de marzo de 1558, y provisionalmente en la misma casa que habitaban, un monasterio en el que profesaron en breve muchas damas de la nobleza colonial. Doña Leonor fue reconocida como abadesa y doña Mencía aceptada como subpriora.
La profesión de una de las hijas del mariscal Alvarado, que fue maese de campo del licenciado La Gasca en la campaña contra Gonzalo Pizarro, ocasionó un conflicto; pues realizose con sólo el permiso del arzobispo, Loaiza y sin anuencia del vicario provincial agustino, que se oponía porque doña Isabel y doña Inés de Alvarado, aunque hijas de hombre tan ilustre y rico, eran mestizas.
El mariscal dotaba a cada una de sus dos hijas con veinte mil pesos y ofrecía hacer testamento a favor del monasterio. Las monjas aprovecharon de un viaje al Cuzco del padre provincial para dar la profesión a doña Isabel, pues no eran para despreciadas su dote y las esperanzas de la herencia. Cuando regresó a Lima el vicario y se impuso de lo acontecido, castigó a las monjas cortándolas una manga del hábito. Todas las clases sociales se ocuparon con calor de este asunto, hasta que, aplacadas las iras del vicario, perdonó a las religiosas, devolviendo a cada una la manga de que la había despojado.
Esto influyó para que, puestas las monjas bajo la protección del arzobispo e interesándose por ellas la sociedad limeña, el virrey marqués de Salinas activase la fábrica del actual convento, al que se trasladaron las canonesas.
Los capítulos para elección de abadesa fueron siempre, hasta la época de la Independencia, muy borrascosos entre las canonesas; y por los años de 1634, siendo arzobispo de Lima el señor don Fernando de Arias Ugarte, la monja Ana María de Frías asesinó con un puñal a otra religiosa. Enviada la causa a Roma, la Congregación de Cardenales condenó a la delincuente a seis años de cárcel en el monasterio, privación de voz activa y pasiva, prohibición de locutorio y ayuno todos los sábados. El vulgo dice que la monja Frías fue emparedada, lo que no es cierto, pues en el Archivo Nacional se encuentra una copia legalizada de la sentencia expedida en Roma.
Fue éste el primer monasterio que hubo en Lima; pues el de la Concepción, fundado por una cuñada del gobernador Pizarro, y los de la Trinidad, Descalzas y Santa Clara, se erigieron durante los últimos veinticinco años del siglo de la conquista. Los de Santa Catalina, el Prado, Trinitarias y el Carmen fueron establecidos en el siglo XVII, y datan desde el pasado siglo los de Nazarenas, Mercedarias, Santa Rosa y Capuchinas de Jesús María.
Como sólo las nobles y ricas descendientes de conquistadores podían ser admitidas entre las aristocráticas canonesas de la Encarnación, pronto dispuso este monasterio de crecida renta, aparte de los donativos y protección decidida que le acordaron muchos virreyes.
Volvamos a Violante de Rivera, cuya toma de hábito y profesión solemne, que para siempre la apartaba del mundo, se realizaron con un año de intervalo en la primitiva casa de las monjas.
La tristeza dominaba el espíritu de la joven. Su corazón era de aquellos que no saben olvidar lo que amaron.
Su profunda melancolía y una llavecita de oro que pendiente de una cadenilla de plata llevaba al cuello daban tema a las conversaciones y conjeturas de sus compañeras de claustro. Aunque monjas, no habían dejado de ser mujeres y curiosas y perdían su latín por adivinar tanto el motivo de la pena como el misterio que para ellas debía significar la cadenilla. Cansadas al fin de murmuraciones, bautizaron a Violante con el nombre de La monja de la llave.
Y así corrió otro año hasta que murió Violante, casi de una manera súbita, víctima de los sufrimientos morales que la devoraban.
Entonces las monjas desprendieron de su cuello la misteriosa llavecita de oro, que tan intrigadas las había traído, y abrieron con ella una pequeña caja de sándalo que Violante guardaba cuidadosamente en un mueble de su celda.
La cajita de sándalo encerraba las cartas de amor y el pañuelo ensangrentado del capitán Rui Díaz de Santillana.
FIN