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Tradición

[Cuento - Texto completo.]

Emilio S. Belaval

La viuda del oficial muerto en el campo de batalla es un mórbido tenebrario encendido en la larga noche de la pasión. Está supuesta a guardarle la penama al difunto hasta caer postrada por la anemia o enloquecer vidriada por la soledad. El pueblo la reverencia como a una santa, una santa demacrada, con sus ojos hundidos en dos ojeras secas. Vive retirada del mundo, su jeta a un riguroso ritual de llanto contenido, rezo opaco, vigilia de crespones. La musa de la historia le sitúa una quimera frente a la puerta de su casa, a proteger el sombrío recato que necesita la casa del héroe.

La casa de doña Salomonita Urraola, en la calle de la Fortaleza, había sido casa de viuda tres veces -dos de oficiales muertos en el campo de batalla y una por ausencia civil declarada de un intendente de las Cajas Reales-. De más está decir que la casa de doña Salomonita Urraola acabó por estar señalada por la ojeriza popular como una casa sacrílega.

-Usted no me lo creerá, vecino, pero yo he visto a los dos difuntos militares de esa viuda entrando en esa casa, de noche.

-No creo que doña Salomonita guste de pasar la noche en los brazos de un fantasma.

-Yo tengo ojos que pueden ver por dónde caminan los muertos. En esta calle hay demasiadas viudas de militares insepultos. Tenga usted cuidado al pasar por aquí de media noche.

Las viudas militares de la calle de la Fortaleza eran diecinueve, y de acuerdo con la etiqueta mortuoria, mantenían sus casas sumergidas en ese misterio mortecino que rodea la casa del héroe. Las puertas de los zaguanes estaban cerradas, con un crucifijo de bronce clavado en cada hoja bajo un lazo de terciopelo negro; las persianas entornadas, las arañas a medio velón, las aceiteras con cinta de plomo.

La que más tiempo tenía en el penoso trance era la viuda del coronel Casidoro Sigüenza, doña Paca Mártir de Sigüenza, dama enlutada de notable belleza, remanso de heroicas virtudes, en cuya casa buscaban refugio otras enlutadas de la calle. Doña Paca Mártir había conservado su domicilio viudal en la misma forma que lo dejó el desventurado coronel al partir hacia Cuba. La casa era como un museo privado de su héroe. Los roperos conservaban sus ropas ceremoniales, sus casimires de asueto, sus cartas de promoción en el mismo orden que el coronel hubiera deseado encontrarlos al regreso. Los muebles no se habían movido de sitio durante su ausencia. La caja de los habanos, el escabelillo forrado de peluche, la manta de Zamora para abrigarse las rodillas las noches húmedas, conservaban su extremosa simetría.

Todas las noches, doña Paca Mártir se sentaba en la misma butaca de alta ojiva de pajilla con pata flamenca en la cual se hubiera sentado ella, de estar el coronel a su lado. Algunas veces los recuerdos trotaban mansamente hacia pasadas venturas perturbando el inútil ejercicio evocativo. Pero a la primera lágrima, la viuda se sobreponía al dulce pánico. Sabía ella que la viuda de un militar estaba tan sujeta como su propio héroe al culto de la patria. Los que morían defendiendo a su patria no tenían derecho ni a las lágrimas de sus viudas. Cualquier explosión de rebeldía viudal podía ofender el sagrado culto, resquebrajando la moral de otras almas menos templadas.

Cuando llegaban de visita las otras enlutadas de la calle, doña Paca Mártir de Sigüenza se movía de la sala para recibirlas. Le parecía que cualquier plática mujeresca rompería la intimidad sin cuerpo, casi sin lágrimas, que todavía estaba viviendo con su infortunado esposo, en la otra sala. Casi siempre acudían las mismas: la entristecida Paloma Alvarado, unos ojos fulgurantes amortajados por una melancolía densa, viuda a los tres años de casada con otro coronel, muerto en una refriega filipina; la circunspecta Consentida Núñez, una cara rafaélica sostenida por un cuerpo vibrante, viuda a los quince meses de casada con un capitán de infantería, muerto en una emboscada de los mambises de Duarte; la hermética Cristeta Rayola, unas ojeras de tórtola asomadas a un escote de porcelana, viuda a los tres meses de casarse por poder con un alférez de navío, a quien no llegó a conocer, por haber sido abordada la fragata que lo traía a consumar la boda.

Natural era que el medroso bisbiseo de las enlutadas se cebara en la dulce doña Salomonita Urraola, quien ya había cruzado tres veces el puente de la pena, sin perder cintura:

-Esa Salomonita acabará por adquirir fama de impúdica.

-Y sería una lástima porque me consta que es una joven piadosa.

-Si yo les contara…

-Un cuento que no se cuenta es como un pecado que no se confiesa; sigue chillando en la conciencia hasta que se saca fuera -comentó Paloma Alvarado, sacando sus ojos fulgurantes de la mortaja.

-Deja que guarde las confidencias para sus horas de soledad. Así no ofenderá a nadie -advirtió la prudente doña Paca, alarmada por la mundaneidad que iba tomando el coloquio de las enlutadas.

No toda la culpa era de doña Salomonita Urraola. El primer matrimonio de doña Salomonita fue con el único militar que había producido su familia, pródiga en curiales y letrados; un tenientillo de abastos, llamado Pedrito Duro de Osés, quien prefirió al banco negro de los togados, el morrión de plata del militar realengo. En la primera visita que le hizo, el primo se arrebató por la prima, y el escribano de Cámara don Pío Buelta, temiendo un rapto, apresuró las dispensas. La niña salió de diecinueve años, según su hojilla de parroquia, y al tenientillo hubo que inflarle sus veintidós años rasos. Cuando regresaban de la ceremonia por la nave alta de la catedral, mejor que la pareja desposada, parecían los pajecillos de las arras. Es indudable que el alocado tenientillo le hizo vivir a su prima una linda página de amor, pues cuando se despidió de ella, camino de Veracruz, la dejó llena de mimos azules, párpados enrojecidos y verdes sustos:

-Ten cuidado, Pedrito, ten cuidado.

-No te apures, preciosa; dentro de dos semanas estaré de regreso. Servicios como este son importantes en mi carrera.

La niña pudo resistir la ausencia de su marido doncel pero el capitán de la galerona no pudo evitar que una batería de tierra le destrozara la nave, estrellándola contra los arrecifes del golfo. Dormida estaba la niña cuando le anunciaron la visita de un imponente cortejo de coroneles, magistrados y sobrecargos, presidido por el segundo cabo. Tuvo que salir la niña con los corchetes cojos y los bucles a poco torcer. El segundo cabo se adelantó y la besó en la frente; los magistrados le besaron las mejillas con un vago temblor en los labios; los sobrecargos quisieron besarle las manos y acabaron besándole el ruedo de la saya. La niña los miraba a todos sin atreverse a conjeturar el significado de aquel extraño protocolo. Por fin, el segundo cabo se inclinó ceremoniosamente ante ella, y con la parla hueca que se estila en las solemnidades de mención, le dijo:

-Señora doña Salomona Urraola de Duro, a nombre de la Capitanía General de esta Isla, tengo el sentimiento de anunciaros que nuestro amado compañero de armas, el teniente de Abastos don Pedro Duro de Osés, ha ofrendado su vida en servicio de la patria.

Todo se vino al suelo; la niña con sus bucles deshechos, las tres enaguas, el refajito de espejos, la saya de tafeta, la moral de la adolescente viuda. Al despertar del profundo vahído, la niña se quitó de encima las manos que trataban de auxiliarla, y echó a correr por la casa, lanzando gritos frenéticos: ¡Pedrito! ¡Pedrito! ¡Yo quiero que venga mi Pedrito! ¡Pedrito! ¡Pedrito! Al clamor desesperado de la niña viuda corrieron los serenos, corrieron los vecinos, corrió el resto de la oficialidad desde el Casino Militar; unas voces despertaron otras voces; los primeros pasos guiaron otros pasos. La plaza entera se llenó de carreras y sobresaltos, y la calle de la Fortaleza, de una muchedumbre hosca y apesadumbrada. Desde las buhardas se asomaron algunas viudas civiles con sus crucifijos quemados por las lágrimas:

-Pobrecita, casi una niña y ya entregada al ángel del telar.

-Tiene la boca demasiado golosilla para el pan de cenizas que le espera.

-Llevar tocas de viuda es lo mismo que caminar de la mano de una bruja.

Los militares estaban aterrados y confusos. Era la primera vez en la historia de la Plaza Fuerte que la viuda de un oficial muerto en el campo de batalla se rebelaba contra el glorioso holocausto del hombre de armas. No había forma de silenciar aquella arpa corajuda que seguía modulando un dolor generoso y malcriadote: ¡Pedrito! ¡Pedrito!; ¡yo quiero que me traigan a mi Pedrito! Los tenientes jóvenes que llegaron corriendo desde la sala de lectura estaban pálidos y conmovidos. Uno de ellos abrazó convulso las rodillas de la gimiente, obligándola a detener el paso. De la calle llegaba un rumor sordo y levantisco:

-¿Qué le ha pasado a nuestra graciosa vecinita?

-Su esposo murió en el golfo, y al recibir la notificación, parece haber enloquecido.

-Pero, hombre; han debido prepararla. Esa misión se le encomienda a un sacerdote, a un anciano venerable, no al protocolo militar.

-Usted sabe que en esta calle todo se hace a contrapelo.

Hacía tiempo que los vecinos de la plaza se la tenían jurada a la calle de doña Salomonita Urraola. Calle Fortaleza era una calle fisgona y tornadiza. Los vecinos de las otras calles tenían un santo o una santa a quien encomendar sus asuntos; pero en la calle de la Fortaleza, todo tenía que pasar por las manos del mariscal don Miguel López de Baños. El Palacio de la Gobernación era un palacio blanco y el Palacio de la Justicia era un palacio rojo. La historia demostró que esta aviesa pictografía no tenía sentido, pues la gobernación siempre tuvo peor entraña que la justicia. Sin embargo, los vecinos de la calle de la Fortaleza, atentos más a la trasmano de la curia ultramarina que a la mano llana de los togados, lucharon porque la calle se mantuviera blanca; blanca su carrera hasta el Parque de la Convalecencia, sus casas de dos plantas con cornisas ornamentadas por los copones de la baraja española; blancos y bien alisados los motetes de la gravilla. A pesar de ello, los albañiles de la calle, entre los cuales había ateos, anarquistas y republicanos, solían moler los ladrillos de la sobra, añadiéndole su polvorillo bermejo a la cal del temple. No era de extrañarse, pues, que al cruzar por la calle el donoso mariscal, montado en victoria de ébano con capotilla de gamuza, saliera a flor de argamasa un revolucionario color rojizo.

La más conspicua cotorrera estaba instalada, desde luego, en el Palacio de la Gobernación, a donde acudían los velamuertos y rompehuesos a acabar con los detractores de la Regencia. Allí se pasaba el día el fiscal de su majestad, secreteándose con la oreja peluda del capitán general. La segunda cotorrera flotaba sobre el charco de tinta de La Gaceta, bajo cuyas ondas funcionaba una primorosa guillotina, tanto para cuadrar el cedulario como para desorejar a los poetas festivos. Allí se pasaba la noche el censor de la Corona, secreteándose con la oreja de cera de un sotanas. La calle tenía mirones hasta en los lucernarios y soplones hasta en los tragaluces. Pero también tenía desafectos hasta en el Regimiento de Granada. El caso de doña Salomonita Urraola fue una prueba dura para la calle.

Hay mujeres a quienes el sufrimiento embellece como embellece un sol de fuego a las pomponas de la umbría. Las crenchas doradas de la niña viuda parecían virutas de sándalo onduladas por una resina paradisíaca; su boca se transformó en una almendra viva y húmeda, y al mirar, sus ojos atormentados parecían dos ópalos enajenados a las gracias de un mar lejano, roto en sus irises más puros. La juventud entera de la plaza se había vestido de luto con la dulce doña Salomonita. Durante el novenario, y aún después de lo permitido por la calenda romana, los tenientes jóvenes del cuerpo militar, los jinetes de la capital, los duelistas de la Sala de Esgrima del conde de Ras, turnaban su celo, vestidos con un elegante luto de cámara. Cada día era mayor el prestigio de mártir de la niña viuda. Las más persuasivas lenguas del Convento de los Franciscanos, del banco de los letrados, del claustro viudal, trataron inútilmente de devolverle la paz a la niña viuda. Los días pasaban, la niña lloraba, la calle murmuraba y el mariscal López de Baños empezó a impacientarse:

-Alguna solución tiene que ofrecer el caso de esa pobre muchacha -urgió el mariscal, frunciendo el entrecejo.

-No la encontramos, excelencia.

-No puedo mandar a fusilar una criatura porque se sienta desgraciada. ¿Qué propone la familia de ella?

-A la niña no se le conocen parientes en la isla ni en la península; no tiene vocación religiosa y vive encerrada en sus recuerdos mundanos como una perla en su concha.

-Es inconcebible que una niña feúcha y chillona se haya convertido en un problema de estado -murmuró el séptimo niño de Écija, con un involuntario desdén cortesano.

-Permítome decirle a su excelencia que la niña es hermosa como un lirio dorado.

-Entonces no hay más remedio que casarla de nuevo. Búsqueme un oficial confiable, capaz de sacrificar su soltería por una razón de estado.

La llevó al altar, con dispensa firmada por una de las siete manos más duras de la Regencia, el capitán de Ingenieros don Dámaso López de Saga -treinta años atigrados por unos ojos altaneros, un bigote de palitos y una barba nazarena cuidada con matemático esmero-. El dolor de doña Salomonita Urraola tuvo que amansarse bajo la barba enérgica de su capitán. Las que no resultaron amansadas de un todo fueron las viudas militares de la plaza, entre las cuales había patéticos casos de melancolías conyugales.

Cuatro años pasó el diligente capitán tendiéndole pontones al ensueño de su chillona. La ingenua doña Salomonita llegó a creer que el mundo español solo se extendía desde la caleta de la Catedral hasta la verja de hierro de la Plaza de Armas y desde los chaflanes de Santa Catalina hasta las cajas de crisantemos del Paseo de la Princesa. Pero una madrugada, el capitán López de Saga se le presentó vestido de campaña. Había recibido órdenes de incorporarse a un regimiento que iba camino de Chile; las órdenes eran secretas, y casi en secreto, ocurrió la muerte del infortunado don Dámaso López de Saga.

Esta vez doña Salomonita se metió a viuda sin esperar consejo. Por más de un año estuvo encerrada en sus habitaciones sin recibir a nadie. Había cierta fruición expiatoria en aquella soledad impenetrable. La cola de su pena le daba una vuelta completa a la estancia y solo se quitaba sus guantes negros al momento de persignarse. El único ojo que logró verla fue un beatífico ojo de buey del patio interior. El pueblo empezó a alarmarse ante aquel silencio sobrenatural de la casa de la joven viuda. El prestigio de una mujer hermosa es un mito alado que no se arredra ante la muerte. Otra vez, la imagen de la núbil mártir empezó a apoderarse de la conciencia de los hombres. Algunos oficiales jóvenes lograron abrirse paso pretextando promesas de honor inaplazables. Encontraron una estatuilla de alabastro, con cintura de duende, y unas trenzas oriflamadas dispuestas a convertirse en sudario. La joven viuda estaba más hermosa, más pálida que nunca. Hasta la tristeza que empañaba sus cándidos ópalos había abierto dos cielos chicos al canto del amor. El médico titular de las viudas militares se avino a confesar haber encontrado tres veces a la joven viuda al borde de la muerte. La última ocasión tuvo que obligarla a beber una copa entera de hiel de caballo antes de dejarla tumbada sobre una nube de alcohol de menta.

En el Casino Militar no se hablaba de otra cosa que del martirologio de la dulce doña Salomonita. El gobernador don Santiago Méndez de Vigo no sabía cómo salir del embrollo. El tercer matrimonio de la viuda de dos oficiales muertos en el campo de batalla, podría recibirse como un insulto a la virtud de las otras viudas militares de la plaza, sometidas a un rigor viudal ejemplarizador. Decidido a aplacar el ardor de los oficiales jóvenes, ideó colgar al cuello de la dulce doña Salomonita una medalla de plata con dos cruces rodeadas de perlas y comisionó su entrega a un enviado extraordinario de la Regencia, quien resultaba ser un familiar del infortunado capitán de Ingenieros. El enviado creyó su deber llorar con la joven viuda y acabó casándose con ella. Esta vez, la dispensa la refrendó de su propia mano el duque de la Victoria.

Las Reales Cajas se habían movido tanto que a nadie le extrañó la orden perentoria dirigida al enviado extraordinario, de moverlas otra vez desde la Contaduría Mayor de Puerto Rico al Tribunal de Cuentas de La Habana. Lo que pasó con ellas jamás pudo averiguarse. Se susurraba que habiéndole anticipado un valido a unos banqueros el plan de vender las islas a una potencia extranjera, un grupo de patriotas esperó la fragata en el puerto, machetearon al enviado y a su escolta, y pusieron las cajas en la bóveda más oscura del Castillo del Morro. El misterioso percance dejó a la isla sin finiquito real y a la dulce doña Salomonita sin su tercer marido. La joven esposa tuvo que prestar fianza con todos sus menudos bienes y casi convertirse en rehén de la Real Audiencia Territorial hasta que hubiera rendición de cuentas.

El pueblo empezó a preocuparse por la mala suerte de la joven viuda, y ver en aquel garabato del destino, uno de esos designios que necesitan carne de ángel para soportarse. Los oficiales jóvenes, a su vez, se convencieron, que su ardor en servir a la damisela, solo había servido para seguir labrando su desgracia. Las que no se rindieron fueron las viudas civiles de la calle de la Fortaleza.

-Pasar de validos a oidores es como pasar de milanos a mochuelos.

-Culpas de pillos con pañolito de Flandes merecen garrote de caderas.

-Tanto graznarán las cornejas hasta que le saquen los ojos a la niña -tampoco pareció inmutarse un caballero con hábito de Santiago y cofre de plata mexicana, recién llegado a la Plaza Fuerte.

El nombre del caballero no era de los que traen campanillas sonándole en la collera. Se llamaba Hermenegildo Lapisa a secas; mas su aire distinguido y altivo olía a legua arada, si no a patriota español, por lo menos a desterrado de Narváez. El caballero contempló el suplicio de dos ópalos inocentes ante su sumario implacable. Al aparecer la joven esposa en las escaleras de la Audiencia, le ofreció su brazo para ayudarla en el descenso. La paz de sus ojos hidalgos consoló aquel corazón cubierto de bochorno. No se sabe lo que le dijo el desterrado a la joven esposa, ni las cuitas que esta confió a aquel amigo providencial, pero a los pocos días el caballero pagó el presunto desfalco del tercer marido, los reales de vellón del expediente de declaración de ausencia, y solicitó dispensa para contraer matrimonio con doña Salomonita, una vez declarado su estado hábil.

El anuncio del cuarto matrimonio de doña Salomonita cayó como una bola de fuego en los salones opalescentes de las enlutadas. Eran diecinueve palomas moviendo sus alas agoreras en torno a un mismo lamento. El reto que presentara el segundo matrimonio de doña Salomonita lo había salvado la argucia de la razón de estado. La frase parecía una cábala, con libro aparte en la picaresca, pero produjo su efecto. El tercer matrimonio todavía pudo justificarlo el terror de una joven viuda agobiada por la fatalidad. El castigo inesperado que recibiera la nueva pareja de pecadores, volvió a restituir el prestigio del claustro viudal; pero un cuarto matrimonio dejaría a las viudas militares a merced del epigrama.

Doña Paca Mártir de Sigüenza estaba helada de espanto, no solo por la honra a los héroes de la plaza debida, sino por su propio prestigio de celadora. El mal ejemplo de la niña viuda empezaba a producir su pecaminoso entuerto. Alguna que otra vez, la pundonorosa viuda del coronel Casidoro Sigüenza, había observado, ceñidas con mundano pliegue, las poderosas caderas de Paloma Alvarado; no le gustaban los afeites que ocultaba el velillo de Consentida Núñez, ni los suspiros que oía escaparse del pecho de Cristeta Rayola, como de bien avivado fuelle. Toda la noche pasó la generosa doña Paca pidiéndole inspiración al sable de su coronel, colgado en cadenillas, en el museo hogareño. Era la primera vez, que en sus tribulaciones, la dama recurría al corajudo espíritu de su ilustre esposo. Parece que el coronel le tomó lástima a su infeliz viuda porque esta amaneció con un intrépido plan sujeto del portaabanicos. El plan fue discutido con gran sigilo por las cuatro viudas, yendo en solicitud de audiencia, nada menos que al Palacio de Gobernación.

Don Rafael de Arístegui, conde de Mirasol, era un aristócrata un tanto quitado de rencillas viudales, pero hombre adoctrinado por el complejo mundo de la Regencia, sabía guardar distancias y esconder en el doble forro de sus casacas blancas, bordadas con hilos de oro, sus desdenes. El caso de doña Salomonita le pareció insólito, y más insólita aún, la petición de casarla un caballero con hábito de Santiago, de quien era de suponerse fuera celoso rector de la moral cristiana. Halagado por el lindo cuadro que componían las cuatro enlutadas, se sintió conmovido ante tanta lealtad, y prometió estudiar el caso e incluso ejercer los poderes de su privanza para evitar dispensas, un tanto dudosas, concedidas por el Ministerio de Ultramar. Terminó su audiencia con un precioso quite cortesano:

-No sé, señoras mías, los poderes que me otorgue la ley, pero sé a cuánto me autoriza, la hermosa imagen de la virtud española que tengo ante mis ojos -sopladas por el airecillo tibio de la lisonja, salieron las cuatro enlutadas, convencidas que pronto verían a la escurridiza doña Salomonita Urraola sometida a falda de estameña y velo liondo, como correspondía a la viuda de un oficial muerto en el campo de batalla.

Para asombro de curiales y profanos, y después de haber registrado todas las Reales Órdenes, los Bandos de Buen Gobierno y aun los Autos Acordados de la Real Audiencia, el fiscal de su majestad tuvo que informarle al resplandeciente conde de Mirasol, que no había razón para negarse al cuarto matrimonio de la viuda y aconsejó pedirle auxilio al discreto provisor vicario capitular, gobernador del Obispado; después de examinar el fuero penitencial y las indicaciones correspondientes a la amonestación privada, el discreto provisor vicario no formuló objeción contra la solicitud del caballero y recomendó pasarle consulta al segundo regente del Ayuntamiento. Este solo encontró unas escasas disciplinas contra las exposiciones deshonestas en que suelen incurrir las mujeres embarazadas cuando van al mercado, y le ordenó al intendente abrir una pesquisa sobre los usos y costumbres de la plaza, a fin de recomendar sobre cualquier arrogación del poder de dispensa.

El intendente don Blasino Chinago era un coruñés suelto de ingenio pero discreto de lengua, con cierta rectitud de juicio escondida detrás del pecherín:

-¿Cuántas viudas de militares muertos en el campo de batalla tiene la plaza? -le preguntó al escribiente.

-Según; si son de oficiales, veinte; si de soldados y rataplanes, cuatrocientas -meditabundo quedó el buen coruñés tirándole pellizcos a la malicia de su vieja gaita. Era natural que los miriñaques de las viudas de la oficialidad, resplandecieran de virtud, ya que el dinero es un espejo que todo lo devuelve dorado, pero las sayas de las viudas de la soldadesca podían estar llenas de costurones. Cumpliendo la encomienda, envió un pregonerito a citar a todas las viudas militantes de la plaza, a una reunión de ánimas solas. Se presentó en la tercera sala consistorial una tribu de comadres con carnes de garrón y aros de cobre en las orejas, capaces de hundir nueve cabildos.

La trocha de San Cristóbal envió once viudas con faldas de libélulas; el Callejón del Gámbaro tres viudas embarazadas de cuarto concúbito; el Callejón de la Capilla ocho viudas pálidas con escapularios de tres devociones; la filarmónica treinta viudas de medio tizne; la escalerilla del Hospital, entre once viudas honestas, envió a la famosa Cayetana Rendón, mejor conocida por La Rendonita, viuda pajarista, con jaula aparte para canarios y carcamales; la cuesta de los matarifes quince viudas coloradotas engordadas con sangre de cochinillo y cuero volado; el Callejón del Grito a la viuda del manco de la Batería de San Carlos, condecorada con la Cruz de Guerra, a quien el pueblo había condecorado, a su vez, con el apodo de La Sargentona.

El intendente Chinago carraspeó tres veces, y ensalivándose los labios con paladina fruición, se encaró a las viudas en airoso introito:

-Su excelencia don Rafael de Arístegui, conde de Mirasol, capitán general y jefe político de esta plaza, a quien Dios guarde muchos años, antes de arrogarse el poder de dispensa en casos de matrimonios posteriores de la viuda, ha solicitado de este ilustre Ayuntamiento, consultar a las viudas de los militares muertos en campaña sobre lo que más les convenga a sus intereses. Ante todo, ¿cuántas de las señoras, aquí presentes, tienen montepío?

Dos viudas del Callejón de la Capilla levantaron la mano con una tímida cortesía. Las otras contestaron con una risotada broncosa, dispuestas a arrancarse contra la autoridad:

-Yo tengo cepillo privado en el altar de san Anafre.

-A mí el mayordomo de Palacio me envía todas las noches una cestilla con pechugas de faisán.

-Por esta prójima no hay que apurarse; yo tomo de la sopa de tortuga que le sirven al coronel de San Cristóbal.

La Rendonita empezó a chillar creyendo que se trataba de un nuevo bando contra las costumbres licenciosas de la plaza. El susto trajo el tumulto y el tumulto la procacidad. La Sargentona, por ser la única viuda condecorada, de la mano tomó la cruz y de su sapiencia de gorrona, la palabra:

-Quédese dicho, señor intendente, que las viudas no estamos conformes con la propuesta del señor conde de Mirasol, de entrometerse la autoridad en cosas que lo mismo puede cojear del pie que del traspié. La ley alumbra el paso de la mujer cristiana, pero es cuando se vive en calles donde hay muchos faroles; mas nosotras, las viudas de esta plaza, nunca hemos vivido de la ley, sino de la legalidad.

-No entiendo a la señora -contestó el intendente don Blasino Chinago, cambiándole el borlón al capirote con el dedo bobo.

-Quédese entendido que la legalidad consiste en que cada viuda de esta plaza viva como pueda sin que nadie se pringue ni sonroje. Si no hay montepío que viva del monte de Venus, y si no hay monte de Venus que viva como mendiga, y si en el ser mendiga no hay berzas ni huesos de soplar pues que viva de la ratería.

-Mas la moral, señora mía, tiene su fuero socrático.

-Yo de estar versada en loas y mojigangas, respondería en parábola, pero se me está a mí que todas esas farolas son de alumbrar, cuando el estómago está caliente.

El informe que elevó el intendente don Blasino Chinago satisfizo al segundo regente; el del segundo regente, fue bien visto por el discreto provisor vicario capitular; el del discreto provisor vicario dejó cavilando al fiscal de su majestad sobre la prudencia de intervenir con las prerrogativas del hábito de Santiago; el del fiscal de su majestad, le planteó tímidamente al conde de Mirasol la impropiedad de pasar juicio legislativo sobre una cuestión que podría llegar hasta él, al sentarse como magistrado de la Real Audiencia Territorial; sugiriendo la conveniencia de dejar la dispensa en manos de los alcaldes mayores, por poseer estos un mayor juego en el ajuste de los clamores populares. Habiéndose verificado la ausencia del tercer marido, el matrimonio resultaba inminente, y el ridículo del arrogante valido, irremediable. Buscando estaba el dolido conde cómo destituir a unos y desterrar a otros, cuando llegó al Palacio de Santa Catalina una dispensa firmada por la propia mano de su augusta majestad doña Isabel II.

Jubilosas y muy lucidas fueron las bodas del hidalgo don Hermenegildo Lapisa con la dulce doña Salomonita Urraola. Las diecinueve viudas de los oficiales muertos en el campo de batalla tuvieron que llevarse la Real Orden a la cabeza en señal de acatamiento. El conde de Mirasol le envió a la novia una cruz de zafiros y al caballero un rosario de azabaches y amatistas. El pueblo acompañó a los novios a la Santa Catedral de San Juan, con una respetuosa simpatía, porque algo se había colado de la viudal intriguilla. Por su parte, el dadivoso don Hermenegildo sacó unas cuantas puñadas de plata de su cofre sin fondo y las repartió entre las viudas pobres de la plaza.

Al regresar los desposados a la casa de doña Salomonita en la calle de la Fortaleza, algunos de los curiosos notaron que la casa se iba cubriendo de una pátina amarilla como si alguien la estuviera repintando con una brocha untada de azufre, creyendo todos que se trataba de un truco de los artificiosos para que la casa luciera más bella entre los canalillos de las luces de bengala. Tan pronto volvió la espalda el último violín callejero contratado para comunicarle su arrobamiento a los azahares, la casa ardió con una violencia infernal. Ocupados estaban en sus cosas de casados la infeliz pareja, cuando se vieron envueltos por otras llamas que parecían bajadas por una legión luciferina. Nadie pudo hacer nada por ellos y la justicia no encontró mano a quien afearle su triste proceder.

El pueblo se retiró horrorizado y las viudas civiles y las cornúpetas de los cuerpos patricios se pelaron las rodillas pidiéndoles perdón a los héroes. Dolorosa es la historia, pero así son las tradiciones, formas aladas de la tragedia que no se resignan a plegar sus alas en el regazo de la historia; la mitad las borda un ángel y la otra mitad las emborrona el diablo; no las borran de los aires las campanas ni las entierran los sepultureros. Viven pegadas a nuestro ensueño como la flor de la calabaza al tuétano del buey.

FIN


Cuentos de la Plaza Fuerte, 1963
Agradecemos a María Zamparelli su aportación de este cuento a la Biblioteca Digital Ciudad Seva.


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