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Trasplante y desplante

[Cuento - Texto completo.]

Abelardo Díaz Alfaro

Peyo Mercé hacía cosa de veinte años que trabajaba de maestro en el barrio La Cuchilla. No sabía lo que era un ascenso.

Solo le afincaba al magisterio la satisfacción íntima de estar realizando una labor meritoria, y el cariño y admiración que le profesaban los compadres. Había sembrado mucha idea, mucha moral y mucha decencia. Y por eso le importaba un comino la opinión que de él tenía formada cierto supervisor. Verdad que no seguía al pie de la letra las últimas modas importadas de enseñanza; pero lo raro era que sus jibaritos aprendían mucho. Y los sistemas de enseñanza se le parecían a las hojas de yagrumo por lo cambiantes.

Él sabía muchas cosas que no se enseñan en la universidad.

El jíbaro “está cansado de apuntes”. La miseria hace prácticos a los hombres. Y su verbo docente se traducía en metáforas, en parábolas, arrancadas a la naturaleza, a la vida misma, que es el más profundo de los libros.

A fuerza de obedecer se había hecho manso como el buey viejo. Pero a veces, cansado de soportar el yugo, se sacudía. Y jíbaro al fin, en una frase gráfica sintetizaba un discurso y lo lanzaba como estocada de rebeldía. Y estos desplantes lo habían hecho célebre.

Estaba hastiado de oír a los teorizantes del sistema hablar sobre “trasplantes” educativos. Él los denominaba malplantes; porque el trasplante se hace en terreno propicio. Él tenía su talita de tabaco y podía hablar de esas cosas.

¿Y por qué no enseñaban a los jibaritos lo que debían saber?

La vida en el campo es dura.

Deberían tener cría como los pollitos jerezanos. La lucha era cosa de hombres. Y les recordaba la frase de compay Fele:

“Bajando hasta las calabazas ruedan”. No, lo importante es subir, hincar la pezuña en tierra, trillo arriba aunque se les salieran los bofes.

Y se burlaba de los señoritos pueblerinos que iban a enseñar a los jíbaros lo que ellos de sobra saben. Como la quebrada inunda el valle con la crecida, así se estaba inundando el sistema educativo de papelería… ¿Por qué no irse al grano y que la paja se la llevara el viento?

Y tuvo que sufrir el que le llamaran “viejo maestro chapao a la antigua”. Él se guardaba de expresar la opinión que se había formado de los recién graduados y recién crudos “chapaos” a la última moda. Recordó el día en que uno de estos, disertando sobre agricultura en forma poética, habló sobre las mieses. Y Peyo se atrevería a jurar que en su vida jamás “había ofendido a la tierra”.

Y dibujando bajo el espeso bigote una sonrisa socarrona musitó:

“Con la boca es un mamey”.

Él no entendía mucho a Dewey, de Kilpatrik, pero ellos tampoco sabían por qué a “Pancuco se lo tragó una yegua”. El supervisor le tenía grima. Nada, que como decía el otro:

—A mojillo con ají no se le paran las moscas.

En esos días los jibaritos lo traían loco. El “Number belonging” y el “Attendance” dejaban mucho que desear. No se haría tardar la “cogía de cuello” del supervisor. Las ausencias menudeaban. ¡Pero qué se iba a hacer!

—Don Peyo, el Juancho me mandó a llevar las reses al baño e garrapatas; tenía que dil al pueblo a un encargo.

—Bien, pero que no se repita.

—Que a pay Juan le dio un mal y se lo llevaron pal pueblo en una jamaca pa que lo medicinara el dotol.

—Se dice doctor, y quiera Dios se ponga bueno.

—Don Peyo, mamá tuvo que dil a la Unidad a ponerse el numotora y me dejó cuidando los nenes.

—Bien.

—Que Fonso me dejó ayudándole en la cosía e tabaco, pues tuvo que dil al pueblo a un encargo.

—Y a Emérito le estaban dando unos mareos por falta de sangre. Y sabía que en casa de Tellito a veces se que daban sin comer. Y que en casa de Olique lo que se hacía era un almuerzo-comía. Y que el Chunguita tenía que cruzar unos cuantos cerros y unas cuantas quebradas crecidas para llegar a la escuela y se venía sin el puya.

En mala hora recibe una convocatoria para una reunión de maestros rurales en el distante pueblo. Un especialista iba a disertar sobre gimnasia y deportes.

—Otro aguaje más —se dijo. Pero, ungido de santa resignación, se puso el una vez negro dominguero, la chalina punzó, y en una yegüita llena de “mataúras” de paso lento y trotón se encaminó para el pueblo.

Lo mismo de siempre. Los maestros de nuevo cuño sentados en los primeros asientos. Los maestros de viejo cuño en los postreros. Y Peyo se dirigió a la parte trasera del salón. Ya muy cerca de Sancho Cruz, viejo maestro de una guinda lindante, le preguntó con malicia:

—¿Qué vaina se traerán hoy?

Muy orondo el supervisor hizo la presentación del especialista. Una autoridad en la materia, cuyas palabras deberían ser consideradas como lo último e indiscutible.

—Cábeme, pues, el inmenso e inmerecido honor de presentaros a una de las figuras más prestigiosas del magisterio, Mr. Juan Gymns.

Y se adelantó un señor grueso, vestido de blanco y de porte elegante.

Y se remontó a Grecia, a las Olimpiadas. Y comentó el mens sana in corpore sano, y habló de Roma y hasta de Espartaco como gladiador. Y Sancho Cruz empezó a adormilarse.

Los maestros más jóvenes con rapidez y nerviosa mente tomaban notas. Y prosiguió hablando de gimnasia sueca, de calistenia, de jiu-jitsu, de folk dances, de physical exercises. Y Peyo se distrajo, aturdido por las palabras del especialista. Y empezó a divagar, y ensimismado se remontó también en alas de la imaginación a sus años de niño.

Había trabajado mucho y jugado muy poco. Juegos, los que él mismo se agenciaba. Y con rapidez vertiginosa desfilaron ante sus ojos una serie de cuadros: unos jíbaros tirando al “casiel”, otros se deslizaban en unos tigüeros por una loma, unos golpeaban con unos gallitos de algarrobo, otros con una cabulla hacían girar unos trompos de chino y púa de clavo, y unos niños desnudos se “jondeaban” de cabeza al río desde unas lajas, y por último se le grabó en la mente la figura de un jibarito haciendo una típica maroma.

Las palabras del conferenciante cerrando en un trémolo agudo lo sacaron de su ensimismamiento:

—Y todo esto que os he hablado es de suma y vital importancia en la consecución de un Puerto Rico más sano y más fuerte, que pueda formar parte del conglomerado de los pueblos civiliza dos del mundo. Y si tienen alguna duda o aclaración que hacer, estoy presto a ilustraros”.

Y Peyo Mercé automáticamente levantó la mano. El supervisor tembló. Y Peyo Mercé escuchó una maestra decir:

—Ese condenao jíbaro va a meter la pata.

A Peyo le gustaba hacerse el “tonina”, el “pelea monga”, y exageraba adrede su condición de campesino.

Se pasó el pañuelo punzó por la cara y prorrumpió:

—Místel Juan Gymns, usté perdone, pero es que soy algo tímido de inteligencia. Usté ha hablado ahí de Grecia, de Roma y hasta de un tal Espartaco, de gimnasia sueca, de calistenia, de juyisu, de fol dances, de pisical exercises. Usté ha hablado muy bonito, muy bonito, pero, ¡ay bendito!, usté no se ha hecho ahí ni siquiera un CULIVICENTE…

Una sonora y unánime carcajada hizo retumbar el salón.

El supervisor de escuelas saltó de su asiento rojo de ira. Y místel Juan Gymns empezó a tragar saliva ante el desplante de aquel viejo y mañoso pedagogo rural.

*FIN*


Terrazo, 1947


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