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Trabajos forzados

[Cuento - Texto completo.]

Tommaso Landolfi

Alessandro había dejado en Florencia una lluvia gélida y vapuleadora y el viento de siempre. Pero ya en Génova el cielo estaba claro y ahora lo acogían los mil atractivos primaverales de la extrema Riviera. ¡San Remo! Por otra parte, en aquel sereno esplendor de los elementos advertía algo innatural y hasta funéreo y algo así como una suspensión, como si escondiera un siniestro presagio. Se puso a pensar en esos muertos a los que una costumbre americana maquilla de un postrimero y falaz color carne. E igual corrupción e igual pompa se transparentaban en el rostro de su compañera, una mujer madura y avispada a la que el dulce sol, puntual pero engañosamente, había hecho reflorecer.

Sí, el invierno que Alessandro había dejado a sus espaldas en aquella carrera para huir de él, de sí mismo y de la vida de los hombres, el mismo triste invierno que se había instalado en su ánimo, parecía en el recuerdo algo más confortador y más auténtico que aquella sonrisa de los elementos, mejor, que aquella mueca de funesta alegría. ¡Y él era tan poco benévolo con la cotidiana y retórica humanidad, que es la preocupación constante y casi obligada de tanta gente! ¿Acaso en aquella continua huida no estaba, solía decirse, su más auténtica humanidad? Y, no obstante, ahora, precisamente ahora, desde la primera vez que llegó a aquel pueblo, que dicen de ensueño, le parecía que algo no cuadraba en su razonamiento. Tal vez, pensaba, todo el error estaba en aquel su, si bien ninguna ley de la naturaleza ni del espíritu lo impusiera explícitamente; tal vez no se podía hablar de la humanidad de uno solo sin que la palabra perdiera su significado. Además, tal vez, añadía turbado, este mismo pueblo de mi corazón no sea realmente más que un vacío y muerto despojo. ¿Y qué? Y, además, ¿no estaría ya contenido en tan siniestro efecto debido a mis nervios cansados el resultado de este último experimento?

Y así, habían llegado a su pequeño café, un local donde también daban de comer ese tipo de comida alimenticia y de fácil ingestión que le va bien al jugador que tiene prisa. En efecto, el Gran Casino estaba a unos pocos pasos de allí. Dos o tres mesas se hallaban ocupadas, aunque la hora del almuerzo ya había pasado, por personas que engullían a gran velocidad tazas de caldo, pollo frío y plátanos. Había una monumental señora de intolerable acento milanés que ostentaba vistosos oros en el cuello, en las muñecas, por todas partes, lo cual es una práctica deliberada entre tal tipo de personas, como prueba de sus triunfos en la ruleta o, al menos, de sólida resistencia a la misma (para demostrar, en el fondo, que no se tiene nada que ver con las casas de empeño). Con ella, un hombre de pelo entrecano y acento extranjero que, además, se daba aires de no hablar de juego. En un rincón, un viejo canoso y gafudo, además de verde, cuyo aspecto y atuendo no habrían inspirado más que dignidad si no hubiera sido por la blanda línea de la barbilla, por sus mejillas morbosamente colgantes y por un sospechoso brillo en los ojos. La verdad es que, mientras comía, estaba haciendo complicados cálculos en una cartulina en la que no era difícil reconocer una de las distribuidas en el Casino y que llevan a un lado la figura de una ruleta. En otro sitio, una mujer menuda, joven, aunque ajada, miraba derecho ante sí con aire abstraído y extraviado. Pero el simulado desapego de la pareja desapareció ante la ruidosa entrada de un hombrecillo gordo, también extranjero, que, sin más, volcó en su mesa un puñado de fichas de alto valor, añadiendo excitadas explicaciones. Un ávido coloquio en tono quedo se entabló entre los tres.

Pero todas estas apariencias y estas evocaciones que en un tiempo, y hasta ayer, hacían latir el corazón de Alessandro como el de un enamorado, hoy le provocaban más bien un vago malestar. Miraba cansadamente más allá de la ventana la breve cuesta que llevaba al Casino y no se sorprendía al leer en los ojos de los transeúntes el resultado de sus jugadas. La mujer, repentinamente melancólica, también contemplaba sin un pensamiento y sin ninguna preocupación por el mundo el reflejo del sol en el adoquinado.

—Habrá que ir —dijo Alessandro sacudiéndose—. Tengo el presentimiento de que esta vez tendré suerte. De todos modos, es inútil buscar hotel por ahora. Tenemos poco dinero y nos conviene ahorrarlo al máximo y dejarnos abierta alguna posibilidad hasta el final. Y ahora escucha bien…

A continuación, las habituales recomendaciones que Adele ya se sabía de memoria, sobre la prudencia que había que tener en las varias fases del juego, salvo al forzarlo con dinero ganado, y así sucesivamente. Las cuales no tenían, en el fondo, otro fin que el de reservarle a él, Alessandro, la mayor parte del capital, dejándole a su compañera un exiguo margen con el que debería no solo jugar (para cederle, en su caso, las ganancias) sino, además, proveer a los gastos de manutención.

—Sí, sí —respondió la mujer débilmente—, solo que ya lo sabes; esto es lo último que nos queda. Si lo perdemos esta vez ya no sé…

—Bueno, bueno, ya lo sabemos —atajó impaciente y casi ofendido Alessandro—. Y ahora, ánimo, alégrate y sonríe. Si supieras la mala suerte que dan las caras largas.

Subieron la cuesta. Entraron como dos condenados.

Pero, a fin de cuentas, ¿qué empujaba a Alessandro? ¿Qué empujaba (si es lícito preguntarlo sin ambages) a un hombre de intelecto y corazón a una sala de juego? Ciertamente el juego es una alta, tal vez la más alta actividad del espíritu, pero cuando se convierte en cotidiano y habitual, cuando, al perder misterio, aventura y fantasía, cambia de naturaleza para transformarse en una actividad humana, o sea antiespiritual (¿pues qué actividad del espíritu resistiría a la costumbre?) ¿Cambia de naturaleza o más bien revela con tétrica petulancia la inevitable parte sorda y ciega de su naturaleza, la que hace del dinero su propio instrumento? ¿Cuándo se convierte en una ocupación, aunque sea desesperada? Pero ya lo he dicho: he hablado de desesperación. Acaso sea que, incluso así prostituido, el juego nos muestra claramente nuestro destino.

 

Hacía tiempo que entre Alessandro y la ruleta se había establecido un diálogo despiadado que hoy, sin embargo, adquiría acentos de una cristalina limpidez. En los raros momentos de libertad y de despego, de casi curioso distanciamiento que el juego concedía a su espíritu, le parecía que le habría bastado con papel y lápiz para transcribir ese diálogo, tan claro le sonaba. Y ya, a medida que iba perdiendo su último dinero, su atención se iba desplazando del propio juego en cuanto tal a aquellos severos acentos. Cada nueva apuesta era una pregunta, una nueva solicitación; cada consiguiente pérdida, una nueva respuesta. Pero no una nueva, al contrario, eran la misma pregunta y la misma respuesta repetidas hasta el infinito. ¡Oh, qué monótono era, en el fondo, ese coloquio! Y, sin embargo, con una especie de curioso estupor, Alessandro insistía en él, resuelto a perder hasta el último céntimo con tal de oír su fin. ¿Pero podía haber un fin? ¿Y qué fin? Todo era tan sencillo, tan sencillo, y ahora parecía tan sabido desde hacía tanto tiempo. En verdad, era inútil seguir. ¡Lo que la ruleta no decía resultaba igual de claro para él! No tenía otro lenguaje que ése: la enloquecida carrera de su bolita, sus imprevistos encabritamientos, su desesperado precipitarse. No tenía más lenguaje que esta acción vertiginosa. Lejos de ser la caprichosa deidad que todos creen no era más que un ciego instrumento en manos expertas, un instrumento al servicio de una inteligencia superior que desdeñaba o no consideraba necesario, a los oídos de quien pudiera entender, un lenguaje más articulado. Y a pesar de esto último, así como era, ya resultaba bastante claro: una vez más todo resultaba sencillo y claro.

Bueno, Alessandro había jugado, sin contar bastantes otros números al azar, al veintidós, al nueve, al treinta y uno, al catorce, al uno, al treinta y tres, al dieciséis y al veinticuatro, desdeñando el veinte por la única buena razón de que, cuando más que jugar se dialoga, tampoco se puede jugar a todos los números. Y ahora la bolita, después de una carrera excepcionalmente regular, después de haber evitado con cuidado los numerosos rombos en relieve que constelan el plato giratorio y las más de las veces entorpecen su camino, se había dejado caer dócilmente en aquel “sector”; solo que en el último momento, y cuando ya casi se había acomodado en la casilla del catorce, chocó con el tabique que separa dicha casilla de la contigua, la del veinte (situada, pues, justo en medio de los ocho números arriba citados), y en esta última, justamente, con blando salto se encajó o, digamos mejor, se arrellanó.

—Se salió del catorce —murmuró un “empleado” a modo de consuelo dirigido a alguien que había “cargado” ese número.

—Esta bolita tiene ojos —murmuró a su vez un tipo esmirriado junto a Alessandro, un ratón de garito al que Adele llamaba “el caballero veneciano”, aunque era manifiestamente romano—. En esta mesa no se gana nunca. Ese empleado es gafe. Voy a probar en la siete. Allí tienen mejor mano.

Así pues, Alessandro había vuelto a perder y parecía que de un modo particularmente maligno. Y ésa era la habitual y única respuesta a aquella única pregunta. Pero quizá todavía no era una respuesta bastante precisa ni definitiva; quizá fuera necesario interrogar de nuevo y formular la pregunta con mayor claridad. Después de todo, Alessandro en esa jugada anterior no debía haber cubierto más de la mitad del total de los treinta y siete números. ¿Por qué extrañarse si había perdido? En cambio, ¿si ahora intentase un juego defensivo, es decir, apostando al pleno solo en algunos números y en los demás, en casi todos los demás, ese poco necesario para recuperar el dinero de la puesta en caso de fallar en los primeros? La “máquina” no se dejaba agarrar por los cuernos, tal vez fuera prematuro atacarla (prematuro, pero el dinero se estaba acabando) y, en cambio, a la larga, se quedaría desarmada ante una resistencia disimulada. Sí, éste era el método que había que emplear. Y Alessandro, que hacía un rato que le daba caza al cinco, jugó a ese número con sus correspondientes caballos y una cierta suma en la segunda y tercera docena. De ese modo, si no salía el cinco, recuperaría, como se ha dicho, el dinero de la jugada, más o menos. En el último momento le pareció, además, que no estaba bien dejar del todo descubierta la combinación diez-doce, de modo que la jugó en la debida proporción. Llegados a este punto, si el cinco saliera por fin la ganancia se reduciría algo más y si no, inevitablemente, se elevaría algo. Pero en compensación solo se dejaba descubierto un total de cinco números, precisamente el cero, el uno, el tres, el siete y el nueve.

Lanzada por el nuevo empleado, la bola giró vertiginosamente seguida por las miradas de muchos, tal vez durante diez segundos; luego, con un brusco salto se sustrajo a la vista y antes de que el ojo volviera a encontrarla ya se acunaba feliz en la casilla verde del cero.

Bien, esta respuesta sí parecía definitiva. Y, sin embargo, dejando a un lado el hecho de que no podía serlo porque a Alessandro aún le quedaba algo de dinero, pensándolo bien, en cambio, se prestaba a más de una interpretación aunque fuera meramente formal. En definitiva, era necesario hacer un supremo experimento: había que jugar a todos los números menos a uno y entonces, si saliera precisamente ese número, entonces sí, Alessandro se convencería (¡pero ya estaba convencido!). Ahora bien, si había que excluir un número, la lógica más común, la experiencia y el cálculo aconsejaban excluir precisamente el cero, salido en la jugada anterior. Y eso es lo que hizo Alessandro, jugando de distintos modos a todos los otros números. (Eso era, no es necesario decirlo, jugar a perder, pero el experimento parecía necesario.) Y se alejó unos pasos de la mesa en cuanto la bola empezó a dar vueltas, esta vez lánguidamente. No quería seguirla con la mirada, no quería intentar imponerle su voluntad, dado que era tan rebelde que siempre hacía lo contrario de lo que se le pedía. Tal vez tampoco quería influir en ella de ninguna manera, ni para bien ni para mal. Pero los otros jugadores podían ver que casi retorciéndose, casi a su pesar, evitaba todas las demás casillas y…

—Cero —anunció el empleado con esa especie de falsa sorpresa que para edificación y consuelo de los jugadores adoptan los empleados cuando se produce una repetición.

Sí, la cuestión no tenía vuelta de hoja. Ahora, sin duda, la suerte había hablado de modo inequívoco. Sin embargo, también era evidente que había llegado a este supremo experimento ya cansada con respecto a Alessandro. En verdad, durante toda la primera parte del juego él la había buscado de forma mucho menos apremiante. Dicho de otra manera, si desde el principio hubiera jugado dejando a la suerte no más de cincuenta probabilidades sobre cien, reservando las otras cincuenta para sí mismo o incluso (persiguiendo una victoria más limitada) menos de cincuenta a ella, en ese caso, ¿cuál habría sido el resultado global del juego? Sin duda estas últimas jugadas habían sido tiros al aire, pero unas pocas jugadas no bastaban para determinar una media o un clima de juego. Resumiendo: ¿tal vez antes se había arriesgado demasiado y cuando se dio cuenta ya era demasiado tarde? No es que Alessandro creyera ni por asomo en un razonamiento semejante que, sin embargo, tenía todas las apariencias de la lógica y podía pasar por bueno (pues todavía le quedaba algo de dinero). La conclusión de todo era que debía intentarlo con otro juego, con uno de ésos de combinaciones sencillas que ofrecen, más o menos, las mismas probabilidades a la banca y a la jugada, en pequeñas apuestas… y quién sabe… ¿No se había visto muchas veces a más de uno recuperar una fortuna con su último dinero?

Desde un punto de la sala Adele lo buscaba con la mirada. Se acercó a él y le dijo en voz baja que había perdido todo su escaso dinero, es más, que había tenido que echar mano a la exigua y azarosa suma destinada a los gastos de viaje y manutención, y que tuviera cuidado con lo que hacía. En su tono sordo ya vibraba la irritación que siempre provocaban en aquella débil y rabiosa mujer la pérdida, tal vez el humo y el lugar mismo con las caras de los presentes.

Pues peor; era una razón de más para seguir el juego con aquellos últimos y más que mezquinos recursos. Más tarde ya se le ocurriría algo para el viaje y la cena. La mesa siguiente era de trente et quarante. Alessandro apostó al negro. El empleado extendió las cartas del negro y anunció: un. “Lo sabía”, se dijo Alessandro mientras el empleado extendía las cartas del rojo, “sabía que esto sería otra cosa; con un uno se puede esperar no perder”. El empleado volvió a anunciar: un, aprés. En ese momento del juego era la única combinación favorable a la banca y había salido. La jugada siguiente, ni siquiera hay que decirlo, fue rojo. La apuesta de Alessandro, ya virtualmente reducida a la mitad, fue definitivamente retirada.

Todo estaba tan claro, se decía poco antes, que saltaba a la vista. Entonces, ¿por qué seguía y seguía? Pero una vez más: en este juego había que contar con la indigna posibilidad del aprés de uno, por tanto la cosa no parecía del todo equitativa. No, mejor el chemin de fer; en él, jugando de pie, no se pagan porcentajes ni hay ventaja para nadie.

Adele lo seguía como un espectro.

—Dame ese dinero.

—¿Cuál? ¿El del viaje? Estás loco. Y, además, habrá que comer algo…

Viaje, comer. ¡Qué ideas tan raras tenía Adele! Alessandro se quedó mirándola sombríamente, sintiendo cómo el sudor le caía por la frente y sintiéndose el ser más miserable y abyecto del mundo. Apiadada, tal vez, o demasiado ofendida, la mujer dijo de pronto:

—¿Lo quieres? Tómalo —y se lo ofreció—, pero luego te encargarás tú de todo. Yo… yo estoy harta de… No sé qué vamos a hacer porque…

Alessandro ya no la escuchaba. La mujer se alejó contoneándose con despecho. El esperó una de esas jugadas que se consideran seguras, después de un nueve contra dos figuras por parte de la banca, y apostó.

El punto sacó nueve y figura a su vez. El banquero sacó un segundo nueve y otra figura: encarte, égalité (extraño fin de una noble palabra, pensó lúcidamente Alessandro). Y en la próxima jugada perderé. Estaba seguro. ¿Por qué no retiraba su apuesta? El punto pidió carta, la banca descubrió un ocho, como era de esperar.

Alessandro jugó unas manos más y solo le quedaban unas pocas liras para los gastos; decidió volver a la ruleta. Apartado en la penumbra, atisbo, sentada a una mesa de juego vacía, a Adele y se la imaginó como tantas veces la había visto: extraordinariamente demacrada en una hora, gris de piel, con la mirada apagada y un depósito de lágrimas (a causa del resfriado o a causa del humo) en el borde del párpado inferior enrojecido, con sus gestos maquinales de ajustarse la peineta, de chuparse el dedo y pasárselo por las pestañas y de frotarse la oreja. Pero desde allí encontró el modo de lanzarle una mirada tétrica y (dichosa ella) enfurruñada.

Ahora había que cambiarlo todo en billetes de doscientas liras y con ellos, despacito, despacito, tal vez…

En resumen: ¿cuál era la pregunta que Alessandro hacía con tanta insistencia a la ruleta, la pregunta cuya respuesta ya conocía y que, sin embargo, no se cansaba de repetir? Es más, ni siquiera era necesario que la bola se contorsionase angustiosamente entre las espiras de la superior y oscura potencia que la dominaba para que él comprendiese el lenguaje límpido y férreo de esa potencia. En lo más hondo de su corazón, en su propia consciencia, ya tenía la respuesta, cada respuesta, antes aún de que la voz hablase o hubiese hablado ya que ella era la suya misma y su obstinado interrogar no podía ser otra cosa que un inútil engaño tendido a sí mismo, una superchería, una trampa.

¿Cuál era la pregunta? Antes todo había parecido sencillo y evidente; ahora parecía que las ideas se le confundían. Pero, tal vez, esta confusión no fuese más que una renovada defensa de sus sentimientos más inertes y vaporosos, no fuese más que blanda piedad de sí mismo. Lo cierto es que la pregunta no podía ser otra que la que todos los hombres hacen a su propio destino: ¿qué debo hacer? No podía ser otra por la sencilla razón de que Alessandro sabía muy bien qué debía hacer, incluso sabía el modo en que debía hacerlo. En primer lugar, debía dejar a Adele, la cual era, sin culpa por su parte, al contrario, a pesar suyo, como una encarnación del juego o, mejor, de aquella parte del juego que no es sino corrupción, abandono y pérdida del alma. Adele, con tantos buenos sentimientos, exclusiva, además, de todo cuanto hay de noble, de fiel, de casto. Luego, volver a una modesta vida de trabajo. Y entonces (cien veces había pasado por esa experiencia) ese mismo poder que ahora le arrebataba la victoria e incluso el aliento le habría ayudado, incluso de modo imprevisto, incluso sin ningún mérito concreto por su parte. Ello habría compensado su sola buena voluntad, independientemente de los resultados alcanzados. Porque, ciertamente, no es necesario hacer bien una cosa de modo absoluto, basta con hacerla lo mejor que se pueda y es lo mismo, si no para los demás al menos para sí mismo y ante… Dios. Sí, bastaba con vivir con pureza de corazón y ya no habría más dificultades, ni siquiera prácticas. Entonces, ¿por qué con esta clara y religiosa consciencia, Alessandro se obstinaba en una experiencia que manifiestamente lo rechazaba? Su destino no estaba en el juego. Sin embargo… Pero de nuevo: si la pregunta no era lo pura que se ha dicho, ¿qué le pedía al juego? Era evidente: dinero, olvido de sí mismo y de todo, condenación, todo lo que, en pocas palabras, es vil, corrompido, abyecto. Es verdad. No obstante, llegado a este punto, el razonamiento podía tomar diversas vías. Por ejemplo, ¿cómo es, se pregunta, que sentía la necesidad de todo lo dicho? Tal vez la pureza de corazón también sea un don de Dios; tal vez no se pueda, no se deba (digan lo que digan los sacerdotes de todas las religiones) ganársela fatigosamente, so pena de perderla, o sea, de perder la esperanza en ella para siempre. Sin embargo, a veces, se tiene el sentimiento, la certidumbre de que la gracia descenderá sobre nosotros invocada, solicitada, provocada por nuestras buenas obras, por nuestra paciencia… ¡En qué lío me estoy metiendo! Pero una cosa es cierta, que mi camino no pasa por aquí; más aún, sé muy bien lo que debo hacer. ¿Y si intentara abandonarme a esta voz que tan alto habla en mí? Un poco a la vez, con paciencia, con esta paciencia, al menos, que pongo en este juego de unas pocas liras, tal vez podría reconstruir mi vida, tal vez… (“¡Paciencia!”). Y si sé tan bien lo que debo hacer y hasta cómo hacerlo, ¿por qué al final no lo hago? ¿Se puede creer seriamente que uno vea lo mejor y se aferre a lo peor?… Dios mío, ¿será verdad que ya no hay esperanza para mí y que estoy perdido para siempre?

(¡Cómo se derrumbaban a su alrededor todas las apariencias! ¿Qué sentido podía tener el paseo entre las mesas de aquel engreído señor al que Adele llamaba “el pavo real”?)

Y hay otra cosa que, por el momento, también es verdad: que me quedan cuatrocientas liras en dos billetes de doscientas. Esto es lo más importante y lo más grave. ¡Oh! ¿Dónde apostar uno de ellos? Porque si lo pierdo, ¿quién tendrá valor para apostar el último? ¿Y el viaje y la cena y los cigarrillos y…?

Ya lo tengo: al negro. Los dos al negro, que lleva cinco jugadas sin salir. “¡Cinco!” ¿Y si me los juego al cinco, como si tal cosa, como si tuviera dinero para tirar y jugase por simple diversión, por simple curiosidad? ¡Eh! No estarían tan mal jugados, después del catorce que acaba de salir, lo cual serían exactamente catorce mil liras con las que podría volver a empezar. Me he pasado toda la noche dándole caza al cinco… El cinco (¡pero esto es de locos!). ¿Por qué, con la mala suerte que tengo, de treinta y siete números iba a salir precisamente el cinco? Con cuatrocientas liras no se puede apostar un pleno a un solo número, sería pueril. No, no, están mejor apostadas al negro; al menos tendré cincuenta probabilidades de ganar entre cien (ya, ya, es solo una cuestión de probabilidades), cincuenta no, pero casi…

Adele se había levantado de su lugar de dolor y venía hacia él.

—…Rien ne va plus.

—¿Aún no se te acabó el dinero? ¿Sabes qué hora es?

Allí estaba ella, con la terrible mala suerte que daba. Ya estaba convencida antes de venir a San Remo de que perdería todo, hasta el último céntimo; estaba profundamente y matemáticamente convencida de ello y, por otra parte, no lo había ocultado, así como no se preocupaba por ocultar una cierta sensación de triunfo cuando la suerte adversa se había cumplido: triunfo por su propia sagacidad, tan fácil, pero también por la confusión de su propio enemigo, de él mismo, o sea, Alessandro. Es más, tal vez no era tanto por celos si lo acompañaba a sitios como éste cuanto por disfrutar de su envilecimiento, que lo unía más a ella, a su abyección. Pero esta vez el negro saldría y a él le tocaría triunfar, apretar triunfalmente en el puño ochocientas liras (de cien mil) y… ¡El cinco! El cinco, que, además, es rojo…

—¿Te das cuenta de que ya es medianoche? Además, siento que me voy a desmayar —en cambio, lo miraba con ojos de basilisco.

¿Qué estaba diciendo de la hora? ¡Si solo saliera el negro!

—Cinq, rouge, impair et manque. Rien numéro.

¡El cinco! El cinco, ¿cómo es posible?… ¿Ya estás satisfecha, maldita bruja?

 

Luego pasó lo de siempre, lo mismo que todas las otras veces, los actos, las palabras, repetidos en el mismo orden desde hacía una eternidad; la habitual y vulgar escena de Adele echando llamas ya en la escalera del Casino y siguiendo así durante casi todo lo que quedaba de noche; el hotel, que no se sabía cómo pagar; las carreras a la mañana siguiente temprano buscando amigos y prestamistas a quienes mendigar socorro, las esperas interminables y todo lo demás.

El sol de siempre. En el puertecito sacaba chispas de luz, como el hierro en el pedernal, de la compacta y plácida superficie del agua. Las palomas apenas susurraban. Desde lo alto el edificio del Casino miraba con aire divertido y las orejas erguidas. Un cangrejito, bien visible en un escollo a flor de agua, se dejaba mecer por el blando movimiento de las olas. Y la encantadora colina… Pero no, después de todo no había nada de feroz ni de burlón en aquel aire brillante que parecía ofenderles, ni en aquel sol que cubría como un radiante cobertor tantas vividas apariencias. Ni tampoco había nada de fúnebre. No había más que indiferencia, tal vez, y, tal vez, hasta benignidad, aunque impotente; tal vez, por último, solo era la oscura sensación de sufrimiento que siempre va contenida y como implícita en los elementos expuestos. ¿Qué necesidad había de imaginar que el difuso fulgor escondiera una soez corrupción, una trampa tremenda? Aquellos objetos dispersos solo buscaban con ciego dolor su inalcanzable cumplimiento, si es cierto que orfandad y viudedad de la patria celestial son la suerte de todas las cosas de aquí abajo.

Y, más tarde, durante otra espera, Alessandro se volvió a encontrar en un banco del paseo, una vez más frente al mar (desde un arriate junto a él lo miraban ceñudos los rostros de un manípulo de “mesnaderos”, como Adele llamaba a los pensamientos). La mujer estaba sentada junto a él, por fin en silencio, y con el bolso se protegía la frente del sol.

Cómo encaja todo, pensaba. Si ayer hubiera ganado aunque solo un poco, si la mala suerte, que lleva años ensañándose conmigo, me hubiera dado tregua un solo momento, quizá yo mismo estaría perdido para siempre. Ahora sé que ella es, en cambio, mi ángel bueno. Me persigue, pero como la voz de Dios que hablaba al profeta en el desierto. Si a todas mis solicitaciones, a todas mis imploraciones, esta voz severa y vivificante no hubiera contestado siempre no, no, no, general y particularmente, ¿qué habría sido de mi alma? Tal vez me habría convertido en presa irrevocable del demonio. Voz sin piedad, como la de un padre para el que por encima de todo está la salud de su criatura, voz…

—¡Qué harta estoy! Todo esto me da asco. Juro sobre la cabeza de mi sobrinito que ésta es la última vez. Querido señor mío, ahora tendrás que trabajar duro si quieres jugar. Trabajar y…

… Ahora no solo sé lo que debo hacer y cómo, sino también que puedo hacerlo, y fácilmente. Ahora mi deber ya no me cuesta ningún esfuerzo. Dios, o quienquiera que seas, te doy gracias por…

—… Muy gorda, ¡y hay que ver cómo se viste! Está hecha una vieja puta y me da rabia que…

Pero no basta con estar aquí fantaseando a base de buenos propósitos. Al final es necesario actuar y eso también lo sé muy bien; sé muy bien cuál debe ser mi primera obra…

—… Estúpido, malvado, realmente innoble.

—¿Pero qué demonios te pasa ahora? ¿No podrías seguir callada un ratito más? ¿Por qué lloras?

—¿Que por qué lloro, eh? Pero cuando se trata de procurarse dinero tú te quedas tumbado a la bartola. ¿Y quién tiene que apechugar con todas las humillaciones? ¿Quién tiene que ir corriendo de acá para allá? ¿Quién…?

Mi primera obra debe ser y será, ya lo he dicho, alejar a ésta. Eso está muy claro. Ahora bien, ¿para qué perder tiempo? No es más que un momento: se cierran los ojos, se tapa uno, sobre todo los oídos, y… Diría que éste es el acto en que se resume todo lo que tengo que hacer. ¿Entonces a qué espero?

—Mientras tanto, podrías ir a la estación a ver qué trenes hay. No podemos quedarnos más aquí. En el mejor de los casos apenas si nos queda para los billetes.

¡Los billetes! Es verdad: aquí yo no conozco a nadie. Quedarse tirado en la calle sin un céntimo en el bolsillo… Bueno, mi decisión está tomada de una vez por todas y es irreversible, de modo que, aunque causas de fuerza mayor me obliguen a aplazar su cumplimiento…

Causas de fuerza mayor: mi cobardía. (Dijo el mendigo a Marivaux: sí, tiene usted razón, soy joven y fuerte, mais que voulez-vous, Monsieur, je suis si paresseux!)

De repente Alessandro recordó que una tarde lejanísima había permanecido un rato en uno de estos bancos, tal vez en el mismo de ahora. Como a través de una niebla brillante, volvía a verse allí, frente a aquel mar, solo y feliz. Había los mismos densos efluvios, los escasos transeúntes tenían en sus rostros la misma expresión entre digna y gozadora, los hombres cuidadosamente afeitados, las mujeres, con vestidos de alto precio. Solo que él tenía muchos años menos y era poco más que un jovenzuelo. Y no era feliz solo porque estaba solo, solo con sus esperanzas, con sus certidumbres, sino también, en concreto, porque había ganado una fuerte suma en el juego. Había ganado y estaba seguro de que habría seguido ganando apenas se volviera a abrir su mesa, y después, siempre, hasta el infinito, que toda su vida habría sido una perpetua victoria. Y paladeaba la alegría de entrar (como luego hizo realmente) en el más suntuoso y caro de aquellos muchos restaurantes y de decir fríamente al camarero, que debería quedarse, para mayor placer de la situación, algo confuso: espero que tengan alguna buena botella de viejo borgoña. Tráigamela. Y de todo su ser se adueñaba una fuerza sin límites previsibles; y las mujeres y la gloria…

—¿Pero qué haces ahí atontolinado? ¿Quieres hacer algo, so mentecato?

¿Qué había en común entre aquel jovenzuelo y este hombre maduro y cansado? ¿Entre los libres sentimientos de entonces y esta paciencia ante los ultrajes? ¿Cómo pudo producirse tal cambio? ¿Quién lo había producido? Ella, ella tiene algo que ver con eso. Es más, ella era la causa de todos sus males, era la flor roja del cuento.

Pero no, ¿qué tenía que ver ella con su vida malgastada, con sus verdaderos males?

—Venga, acompáñame, señor Molusco.

 

Llegados a este punto, el narrador de la presente historia opina que no tiene nada más que añadir… sino la historia misma. En efecto, el posible lector debe saber antes que nada que el narrador no es otro que el personaje simulado bajo el nombre bastante paradójico de Alessandro. Y la historia de este Alessandro, alias mío, del narrador, o sea, aquella parte de su historia que se refiere a la presente historia, se cuenta pronto. Pero para que todo esto no se convierta en un galimatías incomprensible, para empezar, cambiemos de persona.

Así pues, yo, Alessandro, al volver de una de estas expediciones de la que habéis, tant bien que mal, escuchado el resumen con sus correspondientes vaniloquios interiores y sus correspondientes buenos y extremos, aunque inanes, propósitos, yo, Alessandro, naturalmente, no pensaba más que en volver a San Remo o adonde fuera y en lanzarme a aquella impar, aunque verdaderamente épica, lucha con la ruleta. Pero para hacerlo necesitaba, evidentemente, dinero, y el caso es que ya no sabía de dónde sacarlo. Porque esta vez Adele no era nada dulce y no quería ni oír hablar de hacerme un préstamo; préstamo, además, cuyo reembolso parecía, si no problemático, remoto… Pero, se me interrumpirá aquí, ¿no había dicho esta Adele en un cierto momento de tu jugosa narración, no había dicho, aun en su habitual modo confuso, que ya no tenía más dinero y que aquél era el último, etcétera? Sí, pero Adele es una mujer de muchos recursos y, como quien no quiere la cosa, apenas de regreso en Florencia le telefoneó el notario para anunciarle una pequeña herencia que, como ya he dicho, de ningún modo quiere jugarse.

Ésta es la situación. Ahora bien, ocurrió que sintiendo que iba a ceder a mis reiteradas peticiones de dinero, la buena mujer (que, a su manera, me quiere), urdió un sistema para favorecerme sin, según ella, perder nada. Pero, como se verá, esto es una especulación típica de mujeres. Y aquí encaja otra premisa. En otro tiempo fui escritor, un escritorzuelo, sobra decirlo, al que nadie apreció nunca. Sin embargo, ella se obstina en creer en no sé qué cualidades ocultas mías. ¡Pobre mujer! Que se consuele como pueda de los disgustos que le doy. Y se le ocurrió la siguiente solución. ¿Quería jugar? Pues que trabajase, y ella, por su parte, habiendo obtenido, al menos, verme seriamente ocupado, me habría pasado una pequeñez (que haría avergonzarse a papá Gabriele) por las diez primeras páginas manuscritas listas para su publicación, y otra inferior por cada una de las siguientes, imprudentísima proporción. La pobrecilla se hace ilusiones de colocar tales escritos en periódicos o revistas o de reunirlos a su debido tiempo en un volumen y de recuperar todo o casi todo el importe de su desembolso, que de esa manera solo figuraría como un adelanto.

Lo demás va de suyo. En el más breve tiempo posible tenía que escribir algo que tuviera al menos una lejana apariencia de cuento, pues tal es el género exigido por Adele, y que en una de ésas alcanzase la cifra mínima necesaria para la nueva expedición. Pero como yo nunca supe escribir cuentos y como, por otra parte, no se me ocurría nada ni tenía nada que decir ni a los demás ni a mí mismo, mi malestar era grande. Es difícil poner de pie a la simple nada y, en conclusión, tuve que recurrir a la astucia. Decía que más de una vez había observado cuánto interés ponía Adele en sus experiencias personales y cómo le gustaba un estilo balzaquiano o, mejor, naturalista y característico, o, mejor aún, inconclusivo al abordar los temas (contrario al alusivo y metafísico que practiqué en mis tiempos), y al que repetidamente me había incitado. Combinando, pues, estos dos elementos tal vez habría podido componer una receta buena, al menos, para mi enfermedad. Dicho con otras palabras y con más ajustada imagen: un guisote o calducho agradable a su paladar.

Y, al no tener nada mejor que hacer, eso es lo que me he propuesto. Cómo me irá no lo sé, porque, a pesar de todo, Adele no es tonta. Mañana le presento esto que escribí durante la noche (pues mañana por la noche quiero volver al trabajo) y ya se verá.

A mí me basta con que esto le guste a ella. ¿Qué importa lo demás?

 

Post scriptum

¿No juegan los pájaros en la luz serena?
¿No juegan los peces en el fondo del mar?
Pues yo cuanto me plazca quiero jugar
Y jugarme, si es el caso, la vida eterna.

*FIN*


“Lavori forzati”,
La bière du pécheur, 1953


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